The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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La luz era un halo amarillo que envolvía el foco, no alcanzaba a esclarecer los rincones de la habitación donde los susurros de conversaciones que habían transcurrido en este lugar seguían respirando como una sombra siempre agónica, la misma que recuperaba sus fuerzas cuando una nueva víctima atravesaba el umbral de la puerta del despacho. Mi padre sentado detrás del escritorio de madera maciza, su trono inamovible en el pandemónium que era nuestra casa. El tono de sus ojos era tan oscuro como todo dictamen hecho por su boca, seguía el avance de mi silueta al entrar y pararme con una entereza que había sabido fingir cuando me hallaba en su presencia, la barbilla en alto y las manos anudadas para que no se notara el nerviosismo en el temblor de mis dedos. La mano de mi hermano sobre mi hombro era apoyo y sometimiento, ser parte requería de sumisión, él me aseguraba que cuidaría de mí si bajaba la cabeza y cedía en mi anhelo de liberarme de esto.

Hemos decidido que te involucres en los negocios de la familia— dice, la voz de mi padre -también en los momentos en que se imponía- conservaba una distancia que lo hacía sentir como una persona que estaba hablándonos desde una altura que nunca alcanzaríamos.

Esa decisión llevó días de charlas privadas entre mi padre y mi hermano, en las cuales Paul pedía por mí a fin de que la familia ignorara mi condición de hija adoptiva, de mujer joven, la falta de carácter y –también- mi propia resistencia a trabajar en un negocio que se movía entre callejones, fuera de la vista de lo legal, en un intercambio de paquetes que pasaban de una mano anónima a otra y a veces dejaba a un cadáver pudriéndose en un contenedor de basura. Pero la promesa que hice al asumir el apellido Ruehl fue callar los secretos que fortalecían las paredes de esta casa y ese silencio me había hecho tan lejana a todo lo que ocurría afuera, a personas, a relaciones, a circunstancias, que en mi dieciséis años estaba parada delante de la mirada crítica de mi padre esperando que se me concediera un lugar que ni siquiera deseaba.

No se te pedirá nada que no puedas hacer, ni para lo que te falte muñeca—  siguió, mordiendo el cigarrillo en su boca al hacerme notar la carencia de carácter que me impedía sostener un arma y disparar, era una recriminación y la sentía como tal, sintiendo vergüenza de mí misma. —Te gusta escribir, ¿no? Te he visto escribir mucho en ese cuaderno que tienes…— mascullo al incorporarse de su sillón para tirar de la manija del cajón y aventar sobre la mesa varias carpetas. —Tu trabajo será llevar los libros del negocio, hacer un control y encargarte de que todos cumplan con lo que deben hacer. Empleados, clientes, proveedores, policías, amigos, aliados, también familia. Escríbele cartas, firma con tu nombre. Haz visitas, presentante siempre como Annie Ruehl, mi hija. Te pediré los libros cada vez que lo considere necesario o yo mismo vea una falta, entonces seré quien haga las visitas.

Ser la firma al final de las cartas, ser el rostro que se presentaba en cada casa, hizo que a la larga se me viera como una mensajera de desgracias y que mi nombre sea un sinónimo a la tragedia que le deparaba a esa persona o familia. Mi presencia frente a sus puertas se recibía con la pesadumbre de un funeral que todavía no se había celebrado, ojos azules que mostraban una comprensión hacia sus faltas y tomaban por engaño. Algunos lloraban excusas a su conducta y sostenían mis manos, otros gritaban sobre mí toda la furia que encubría la desesperación de saberse perdidos, debí mostrarme impasible cuando me escupieron a la cara por un odio que iba dirigido hacia mí, no hacía mi padre, no hacía mi familia, sino a mí. Todos eran nombres apuntados en los registros, tachados cuando sus casas quedaban vacías, cuerpos que se hundían en el olvido o desaparecían, simplemente desaparecían, no había rastro que seguir para dar con ellos.

Las reuniones con mi padre se daban en la confidencialidad de su despacho. Mi hermano así como mis primos sentados en la mesa de la cocina barajando cartas o envolviendo en papel los objetos de los trueques acordados, a veces mi tío fumando un cigarrillo en la puerta, escuchaban el eco inentendible de los gritos que hacían temblar las paredes, gritos a los que aprendí que debía responder con silencio y saber esperar al momento en que su furia, luego de avasallarme, encontrara la calma tras el desahogo. En el silencio también protegía a mis decisiones personales de omitir nombres, reducir deudas o improvisar excusas que nadie más que yo conocía, muchas de las personas absueltas creían que eran descuidos y algunos tomaban la confianza de creer que habían logrado engañarnos, engañarme a mí. No creía, nunca creí, que todas las faltas merecieran la muerte como único castigo posible.  

¡Tú lo robaste!— me acusó, los libros abiertos y dispuestos a la vista sobre el escritorio, ninguna prueba visible del crimen del que me acusaba. Su ira no recibía respuesta de mi parte, así que lo intentó de la manera en la que correspondía, con una pregunta. —¿Lo robaste?

No— contesté con sinceridad.

Nunca creyó en mi inocencia de ese crimen. Se me fueron retirados los libros de las manos, se me ordenó que me mantuviera apartada de los intereses de la familia, había perdido la confianza de mi padre y mi posición en los negocios, pero se me seguía otorgando un sitio en la casa, en las cenas que congregaban a todos los Ruehl. Puso por delante de su rabia hacia mí, el aprecio que me había tenido mi madre adoptiva en los años difíciles de una enfermedad que la había llevado a una muerte temprana. Fueron dos los contadores que recibieron los libros en mi reemplazo, me saludaban con un asentimiento cada vez que cruzaban el pasillo principal para encerrarse en el despacho de mi padre. El hombre fue el primero en desaparecer, forzaron la cerradura de su apartamento para descubrirlo vacío cuando lo buscaron, lo persiguieron a la frontera y nunca la cruzó. La mujer se llenó las manos del dinero que le ofrecía mi padre, mientras él metía las suyas debajo de su ropa, fue un idilio entre amantes inteligentes que supieron separarse en buenos términos y el suicidio de ella fue solo un comentario al pasar en una cena. Fui citada al despacho una vez más, mi hermano como intermediario del mensaje, los libros en una pila ordenada sobre el escritorio.
 
Te necesito, Annie.

Esas serían las palabras con las que mi padre conseguiría que aceptara y me mantuviera en un sillón que siempre me había quedado grande, en el que no deseaba estar. Lo hacía porque me daba más miedo que otra persona lo ocupara y lo que se decidiera sobre todos los nombres de almas malditas enlistados en los registros, mi padre había sabido bien qué decir:

Eres la única que tiene el carácter para colocarse entre mi furia y la víctima, pidiendo por ella. Si fuera por mí, le dispararía sin más.

Y creyendo en esto, seguí firmando sentencias con mi nombre, seguí dando anuncios de condenas con mi rostro impávido, seguí recibiendo insultos en cada lugar que pisaba al decir que venía en representación de la familia Ruehl. Esta es tu falta, este será tu castigo. Seguí interponiéndome entre la bala y la víctima, dando un paso al costado cada vez que el final fue inevitable, sentía el roce de la bala al hacer su trayecto hacia la frente de la víctima arrodillada.    

* * *

No— le hablo a mi padre desde la sombra de un rincón de este recuerdo,— no tenía por qué pararme en medio de tu furia, no tenía por qué tolerarlo pensando que eso ayudaría a alguien. Me odiaban, odiaban mi cara, odiaban mi nombre— murmuro con cada paso que hago hacia su escritorio, frente al cual sigue parada Annie y me coloco a su lado. Ella tiene toda su rabia reprimida en un puño tenso contra su cuerpo, yo alzo mi mano para apuntarlo con mi dedo índice, guardo los otros contra mi palma y lo imagino un arma. —Te hubiera disparado sin más— susurro. Una bala cuando yo seguía entera, antes de que su furia me hiciera su última víctima. Mi mano cae inerte contra mi muslo, mis dedos rozando aire, sus ojos mirándome sin verme. —Estás muerto, yo sobreviví.
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