The Mighty Fall
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PRIMAVERA de 247521 de Marzo — 20 de Junio
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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2 participantes
Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Recuerdo del primer mensaje :

Primeros de abril, 2447




Cuando Hans dijo esta mañana al ingresar en la escuela que tendría que volver sola a casa para cuando terminara la jornada, no me imaginé que sería por tener una cita con una niña. Obvio que eso no me lo contó y tuve que averiguarlo por mi cuenta, en el poco tiempo libre entre el recreo y el almuerzo, apenas me bastó echar un vistazo para encontrarme con mi hermano hablando con la susodicha. Admito que me siento un poco engañada de que no sea Julie Bemis la afortunada, aunque ahora que me pongo a pensarlo dos veces, quizá debería alegrarme por ella de que no se ande besuqueando con Hans. ¿Alguna vez besó a una niña? Si es así seguro que no me lo contaría, pero apuesto mi coletero que no es así, si todo lo que ocupa la cabeza de Hans son libros y aun siquiera me sorprende que se haya encontrado una novia.

De igual forma, me hace sentirme más mayor y que puedo con responsabilidades, porque no es la primera vez que Hans no me deja encargarme de algo con su excusa de que soy demasiado enana para hacer ciertas cosas. Al parecer, cuando se trata de su vida amorosa, soy perfectamente capaz de llevarme a casa sin perderme por el camino. El mismo lo tengo memorizado desde hace ya tiempo, desde que mamá ya no está y solo estamos nosotros para recorrerlo cada día de la semana, puesto que papá dejó claro que no iba a hacerse cargo de ello y la idea de mantener a una niñera lleva tiempo sin aparecer en la poca conversación que tenemos en las cenas los días que regresa antes del trabajo. Esos puedo contarlos con los dedos de una mano, y está mal admitirlo porque mis compañeras hablan muy bien de sus papás, pero yo no comparto lo mismo y a veces me da vergüenza reconocerlo. ¿Pero cómo podría?

Por eso me es extraño ver la figura de papá abajo de las escaleras de la entrada principal del colegio, apartado, no como el resto de mamás que se dedican a charlar entre ellas mientras veo como mis amigas corren hacia ellas. Yo me quedo atrás hasta que el resto de alumnos saliendo me empujan y me veo obligada a continuar el paso, amarrando las orejas de Pelusa con una mano mientras con la otra me acomodo una de las tiras de mi mochila rosa al hombro. Quizá haya cambiado de opinión, tal vez que esté aquí significa que todo volverá a ser como antes, que ocupará el lugar que dejó Penny y nos vendrá a recoger a la escuela, también habrá sandwiches esperando en la cocina. No suena mucho como papá, si voy a ser sincera, pero no puedo evitar acercarme con cierta confianza de que será así. — ¿Papá? — me acerco, aumentando un poco el ritmo al dar una carrera pequeña. — ¿Qué estás haciendo aquí? — soy consciente de que no le gusta que sea preguntona, me lo ha recordado varias veces y quizá no de las mejores formas, pero no puedo evitar preguntarlo cuando ya tengo que estirar la cabeza para poder mirarle a la cara. — Si vamos a casa, Hans no está… se fue con esa niña a merendar. — estiro la mano a la espera de que la tome como hacia mamá.
Phoebe M. Powell
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
A lo que quiere hacer referencia con ese comentario lo desconozco, para mí ya nos parecemos lo suficiente como para no desear hacerlo en otros aspectos más allá de lo físico. ¿Su trabajo? A - bu - rri - do, no entiendo como Hans puede encontrarle lo interesante a pasarse horas y horas detrás de un escritorio, capaz solo lo está fingiendo para mantener a papá contento, que es básicamente lo único a lo que nos dedicamos estos días aunque mis esfuerzos nunca den el resultado esperado. — Pues claro. — respondo con obviedad, no hay ni un ápice de duda en mi voz, pues tengo bien presente que soy mucho más fuerte que cualquier niña de mi clase. De entre los niños no estoy tan segura, digamos que la fuerza no es mi fuerte en la clase de gimnasia.

Pongo los labios en un puchero cuando contraataca en su defensa, estoy más bien frunciéndolos porque es típico de papá echarle la culpa a otro, nunca le he visto adueñarse de sus propios errores, no como yo, al menos, que sé de sobra cuando se me olvida apagar la televisión o recoger mis muñecos. Me dedico a escuchar sus excusas con la vista fija en su figura, pasando mis ojos del volante a él y de él al volante en un vaivén que deja bien en claro que no estoy entendiendo ni la mitad de lo que dice. Bueno, eso tampoco es ninguna novedad... — Porque a veces mentir está bien, está bien si no va con intención de dañar a nadie. — escupo, muy bajo por cierto, no estoy segura de que esa fuera la conclusión a la que llegamos mis compañeros de clase un día, si fue algo que dijo Hans o la propia mamá cuando todavía estaba viva. — ¡No, no fue un accidente! ¡Por los accidentes te disculpas y tú...! ¡Tú dejaste que se muriera! — como yo me disculpé aquel día que rompí una de sus placas de cristal con Hans, eso sí fue sin querer, ¡no esto! — Tú... ¡ni siquiera le diste un abrazo a la abuela! ¡Y la abuela estaba llorando mucho! — sí, lo recuerdo del funeral porque todos estaban llorando mucho, menos papá claro, debe ser por su norma de no llorar a la que se atiene desde... probablemente desde que nació. Insensible. — ¡Te comportaste como un abusón! Y los abusones solo se merecen comer... — pienso en las acelgas del comedor del colegio, o en sus espinacas de aspecto cochambroso, pero ninguna de esas cosas sale por mi boca de manera automática. — mierda. — me da igual que le acabe de decir a mi padre que se coma mierda, se lo tiene bien merecido. ¿No que hay que atenerse a las consecuencias de lo que hacemos? Pues eso.

A su pregunta, esa que no esperaba que me hiciera, me quedo con un poco de cara de boba, hasta abro la boca para contestar y no hay palabra que salga de ella hasta pasada un buen rato. — No... no lo sé. — respondo honesta, quedando más aún como si no entendiera de lo que me está hablando. Me apunto mentalmente preguntarle a Hans si se pueden hacer tales cosas como revivir a los muertos con magia, aunque, supongo, si se pudiera ya lo habríamos intentado. — ¡Eres un mentiroso! Un mentiroso embustero! — en mi berrinche ni siquiera se me ocurre hablar con propiedad más allá de gritarle lo primero que se me pasa por la cabeza, lo que siento más profundo desde hace meses. — ¡Mamá era buena! ¡Jamás hubiera hecho algo así! ¡Solo tú! ¡Eres un.... un...! ¡Un monstruo! — un monstruo come mierda. No puedo evitarlo, estoy tan enfadada ahora mismo que poco me importan las precauciones de mi hermano sobre que no diga nada indebido delante de nuestro padre. ¿Él no está aquí para frenarme, no es así?
Phoebe M. Powell
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Hermann M. Richter
Fugitivo
Siempre supe que estaba en sintonía con mi mente. Mi forma de pensar, las palabras que podía pronunciar, las formas en las que decidía actuar. Dejando de lado algunos momentos en los que podía llegar a perder el juicio, casi todo lo meditaba y lo pensaba con detenimiento antes de llevarlo a cabo. Lo que no sabía y en verdad no podía imaginar, era la forma en la que podía ser consciente de mi cuerpo. La form en que la sangre se calentaba dentro de mis venas, los latidos palpitando contra mis oídos, mi vista y la concentración que tenía que mantener para que no se nublase y me oscureciera el camino delante.

No puedo, tengo que apretar los dientes con fuerza para mantener la calma, pero al final me resulta imposible y me desvío en el primer camino que encuentro. Es tarde y no hay más luces que las del auto así que para cuando apago el motor, es solo la leve iluminación de dentro la que me permite ver a la que se supone que era mi hija. Su insolencia, su determinación, esa furia… puedo reconocerme en ella dentro de esas actitudes y aún así, aún así es algo que no pienso permitirle. Es algo que no pienso permitirle.

El dorso de mi mano se mueve con rapidez, y aprovechando que mira en mi dirección no me es difícil atravesar su rostro de un golpe rápido y cortante. - ¿Quieres llamarme monstruo? Adelante, ¿quieres decirme mentiroso? no voy a detenerte. Incluso puede que lo sea, tal vez sea un monstruo que se merezca comer mierda, pero tú eres un engendro que jamás podrá luchar contra su naturaleza. Tu madre fue una embustera, y aunque yo no fui quien la mató creéme, hay veces en las que me hubiese gustado serlo. - Desabrocho mi cinturón y fuerzo el suyo a hacer lo mismo. No he llegado a destino, supongo que luego tendré que ver cómo cierro el arreglo con las personas que iban a acogerla, pero la criatura que tengo delante me ha demostrado que no se merece ni un ápice de mi piedad. ¿Quiere llamarme monstruo? Pues bien, lo sería. - No voy a perder el tiempo contigo, no voy a permitir que tu existencia manche mi vida o la de tu hermano. - Bajo del auto con rapidez y lo rodeo por delante hasta llegar a su puerta. - ¡Baja! - No espero a que lo hago y tironeo de su brazo hasta que se encuentra fuera. Empujo la mochila contra su cuerpo y antes de darle oportunidad cierro la puerta nuevamente. - Tal vez me merezca comer mierda, pero espero que tú también aprendas a hacerlo porque de mí no vas a obtener nada más. - La observo, trato de encontrar en ella algo que me haga arrepentirme, pero lo único que tengo delante de mis ojos es a una niña malagradecida que debería estar rogándome sobre sus rodillas en lugar de insultar todo lo que soy. Las acciones tienen consecuencias y le tocaría aprender esa lección de la manera difícil.
Hermann M. Richter
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Desconozco si lo que llega primero es el sonido del golpe o el dolor que se acumula de manera rápida en mi mejilla en forma de quemazón, el mismo que amenaza con que se me salten las lágrimas por la impresión. Como si fuera a servir de algo una de mis manos se dirige hacia allí para calmar la sensación, escondiéndome tras mi cabello al apartar la mirada hacia el lado contrario. Es entonces que me doy cuenta que el coche se ha parado y de que fuera está mucho más oscuro de lo que estaba hace apenas unos minutos, ¿o fueron horas? He visto a papá enfadado muchas veces, de verdad que muchas, pero esto está a un nivel muy superior de lo que estoy acostumbrada. Ignoro la mitad de lo que dice, para empezar porque ni siquiera tengo una idea de lo que significa la palabra engendro y algo me dice que tampoco es algo que quiera preguntarle a mi hermano en el futuro. Sí me ofende que hable de esa manera con respecto a nuestra madre y se lo puntuaría si no fuera porque las ganas de ponerme a llorar se acrecientan con cada palabra.

Las mismas se esfuman cuando lo veo bajarse del coche. — ¿Qué…? — mis ojos lo siguen por el exterior hasta mi puerta y lo observo espantada cuando la abre. ¿Acaso está loco? No pienso bajarme del coche, está oscuro y ni siquiera se escuchan los grillos. — ¡No! — pongo los pies sobre el asiento al aferrarme al cabecero en el intento de apartarme de su persona, ¿pero qué hace? — ¡Me estás haciendo daño! — chillo cuando siento como tira de mi brazo y trato de ejercer fuerza en la dirección contraria. Pedirle que me suelte es algo que no llego a hacer hasta que lo hace él mismo y la brusquedad al sacarme del coche hace que mis pies se resbalen y pierda el equilibrio, cayendo sobre el suelo con mis rodillas. No me paro a comprobar el raspón que siento arder porque el golpe de mi mochila me desplaza torpemente hacia atrás unos pasos, esa que ni me molesto en tomar al sostener al conejo contra mi pecho.

Hace frío, la típica brisa de primavera que siempre hace refrescar las noches, pero no es esa la razón por la que estoy temblando, sino porque estoy verdaderamente asustada. — Perdón, papá, fue sin querer, no volveré a decir nada de eso, de verdad, lo prometo, ¿po… podemos irnos a casa ahora? — estoy segura de que si miro hacia atrás voy a poder ver dos ojos rojos entre la maleza, es probable que por eso no se escuche a ningún insecto, a saber lo que puede llegar a haber suelto por ahí. — Me portaré bien a partir de ahora, ya lo verás, seré como Hans — ¿no lo he hecho hasta ahora? ¿no he sido como mi hermano todo este tiempo? Siempre me esfuerzo por sacar las mejores notas tal como hace él, hacemos lo mismo e incluso ni le molesto cuando está trabajando en su despacho, no es mi problema que no sea nunca suficiente. — Quiero volver a casa, papá — o al menos, estar dentro del coche, y eso es a lo que voy cuando doy unos pasos en dirección a la puerta.
Phoebe M. Powell
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Hermann M. Richter
Fugitivo
Sé que delante mío tengo a la niña a la que he criado durante los últimos años de mi vida, puedo reconocerme en algunas de sus facciones y tengo un sinfín de recuerdos que deberían avalar que Phoebe es de hecho mi hija. ¿La verdad? soy consciente de esas cosas, pero apartarlas me es mucho más sencillo de lo que hubiera imaginado. Supongo que, cuando uno tiene una astilla clavada en la piel no llora cuando la tiene que sacar, ya vería luego qué tan hundida estaba y qué tanto acababa doliendo al final.

- ¿Sin querer? Sin querer uno tira algo, lo que dijiste lo hiciste a conciencia, y cuando uno hace algo, se tiene que hacer cargo de sus actos. - ¿Es que no había aprendido nada en todos estos años? No había sido el padre más presente de la historia, pero creí que los valores en los que creía eran bien claros dentro de mi casa. - Puedes jurar no decir nada más al respecto, pero eso no hará que dejes de pensarlo. Había sido completamente sincera, había querido decir todas y cada una de las cosas que dijo, se le notaba en la mirada.

Sus promesas se sienten vacías, su intención a volverse mejor es solo producto de saber que obró mal. Y no, no dejaré que se salga con la suya, que pueda engañar con algo más que sus palabras y que aprenda a desarrollar su magia bajo mi techo. No, me negaba a seguir siendo un títere al que podía manejar. - No podrías ser como tu hermano jamás. - Le aseguro, sabiendo que su sangre no se lo permitía. ¿Que tan irónico era que siendo hermanos fuesen tan diferentes? - Tal vez en otro momento lo hubiese permitido, pero tú sola perdiste la única oportunidad que estaba dispuesto a darte. No diré que lo lamento porque en verdad no lo hago, así que espero que de verdad demuestres que eres mi hija y puedas sobrevivir por tu cuenta. De mí no recibirás nada más. - No la miro, no le permito seguirme. Me muevo con rapidez y rodeo el auto en un par de zancadas. Son segundos los que me toma llegar hasta el asiento del conductor y poner el auto en marcha. Para cuando lo logro, comienzo a hacer mi camino en reversa tratando de hacer oídos sordos mientras veo su figura haciéndose pequeña a medida que retrocedo.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Hacerse cargos de sus actos es una frase tan típica de papá que ni siquiera me sorprende que la utilice en su defensa y en su lugar me muerdo el interior de la mejilla, bajando la mirada hacia mis pies de manera inconsciente, pensando en todas las cosas que dice, que no puedo evitar sentir que todo esto es una exageración de su parte. Los niños somos niños, decimos tonterías, pero no siempre van en serio, incluso cuando reconozco que lo de verlo como un monstruo es algo que ya le he dicho a mi hermano con anterioridad, que mi falla esta vez ha estado en gritárselo a la persona que no debería escucharlo jamás. Odio admitirlo, pero tiene razón, mi opinión sobre él no cambiará a no ser que haya una modificación en su conducta, que a juzgar por el momento de ahora, no tiene pinta de que vaya a tener lugar.

Levanto la mirada cuando alza la voz de nuevo, esa frase me llega tan profundo que me hace pensar en todas las veces que he formado parte de la sombra de mi hermano porque mi padre estaba tan ocupado alabando sus logros, que mis esfuerzos siempre pasan desapercibidos. Mi padre no es la mejor persona del universo, al menos para mí, está lejos de serlo, pero de todas maneras tengo que admitir que incluso siendo así, siempre he buscado su aprobación. Sobra decir que esa nunca la recibo y es Hans quien se lleva toda la admiración y orgullo de un padre que se supone debería mirar por los dos. He llegado a pensar que me odia, pero mi hermano una vez hace mucho tiempo me dijo que una persona no puede dejar de querer a alguien tan deprisa, no me resultaría fácil creer que papá se ha llevado el premio récord de eso, porque de verdad que desde el incidente me he sentido como un insecto a su alrededor.

No entiendo mucho de lo que dice después, si vamos a ser claros, la mitad del tiempo no le entiendo, pero esto debe de ser cosa de que no comprendo lo que hacemos aquí en primer lugar, cuando es tarde y está oscuro, no veo la sorpresa que mencionó al principio y mañana hay escuela. — ¿Papá…? — mantengo mi ceño fruncido. Me asusta como habla, porque no veo una conexión en todo ello, solo que mis ojos le siguen hasta que se sube al coche y por inercia doy unos pasos para hacer lo mismo. Me confunde que el motor se encienda y dé marcha atrás, si no fuera porque reacciono con rapidez, creo que me habría pisado un pie con las ruedas. Con los brazos alrededor del cuerpo del peluche, observo como el coche se va alejando y las luces del mismo se mezclan con la oscuridad de la noche. — No te preocupes, Pelusa, enseguida regresa, solo va a dar la vuelta e iremos a casa. Ahora volverá. — decírselo me tranquiliza, de alguna manera murmurarlo en voz alta se percibe más real, la aseguración que necesito para no sentir la negrura acumulándose tras mi espalda. Lo que no sabía y tardaría días en comprender, parada al borde de esta misma carretera a su espera, es que no volvería, que jamás lo haría.
Phoebe M. Powell
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