Es un nuevo día y los músculos agarrotados todavía no despiertan. Bram desplaza los hombros, suelta un suspiro y abraza el sabor del pan horneado con mantequilla que todavía permanece en su lengua, tan dulce como una caricia en verano. Si no fuera porque lo están preparando para la guerra, para una batalla dónde la supervivencia es clave —al igual que el entretenimiento para las altas esferas—: podría llegar a acostumbrarse a tener la tripa llena y una cama mullida dónde descansar cada noche.

El espejismo es futil, decorado por la constante vigilancia de aquellos aurores que necesitan dejar claro que el gobierno tiene represalias. Pero, ¿qué clase de represalias son esas que actúan contra el pueblo y no los rebeldes? Torna a mover los brazos, a girar el cuello, a avanzar directo hacia una de las colchonetas colocadas en el suelo, dando un repaso desde el suelo hasta el techo.

Si no fuera por el fantasma de la quemazón, si no fuera porque todo esto es una pantomima de dimensiones estratosféricas. Si no fuera porque la corona del rey de los asesinos está en juego y que la decadencia de toda una vida pesa sobre sus hombros en una crítica constante…

Tal vez, tal vez, podría llegar a acostumbrarse.

Pero no lo hace. Porque su estancia tiene fecha de caducidad. Y para bien o para mal, Bram Telsior va a dejar de existir una vez se adentre en esa arena construida por los vigilantes.

Resultado (Azar): Fallo
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—¿Qué use la tiza? —Arruga la nariz haciéndole ascos a ese recipiente repleto de polvo blanco cuya procedencia no está explicada. Tiza, polvo o incluso analgésicos machacados concienzudamente para esnifarlos cuando el día con los tributos no sea tan deseado.

—Es magnesio, no tiza —explica la instructora con la risa en la garganta. La manera en la que sonríe, la dulzura que emana, provocan un escalofrío en Bram, poniéndolo al instante a la defensiva. La tensión de sus hombros y cuello, la verticalidad de su columna y los brazos ligeramente doblados hacia atrás, no dejan opción a dudas: no confía en ella—. ¿Sabes para qué sirve el magnesio, Cinco?

—Claro que sé para que sirve el jodido magnesio. —En honor a la verdad Bram no tiene ni idea. Pero no va a darle más información a la chica para que continúe ese diálogo estúpido y banal. Y hace lo único que puede para salirse con la suya, mete las manos en ese polvo blanco —sin ahuecarlas después—, dejando un rastro blanco a su acercamiento hacia las sujeciones de la pared.

—¡Pero quítale el sobrante! —escucha decir a la instructora y hace oídos sordos a consejo de lo más racional.

Resultado (Azar): Fallo
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A medida que Bram coloca manos y pies en las sujeciones oye las carcajadas de la mujer, quién es incapaz de contenerse ante la sorpresa de ver un comportamiento tan rídiculo como unos modos erráticos.

El exceso de magnesio en manos y la falta de calentamiento hacen mella tras el quinto asidero y resbala en el intento de asirse al sexto. Los zapatos patean contra el muro, en un intento de conseguir el impulso que le falta mientras sus manos se desprenden del agarre y cae, como un peso muerto, en la colchoneta.

—¿Sabes qué tienes que calentar antes? —interroga la instructora, con la mano hecha un puño, metida en la boca. Intenta aguantarse la nueva carcajada que amenaza con destrozar su semblante pacífico y exponer un divertimento sin precedentes.
—¡Claro que lo sé! —Aunque no, no lo sabe. Pero es lo suficiente orgulloso para no querer que lo ayude. Sobre todo si no deja de reírse ante su comportamiento errático.
—Bueno, por si acaso, yo te lo repito. —Parte de la risa sale al apartar la mano de su boca y se queda en una sonrisa radiante en su semblante—. Es conveniente que estires las piernas y los dedos de las manos como las muñecas. Un poco de ejercicio previo para el calentamiento o tus dedos fríos, serán incapaces se sujetarte todo el peso.

El gruñido que suelta Bram expresa el hastío ante la ayuda que igualmente recibe de la chica. Quién parece tener la paciencia suficiente para enseñarle incluso aunque el tributo esté obstinado en hacerse una bola y pincharle con sus púas como un puercoespín.

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Bram aplaude, quitándose el sobrante de polvo blanco de entre las manos, irritado porque la instructora siga enseñándole y riéndose cada vez que le tira uno de sus conocidos gruñidos. Estúpida instructora. Bien estúpida que es.

—Pon el peso en tu dedo gordo al empezar a escalar. ¡Y extiende los brazos! ¡Todo lo que puedas! —expresa con una alegría que es exageradamente contagiosa. Una alegría que sigue tensándolo más que las agresivas correcciones a las que está acostumbrado. Es demasiado liviana, dulce, agradable. Y le remueve el desayuno ingerido en el estómago con una rapidez apabullante.

—¡Qué ya lo sé! —le grita, alzando los brazos y comenzando a escalar, acomodando las directrices mientras gruñe, dándose cuenta que la tarea se simplifica de esa manera.

—¡Relájate! Ten atención en manos y pies… —Y tan pronto lo dice, Bram se resbala en el agarre de su pie derecho, repitiendo el proceso de avance tres veces mientras manos y pie restante aguantan su peso—. Y flexiona las piernas cuando caigas. ¡Con las manos por delante!

La voz dulce es igual de irritable que un mosquito zumbando en su oreja a altas horas de la noche, anunciando que al despertar va a tener un montón de picaduras como muestra de su amor interespecie y, además, otorgando la incapacidad de un sueño que se aleja como agua recogida con las manos ahuecadas.

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El aire sale de sus labios abiertos, mientras sus manos, agarradas como un gato a una pared, aguardan a que la instructora se calle de una vez por todas y lo deje en paz. Pero la mujer —que parece pegada a él como una madre a su hijo—: no es capaz de callarse.

—Esto es una puta estupidez —masculla mientras extiende los brazos al siguiente asidero, diciéndose que si llega al techo la tortura de esa voz dulce y agradable como la miel se va a alejar de sus oídos, dándole esa tranquilidad que su cabeza en momentos como éste, no posee.

Mano derecha, mano izquierda, pie derecho y pie izquierdo. Un movimiento digno de una araña que en lugar de ocho patas y telaraña, tuviera cuatro. Las palmas comienzan a sudar tras el quinto asidero y su respiración suave, se vuelve trabajosa.

Las apariencias, nuevamente, engañan. Los músculos de toda la espalda y de sus brazos y piernas, comienzan a quejarse del esfuerzo que hacen y Bram vuelve a poner la mano, a agarrar la pieza y a impulsarse nuevamente. Porque no puede parar. Porque si se detiene está muerto.  

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De repente, casi en un parpadeo, la falta de asideros llega sobre su cabeza. Como un agujero estúpido que se jacta de que ha estado gastando fuerzas en un camino que no era, porque no ha tenido la consideración del camino y que iba a llegar sí o sí a la cima, escogiese el sendero oportuno.

—¡Vamos, encuentra la salida! —grita la instructora, animándole desde abajo.

Sus dedos se arquean contra los asideros y sus hombros tiemblan mientras sus mejillas se tiznan de un rojo suave que es pálido en contraste con el tono anaranjado de su cabello.

—¡Cállate! —Ni tranquilo, le deja. Ni respirar, le deja. Ni pensar, le deja. Todo parece desmoronarse en ese agarre tenso, en la mirada fulminante que Bram le dedica desde el mismísimo cielo a la tonta que no deja de ponerle nervioso.

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