—¡Déjame, déjame, déjame! —dice y comienza a sacudirse. Porque no quiere que lo sujete, porque puede solo, porque esto es una rematada idiotez alucinante. Y, no obstante, cuando comienza a hundirse es él quién prácticamente se aferra al cuerpo de la otra, aferrándose a ese punto de apoyo que estúpidamente sabe que tiene.

—Aclárate, Cinco. —La risa liviana acontece y la tensión se coloca nuevamente sobre la espalda de Bram, incapacitándole para moverse, para nadar, para simplemente apartarse de esa ancla que no tiene nombre y apellidos pero sí un rostro demasiado dulce para su gusto.

—¿Quieres que te enseñe o no? —Y, viendo Bram que no tiene otra vía que decir que sí, comienza a asentir insistentemente con la cabeza—. Pues tendrás que confiar en mí —Y él, que tiene por costumbre no confiar en nadie, no sabe como asimilar aquello—. Vamos, suéltate.

La estupidez humana manifiesta en su semblante se debate entre hacer caso o no. Y, asumiendo que lo tienen que mantener con vida para dar un espectáculo mayor que aquella vergüenza ajena, aleja sus brazos y sus piernas de la instructora, para acabar posicionado en horizontal, atrapado por un extraño artefacto que lo mantiene a flote.

—Ahora mueve los brazos, suave, poco a poco. —Y sus chapoteos comienzan para hacerlo girar en el mismo sitio.

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—Bien, bien, lo haces muy bien. —Esa risa sigue en sus palabras, tan asquerosa que Bram se siente sucio por hacer caso a unos consejos de una pobre instructora que lo único malo que ha hecho es tratarle como una persona—. Ahora los pies, Cinco. Empújalos, así, mira. —Y sus pies se mueven como el típico pez del típico estanque que contrasta con la brusquedad de cachorro de la que el tributo hace gala.

—¡No tanto! —pide más que dice y la intensidad disminuida lo insta a moverse, a comenzar a atrapar esa acción extraña de recorrer una masa de agua sin morirse en el intento. Antes de que la petición sea hecha, Bram ya está desplazando los brazos, buscando aumentar la distancia recorrida, acercarse a la otra orilla y dar esa extraña media vuelta de la que no está del todo convencido que pueda llegar a hacer con todo el éxito merecido.

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La sensación es extraña, confluyen el pánico y la satisfacción, la seguridad y la cobardía de un resbalón, de una equivocación y olvidar por un solo instante que está yendo demasiado rápido, que nunca debió de alejarse de la pared, ni del sector dónde hacía pie. Pero es entonces cuando el calambre hace su aparición en su pierna y la sensación de pánico vuelve, convulsa y atenazante como una garra sobre su garganta, para atenazarle el pecho y sumergirle un palmo bajo el agua.

Sus brazos, avanzan como pueden pero es al final la acción de la instructora la que lo saca del lío en el que el tributo se ha metido.

—¿Y si practicas en la parte dónde tocas el fondo? —propone la mujer, tanto para evitarse la protección como para enseñarle a nadar plenamente—. Creo que hemos ido un poco rápido. —Se muerde el carrillo, oculto en el interior de la boca y Bram tiene ganas de chillarle pero no lo hace, porque está más interesado en ir hacia ese fondo dónde toca que gritarle hasta que la garganta misma le arda y lo incapacite.

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Nadar sigue siendo una sensación extraña, que lo hace ir de lado a lado en una pista en la que hace flote, en un pánico que remite a medida que los segundos siguen y lo atrapan hundiéndose, para buscar con la mirada ese fondo que, desde la superficie, no parece tan hondo. Bucear se le antoja raro. Fácil y extraño una vez que a la tercera zambullida encuentra la manera de mantener el agua en su boca, en lugar de abrirla de lado a lado.

—Eso es, eso es. —Y Bram que ya se había olvidado de la presencia de la instructora pega un respingo y suelta, posteriormente, un gruñido. Ahora que parece no necesitarla, esa instructora molesta más que ayuda. Así que sigue nadando, en espera de no alejarse mucho de tocar fondo, de mantener ese control tranquilo, dulce. Antes de que la propuesta, aparentemente inofensiva, lo vuelva a impulsar a cruzar de lado a lado la piscina.

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Las brazadas comienzan con el temor tácito de quién teme hundirse de nuevo mientras avanza por ese universo de azules en el que sus manos cortan la superfície y sus pies alejan a todo su ser de esa barrera dónde colocar los pies e impulsarse. Tan pronto como es capaz de sacar el aire cautivo en sus pulmones, sigue cortando el agua con las manos, proyectándose en mirar hacia delante y no hacia el fondo, en no pararse, en no detenerse. Porque teme hundirse si lo hace. Y no tiene un asidero al que aferrarse en el caso de que su propio pánico lo atrape de nuevo.

Así que en ese silencio —roto por los gritos de ánimo de la instructora—: Bram sigue avanzando entre el agua, nadando con una patosidad propia de quién lo hace por primera vez y con una chispa de confianza que a medida que avanza, va creciendo. Esos cinco minutos se vuelven veinte y sus manos, se arrugan, al igual que sus dedos. Pero él sigue, erre que erre, obtuso en dar largos dónde golpear los pies contra la superficie de piedra e impulsarse hacia el otro lado.

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Con la confianza abastecida y la valentía decidida a probarse que no se ha escondido fruto de la cobardía, Bram va al sector dónde no hace pie y se mantiene a medida de mover pies y manos, intrigado con esa sensación de que está por hundirse, agachando la cabeza, hasta que finalmente vuelve a flotar. Esa sensación es tan extravagante como el cansancio mismo que lo lleva a acercarse a la pared, apoyando ahí las manos, en una sujeción débil, mientras se deja mecer.

¿Por qué no quedarse cinco minutos sin ni siquiera pensar en sus tribulaciones? Desconectar mientras mueve los pies, mientras se acomoda en un estado de duermevela del que no quiere salir.

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Los brazos aprovechan el agarre minúsculo para izarse e impulsarse hacia superficie, fuera de la piscina mientras su cuerpo comienza a escurrir el exceso de agua. Aunque el estado de tranquilidad aparezca, no puede omitir los gritos, la tensión del ambiente, los tañidos del metal contra metal, los estallidos de un holograma que acaba de explotar.

Las manos se pasan por su cara, apartando el agua que ha quedado como residuo mientras chasquea la lengua y se cuestiona si tiene tiempo para dar un recorrido más, de extremo a extremo, buceando.

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