VERANO de 247521 de Junio — 20 de Septiembre
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Phoenix D. Langdon
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Syver A. Nygaard
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The Mighty Fall
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The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
¿Qué ficha moverás?
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Recuerdo del primer mensaje :
Compruebo el reloj por enésima vez en la última media hora y todavía no ha traspasado las ocho, falta una hora para que así sea. Paso mis dedos por los párpados cerrados, las cejas y sigo el recorrido por las sienes hasta tomar mechones de mi cabello, suspiro contra la piel interna de mis antebrazos y hago presión en mi agarre. Puede parecer para quien me vea que estoy atascada con un problema que no puedo solucionar y que eso es lo que me retiene a estas horas un viernes en el taller del ministerio, donde aún quedan haciendo ruido unos pocos mecánicos que no puedo irse a casa durante el fin de semana sin el trabajo terminado. Tengo hasta las ocho para postergar esto y quedarme en el taller hace que sienta cada hora con una punzada en la nuca. Si solo me hubiera marchado a casa, todo se habría resuelto por su cuenta con los días. Contengo mis ganas de gritar por la frustración que me provoca no hallar una manera de hacer esto fácil, porque en mi terquedad me niego a verlo hasta que me busque cuando necesite algo, y eso también sería fingir que nada de lo que pasó hoy sucedió realmente. Y no me gusta cuando eso que dejamos relegado vuelve a nosotros de modos en que no podemos controlar, con la guardia baja o de boca de una niña.
Tiro mi última vacilación sobre la mesada con herramientas que llevaba merodeando y salgo del taller dejando todo como si pensara volver en unos minutos. Cruzo por delante del escritorio de la secretaria del ministro de Justicia con la misma prisa y no quiero rivalizar con Josephine, pero no voy a esperar que me anuncie para mover la manija de la puerta y entrar presentándome a mí misma, para que vea que si he venido a buscarlo antes de las ocho. Tengo presente que puede que esté en compañía y recién cuando confirmo que está solo, me giro hacia la mujer para darle las gracias por nada, esperando que lo interprete correctamente como una despedida. Cierro la puerta con un golpe fuerte y seco para quede claro. Me recargo contra ella, porque necesito un apoyo cuando me invade el cansancio por la tensión que llevo acumulando toda la tarde, que fue infinitamente más tortuosa que el almuerzo en sí. Froto la unión fruncida entre mis cejas para calmarme y demoro mi vista en el suelo. —Sinceramente, no sé por dónde empezar—. Si tengo que hacer un recuento de cada cosa inapropiada que dijo delante de Meerah que pudo habernos expuesto, me pierdo y me obligo a admitir parte de mis contribuciones. —¿Así que una falda y un vestido son la misma cosa? — me burlo.
Entonces miro mi entorno, es la misma oficina de hace unos días y volver a la escena del crimen servirá para expiar a los fantasmas. Es una oficina como cualquier otra de este ministerio, mis pies saben llegar hasta la silla reservada para las visitas con el escritorio entre nosotros y me recuesto contra el respaldo para cruzarme cómodamente de brazos mientras centro mi mirada en él. Pese a que no sé habilidades mentales mágicas, tengo toda mi confianza puesta en que mi mente será capaz de responder al diálogo sin que los recuerdos de cada cosa en esta habitación hagan mella en su hermetismo. — ¿El norte? Creí que querías que fuera al norte por el paisaje— remarco, esa charla la evoco tan lejana porque con el interrogatorio de Meerah se me fueron como quince años. Mencionarla es casi obligatorio: —No sabía que Meerah era tu hija. Audrey nunca me lo dijo, tampoco pregunté — aclaro, porque no lo hice y no quiero que persista la impresión de que mi relación con Audrey es tan cercana que tenía la ventaja de ese secreto. —Claro que después de tenerlos juntos en la misma mesa un rato no me quedan dudas de que lo es. Meerah puede ser…— pretendo halagarla y que no sea un halago para él —Sabe cómo hacer que todas las personas orbitemos a su alrededor.
Compruebo el reloj por enésima vez en la última media hora y todavía no ha traspasado las ocho, falta una hora para que así sea. Paso mis dedos por los párpados cerrados, las cejas y sigo el recorrido por las sienes hasta tomar mechones de mi cabello, suspiro contra la piel interna de mis antebrazos y hago presión en mi agarre. Puede parecer para quien me vea que estoy atascada con un problema que no puedo solucionar y que eso es lo que me retiene a estas horas un viernes en el taller del ministerio, donde aún quedan haciendo ruido unos pocos mecánicos que no puedo irse a casa durante el fin de semana sin el trabajo terminado. Tengo hasta las ocho para postergar esto y quedarme en el taller hace que sienta cada hora con una punzada en la nuca. Si solo me hubiera marchado a casa, todo se habría resuelto por su cuenta con los días. Contengo mis ganas de gritar por la frustración que me provoca no hallar una manera de hacer esto fácil, porque en mi terquedad me niego a verlo hasta que me busque cuando necesite algo, y eso también sería fingir que nada de lo que pasó hoy sucedió realmente. Y no me gusta cuando eso que dejamos relegado vuelve a nosotros de modos en que no podemos controlar, con la guardia baja o de boca de una niña.
Tiro mi última vacilación sobre la mesada con herramientas que llevaba merodeando y salgo del taller dejando todo como si pensara volver en unos minutos. Cruzo por delante del escritorio de la secretaria del ministro de Justicia con la misma prisa y no quiero rivalizar con Josephine, pero no voy a esperar que me anuncie para mover la manija de la puerta y entrar presentándome a mí misma, para que vea que si he venido a buscarlo antes de las ocho. Tengo presente que puede que esté en compañía y recién cuando confirmo que está solo, me giro hacia la mujer para darle las gracias por nada, esperando que lo interprete correctamente como una despedida. Cierro la puerta con un golpe fuerte y seco para quede claro. Me recargo contra ella, porque necesito un apoyo cuando me invade el cansancio por la tensión que llevo acumulando toda la tarde, que fue infinitamente más tortuosa que el almuerzo en sí. Froto la unión fruncida entre mis cejas para calmarme y demoro mi vista en el suelo. —Sinceramente, no sé por dónde empezar—. Si tengo que hacer un recuento de cada cosa inapropiada que dijo delante de Meerah que pudo habernos expuesto, me pierdo y me obligo a admitir parte de mis contribuciones. —¿Así que una falda y un vestido son la misma cosa? — me burlo.
Entonces miro mi entorno, es la misma oficina de hace unos días y volver a la escena del crimen servirá para expiar a los fantasmas. Es una oficina como cualquier otra de este ministerio, mis pies saben llegar hasta la silla reservada para las visitas con el escritorio entre nosotros y me recuesto contra el respaldo para cruzarme cómodamente de brazos mientras centro mi mirada en él. Pese a que no sé habilidades mentales mágicas, tengo toda mi confianza puesta en que mi mente será capaz de responder al diálogo sin que los recuerdos de cada cosa en esta habitación hagan mella en su hermetismo. — ¿El norte? Creí que querías que fuera al norte por el paisaje— remarco, esa charla la evoco tan lejana porque con el interrogatorio de Meerah se me fueron como quince años. Mencionarla es casi obligatorio: —No sabía que Meerah era tu hija. Audrey nunca me lo dijo, tampoco pregunté — aclaro, porque no lo hice y no quiero que persista la impresión de que mi relación con Audrey es tan cercana que tenía la ventaja de ese secreto. —Claro que después de tenerlos juntos en la misma mesa un rato no me quedan dudas de que lo es. Meerah puede ser…— pretendo halagarla y que no sea un halago para él —Sabe cómo hacer que todas las personas orbitemos a su alrededor.
Rio a pesar de mí, en contra de la ansiedad que me tiene con el cuerpo en tensión por todos los peligros mentales que me rodean en la penumbra de la habitación, sombras que son más mías que suyas. Mordisqueo mi labio y meneo mi cabeza de un lado al otro, mi cabello cayendo sobre mis pómulos otra vez, tratándolo como un caso insólito entre los que conozco y a punto de aceptar su ofrecimiento a quedarnos de pie, para evitar a la cama y la seriedad que la tradición le otorga. — ¿Crees que sea tabú decir la palabra “matrimonio” cerca de una cama? — inquiero, en lugar de contestar si deseo una proposición, porque si lo provoco podría obtener la misma burla de hace un tiempo cuando arrojó una frase vacía de intención real, porque era lo que se suponía que yo quería escuchar, y es que se puede hacer eso con las palabras, usar y abusar de ellas. —Una noche de romance, ¿eso es lo que quieres?- insinúo, dando otra vuelta alrededor de lo que me dice en vez de tomarlo como un reclamo de que me haya desvestido por mí misma, porque no puedo pensar que lo sea. El que me quede con poca ropa no es razón para que se moleste, pero la observación fue hecha y no lo dejaré pasar. Pretendo lograr que se convierta en un reclamo real.
Él también se desprende de lo último que cubre su cuerpo -o casi lo último- y le echo una mirada apreciativa a pesar de lo poco que se puede ver, lo bueno de la poca luz es que todos los otros sentidos entran en acción. Mis manos lo buscan en reconocimiento al abrazar su cintura cuando me acerco, hundo la nariz en su cuello para compensar la falta de aire con su olor a piel hasta llenar mis pulmones y puedo respirar, respirarlo. El olfato y el gusto son sentidos siameses, así que mis labios obligan el paso por donde mi nariz se desplaza. Son caricias medidas, nada que nos incite más allá del límite, si hay normas que cumplir en el terreno de su cama podemos conversarlas. Pero no las hay, claro que no las hay. —Debe ser ese lado tuyo lo que es tan atractivo. Para ser un hombre de leyes, tienes una parte de ti libre de reglas y personas como yo podemos quedarnos ahí un rato—. Salvajes, rebeldes. Gente inadecuada en otros aspectos de su vida como compañía, menos si es el ojo público. Gente que camina por otras veredas diferentes a la suya, en ocasiones aceras opuestas. En mi caso, cómo nos conocimos delata lo inadecuados que somos para el otro. Pertenezco a esa gente que en el día a día, desde la autoridad de su oficina como ministro coloca en un bando de enemigos políticos, silenciosos o en combate, por una ideología en conflicto que él debe preservar y que de hecho defiende por creer en lo que promulgan. Pero puedo quedarme a jugar un rato en su faceta sin leyes, conquistar cada uno de sus rincones.
Ataco su boca para tomar todo de él, ahondar en una profundidad que me da vértigo y en la que caigo con un exquisito letargo, y con fiereza me aferro a su nuca, presionando mis pechos contra su torso como si tuviera quedara un espacio posible entre los dos que debe ser salvado hasta que la frontera confusa entre su piel y mi piel se desvanezca. Caemos, literalmente caemos sobre la cama, la necesidad de sentir su cuerpo encima para llenar el vacío que causa el deseo, me tienen a punto de envolverlo con mis piernas y mis manos interrumpen el descenso por su espalda al oír su voz. Lo miro en blanco por un minuto, lo que se tarda en hacer su pregunta y lo que me tardó yo en darle un sentido a su vacilación. Mi reacción a su roce es inerte porque no puedo salir de mi propia incertidumbre. La repetición sirve para sacarme la respuesta que tengo en el filo de mis pensamientos desde que la conversación en su sala se volvió más personal de lo que hubiera querido. Ignoro lo que me dice después, sostengo su rostro con mis manos para que pueda tomar mis palabras de mis labios y con un roce volátil de mis dedos para apartar su cabello, se lo digo con toda la honestidad que hace falta para morirnos de susto o reírnos de esto. —Sí, lo estoy— confieso. —Porque creo que podrías estar un poco enamorado de mí esta noche—. Acaricio su mejilla con la mía, acercándome a su oído. No puedo decírselo mirándolo, sino como un susurro entre los dos. —Estas cosas ocurren cuando se baja la guardia. Tu familia, tu pasado, el alcohol, pedirme que me quede esta noche y estar en tu cama. Mañana ya no lo sentirás así, pero hoy estas un poco enamorado de mí— murmuro, con culpa y con un mal sano goce que me vuelve más ronca la voz. No le doy mucho tiempo para que asimile esto, porque me aferro a sus brazos para girar su cuerpo e invertir nuestras posiciones, colocándome encima. —¿Puedo poner una primera norma en tu cama?— consulto. Y con mis rodillas a los lados de su cadera, me acomodo sobre su vientre con la poca tela que queda en fricción, siento que tengo la autoridad de imponerme. —No puedes tocarme—. Busco sus manos con las mías para atraparlas. —Me obedecerás, ¿verdad?— pido su colaboración pese a mi arbitrariedad.
Él también se desprende de lo último que cubre su cuerpo -o casi lo último- y le echo una mirada apreciativa a pesar de lo poco que se puede ver, lo bueno de la poca luz es que todos los otros sentidos entran en acción. Mis manos lo buscan en reconocimiento al abrazar su cintura cuando me acerco, hundo la nariz en su cuello para compensar la falta de aire con su olor a piel hasta llenar mis pulmones y puedo respirar, respirarlo. El olfato y el gusto son sentidos siameses, así que mis labios obligan el paso por donde mi nariz se desplaza. Son caricias medidas, nada que nos incite más allá del límite, si hay normas que cumplir en el terreno de su cama podemos conversarlas. Pero no las hay, claro que no las hay. —Debe ser ese lado tuyo lo que es tan atractivo. Para ser un hombre de leyes, tienes una parte de ti libre de reglas y personas como yo podemos quedarnos ahí un rato—. Salvajes, rebeldes. Gente inadecuada en otros aspectos de su vida como compañía, menos si es el ojo público. Gente que camina por otras veredas diferentes a la suya, en ocasiones aceras opuestas. En mi caso, cómo nos conocimos delata lo inadecuados que somos para el otro. Pertenezco a esa gente que en el día a día, desde la autoridad de su oficina como ministro coloca en un bando de enemigos políticos, silenciosos o en combate, por una ideología en conflicto que él debe preservar y que de hecho defiende por creer en lo que promulgan. Pero puedo quedarme a jugar un rato en su faceta sin leyes, conquistar cada uno de sus rincones.
Ataco su boca para tomar todo de él, ahondar en una profundidad que me da vértigo y en la que caigo con un exquisito letargo, y con fiereza me aferro a su nuca, presionando mis pechos contra su torso como si tuviera quedara un espacio posible entre los dos que debe ser salvado hasta que la frontera confusa entre su piel y mi piel se desvanezca. Caemos, literalmente caemos sobre la cama, la necesidad de sentir su cuerpo encima para llenar el vacío que causa el deseo, me tienen a punto de envolverlo con mis piernas y mis manos interrumpen el descenso por su espalda al oír su voz. Lo miro en blanco por un minuto, lo que se tarda en hacer su pregunta y lo que me tardó yo en darle un sentido a su vacilación. Mi reacción a su roce es inerte porque no puedo salir de mi propia incertidumbre. La repetición sirve para sacarme la respuesta que tengo en el filo de mis pensamientos desde que la conversación en su sala se volvió más personal de lo que hubiera querido. Ignoro lo que me dice después, sostengo su rostro con mis manos para que pueda tomar mis palabras de mis labios y con un roce volátil de mis dedos para apartar su cabello, se lo digo con toda la honestidad que hace falta para morirnos de susto o reírnos de esto. —Sí, lo estoy— confieso. —Porque creo que podrías estar un poco enamorado de mí esta noche—. Acaricio su mejilla con la mía, acercándome a su oído. No puedo decírselo mirándolo, sino como un susurro entre los dos. —Estas cosas ocurren cuando se baja la guardia. Tu familia, tu pasado, el alcohol, pedirme que me quede esta noche y estar en tu cama. Mañana ya no lo sentirás así, pero hoy estas un poco enamorado de mí— murmuro, con culpa y con un mal sano goce que me vuelve más ronca la voz. No le doy mucho tiempo para que asimile esto, porque me aferro a sus brazos para girar su cuerpo e invertir nuestras posiciones, colocándome encima. —¿Puedo poner una primera norma en tu cama?— consulto. Y con mis rodillas a los lados de su cadera, me acomodo sobre su vientre con la poca tela que queda en fricción, siento que tengo la autoridad de imponerme. —No puedes tocarme—. Busco sus manos con las mías para atraparlas. —Me obedecerás, ¿verdad?— pido su colaboración pese a mi arbitrariedad.
Mi reacción automática es poner un rostro de escandaloso espanto ante la palabra “tabú”, pero su acusación siguiente es lo suficientemente desconcertante como para llevarse mi atención completa por unos instantes — Ya quisieras — retomo nuestra costumbre de buscar llevarle la contra con piques cargados de ironía y orgullo, sintiendo esto un poco más similar a la rutina. Claro que en ella solemos tener ropa puesta, pero ese es un detalle que podemos dejar pasar — Si alguno de nosotros buscase romance, no estaríamos aquí. ¿O me equivoco? — lo más parecido a lo cual podemos acercarnos es a un juego con nuestros cuerpos, divertirnos por unas horas donde solo seremos nosotros y ya todo desaparecerá en la mañana, posiblemente ahogado por el café. Ella no lo busca y yo tampoco, así que no hace falta traer palabras prohibidas a este dormitorio.
Tengo que admitir que esta mujer tiene un modo de tocarme muy diferente al cual estoy acostumbrado, uno en el cual siento que esto es una exploración y no un veloz trámite para apagar la necesidad. Soy consciente de cómo mi mano patina sobre su espalda en investigación de sus curvas, jugando con la hilera de su columna al remarcarla con el paso de mis dedos, sonriéndome ante una apreciación que jamás había hecho sobre mí mismo. Creo que nadie lo hizo, ahora que lo pienso. Los elogios siempre se aferraron de otros factores para hacer su aparición — Los hombres y las mujeres hacen las leyes. Pero las leyes no hacen a los hombres o a las mujeres. Venimos del caos y eso explica mucho de nuestra naturaleza — murmuro, consciente de la sequedad de mi garganta que queda en evidencia y que se alimenta del modo en el cual mis manos la estrechan contra mi cuerpo, resumiéndonos en un pequeño espacio de este dormitorio donde podemos perdernos. Porque eso es lo que somos, simple caos y, si quitamos el uniforme y el poder, también soy un hombre.
Su desesperación sí me recuerda más a la Lara Scott que conocí la otra noche, me contagia y me enerva, perdiéndome momentáneamente en la marea de brazos y suspiros que pasamos a ser en cuestión de segundos. La cama se hunde bajo nuestro peso y se transforma en nuestra zona de guerra. Y no me responde, claro que no, al menos por unos segundos en los cuales creo que la he atrapado y no sé si burlarme de ella como un adolescente o simplemente continuar explorando su piel en abuso de sus nervios. Sí, me lo confirma y eso interrumpe mis intenciones, dejándome por un momento con una sonrisa triunfal que se transforma en confusión por una declaración que no me esperaba. Oigo su análisis, estático en mi sitio y notando la pesadez de mi respiración, hasta que su breve silencio me obliga a acomodarme para colocar mi rostro sobre el suyo, deseoso de ver sus ojos para chequear que no se pierde de mis palabras — Yo no me enamoro, Scott y sugiero que tú hagas lo mismo — es un consejo que sale en un susurro que bien podría ser digno de mi oficina, sonrisa pequeña incluida. Es un término que no existe en mi vida desde hace más de una década y no pienso que cambie, ni siquiera por una noche.
Voy a decir otra cosa, pero mis intenciones son interrumpidas y solo me brota un suspiro cuando me encuentro con la espalda contra las sábanas, sintiendo su peso sobre mí y llevándose una mirada atenta, que culmina en una rápida expresión de agradecida sorpresa — ¿No es un poco injusto? — apenas me oigo, porque estoy más concentrado en como mis dedos se enroscan en los suyos por un agarre nuevo. Acomodo la cabeza, como si el mirarla de más me ayudase a responder con un mejor criterio. Doy gracias a que soy capaz de impulsarme sin mis manos cuando incorporo un poco mi torso, agradeciendo la poca calidez de la lámpara para poder ver vagamente sus ojos, de los cuales no desvío los míos al acercarme y rozar mi boca contra la suya — Tengo una crítica hacia tu análisis — parece que mis labios apenas se mueven, hablando en secreto — Creo que estás reflejando y, en realidad, tú estás un poco enamorada de mí esta noche. Te pone nerviosa porque te dejé entrar y sabes que tendrás que volver a salir. Porque estás paseando por mi mundo y no te pongo ninguna barrera. Porque me deseas y es seductora la idea de tenerme. Te gusta el peligro, no me lo niegues, porque todo esto es tentación pura y no hay nada más riesgoso que eso — mis labios se patinan de su boca por su mentón, aún así mis ojos siguen fijos en los suyos a pesar de que busco descender con sumo cuidado, afianzando cada vez con mayor ímpetu el agarre de nuestras manos — Y lo peor, es que tienes miedo de caer de veras. Pero está bien, es solo un juego y ya sabemos cómo se mueve. Ahora… — tengo que mover la cabeza para poder besar su clavícula, respirando pausadamente sobre ella — Te concedo las normas y juro obedecerte por esta noche. Soy tuyo hasta que amanezca — con un ligero mordisco que pone el punto final, me dejo caer hacia atrás, acomodo mi cabeza en la almohada y le dedico una sonrisa desafiante — Al menos que prefieras huir.
Tengo que admitir que esta mujer tiene un modo de tocarme muy diferente al cual estoy acostumbrado, uno en el cual siento que esto es una exploración y no un veloz trámite para apagar la necesidad. Soy consciente de cómo mi mano patina sobre su espalda en investigación de sus curvas, jugando con la hilera de su columna al remarcarla con el paso de mis dedos, sonriéndome ante una apreciación que jamás había hecho sobre mí mismo. Creo que nadie lo hizo, ahora que lo pienso. Los elogios siempre se aferraron de otros factores para hacer su aparición — Los hombres y las mujeres hacen las leyes. Pero las leyes no hacen a los hombres o a las mujeres. Venimos del caos y eso explica mucho de nuestra naturaleza — murmuro, consciente de la sequedad de mi garganta que queda en evidencia y que se alimenta del modo en el cual mis manos la estrechan contra mi cuerpo, resumiéndonos en un pequeño espacio de este dormitorio donde podemos perdernos. Porque eso es lo que somos, simple caos y, si quitamos el uniforme y el poder, también soy un hombre.
Su desesperación sí me recuerda más a la Lara Scott que conocí la otra noche, me contagia y me enerva, perdiéndome momentáneamente en la marea de brazos y suspiros que pasamos a ser en cuestión de segundos. La cama se hunde bajo nuestro peso y se transforma en nuestra zona de guerra. Y no me responde, claro que no, al menos por unos segundos en los cuales creo que la he atrapado y no sé si burlarme de ella como un adolescente o simplemente continuar explorando su piel en abuso de sus nervios. Sí, me lo confirma y eso interrumpe mis intenciones, dejándome por un momento con una sonrisa triunfal que se transforma en confusión por una declaración que no me esperaba. Oigo su análisis, estático en mi sitio y notando la pesadez de mi respiración, hasta que su breve silencio me obliga a acomodarme para colocar mi rostro sobre el suyo, deseoso de ver sus ojos para chequear que no se pierde de mis palabras — Yo no me enamoro, Scott y sugiero que tú hagas lo mismo — es un consejo que sale en un susurro que bien podría ser digno de mi oficina, sonrisa pequeña incluida. Es un término que no existe en mi vida desde hace más de una década y no pienso que cambie, ni siquiera por una noche.
Voy a decir otra cosa, pero mis intenciones son interrumpidas y solo me brota un suspiro cuando me encuentro con la espalda contra las sábanas, sintiendo su peso sobre mí y llevándose una mirada atenta, que culmina en una rápida expresión de agradecida sorpresa — ¿No es un poco injusto? — apenas me oigo, porque estoy más concentrado en como mis dedos se enroscan en los suyos por un agarre nuevo. Acomodo la cabeza, como si el mirarla de más me ayudase a responder con un mejor criterio. Doy gracias a que soy capaz de impulsarme sin mis manos cuando incorporo un poco mi torso, agradeciendo la poca calidez de la lámpara para poder ver vagamente sus ojos, de los cuales no desvío los míos al acercarme y rozar mi boca contra la suya — Tengo una crítica hacia tu análisis — parece que mis labios apenas se mueven, hablando en secreto — Creo que estás reflejando y, en realidad, tú estás un poco enamorada de mí esta noche. Te pone nerviosa porque te dejé entrar y sabes que tendrás que volver a salir. Porque estás paseando por mi mundo y no te pongo ninguna barrera. Porque me deseas y es seductora la idea de tenerme. Te gusta el peligro, no me lo niegues, porque todo esto es tentación pura y no hay nada más riesgoso que eso — mis labios se patinan de su boca por su mentón, aún así mis ojos siguen fijos en los suyos a pesar de que busco descender con sumo cuidado, afianzando cada vez con mayor ímpetu el agarre de nuestras manos — Y lo peor, es que tienes miedo de caer de veras. Pero está bien, es solo un juego y ya sabemos cómo se mueve. Ahora… — tengo que mover la cabeza para poder besar su clavícula, respirando pausadamente sobre ella — Te concedo las normas y juro obedecerte por esta noche. Soy tuyo hasta que amanezca — con un ligero mordisco que pone el punto final, me dejo caer hacia atrás, acomodo mi cabeza en la almohada y le dedico una sonrisa desafiante — Al menos que prefieras huir.
No será, pero se le parece. Tengo poco conocimiento de causa sobre cómo será el romance, mi mente puede que esté confundiendo ciertos detalles de cómo se buscan nuestros cuerpos que puedo jurar que no estaban presentes la otra noche. Decido prenderme de parte de su convencimiento de que esto sigue siendo pura necesidad, de que es una cuestión de instinto, no de sentimiento. Es solo una manera diferente de hacer las cosas, un tipo distinto de lujuria, que no nos echa prisas y nuestras manos pueden hacer una exploración de cada franja de piel que marcamos antes a impacto, pero que no nos tomamos el trabajo de conocer a conciencia. Puedo barajar que es esa conciencia la que le da un cariz extraño a esto, la primera vez estábamos demasiados aturdidos por la tensión sexual que incitaba nuestros sentidos, y si esta vez uno de los dos se ve menos asustado y con mayor claridad mental, es él pese a los efectos del tequilo. Por mi parte, siento que el alcohol me está fallando en la única función que tenía esta noche. —En el caos nos encontramos todos— murmuro, tomando lo que dice. Es ahí donde personas como él y yo coincidimos, donde nos podemos desprender de todo, ropa y normas. —Seamos caos— mi sonrisa se pierde en la avidez con que mi boca reclama la suya.
Seamos cualquier cosa, menos el peor cliché de todos, eso es lo único que pido. Que todas nuestras palabras de desprecio al romanticismo no regresen como un boomerang violento en una única noche que bajamos la guardia, en lo que tendría que seguir siendo un pacto de tregua entre enemigos que desconocían las batallas personales del otro. Se lo dije en su oficina, conocer a alguien, dejarla entrar en tu vida, la acerca de manera peligrosa a un centro desde el cual puede empezar a desbaratarlo todo. Tengo que reconocer que hay un placer culposo en tener ese poder sobre una persona como Hans, por mínimo que sea y su uso se restringa a una noche, puede traer consecuencias con las cuáles no querré lidiar después. El nerviosismo del que me acusa encuentra su alivio en la convicción que impregna su voz al decirme que él no se enamora, es la promesa que necesito escuchar con sus ojos sobre los míos a modo de garantía de que está diciendo la verdad, para que pueda hacer mi parte. —No lo haré— aseguro. No voy a enamorarme, ni un poco, esta noche. La tranquilidad que me supone este nuevo acuerdo no dura demasiado. —Es otro tipo de justicia— digo, erguida en mi nueva posición de superioridad, aferrándome a sus manos hasta que obtenga su renuncia. —Seré tu mejor academia de leyes— murmuro y mis labios se van curvando hacia el lado más ladino. — Te enseñaré muchos tipos de justicia— digo en un tono de broma, pese a que no sé qué tanto estoy bromeando sobre la trascendencia de este concepto en su vida diaria.
Sonrío contra su roce escueto, a punto estoy de responderle con más exigencia, cuando las palabras no dejan de salir de su boca para suspenderme sobre sus labios como si me encontrara al borde de un precipicio que me sumergirá de lleno en todo lo que se abre entre los dos. —Según tú… después de un paseo, ¿podría gustarme tanto tu mundo como para querer quedarme? — susurro, mis ojos se cierran y aguardo a que continúe el descenso de sus labios que reemplazan a sus manos. —Eso no va a pasar— digo con vaguedad, me guardaré todas las razones que tengo para estar tan segura de que puedo salirme de su fantástico mundo sin que eso me suponga un daño. Pero tengo la más válida de todas, lista para ser usada. —Es el tequila, Hans. Estás borracho. Es lo que te hace creer que puedo estar un poco enamorada de ti— y me río, arrebatándole toda la credibilidad a sus palabras para no tener que dedicarles un segundo pensamiento a la mañana que nos espera. Un amanecer para el que todavía nos quedan unas horas y me pertenecen todas ellas, porque lo escucho cediéndome más de lo que pido. Vuelvo a reírme, esta vez con un tono distinto, más incrédulo. —No se suponía que aceptaras— declaro. Intenta picarme con su insinuación de una huida que no pretendo emprender porque estoy más allá del punto de retorno. —¿Es parte del paquete de conocer tu mundo, apropiarme de todo y tener que abandonarlo mañana? — sugiero con humor, buscando su perspicacia por más de que lo acusé de estar anulado por el tequila. Tengo la risa al borde de mis labios cuando me reacomodo sobre su entrepierna y finalmente suelto sus manos, uso las mías en el broche del sostén para desprenderlo. —¿Algún tipo de retorcida emoción de saber que sufro la perdida?— sigo diciendo, conservando el tono ligero de una broma. Tiro la prenda a un lado, al ruedo de la cama. —¿O estás practicando para hacerte a la idea de que por mucho que lo desees, no podrás tenerme en tus manos? —. Mi pecho sube y baja con pesadez por mi respiración, tomo aire por mis labios entreabiertos y cuando lo miro, sé que podrá resistir y encontrar placer en todo lo que haga, seré yo quien tendré la piel furiosa por la falta de tacto y es que mis dedos se sienten inadecuados cuando los hundo en mi carne para hacer el intento de compensar, no llego más abajo de mi vientre.—No es divertido cuando no participas— suspiro, y me doy cuenta con la lógica rara que funciona todo esto, que nunca nos sacia tenerlo todo e insistimos en el arrebato, en tomar un poco y hacer gula de eso.— Y cuando me dejas ganar tan fácil —. No es tan placentero como un triunfo ganado a pulso.
Seamos cualquier cosa, menos el peor cliché de todos, eso es lo único que pido. Que todas nuestras palabras de desprecio al romanticismo no regresen como un boomerang violento en una única noche que bajamos la guardia, en lo que tendría que seguir siendo un pacto de tregua entre enemigos que desconocían las batallas personales del otro. Se lo dije en su oficina, conocer a alguien, dejarla entrar en tu vida, la acerca de manera peligrosa a un centro desde el cual puede empezar a desbaratarlo todo. Tengo que reconocer que hay un placer culposo en tener ese poder sobre una persona como Hans, por mínimo que sea y su uso se restringa a una noche, puede traer consecuencias con las cuáles no querré lidiar después. El nerviosismo del que me acusa encuentra su alivio en la convicción que impregna su voz al decirme que él no se enamora, es la promesa que necesito escuchar con sus ojos sobre los míos a modo de garantía de que está diciendo la verdad, para que pueda hacer mi parte. —No lo haré— aseguro. No voy a enamorarme, ni un poco, esta noche. La tranquilidad que me supone este nuevo acuerdo no dura demasiado. —Es otro tipo de justicia— digo, erguida en mi nueva posición de superioridad, aferrándome a sus manos hasta que obtenga su renuncia. —Seré tu mejor academia de leyes— murmuro y mis labios se van curvando hacia el lado más ladino. — Te enseñaré muchos tipos de justicia— digo en un tono de broma, pese a que no sé qué tanto estoy bromeando sobre la trascendencia de este concepto en su vida diaria.
Sonrío contra su roce escueto, a punto estoy de responderle con más exigencia, cuando las palabras no dejan de salir de su boca para suspenderme sobre sus labios como si me encontrara al borde de un precipicio que me sumergirá de lleno en todo lo que se abre entre los dos. —Según tú… después de un paseo, ¿podría gustarme tanto tu mundo como para querer quedarme? — susurro, mis ojos se cierran y aguardo a que continúe el descenso de sus labios que reemplazan a sus manos. —Eso no va a pasar— digo con vaguedad, me guardaré todas las razones que tengo para estar tan segura de que puedo salirme de su fantástico mundo sin que eso me suponga un daño. Pero tengo la más válida de todas, lista para ser usada. —Es el tequila, Hans. Estás borracho. Es lo que te hace creer que puedo estar un poco enamorada de ti— y me río, arrebatándole toda la credibilidad a sus palabras para no tener que dedicarles un segundo pensamiento a la mañana que nos espera. Un amanecer para el que todavía nos quedan unas horas y me pertenecen todas ellas, porque lo escucho cediéndome más de lo que pido. Vuelvo a reírme, esta vez con un tono distinto, más incrédulo. —No se suponía que aceptaras— declaro. Intenta picarme con su insinuación de una huida que no pretendo emprender porque estoy más allá del punto de retorno. —¿Es parte del paquete de conocer tu mundo, apropiarme de todo y tener que abandonarlo mañana? — sugiero con humor, buscando su perspicacia por más de que lo acusé de estar anulado por el tequila. Tengo la risa al borde de mis labios cuando me reacomodo sobre su entrepierna y finalmente suelto sus manos, uso las mías en el broche del sostén para desprenderlo. —¿Algún tipo de retorcida emoción de saber que sufro la perdida?— sigo diciendo, conservando el tono ligero de una broma. Tiro la prenda a un lado, al ruedo de la cama. —¿O estás practicando para hacerte a la idea de que por mucho que lo desees, no podrás tenerme en tus manos? —. Mi pecho sube y baja con pesadez por mi respiración, tomo aire por mis labios entreabiertos y cuando lo miro, sé que podrá resistir y encontrar placer en todo lo que haga, seré yo quien tendré la piel furiosa por la falta de tacto y es que mis dedos se sienten inadecuados cuando los hundo en mi carne para hacer el intento de compensar, no llego más abajo de mi vientre.—No es divertido cuando no participas— suspiro, y me doy cuenta con la lógica rara que funciona todo esto, que nunca nos sacia tenerlo todo e insistimos en el arrebato, en tomar un poco y hacer gula de eso.— Y cuando me dejas ganar tan fácil —. No es tan placentero como un triunfo ganado a pulso.
Mi labio inferior se tuerce en una mueca junto con las cejas arrugadas, asintiendo a su declaración jurada en un pequeño rebote de mi cabeza — Me parece bien. Que se jodan mis títulos académicos. Veamos qué es lo que tú puedes enseñarme — es tranquilizador seguir con sus bromas, manteniéndonos brevemente en un hilo que los dos conocemos a la perfección. Puede que no estemos en la misma posición física que en el resto de nuestros encuentros, pero la poca seriedad en el tire y afloje es una marca personal muy nuestra. El tema de la deuda y mis exigencias es algo aparte.
Mi sonrisa se acentúa, primero con su negativa, luego porque le echa la culpa al alcohol; por alguna razón, ambas me parecen excusas ligadas al orgullo, manteniéndome silencioso a pesar de compartir brevemente la risa que busca quitarle importancia a mis palabras — Sé que lo estás. Todas lo están, por cinco minutos — es algo que veo constantemente, incluso en el ministerio. Las risas, los toques casuales pero poco inocentes en el brazo, las sonrisas detrás de los mechones de cabello que invitan a que las lleves a casa por una noche. Ese es el enamoramiento que reconozco, la ilusión que todo el mundo agarra cuando se trata de algo pasajero. Es una fantasía con la que todos luchan y he conocido a muchas mujeres que bailan con la idea del amor hasta que tienen que volver a ponerse la ropa. Creen tenerte por un momento y luego la ilusión se acaba como una burbuja que se explota. No hay mucha diferencia esta noche, al menos en hechos. Estamos danzando con la idea de una intimidad que tiene fecha de caducidad y será solo en unas horas.
La declaración de que no esperaba mi momento de sumisión me hace reír por lo bajo, colocando la punta de mi lengua entre mis dientes delanteros. Mis intentos de contestar con palabras se ven interrumpidos cuando siento el peso de su cuerpo creando una fricción sobre la única tela que separa el completo contacto de nuestras pieles, lo que me obliga a tomar aire y lanzarlo lentamente, creando una subida y bajada algo desinflada en mi pecho — No tengo intención de que sufras. Solo te estaba haciendo una oferta. Sabes que se me dan bien los negocios — no sé cómo me las arreglo para hablar en un tono casual, a pesar de que mis ojos siguen el camino que hace su sostén hasta salirse de mi campo de visión. Lo que sigue es lo que consigue nuevamente mi atención, sintiendo el ardor de mis dedos, que pican lo suficiente como para rozar sus muslos — Por favor. Sabes que ya te tengo en mis manos — sí, se me va la sonrisita de orgulloso egocentrismo porque, ebrio o no, siendo esta la situación más extraña del día o no, hay cosas de mí que no van a irse tan fácil. Como saber que nos tenemos, aunque sea pasajero.
Lo veo venir antes de que empiece. Se rinde, tan fácil que no sé si es satisfactorio o divertido, pero pronto subo mis manos por su torso hasta poder aferrar su nuca, enroscando los dedos en su pelo. Me ayudo de eso para obligarla a inclinarse sobre mí, teniendo mucho más cerca sus labios en cuestión de segundos — Esperaba que dijeras eso — no me cuesta mucho, el usar la mano libre para tomar la suya y besar sus nudillos. Es un gesto sereno, que se va volviendo hambriento mientras mis labios recorren su brazo, su cuello y finalmente su boca, abrazándome a ella con renovado desenfreno. Sé que es una posición algo incómoda para la tarea que me propongo, pero me remuevo debajo de ella para poder enganchar su ropa interior con mis dedos y así tirar de ella hacia abajo, buscando su completa desnudez, aunque siento que ya habíamos estado desnudos toda la noche. Busco también provocar la mía propia, sintiendo el roce contra la sábana en mi espalda hasta patear la tela del bóxer, el cual creo que queda hundido entre las sábanas arrugadas. Esto me permite aferrar sus glúteos, hundiendo el rostro en un cuello caliente que respiro y beso al sentarme sin mucho cuidado, buscando apresarme a mí mismo entre sus piernas. Me siento jadear contra la vena latiente de su garganta, presa de mi propio éxtasis, hasta respirar en su oído — Te dije que era tuyo hasta el amanecer — le recuerdo en un murmullo áspero — Espero que le des un buen uso a mi oferta o necesitarás de un abogado — la sonrisa se me pierde cuando muerdo el lóbulo de su oreja, tratando de buscar el camino a sus besos una vez más. Porque hay un reloj en la mesa de luz que nos marca los minutos que pasan y, si todo esto va a extinguirse, elijo la opción de disfrutarlos mientras existan sus segundos.
Mi sonrisa se acentúa, primero con su negativa, luego porque le echa la culpa al alcohol; por alguna razón, ambas me parecen excusas ligadas al orgullo, manteniéndome silencioso a pesar de compartir brevemente la risa que busca quitarle importancia a mis palabras — Sé que lo estás. Todas lo están, por cinco minutos — es algo que veo constantemente, incluso en el ministerio. Las risas, los toques casuales pero poco inocentes en el brazo, las sonrisas detrás de los mechones de cabello que invitan a que las lleves a casa por una noche. Ese es el enamoramiento que reconozco, la ilusión que todo el mundo agarra cuando se trata de algo pasajero. Es una fantasía con la que todos luchan y he conocido a muchas mujeres que bailan con la idea del amor hasta que tienen que volver a ponerse la ropa. Creen tenerte por un momento y luego la ilusión se acaba como una burbuja que se explota. No hay mucha diferencia esta noche, al menos en hechos. Estamos danzando con la idea de una intimidad que tiene fecha de caducidad y será solo en unas horas.
La declaración de que no esperaba mi momento de sumisión me hace reír por lo bajo, colocando la punta de mi lengua entre mis dientes delanteros. Mis intentos de contestar con palabras se ven interrumpidos cuando siento el peso de su cuerpo creando una fricción sobre la única tela que separa el completo contacto de nuestras pieles, lo que me obliga a tomar aire y lanzarlo lentamente, creando una subida y bajada algo desinflada en mi pecho — No tengo intención de que sufras. Solo te estaba haciendo una oferta. Sabes que se me dan bien los negocios — no sé cómo me las arreglo para hablar en un tono casual, a pesar de que mis ojos siguen el camino que hace su sostén hasta salirse de mi campo de visión. Lo que sigue es lo que consigue nuevamente mi atención, sintiendo el ardor de mis dedos, que pican lo suficiente como para rozar sus muslos — Por favor. Sabes que ya te tengo en mis manos — sí, se me va la sonrisita de orgulloso egocentrismo porque, ebrio o no, siendo esta la situación más extraña del día o no, hay cosas de mí que no van a irse tan fácil. Como saber que nos tenemos, aunque sea pasajero.
Lo veo venir antes de que empiece. Se rinde, tan fácil que no sé si es satisfactorio o divertido, pero pronto subo mis manos por su torso hasta poder aferrar su nuca, enroscando los dedos en su pelo. Me ayudo de eso para obligarla a inclinarse sobre mí, teniendo mucho más cerca sus labios en cuestión de segundos — Esperaba que dijeras eso — no me cuesta mucho, el usar la mano libre para tomar la suya y besar sus nudillos. Es un gesto sereno, que se va volviendo hambriento mientras mis labios recorren su brazo, su cuello y finalmente su boca, abrazándome a ella con renovado desenfreno. Sé que es una posición algo incómoda para la tarea que me propongo, pero me remuevo debajo de ella para poder enganchar su ropa interior con mis dedos y así tirar de ella hacia abajo, buscando su completa desnudez, aunque siento que ya habíamos estado desnudos toda la noche. Busco también provocar la mía propia, sintiendo el roce contra la sábana en mi espalda hasta patear la tela del bóxer, el cual creo que queda hundido entre las sábanas arrugadas. Esto me permite aferrar sus glúteos, hundiendo el rostro en un cuello caliente que respiro y beso al sentarme sin mucho cuidado, buscando apresarme a mí mismo entre sus piernas. Me siento jadear contra la vena latiente de su garganta, presa de mi propio éxtasis, hasta respirar en su oído — Te dije que era tuyo hasta el amanecer — le recuerdo en un murmullo áspero — Espero que le des un buen uso a mi oferta o necesitarás de un abogado — la sonrisa se me pierde cuando muerdo el lóbulo de su oreja, tratando de buscar el camino a sus besos una vez más. Porque hay un reloj en la mesa de luz que nos marca los minutos que pasan y, si todo esto va a extinguirse, elijo la opción de disfrutarlos mientras existan sus segundos.
Me rio por lo fácil que deshecha sus títulos en leyes y acepta los cambios de términos que tengo para hacer sobre todo lo que conoce, desde mis conocimientos más básicos sobre lo que es justo y veo la revancha de tomar lo que diariamente siento que se nos quita, ajustar cuentas en un terreno más íntimo donde los ministros, jueces o abogados son hombres por debajo de sus ropas pulcras y ceden esa parte del poder que no les corresponde, que retorna a quienes sabemos esperar el momento y la oportunidad. Todo el tiempo lo pienso como poder, como una situación de perder y ganar en el que ocupados posiciones que se intercambian a cada minuto, y sé con certeza que nada de lo que ocurra dentro de estas paredes, ningún triunfo, será trascendente fuera. A pesar de lo sencillo que es para él cederme ciertos triunfos, hay otros que no se los otorgaré en una suerte de intercambio, porque son los importantes. No me escuchará decir que sufro de un ligero y alcohólico enamoramiento. —Soy demasiado orgullosa como para claudicar en todo lo creo por unos cinco minutos de locura, ¿no sería una muestra de carácter débil?— pregunto, como si hubiera algún punto para dialogar sobre esto, cuando son otros asuntos los que apremian nuestra atención y es que tengo su absoluta entrega para imponerme, burlarme de la manera más mezquina si quiero, joderlo como se merece por todo el mérito que ha hecho. Y lo que hago es cuestionar, si dicen que el camino vale más que la meta, en la guerra vale más la guerra por sí que el resultado de un ganador.
—Tus ofertas y tus negocios nunca son del todo transparentes para mí— me burlo, es poco lo que puedo pensar por tener todo mi cuerpo anhelando algo yo misma me negué y me cuesta desentramar cuáles son sus intenciones por lo que considero una rápida dimisión, porque no me creo que en la vida haya nada sin intenciones solapadas. Me tendrá donde quiera haga los movimientos que haga, por coincidencia puede ser el mismo lugar donde quiero estar. —Pero te dije que no puedes tocarme…— por mi sonrisa esta queja es totalmente carente de validez. El acto dura tan poco, lo deshace para mí al librar sus manos de mi mandato caprichoso y recupera el dominio de cada parte de mi cuerpo que le negué, que responde a él como no lo hace para mí, porque es cierto que el deseo cuando tiene un nombre no puede ser engañado con una caricia similar. Me entrego al avasallamiento de su tacto y lo imito con mi respiración agitada acompañando cada beso rezagado que baja desde su mandíbula por su cuerpo, mis pechos deseosos de sentir otra piel al deslizarse por su torso. Me sostengo en esta posición en la que tengo más libertad que él para moverme y colaboro con sus dedos en quitar la ropa que nos queda, lo hago tan a prisa que nuestros dedos chocan, es un estorbo más que una ayuda.
Rodeo sus hombros con mis brazos y clavo mis uñas en su nuca, gimo contra su oído por lo cerca y lo necesario que se vuelve moverme para llenar una sensación de vacío que la demora hace más acuciante con punzadas de algo que se parece al dolor. —El problema con eso es que— tengo que tomar una inhalación de aire para continuar, tengo la voz rota por la lujuria— eres mi abogado—. Es un error buscar su mirada para comprobar si hay algo de coherencia en lo que digo, porque la excitación es un velo sobre mis ojos, tengo que cerrar mis ojos por un momento cuando la presión de sus dientes en una pequeña parte de mi carne me atraviesa hasta mi vientre y no hay paciencia ni delicadeza cuando nuestras bocas entran en contacto otra vez. Solo me aparto cuando me quedo sin aire y recargo mi frente sobre la suya. —¿Cuánto de ti puedo tomar hasta el amanecer? Todavía faltan unas horas— pregunto, porque podríamos acabarlo tan pronto, apenas correrme unos centímetros hasta encajar y entonces todo habría terminado en unos minutos. La cuestión es: ¿para volver a empezar? Eso haría que cada minuto de la madrugada valiera. —¿Has participado de carreras cuando eras estudiante?— inquiero, la pregunta parece inocente y fuera de lugar mientras acomodo nuestros cuerpos. —Yo sí. Espero que seas de resistencia, porque yo soy de velocidad— beso fugazmente su mandíbula para disimular mi sonrisa, deslizo mi mano en una caricia por su espalda hasta aferrarme con fuerza de su hombro y comenzar a marcar el ritmo.
—Tus ofertas y tus negocios nunca son del todo transparentes para mí— me burlo, es poco lo que puedo pensar por tener todo mi cuerpo anhelando algo yo misma me negué y me cuesta desentramar cuáles son sus intenciones por lo que considero una rápida dimisión, porque no me creo que en la vida haya nada sin intenciones solapadas. Me tendrá donde quiera haga los movimientos que haga, por coincidencia puede ser el mismo lugar donde quiero estar. —Pero te dije que no puedes tocarme…— por mi sonrisa esta queja es totalmente carente de validez. El acto dura tan poco, lo deshace para mí al librar sus manos de mi mandato caprichoso y recupera el dominio de cada parte de mi cuerpo que le negué, que responde a él como no lo hace para mí, porque es cierto que el deseo cuando tiene un nombre no puede ser engañado con una caricia similar. Me entrego al avasallamiento de su tacto y lo imito con mi respiración agitada acompañando cada beso rezagado que baja desde su mandíbula por su cuerpo, mis pechos deseosos de sentir otra piel al deslizarse por su torso. Me sostengo en esta posición en la que tengo más libertad que él para moverme y colaboro con sus dedos en quitar la ropa que nos queda, lo hago tan a prisa que nuestros dedos chocan, es un estorbo más que una ayuda.
Rodeo sus hombros con mis brazos y clavo mis uñas en su nuca, gimo contra su oído por lo cerca y lo necesario que se vuelve moverme para llenar una sensación de vacío que la demora hace más acuciante con punzadas de algo que se parece al dolor. —El problema con eso es que— tengo que tomar una inhalación de aire para continuar, tengo la voz rota por la lujuria— eres mi abogado—. Es un error buscar su mirada para comprobar si hay algo de coherencia en lo que digo, porque la excitación es un velo sobre mis ojos, tengo que cerrar mis ojos por un momento cuando la presión de sus dientes en una pequeña parte de mi carne me atraviesa hasta mi vientre y no hay paciencia ni delicadeza cuando nuestras bocas entran en contacto otra vez. Solo me aparto cuando me quedo sin aire y recargo mi frente sobre la suya. —¿Cuánto de ti puedo tomar hasta el amanecer? Todavía faltan unas horas— pregunto, porque podríamos acabarlo tan pronto, apenas correrme unos centímetros hasta encajar y entonces todo habría terminado en unos minutos. La cuestión es: ¿para volver a empezar? Eso haría que cada minuto de la madrugada valiera. —¿Has participado de carreras cuando eras estudiante?— inquiero, la pregunta parece inocente y fuera de lugar mientras acomodo nuestros cuerpos. —Yo sí. Espero que seas de resistencia, porque yo soy de velocidad— beso fugazmente su mandíbula para disimular mi sonrisa, deslizo mi mano en una caricia por su espalda hasta aferrarme con fuerza de su hombro y comenzar a marcar el ritmo.
Creo que confesar ciertas cuestiones no es de carácter débil, pero no se lo digo; mi respuesta es un encogimiento de hombros cuasi inocente y una sonrisa que deja mis pensamientos a su criterio. Soy orgulloso, pero siempre peco de honesto, incluso aunque sea mi parte de la verdad. Es algo que uno aprende en la carrera de abogacía, para variar. Dices los hechos, solo que a veces los maquillas, pero jamás caes en la mentira. Siempre agradecí ser dueño de cierto carisma, que me lo discutan si quieren. Y sí, sé que nuestros negocios tienden a ser turbios, como lo es nuestro breve pacto sobre no tocarla, ese que se evapora en segundos. Porque puedo dejar que haga lo que quiera conmigo, pero no puedo mantener las manos quietas por vaya a saber cuánto tiempo, si consideramos lo fácil que es para nosotros el caer en la tentación — Pero también dijiste que no era divertido… — le recuerdo hasta con inocencia — Te dejaré el control, lo prometo — una de cal, otra de arena.
Su desesperación es un reflejo de la mía, sintiéndome torpe y atolondrado a pesar de saber que estoy controlando gran parte de mis acciones. Escucharla me arrebata la poca sobriedad que me queda, prensando mis labios en un gemido ahogado por culpa de unas uñas que se clavan en mi piel y me estremecen sin ningún miramiento. Mi sonrisa, por torcida que sea, también se encuentra quebrada y temblorosa, apenas moviendo a un lado la cabeza en un gestito ganador — Pues supongo que eso me pone en ventaja de tu situación legal — bromeo en un suspiro. Es como si el reconocimiento de nuestros cuerpos se hubiese acabado en este punto. Ya se han aceptado, ya piden por el otro como en un grito necesitado. Me siento mareado al perderme en su boca, sintiendo aún el tequila en algún punto del paladar, pero aún así no planeo apartarme de ella. Al menos, hasta que la conversación continúa y me veo obligado a recobrar el aliento, notando como mi boca tiene el impulso de volver a atrapar la suya, pero conteniéndose a duras penas para dejar que termine la oración — Depende. ¿Cuánto estás dispuesta a tomar? — dejo implícito que lo que nos queda es un infinito, algo que deberíamos medir por nosotros mismos. Me muerdo el labio inferior en respuesta, ladeando un poco la cabeza para dejar que bese mi mandíbula, extasiado del movimiento de su cuerpo sobre el mío. Es automático, el modo en el cual pongo una mano en su espalda baja y la otra aferra una de sus piernas, ayudándola a moverse contra mí y, a su vez, insistiendo a una mayor cercanía — No. Pero salgo a correr todas las mañanas antes de ir al trabajo y, debo advertirte… — un fugaz beso en su hombro es mi pequeña interrupción, a pesar de que mantengo mis labios allí, pegados a su piel — Jamás llego a la oficina agotado.
No nos cuesta mucho el tomarnos. Tampoco me avergüenzo de cómo suspiro cuando la tortura se acaba y mi cuerpo tiembla al fundirse con el suyo. Es un abrazo asfixiante, de esos en los cuales crees que puedes derretirte contra la piel ajena y dejar de respirar a pesar de seguir sintiéndote vivo. Puede que mi mente haya negado muchas de sus afirmaciones esta noche, pero mi cuerpo se rinde con facilidad a cada una de sus peticiones. Porque la cama es enorme y nos pertenece por unas horas, al contrario que mis sentidos y mi cordura, que se van patinando hasta caer de las sábanas. Sé que en algún punto he estirado la mano y he apagado la lámpara, pero sospecho que fue cuando el sol comenzó a salir y nos encontró con una broma infantil, que ahogué contra una almohada. No, no recuerdo qué fue lo que dije. Tampoco recuerdo cuántas veces susurré su nombre o busqué sus labios. Incluso creo que podría haberme memorizado el trazo de su cintura. Es un trato, sí, pero ya lo dijimos: somos solo caos.
Su desesperación es un reflejo de la mía, sintiéndome torpe y atolondrado a pesar de saber que estoy controlando gran parte de mis acciones. Escucharla me arrebata la poca sobriedad que me queda, prensando mis labios en un gemido ahogado por culpa de unas uñas que se clavan en mi piel y me estremecen sin ningún miramiento. Mi sonrisa, por torcida que sea, también se encuentra quebrada y temblorosa, apenas moviendo a un lado la cabeza en un gestito ganador — Pues supongo que eso me pone en ventaja de tu situación legal — bromeo en un suspiro. Es como si el reconocimiento de nuestros cuerpos se hubiese acabado en este punto. Ya se han aceptado, ya piden por el otro como en un grito necesitado. Me siento mareado al perderme en su boca, sintiendo aún el tequila en algún punto del paladar, pero aún así no planeo apartarme de ella. Al menos, hasta que la conversación continúa y me veo obligado a recobrar el aliento, notando como mi boca tiene el impulso de volver a atrapar la suya, pero conteniéndose a duras penas para dejar que termine la oración — Depende. ¿Cuánto estás dispuesta a tomar? — dejo implícito que lo que nos queda es un infinito, algo que deberíamos medir por nosotros mismos. Me muerdo el labio inferior en respuesta, ladeando un poco la cabeza para dejar que bese mi mandíbula, extasiado del movimiento de su cuerpo sobre el mío. Es automático, el modo en el cual pongo una mano en su espalda baja y la otra aferra una de sus piernas, ayudándola a moverse contra mí y, a su vez, insistiendo a una mayor cercanía — No. Pero salgo a correr todas las mañanas antes de ir al trabajo y, debo advertirte… — un fugaz beso en su hombro es mi pequeña interrupción, a pesar de que mantengo mis labios allí, pegados a su piel — Jamás llego a la oficina agotado.
No nos cuesta mucho el tomarnos. Tampoco me avergüenzo de cómo suspiro cuando la tortura se acaba y mi cuerpo tiembla al fundirse con el suyo. Es un abrazo asfixiante, de esos en los cuales crees que puedes derretirte contra la piel ajena y dejar de respirar a pesar de seguir sintiéndote vivo. Puede que mi mente haya negado muchas de sus afirmaciones esta noche, pero mi cuerpo se rinde con facilidad a cada una de sus peticiones. Porque la cama es enorme y nos pertenece por unas horas, al contrario que mis sentidos y mi cordura, que se van patinando hasta caer de las sábanas. Sé que en algún punto he estirado la mano y he apagado la lámpara, pero sospecho que fue cuando el sol comenzó a salir y nos encontró con una broma infantil, que ahogué contra una almohada. No, no recuerdo qué fue lo que dije. Tampoco recuerdo cuántas veces susurré su nombre o busqué sus labios. Incluso creo que podría haberme memorizado el trazo de su cintura. Es un trato, sí, pero ya lo dijimos: somos solo caos.
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