The Mighty Fall
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PRIMAVERA de 247521 de Marzo — 20 de Junio


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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Cause all that you are is all that I'll ever need ✘ Lara
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Recuerdo del primer mensaje :

Me acomodo el moño por décima vez desde que llegué al punto de encuentro, hace menos de cinco minutos. Las luces del centro del Capitolio se encuentran en lo alto a pesar de que recién está empezando a ocultarse el sol, dando paso a una noche que aparenta ser cálida, al menos lo suficiente como para que, al menos, podamos agradecer el clima. Hay cientos de cosas que podría cuestionarme a mí mismo, una de ellas es el preguntarme qué demonios se me pasó por la cabeza para decirle a Lara que tendríamos una noche para nosotros solos. Debe ser el estar seguro de que en pocos días tendremos a la bebé con nosotros, que llegará junio y, con eso, la bebé que acabará con nuestro tiempo a solas. Por eso mismo la espero, que sé que ella ya puede pasar tiempo en casa, como la bomba a punto de estallar que es. Para asegurarme de que no tendría que tener ninguna preocupación, Meerah se ha quedado con Phoebe y Charles, así que seremos solo nosotros, tanto fuera como dentro de la casa. ¿Quién dijo que estas cosas no son necesarias de vez en cuando?

La gente va y viene, muchos de ellos luciendo la clase de trajes y vestidos que combinan con el esmoquin que tengo puesto y al cual me acomodo los gemelos por mera inercia. El teatro está a tan solo una cuadra, de modo que pronto empezará a llenarse la zona y me pregunto si tendré que recordarle el horario de llegada una vez más. Estoy por chequear la hora de nuevo cuando la veo aparecer, aunque tengo que admitir que no la reconozco en primera instancia porque estaba esperando encontrarme con una imagen algo más arreglada y no… bueno, la Lara de todos los días. Creo que se me nota porque le voy abriendo los ojos cada vez más hasta que creo que se me van a salir de la cara cuando está lo suficientemente cerca como para escucharme — ¿Pero qué haces vestida así? — por un momento, hasta puedo escuchar a Meerah en mi voz.

Es que creo que fui bastante claro: tenía que venir elegante, no me importaba cómo, siempre y cuando no fuese… ¡Que tiene zapatillas, por Merlín! ¡Y el jardinero que usa todos los días! Que comprendo que con la panza del tamaño de una sandía super desarrollada sea complicado el encontrar qué ponerse, pero tampoco imposible, que hay cientos de casas para embarazadas. La tomo por la mano y la acerco a mí, mirándola de arriba a abajo con el espanto pintado en las facciones — ¡Que no puedes entrar a la ópera así! ¡Tenemos entradas para el palco! — dicho de otra manera, la clase de sitios que el mismísimo presidente suele utilizar y que no van muy bien con su atuendo. Busco ansiosamente a mi alrededor, hasta que las luces de una de las tiendas llama mi atención, lo suficiente como para que la arrastre en esa dirección — Vamos, aún tenemos algunos minutos para llegar. ¡Si tan solo pudieras escucharme al menos una vez, Scott! ¡Solo una! — que está gorda, no sorda.
Hans M. Powell
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No es necesario el aclarar que no me creo un segundo lo que está diciendo, soy puro silencio en lo que mi mirada la envenena cuando me dice que soy un resentido en toda la cara. ¿De verdad va a jugar esa carta conmigo? Lo único que puedo hacer es dejar el menú sobre mi plato, cruzo los brazos y me recargo en el asiento, mirándola con una de mis cejas arqueándose tanto que temo que, para cuando termine de explicarse, acabe por debajo de mi cuero cabelludo. Porque creo que no se da cuenta de lo que está diciendo, que cada imagen estereotipada que sale de su boca no hace más que producirme una sensación desagradable en la boca del estómago. Creo que hemos pasado mucho tiempo juntos como para sospechar que mínimamente me conoce, al menos en lo que en verdad importa para estar manteniendo una relación que, al fin y al cabo, se estableció porque hubo un bebé en el medio. ¿Qué habría pasado de no haberse quedado embarazada? ¿Estaríamos aquí esta noche o cada uno habría seguido su camino? Hay dolor en ese pensamiento, pero sobre todo hay enojo. Porque sí, cuando ella se calla y yo me estoy masticando la lengua contra una de mis mejillas, creo que queda en claro que estoy furioso. Tengo que ladear un poco la cabeza y tironear del cuello de mi camisa para sentir que me pasa el aire.

Lo que le regalo es silencio. Quiero matarla con el silencio. Los discursos que puedo escupirle en la cara estallan en mi cabeza como bombas, solo me distraigo de ellos cuando oigo una voz tímida que nos pregunta si estamos listos para ordenar. Ni siquiera lo miro cuando levanto la mirada en dirección a Scott y le entrego el menú, murmurando mi pedido de pastas rellenas con una salsa especial de almendras, además de una botella de vino blanco. Le cedo su espacio para pedir con un movimiento de la mano y, en cuanto nos quedamos nuevamente solos, me aclaro la garganta — ¿Eso es lo que crees que yo haría? — es lo primero que se me viene a la mente, tratando de mantener la voz calma. No me gusta gritar, jamás ha sido mi estilo. ¿Cuándo lo he necesitado, si todo el mundo siempre se calla para escucharme? — ¿Que te reemplazaría en caso de que no quieras acompañarme? ¿Crees que estoy con otras mujeres? — esa pregunta es seria, se lo enseño con la manera que tengo de fruncir el entrecejo — No quiero que des ninguna talla, Scott. Si estoy contigo no es porque crea que debes llenar zapatos para que seas mi compañera. No me iré a ningún palco a meterme mano con otra mujer solo porque tú no quieras ir, cuando el punto de la cuestión es que me fastidia no poder compartirlo contigo. Me acusas… — y sí, digo eso levantando un dedo acusador en su dirección — por la simple portada, cuando creí que te habías tomado la molestia de leer el contenido. ¿Qué pasó con tu bendito cuadro completo de hace quince minutos? ¿Es una caída muy dura para ti? No creí que fueses de porcelana, por eso siempre acepté la idea de que podías soportar… todo esto — lo remarco con un movimiento de mis manos, que envuelven el aire hasta cerrarse en un puño. Ella me describió de esa misma manera hace un año, en su oficina, la noche en la cual hicimos una apuesta estúpida que acabó en esta locura. Parece que pasaron veinte años.

Me paso una mano por el cabello hacia atrás en señal de frustración, a pesar de querer peinarme como si lo único que pudiese hacer ahora es mantener las apariencias — Me acosté con Josephine, sí. Lo hice en el mismo escritorio donde tú y yo lo hicimos por primera vez. Me revolqué en toda la maldita oficina… — arrastro las palabras, porque sé que son agrias, porque sé muy bien con qué intención van. Me muevo hacia delante, apoyando mis brazos en la mesa para mirarla mejor, bajando el tono de mi voz — Pero… ¿Eso importa ahora? ¿Eso importó cuando barriste cualquier otro polvo de cualquier lugar? No. Porque tú y yo molestábamos sobre tu capacidad de ser una emperatriz e, irónicamente, lo hiciste. No necesito de una compañía para estos lugares, para este ambiente, solo te pido la tuya. Porque ahí está la diferencia: puedo contentarme con cualquier otra, sé que si salgo ahora y pido por una compañera, la conseguiré. Pero en su lugar, te elijo a ti todos los malditos días y lo seguiré haciendo, incluso cuando me detestas como ahora. Porque creo que tú vales la pena, porque quiero darte la butaca a mi lado y que seas tú quien me tome del brazo. Y al final, la que ve todo esto como un protocolo de etiqueta eres tú. Lamento no ser… — porque al final, eso era lo que ella esperaba, ¿no? Es lo que pude entender — Pero si no te gusta nada de esto, siempre puedes irte. Si no, yo estoy abierto a reírnos de esto y probar otra cosa, otro día, aunque sea un partido de Quidditch. Creí que de eso se trataba todo esto, de probar cosas nuevas. Tómalo o déjalo — me despego de la mesa y me vuelvo a recargar en el asiento, aunque no despego los ojos de los suyos — ¿Entiendes mi punto o tengo que ilustrártelo? — porque si ella cree que terminará siendo la mujer del banquero, creo que se ha equivocado de cuento.
Hans M. Powell
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Invitado
Invitado
Con mi pedido de «Lo mismo» dicho en un tono agrio y cortante, abandono el intento de poder leer la carta y ruego de que esto termine pronto, que los platos en un chasquido aparezcan sobre la mesa para poder comer en el silencio que instaló Hans en la mesa. Ese silencio grave que sigue a mis palabras rotundas, no hay una respuesta… y no dar una respuesta puede ser lo peor porque entonces la mente hace suposiciones. Estas son las cosas que pasan cuando tengo tiempo a solas con mi mente, puedo pensar un montón de fatalidades y todo lo que podría salir mal antes de las ocho de la mañana, para las nueve estaría diseñando maneras de prevenir los daños, de algo que ni siquiera tengo la certeza de que sea real. Sé que no lo haría, no ahora, pero… ¿Qué sucederá si se cansa de todo esto? ¿Y si se ve en un espejo con una mujer que no le dé ni la quinta parte de los problemas que le doy yo, que tenga siempre una sonrisa y le haga halagos cuando yo no hago más que recordarle lo idiota que es? ¡Y es eso, por todos los cielos! Parezco una esposa que no hace otra cosa que marcarle lo que hace mal, critico sus gustos, invento fantasmas para los dos. Meerah lo predijo antes de que esto siquiera empezara, parecemos un matrimonio viejo cargado de reclamos. —No, no creo que estés con otras mujeres— eso sí le contesto, para darle o darnos una mínima paz. Y no tendríamos que estar diciéndolo, pero no es hasta que dice que quiere que sea yo quien lo acompañe, que siento ese estúpido alivio de que como lo ha dicho, ya no puede retractarse, no puede sólo olvidarse luego.

Sea el enojo o sea una angustia distinta que se extiende por mi pecho, me crispa pensarme como una muñeca de porcelana que podría resquebrajarse con esta presión. Es algo que me queda picando en la piel. Porque quiero decirle que no soy así, que estoy hecha y me he formado de algo más fuerte, que puedo contra el mundo si quiero, y sería una mentira tratándose de él. Así que tengo que apartar mi mirada de su rostro para parpadear un par de veces, porque no puedo creer que los ojos me estén ardiendo y no tiene nada que ver con la rabia que sigue teniéndome a punto de saltar de la silla, esa que alienta al hacer un repaso de las anécdotas que bien podría contar su oficina, que en un principio no me importaban, me resultaba indiferente con quien se acostaba de lunes a jueves, ¿en qué me afectaba a mí? Después las fuimos dejando atrás, eran historias que fueron quedando en el pasado, algunas son mujeres como Josephine con las que me sigo cruzando en el ministerio y si está conmigo, quiero y elijo confiar en que el presente es nuestro. Pero entonces… este el paisaje en su ambiente, uno en el que se ve a un banquero en el teatro con alguien que no es su esposa… y Hans me dice que es lo que pueden tener si quieren… —No sabes lo difícil que es para mí darme cuenta que de a ratos no soy la mujer que me esforcé tanto en ser, que era independiente y que tenía la confianza como para patear el mundo, la que decía «tú te lo pierdes» a los imbéciles, porque era eso… yo no perdía nada, pero me perdían a mí. Y sí, era orgullosa, era arrogante, sabía lo que valía y valía mucho. No escuchaba a las inseguridades y las subestimé, me creí más fuerte, pero esas inseguridades están ahí y me haces consciente de todas y cada una de ellas, todos los días. Porque todo lo que era yo era suficiente para mí, y ahora cuando estoy contigo, me pregunto cuánto de mí tengo que cambiar o guardarme para que… me aceptes— susurro esto último con lo que resta de mi ánimo de pelear, le sigue una desganada caída de mis hombros y puedo declararme orgullosa de que al menos no estoy llorando, no por idiota sensible a toda la situación, sino por escucharle decir que me elige a mí para acompañarlo y que lo haría también en este momento en que actúo como si lo detestara, cuando es todo lo contrario. Sé que peleamos muchas veces, pero hay veces como estas en que quiero poder decirle todo lo patético que pasa por mi mente y enojarme en serio al punto de que todo Paracelso tiemble por lo que ocurra en esta mesa, y que eso no signifique que lo hemos roto. Porque sería ridículo, ¿no? Sería tan ridículo que después de todo, él se vaya a dormir a la isla ministerial y yo a casa de mi madre porque una ópera pudo más que nosotros.

Te dije que pensé en todo esto muchas veces, en serio tuve en cuenta todo lo que implicaba estar con un hombre como tú y me dije que estaba loca, porque podría, en serio podría ponerme los vestidos que elija Meerah y hacer uso por fin de los modales que me enseñó Mohini, pero tengo… miedo a perderme a mí misma en todo eso. Porque sabemos que se trata de mucho más que ponerme un vestido, sino de la persona que debo ser al estar contigo...— reconozco, y estoy muy, muy orgullosa de que mi voz no me tiembla pese a siento que el resto de mi cuerpo sí lo hace. —Y por eso, perdona por poner tantos reparos a estar contigo y perdona porque la idea de casarme contigo todavía me aterra, como idea— aclaro, porque sé que no es lo que está sobre la mesa, —Perdona porque te he seguido y te seguiría lo lejos que podamos llegar, pero me sigue asustando dar el paso definitivo… de dejar de ser yo para ser contigo… porque, perdón por decirlo, si esto no sale bien, me gustaría seguir conservando una parte de mí cuando esté hecha pedazos— entonces sí me falta la voz, me falta el aire para continuar. —Y aun así, cuando dices que si lo tomo o lo dejo, no puedo creer que lo preguntes, por supuesto que lo tomo—, como si hubiera dudas o yo tuviera una pizca de voluntad que vaya al contrario, cuando mi voluntad entera se ha entregado hace mucho. La interrupción de otro mozo en este preciso momento me hubiera molestado, si no fuera porque carga con una bandera de plata y me saca una carcajada que traiga un postre, sí, por favor, gracias al cosmos, que siempre me acerca un postre cuando lo necesito como la embarazada llorosa que soy. —No es lo que ped…— quiero ser noble, devolver el plato, pero lo necesito y el mozo ha sido muy firme en decir que este postre es el que pidió el caballero. No me sorprendería que Hans haya dispuesto un desfile de postres toda la noche para tenerme serena en mi silla. Hundo la cucharita en el black diamond para llevármelo a la boca sin miramientos, que después de todo lo que me desahogué, avergonzándome a mí misma y siendo tan patética dentro de un vestido tan hermoso, necesito azúcar como se necesita oxígeno, porque estoy a punto de llorar y… también me falta el aire, toso. Pero no tiene nada que ver con lo estúpidos que podemos ser, sigo tosiendo por culpa de una grana, una pasa, lo que sea que tenía el postre y toso mucho más fuerte, le echo una mirada alarmada a Hans para que sepa que es en serio que me estoy ahogando. Tomo de un manotazo la servilleta para toser allí y ¿a qué IDIOTA se le puede ocurrir poner un anillo en un postre? ¡OH, POR DIOS! ¡OH, POR DIOS, YO CONOZCO A UN IDIOTA ASÍ! ¡Y HA PUESTO UN ANILLO EN EL POSTRE!
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No sé qué esperaba con todo esto. No tengo idea qué es lo que pretendo a estas alturas de la noche, cuando he comido más amarguras de las que creí que iba a obtener cuando pensamos que sería brillante el tener una bendita cita. Tampoco me sorprende qué alguien como Lara Scott, orgullosa y escandalosa hasta la médula, haya pasado su vida pateando a las personas creyendo que nada ni nadie podía tocarlas, como un juego en el cual ella era quien movía las piezas. Pero sí me sorprende una cosa — Estar o no estar conmigo no te hace más o menos independiente. Que te importe la opinión de alguien que quieres no te hace más débil. Es humano, Scott — a mí me costó aceptarlo, pero al fin de cuentas lo he hecho. Ella siempre me recuerda que me conoció detrás del traje, lo que no comprende es que hay otras capas, unas que hay que ir soltando de a poco. Yo no soy intocable ni impoluto, durante muchos años creí que sí. Bailo con la idea de la perfección, pero nunca la hago mía — ¿He hecho algo mal para que creas que no te acepto? Porque si es así cómo te sientes, te pido mis disculpas — quizá suena como si estuviera en medio de un educado protocolo, pero en verdad lo siento. La verdad es que la he aceptado hace mucho tiempo y creí, tal vez ilusamente, que ella lo sabía. Creo que la he aceptado en el momento en el cual le abrí las puertas a mi casa, a mi historia y a mi cama.

Tampoco sé cómo se supone que debo sentirme cuando parece que lo único que ve en mí, al menos en la parte de lo que busco en alguien, es pura etiqueta. Meneo la cabeza una y otra vez, no muy seguro de que estemos en la misma línea, a pesar de que hago lo posible para comprenderlo. No puedo decirle que no tiene que ser nadie más que ella porque en parte es mentira, sé que me muevo en un círculo que no aceptaría muchas de sus ideas y, para qué mentir, nosotros mismos hemos peleado por ellas — No quiero que dejes de ser tú, solamente quiero que seas. No pretendo verte de vestido y tacones todos los días, me gustas así… con tu jardinero y todo lo que conlleva. Solo te ruego que no me arrugues la nariz si te pido que seas mi acompañante durante una noche en la cual tengas que vestirte de gala, que tampoco va a matarte — como a mí tampoco me mata el salir de la isla ministerial para que ella esté cómoda, a pesar de los malos ojos de mis superiores. Somos quienes somos, construimos algo nuevo en base a nuestras intenciones, tan simples como podían ser. ¿Qué hay más sencillo que el querer estar con alguien? Me alivia saber que aún me toma, con todo lo que no le gusta y la inseguridad que le produce. Le sonrío, quizá honestamente por primera vez en un largo rato y con los labios apretados, pero es una sonrisa al fin.

Separo mis labios para ofrecerle una disculpa que nunca llega, porque la aparición de la bandeja de plata hace que levante la mirada, pasando los ojos del mozo a Scott hasta que se me entornan como dos rendijas. A decir verdad, intento rememorar qué es lo que he hablado con la chica de la recepción hace minutos, porque hay algo en ese pedido que no me cuadra y no, no estoy hablando de las tiras de oro comestible que decoran el helado que Scott se anda llevando a la boca tan alegremente. Y es que yo no… — ¿Scott? — enderezo la espalda cuando empieza a toser y tengo que aferrarme a los costados del asiento en mi impulso a levantarme, pero no llego a hacerlo porque ella ya escupió lo que la estaba ahogando y yo solo quedo en esa posición extraña que no es ni sentado ni de pie. Veo el escándalo en su mirada antes de fijarme en lo que tiene en su mano y hay un tirón bastante incómodo en mis tripas en lo que se me escapa una sonrisa nerviosa — ¿Pero de dónde ha salido eso? — y no, no estoy actuando como parece, sino que en verdad me lo pregunto. ¿Pero qué…?

La respuesta llega más rápido de lo que creí y puedo ver al mozo palidecer a unos metros más allá cuando alguien me llama con una voz nada amable. Me giro para encontrarme con un bigote negro de morsa que me recuerda a un antiguo cepillo lustrador, coronado por dos ojos pequeños y chispeantes que no se fijan en nosotros con amabilidad. Detrás de él hay una mujer bonita, mucho más joven y de cabello rojizo, que se asoma con obvia curiosidad y preocupación. ¿No es este el sujeto de la televisión…? Bah, que importa quién sea, porque me pica el hombro acusándome de que mi novia se ha comido su… ¿Su postre de novecientos galeones? ¿Y qué pagó cuánto por ese anillo de diamantes? Disculpa, pero… ¿Nosotros arruinamos su propuesta de matrimonio? — Señor… — alzo mis manos en modo pacificador mientras acabo de incorporarme, tengo todas las intenciones de pedir meras disculpas y darle el anillo masticado, pero como empieza a acusar a Lara de gorda-roba-postres y de “arruina anillos por haberlo tenido en su garganta”, decido que mi paciencia se puede ir a la mierda. Después de todo, si voy a descargarme con alguien, acabo de encontrar la excusa perfecta. Aún así, mi “si estás queriendo insultar a alguien…” todo aireado se muere a la mitad de la frase, porque lo primero que recibo es un puñetazo.

Muy bien, sé que mañana será un escándalo en las noticias. También sé que jamás se me dieron bien los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, pero lo bueno de todo esto es que he crecido bastante desde la escuela. Podré decir que la fuente de chocolate de Paracelso sabe bien, pero por haber terminado contra la mesa de postres en cuanto se me dio por devolver un golpe que acabó arrastrándome por un sujeto que no escuchó mi obvia queja de que “el rostro no”, porque claro, a esta gente no le importa si tienes que ir a dar una conferencia con un labio roto. Da igual, porque los dos terminamos enfrascados en una seguidilla de patéticos puñetazos contra una torre de mariscos y estoy seguro de que le meto un bocadillo de queso en la oreja. Cuando logran separarnos y las exclamaciones de los de seguridad exigen que nos retiremos civilizadamente, yo solo puedo tironear de mi traje para acomodarlo, consciente de que me duele el ojo y mi cabello imita muy bien a un puercoespín — ¡¿Pero tienes una mínima idea de quién soy?! — parece que no, porque veo el reconocimiento tardío en su cara y ni siquiera le dejo decir ni mu que vuelvo a hablar con toda la furia digna que soy capaz de poseer — Voy a meterle una denuncia a este sujeto y veré qué hacen con eso. Además… sus grisines estaban rancios. ¡Vámonos, Scott! — porque si ellos quieren echarme, me iré antes de que me pongan una mano encima. Tironeo de la bolsa que quedó bajo la mesa, le revoleo el anillo por la cabeza al sujeto cuyo bigote es puro chocolate y, sin más, tomo la mano de mi novia para arrastrarla fuera de aquí — ¿Puedes creerlo? ¿Puedes…? — no sé ni lo que digo, solo escupo un resoplido que me recuerda lo mucho que me duele la cara — Te hubieses tragado ese anillo, Scott. Ese idiota cara de erumpent se lo merecía.
Hans M. Powell
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Invitado
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La ópera, el restaurante, la idea de su cita perfecta, un postre carísimo ¡con detalles en oro!... y yo diciéndole que me aterra la sola idea de casarme con él. Lara Scott, si es que has nacido para triunfar en esta vida, siempre, siempre triunfando. Había un anillo en el postre, ¡claro que en el postre! ¡Y yo acusándole de que me reemplazará con una amanta a la primera que me niegue a ir a una gala con él! Si es que los dos vamos por caminos paralelos todo el tiempo, no hay punto donde coincidan nuestros pensamientos. Muevo mis labios sin que pueda salir sonido alguno, ¿qué se contesta a una pregunta que no se ha hecho aún? Cada movimiento que hace lo reconozco, lo que dice es lo predecible, supongo que me está dando tiempo a pensar en lo que diré, que lo piense bien, pero yo sé la respuesta. No tengo que pensarlo demasiado. El «» susurrado se pierde en el grito que llena todo el restaurante, no creo que se haya percatado porque en nada tenemos a un hombre irrumpiendo en nuestra mesa, ¡porque la noche tenía que coronarse como un auténtico desastre! ¿Es que no sabemos hacer las cosas de otra manera? No, aparentemente que todo sea un lío está siendo parte de nuestra firma. Un lío de platos que vuelan al aire, de mariscos que van a parar al regazo de una rubia ¡claro que tenía que ser una rubia en Paracelso!, comensales que gritan por la burda pelea a golpes en la que están enfrascados Hans y el gordo que tiene el tupé de llamarme gorda. ¡Lo mío es bebé, imbécil! ¡Lo tuyo es pura gula! Como al embarazada que soy debería mantenerme al margen, nadie quiere que entre en parto aquí mismo, eso no impide que colabore arrojando las pastas oportunas que llegaron en la bandeja de otro mozo. ¡Ah, no! ¡Esa fue la nuca de Hans! Bueno, yo quería ayudar… —¿Me podrías conseguir una chuleta para llevar, por favor?— musito al oído del mozo que traía las pastas y se quedó pasmado con el espectáculo que se está dando.  

Los de seguridad intervienen, ¡se ha visto! ¡Seguridad privada empujando al ministro de Justicia para que abandone un restaurante! ¿Dónde dejé mi teléfono que no lo estoy grabando? ¡Ya! Mañana lo veremos en todos lados, que la pelirroja esta que acompañó al gordo tiene su teléfono capturando cada detalle, ¡y espera, perra! Deja de hacer zoom a Hans y no me vengas a decir que es porque pretende escrachar al ministro, que no es su cara a lo que estás apuntando. Agarro con mis manos el postre y vuelvo el carísimo black diamond en la coronilla rojiza de la mujer. —Y aquí está tu anillo— se lo devuelvo, dándolo envuelto en la servilleta de tela donde lo escupí. Manoteo la mesa para tomar la cucharita del postre y me la llevo, eso me lo quedo yo. ¡Algo me tengo que llevar de esta mísera noche! —¡Al fin!— grito cuando me dice que es momento de irnos. —¡Vámonos, Hans! Encontraremos otro restaurante, ¡no! Abriremos nuestro propio restaurante de lujo, con juegos de azar y hombrezuelos—, ¿mal momento para bromear? Tiro de su brazo para sacarlo fuera una vez que recuperó la bolsa de compras de Morgana’s y en la salida me encuentro con el mozo que me trae un único plato cargado con la chuleta cruda, y la tomo al vuelo, así como la ofrece.

Supongo que el hecho de que seas ministro no es problema si te quieres ir sin pagar, sabrán donde encontrarte mañana y a donde mandar la cuenta por los daños provocados. Maldición, yo que me estaba quejando de pagar la mitad de estos platos… ahora tendré que aportar la mitad por el daño. ¿Si valió la pena? —¿Viste cómo le dejaste la cara? ¡Estuviste muy bien allí!— miento, muerdo la carcajada en mis labios y me acerco a él para chocar nuestros labios, sonriéndome tanto que no me cabe en la cara, acaricio con una mano su mejilla y con la otra acerco la chuleta a su ojo morado. —Sostenla ahí, que no se te caiga. Creo que es la chuleta más cara del mundo…— y eso me recuerda, ¡cielos! ¡Ese postre era tan ridículo de lo caro! — ¿A qué idiota se le ocurre poner un anillo en un postre? ¡La pelirroja podría haber muerto! Maldición, ¿te puedes creer que haya gente así? Son el colmo de lo patético— me mofo de ellos porque nunca de nosotros, no, que somos el verdadero chiste por estar abandonando Parecelso con su esmoquin sucio de comida. Rodeo su cintura con un brazo y me acerco un poco a él para alzar mi rostro. —Me traje un souvenir de Paracelso— le digo, ya sé que va a gritar, pero se lo muestro de todas formas. Coloco la cucharita frente a su nariz mientras avanzamos por la calle poco transitada de vehículos y llegamos a la acera opuesta, a la que todavía llegan las luces del restaurante como franjas que caen sobre nosotros. —La cucharita de Versace acompaña exclusivamente a la taza de black diamond— le explico, —eso quiere decir que es tan o más cara que cualquier anillo de diamante—. Me coloco frente a él con la cucharita entre nosotros, en medio de la distancia entre nuestras narices y mi sonrisa se va ensanchando. —Hans, dame tu mano— pido, abriendo la mía para que pueda entregarme la suya.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Ni siquiera sé qué es lo que le contesto con un gruñido porque sí, no me voy a quedar aquí. Tengo comida por todos lados, incluso creo que se ha patinado algo de pasta dentro del traje y estoy muy lejos de ser la imagen respetable que se supone que debo ser. ¿Cómo es que he llegado a esto? Y no lo digo porque sé bien que la ha insultado, sino porque no comprendo cómo es que me he permitido el acabar a los golpes. Recibo la chuleta que, por asquerosa que sea, se siente fresca contra el ojo hinchado e intento verla desde mi ángulo, tratando de no poner una expresión de disgusto, aunque creo que no tengo mucho éxito en mi tarea — No podías pedir solo hielo, ¿no? — murmuro con el tono más divertido que soy capaz de utilizar, aunque creo que se queda a la mitad. Mis labios se sienten torpes al tratar de devolver ese beso, tanto como los dedos que sujetan el trozo de carne en lo que nos alejamos del escándalo. Estoy muerto, mañana estaremos en todas las revistas y sitios de internet, es tan patético que no puedo evitar preguntarme qué tanto me chillarán en el trabajo por lo que ha pasado — Obviemos que tú casi mueres también, pero eso no estaba en sus planes. ¿Les viste la cara? Por poco creí que iba a asfixiarse por tener un cuello tan ancho — bromeo — ¿Estoy loco o le arrojaste el helado a la pelirroja? — no puedo evitar sonreírme y, por tonto que suene, creo que puedo percibir cierto orgullo en mi voz. Esta clase de actitudes van a condenarme, que lo sé bien.

Separo un poco la chuleta para poder chequear que tan mal siento el moretón que se va formando en mi ojo en lo que devuelvo su medio abrazo, dejando que me guíe lejos del restaurante. Me cuesta un momento comprender lo que me quiere decir, lo hago plenamente cuando puedo enfocar la cucharita que está sacudiendo frente a mi nariz y la observo con todo el reproche que soy capaz — ¿No podías simplemente…? — me doy por vencido, el suspiro de resignación lo delata — Te lo mereces. Si casi mueres por culpa de ese sujeto y su estúpido postre, al menos te quedaste con algo que puedas vender — que quizá no es mucho, pero es mejor que la lluvia de mariscos; hablando de eso, creo que tengo uno en el pelo, así que me sacudo la cabeza con una mano. Ni siquiera quiero mirar qué es lo que cae al suelo, pero puedo sentirlo.

Se me ve la curiosidad en cuanto me pide la mano, tengo que pasar mi mirada de ella a la cuchara y luego de regreso a su rostro — Tengo una pregunta que hacerte, Scott — con una última presión, vuelvo a apartar la chuleta de mi cara cuando deslizo mis dedos entre los suyos — ¿Qué ibas a contestar ahí dentro? Cuando viste el anillo. Porque creíste que era de mi parte… ¿No? — sé que es un poco irónico que haga esta pregunta en una noche como la que hemos vivido. Porque no hubo ni un solo momento que nos grite perfección y acabamos en la calle, con una chuleta cruda, una bolsa de Morgana’s con camisetas a juego y sin tener una idea de cómo terminó la ópera. Ni hablemos de la cena, que lo único que obtuve de ella fue un poco de salsa que ni probé en el hombro — Aunque te conozco demasiado y sé que te habrías comido cualquier postre sin siquiera mirar, así que no creo que hubiera sido tan estúpido de poner un anillo en la comida. Era una sentencia de muerte asegurada, habría sido viudo antes de casarnos.

Lanzo el trozo de carne al cesto más cercano, de seguro alguien le encontrará un uso menos deplorable. Tomo en cuenta su comentario y me hago con la cucharita, mirándola de cerca. Es pequeña, ni siquiera comprendo por qué debería ser tan costosa, pero aún así me tomo la molestia de hincar una pierna en el suelo de una manera burlesca, tan exagerada como las películas infantiles de las que suelo burlarme — Con esta cuchara, me tomo la molestia de pedirte disculpas por haber golpeado al gordo que te llamó gorda. Y por haber arruinado lo poco que nos quedaba de una noche que pudo haber sido decente. ¿Me aceptarías como un sujeto ridículo que solo quería llevarte a comer para tener una penosa excusa de tener sexo toda la noche? — me burlo de nosotros, de esa frase tan trillada que me repitió todo un verano para que nadie la vea conmigo, cuando en esta fecha han incluso filmado nuestro pase por uno de los sitios más distinguidos de la ciudad. Le sonrío con gracia y muevo la cucharita para que vuelva a tomarla — Este es el momento donde dices que me aceptas, me besas y podemos ir a calmar el hambre a otro sitio. ¿Todavía quieres una hamburguesa? — porque extrañamente, creo que es lo que necesito ahora mismo.
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¿Lo hice? No me di cuenta, fueron muchas emociones de pronto y…— no me molesto en acabar la frase, por la sonrisa que le muestro puede tomarla como una abierta afirmación de que le eché el postre en la cabeza a la pelirroja con toda intención. Pues, ¡ahí tiene su postre si tanto lo quería! Casi me morí por culpa de ellos, como bien lo señala Hans. ¿Dijo algo de iniciarles una demanda? ¡Un juicio! ¡Y no descansaré hasta que se haga justicia y me paguen otro black diamond! En vez de tirárselo a la mujer, tendría que habérmelo comido todo, qué se le va a hacer, este genio mío que me supera a veces. ¡Por lo menos tengo la cucharita! Tiene un opaco brillo dorado que no reluce demasiado, pero es bonita cuando la hago girar entre mis dedos, de un lado primero, luego del otro. —No lo voy a vender, tonto— contesto y hago rodar mis ojos, ninguno de nosotros necesita ir a una casa de empeño para nada y es mi pequeño botín de esa noche en la que todo ha salido mal, ¡pero tengo la cucharita de Versace! Una que sale bastante cara, se lo digo, pagar ese postre es casi pagar un segundo anillo de compromiso y la cucharita viene incluida, como ese detalle que lo hace todo, que no puede desprenderse del postre en sí. —Yo también tengo algo que preguntarte—creo que se hace una idea de qué puede ser porque le pido su mano, aunque a estas alturas en que nos conocemos tanto, ambos estamos advertidos de no podemos anticipar a lo que el otro dirá. Supongo que por eso pregunta primero, tiro hacia arriba de otra sonrisa, que no es burlona, ni tampoco socarrona, es honesta. —Te iba a decir que sí, por supuesto— contesto. Y pienso lo del anillo en el postre de la manera en que él lo hace, salvo la muerte por asfixia como final, con el gusto que he mostrado por lo dulce desde que estoy embarazada, no era tan descabellado pensarlo como una posible propuesta, si es que había alguna para hacer, tal parece que no.

Y estamos a un juego de “yo lo hago primero” o no sé, porque se apropia de la cucharita para arrodillarse, es un gesto tan significativo como que lo es que le pida su mano, claro que con nuestra tendencia a darle a todas lo convencional un resignificado, no debería sorprenderme que todo lo que dice a continuación no tenga nada que ver con lo que se podría esperar que dijera. Como no quiero que mi mirada responda por mí, la aparto hacia el lado contrario a donde se encuentra el restaurante iluminado, a la pared oscura cubierta de una enredadera cuyas hojas también se ven negras. Simulo que hay algo molestándome en los ojos para pasar mis dedos y mientras tanto le muestro una sonrisa, como sea trato de que mi voz se escuche lo más despreocupada posible. —No tengo que disculparte por lo del gordo, ¿no escuchaste cuando grité pidiendo que le pegues a la nariz? Y tampoco tengo que disculparte por lo del alboroto, no arruinaste nada, creo que lo arregló. Estaba siendo una noche fatal...— no vamos a mentirnos, la estábamos pasando de la peor manera. A lo que sigue no respondo, por más que tengo las indicaciones precisadas por él y lo que hago es mirarlo, con la rodilla hincada en el suelo. —Iba a pedirte que te cases conmigo, pero una hamburguesa está bien. ¿Las papas fritas vienen incluidas, verdad?— tomo la cucharita de entre sus dedos para recuperarla y comienzo a caminar hacia donde creo que estaba el teatro, antes de lanzarme calle abajo sin saber si encontraremos algún otro lugar donde comer, la verdad es que esta zona del Capitolio no es de las que más conozco, me muevo un poco más lejos de las avenidas principales. —Tienes salsa en la camisa, ¿no quieres ponerte una de las camisetas de Morgana’s?— sugiero con un dejo más bromista, así mi voz no suena tan vacía. —Si solo uno de nosotros usa la suya, no son camisetas de parejas—. Solo una camiseta con un mensaje indescifrable.

Y Hans…— me giro para decirle algo, algo sobre que decirme que me acepta, que de hecho sé que lo hace, que tampoco debería pedirme disculpas por eso, porque sé que es cosa mía, como muchas cosas son mías y son las que tengo que ir relegando de mi mente, dentro de un tiempo tal vez entienda mejor cómo se hace para amar a una persona y que no se sienta que estás dando pasos en falso todo el tiempo, que estoy parada en una cornisa sobre la que hago equilibrio y también de la que me puedo caer. —Compremos las hamburguesas para llevar y vayamos a uno de los miradores del Capitolio— de esos hay un par, algunos con sus propios restaurantes, desde donde se pueden apreciar todas las luces de la ciudad más resplandeciente de todo Neopanem, a varios cientos de metros de altura. Recuerdo su pánico a las alturas que solo acepta en su forma de halcón y le sonrío. —Tus pies tendrán un piso donde apoyarse y casi todos tienen paredes de cristal, descuida— lo tranquilizo, vuelvo hacia él para tomarme de su mano, si eso ayuda. —También estuve pensando en otra cosa, ¿has llevado a Meerah a la ópera alguna vez? Creo que podría gustarle, algunas veces puedo acompañarte yo y otras veces puedes venir con ella también, si a ti te gusta...— propongo, si bien dijo que quería que fuera yo quien lo acompañara porque eso es lo que soy, supongo, su compañera. —Y podremos intentar todo esto otra vez, las primeras veces siempre son desastrosas, para la próxima vez lo haremos mejor. Y si esa mal también, que es muy probable, lo intentamos de vuelta. Y puesto que la tercera no es la vencida, como podemos ver, siempre quedará otra. Estamos hechos de un montón de intentos penosos que, a veces, acaban bien.
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Hans M. Powell
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Su intención de una pregunta se evapora de mi mente en el momento en el cual puedo obtener una respuesta a algo que jamás salió de mis labios. Creo que jamás la he mirado con la calma profundidad de estos cinco segundos, midiendo el significado de sus palabras, no muy seguro de si debo decir algo al respecto o no. Al final no lo hago, permito que sea mi sonrisa la que le responda, como algo involuntario que se asoma entre nosotros con un entendimiento implícito, porque a veces creo que hablamos demasiado y hacemos poco. Porque sí, estaba siendo una noche fatal, tanto como para que un desastre nos devuelva a lo que solemos ser: caos, desde el día uno en el cual se nos ocurrió que podíamos despojarnos de nuestras ideas para ser solo cuerpos — Podría haber sido peor… — es un consuelo estúpido, por el modo que le sonrío creo que se nota que no estoy hablando en serio.

Hay un cosquilleo que se extiende desde las puntas de mis dedos hacia cada rincón de mi cuerpo, como una corriente de calor que barre con los malos pensamientos de la noche. Sé que viene de la mano de las cosas que dice, de lo que pide sin pedirlo, porque solo puedo quedarme aquí, sobre una de mis rodillas, mirándola como si fuese mucho más alta que yo. Quizá es tonto, pero a veces no logro comprender cómo se puede amar tanto a alguien, incluso cuando puedes sentir cosas tan negativas como los enojos de hace tan solo un rato. Entran en balance, pero sé muy bien para qué lado me inclino — Sí, todas las papas que quieras — es la respuesta más vaga de todas, viene con un trasfondo que espero que escuche, aunque creo que no sirve de mucho porque se mueve, me quedo como un idiota agachado y tengo que reaccionar para seguirla. Por suerte, mis piernas son más largas y pronto estoy a su altura — Podré limpiarlo con un hechizo sencillo, creo que no hará falta llegar a eso. Aunque no recuerdo nada sobre encantamientos medicinales para esto — admito, señalando quedamente mi ojo.

Me detengo en cuanto se gira, estoy a punto de tropezar con mis propios pies por eso y aún me siento aturdido cuando lo único que puedo hacer es asentir. Me demoro un momento en relamer mis labios como si así pudiese tomar mis pensamientos y ordenarlos un poco — Un mirador suena bien — tono conciliador, debería acabar con los problemas de la noche — A Meerah le gusta la ópera, fue el primer sitio donde le prometí que la llevaría. Tal vez algún día podamos ir los cuatro… mientras no sea un espectáculo infantil, creo que ninguno de nosotros lo soportaría — se suma un intento de broma, la invito a reírse conmigo con una sonrisa furtiva. Me atrevo a tomar sus manos, tiro de ellas para acercarla a mí y envolverla en un abrazo que debería bastar, aunque sé que no lo hará, no después de todo lo que ha pasado esta noche — Seguir intentando me parece bien. Es lo que hemos hecho hasta ahora… ¿No? — porque de eso se trata lo que tenemos. Fallar, chillar, aceptar, mejorar. A pesar de todo y al final del día, yo creo que nos ha salido bien.

No la pongo en aviso y nos desaparezco. Lo primero que siento al apoyar los pies sobre el césped es la brisa, mucho más fresca que en el centro de la ciudad. Aún nos queda un buen rato antes de iniciar el toque de queda, así que las luces se sienten vivas, allá a lo lejos. Es un mirador sencillo, el único motivo por el cual lo conozco es porque he venido a correr a esta zona cuando aún vivía en esta ciudad. No estamos lejos del pequeño puesto de comida rápida que decora el lugar, incluso creo que hay algo de clientela, aunque mucho más silenciosa que la del restaurante. Alguien se ríe, pero eso es todo lo que oigo sobre el ruido de los grillos. Por mi parte, solo la suelto para tomar su rostro entre mis manos y presionar su boca contra la mía — Casémonos entonces — es una respuesta desfasada a una pregunta que no terminó por salir, ni de ella ni de mí. Por extraño que parezca, no hay un ápice de arrepentimiento en mi voz en lo que me preocupo por besarla, lo suficientemente superficial como para poder seguir hablando — Cásate conmigo, Scott, y que se joda el mundo. Te conseguiré un anillo, Meerah te hará el mejor vestido, Mathilda puede tirar las flores. Podemos ser felices… — aunque un papel no cambie nada, que eso lo sé bien. Nadie conoce tan bien los trámites como yo. Aún así, cuando dejo de besarla y acaricio sus pómulos en un intento de ver sus ojos, estoy lejos de echarme hacia atrás — Aunque todo lo demás explote, estoy aquí. Quiero que seas mi constante porque, créeme, si voy a robar tiempo, quiero robarlo contigo. Eso es todo — porque la vida tiene modos caprichosos de actuar y si hace falta explotar un teatro o uno de los restaurantes más caros para darnos cuenta, que así sea.
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Somos nosotros, podría haber sido peor. Hace no menos de diez minutos hubiera dicho que esta cena estaba destinada a acabar en una discusión que nos traería a la calle, para que cada quien se vaya por su lado, a los gritos y con recriminaciones que no vienen a cuento, porque la habilidad que tenemos para enardecer al otro es la misma que podría hacer sonar todas las alarmas de incendio del teatro o desbaratar los platos caros de Paracelso. En cambio tengo una cucharita que me la roba para su propio discurso, creo que previendo lo que podría decir, y no, no habrá peticiones de matrimonio con una cucharita de oro, solo una reafirmación de que vuelvo a aceptarlo, así estúpido y arruina-momentos como lo es. No voy a llorar por eso, ¿verdad que no? Por las dudas me limpio disimuladamente la humedad de los ojos con los dedos, mirando a la pared, al menos me comprará una hamburguesa con todas las papas que quiero y esta vez dejaré que lo pague él. —Yo tampoco— tiro de mis labios en una sonrisa forzada, pero que sigue tratando de ser amable, después de que se decantara por seguir con la camisa sucia y yo solo me encojo de hombros, y sobre cómo sanar el moretón de su ojo, no voy a probar algo que tampoco estoy segura de que funcione. —Perdón, soy mecánica. Más que poner una chuleta, no sé qué se hace en estos casos, se sale de mi rubro— admito, mal momento para decir algo así como «chica equivocada», caería mal después de todo.

Paso mis brazos por su cintura cuando me acerca, así puedo apoyar mi cabeza contra su pecho, presionar mi mejilla contra esa camisa que huele a mariscos y todavía un poco a él, y entrelazar mis manos en su espalda, así puedo bajar los párpados, presionarlos con fuerza para obligarme a no llorar sin que se dé cuenta. Puedo ver a Meerah más emocionada que todos nosotros si vamos juntos al teatro, con una niña a la que tendremos que recordarle cada dos por tres que nos puede hablar mientras Anna DiDonata canta y que seguro se maravillará con estar asomada al palco, quien espero que herede el mismo gusto que su padre y su hermana y a la larga yo también me acostumbraré. Somos dos en estos de acostumbrarnos a que nada volverá a ser como antes, que sigue habiendo piezas que hay que encajar, y fallamos, muchas veces fallamos, de a poco todas van haciendo click, hay que encontrarle el modo. Lo que importa y lo que vale es que al final de la noche vuelvo a sentir que nosotros hacemos click, lo escucho tan claro al presionarme contra su pecho, encajamos tan bien que agradezco el abrazo y no quiero que se aparte, la hamburguesa puede esperar. Siento la sacudida de la aparición en otro sitio distinto, abro mis ojos esperando ver otra esquina similar a la anterior, si es que nos desapareció un par de cuadras, y con lo que me encuentro es un paisaje nocturno de la ciudad que se ve como un montón de lucecitas a la distancia entre las torres oscuras de los edificios, estamos tan lejos de todo ese centro convulsionado de vida que puedo escuchar más nítidamente los latidos de su corazón o es el mío retumbando en mis oídos.

Busco sus labios cuando baja su rostro sobre el mío y lo que dice queda en medio de esa caricia, mi sonrisa como respuesta es espontánea. Recorre por mis brazos esa emoción que ha vuelto a despertarse como una chispa, lo beso con un poco más de efusividad tratando de interrumpirlo, pero las palabras ya están dichas y creo que cae una lágrima por mi mejilla, sólo una, puedo hacer como que no ha pasado nada. — Eso es todo— repito, «ser su constante», de eso se trata. —Suena a bastante— le sonrío, atrayendo su boca para otro beso. —Puedo serlo si me dejas y puedes ser el mío si quieres— murmuro, mis dedos subiendo por su mejilla para llegar hasta su frente y lo miro en la poca luz que tenemos porque el farol más cercano está a un par de metros, pero no lo necesito, porque conozco bien sus ojos de tanto mirarlos. —Supongo que en algún momento pasará— digo, —faltan uno o dos años para que Mathilda camine y pueda arrojar flores, así que… supongo que quedará para un futuro—, de esos que se paran sobre la línea del horizonte y no los podemos tocar aún con las manos, pero desde un mirador podemos intentar echar un vistazo.

Pero que sea un futuro quiere decir que no será en un presente, así que tomo su mano para llevarlo hacia el carrito de comidas del cual se alejan un par de amigas con sus conos de papas y podemos pedir sin hacer cola. Mejor que Paracelso, ¿no? El hombre del carrito también es simpático, con su espalda ancha parece enorme en contraste, y cuando en broma nos pregunta si venimos de una boda, le contesto que «algo así» para sonreírle de costado a Hans. Con la hamburguesa aún envuelta sobre la banca y el cono de papas fritas en mis manos porque hay que saber ordenar las prioridades, las papas van primero por lo importante, quedo con la primera entre mis dedos para decirle lo que si no se me va a quedar atorado en la garganta y hará imposible que pueda encontrarle gusto a la hamburguesa. —Cuando te dije todo eso de que me haces consciente de todas las inseguridades que no esperaba tener a esta edad, también me refería a esto… a ser tan idiota como para ver un anillo, pensar inmediatamente en matrimonio y, lo más idiota de todo, decir que sin siquiera escucharte decir la pregunta. No sé qué cosas me pasan ahora por la mente, ya no tiene caso echarle la culpa al embarazo, porque dentro de unos días será una excusa vieja— tomo aire, lo necesito, por más que este vestido sí me queda bien y he podido pasar aire a mi pecho sin dificultad en toda la noche, la culpa en ningún momento fue del vestido, si costó algunas veces fue por las situaciones. —Me aterra y siempre me aterró la idea de casarme, ¿qué clase de locura es esa? ¿Por qué la gente se lanza a algo así? Pero veo un anillo y te veo a ti enfrente… y quiero lo mismo que toda esa gente idiota, quiero poder pararme delante de mi familia y mis amigos, poder decirles… Damas y caballeros, este hombre maravilloso es mi esposo. Es un idiota casi siempre, pero amo cada cosa idiota en él. Amo la manera en que me hace sentir…— juego con mis papas para no llorar, no lo voy a hacer. —Soy una idiota por ti y…— me saca una sonrisa recordar que la primera vez que fui a su casa me dijo que tenía papeles de matrimonio en algún cajón, que jugáramos con las ideas del sexo y el matrimonio, para meses más tarde estar sentados aquí, escuchándome decir: —Tengo las más serias y honorables intenciones contigo, Hans Michael Powell. Te di un reloj, una cucharita de Versace que vale lo de un anillo, también mi corazón y entrelacé tu vida con la mía. El mundo está loco, tan loco, que me casaría contigo apenas Mathilda de su primer paso—. Volteo mi cuerpo hacia él así puedo hablarle de frente y creo que queda poco del labial que me puse al principio de la noche cuando le sonrío. —Pero más que tu esposa, quiero ser tu compañera. Más que cualquier cosa, quiero ser tu compañera. Yo acepto… y tú, ¿quieres ser mi compañero?
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Hans M. Powell
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Sí, suena a bastante, pero sé muy bien las razones por las cuales se lo estoy diciendo. Ya no es una petición, ella fue quien se propuso primero hace un tiempo, solo es una confirmación de que no quiero hacer "esto" que llamamos vida solo, si sé que puedo tenerla a la par. Con sus caprichos, con ese fuego incansable que a veces me exaspera y otras me aviva, porque de eso se trata. Suficiente tengo conmigo para querer a alguien como yo, chocar contra su orilla es el mejor modo que tengo de calmarme y ver que no todo siempre tiene que ser terrible — Claro que quiero — musito, creo que se me nota un poco la broma, el "si no lo quisiera, no te lo estaría pidiendo", me conoce lo suficiente como para saberlo —Bueno... podemos usar ese año y monedas para organizarlo, que la niña de las flores todavía se está horneando. Que no digan que no somos precavidos — además, conozco una persona o dos que estarían más que emocionadas con la idea de planificar una nueva boda. Tal vez, las cosas para mi familia están volviendo a la normalidad.

Ni siquiera reacciono cuando ella me guía hasta el puesto de comidas, me dejo llevar en lo que me percato que quizá debería hacer algo con mi aspecto. Aprovecho el pedido para sacudir la varita que elimina los rastros de comida, aunque con solo olfatear sé que no he podido hacer nada con el aroma. Al menos, puedo meterme una papa en la boca para recordarme que estoy muerto de hambre, algo que la extraña adrenalina de hace cinco minutos había eliminado de mi cabeza. En mi silencio le cedo la oportunidad de explicarse y puedo asegurar, con todo el corazón, que comprendo de donde viene su miedo, porque yo mismo estuve ahí. Por Merlín, que ni siquiera me quedé para mi propia hija, el riesgo a fallar siempre fue tan grande que me congelé en lo conocido, en lo que puedo controlar con mis manos. Debe ser por eso que solo sigo su voz en lo que mis ojos se centran en las luces de la ciudad, como si allí estuviera la respuesta a un destino tan inesperado. Ni siquiera sé si podré probar la hamburguesa, tengo mucho por decir y, a la vez, siento que no hace falta que lo diga. Me encuentro con su sonrisa cuando volteo hacia ella, involuntariamente se la reflejo en mi cara.

¿Qué gracia tendría tener como compañera a alguien que no puede mostrarme nada de lo que tú me muestras? ¿O que ya conozca todo lo que yo puedo enseñarle? — acomodo uno de sus mechones, alterados por la noche nada pacífica que estamos teniendo, así puedo ver mejor su rostro a pesar de conocerlo de memoria. No es como si me cansara mirarla de todas formas — Eres mejor de lo que hubiera podido pedir, Scott. Estoy dispuesto a equivocarme contigo y a quejarme contigo de mi artritis cuando tú no encuentres tu dentadura postiza. Lo cual es una pena, porque me gustan tus dientes — con una vaga sonrisa, interrumpo mi charla con un beso robado de sus labios — No hay otra persona a la cual deseo llamar "esposa", eso es todo. Porque de entre toda la gente que vi esta noche, siempre me quedaré con quien le lanza pasta al sujeto gordo que me mole a golpes en Paracelso — me interrumpo con una risa en su boca, tengo que bajar la vista y hurgo entre mis papas. Me llevo la sorpresa de encontrar un aro de cebolla colado, de modo que carraspeo y tomo su mano para deslizarlo por uno de sus dedos — Listo, ya es oficial y todo. Incluso puedes comertelo, así que lo hace incluso mejor.

Me acomodo en la banca, donde desenvuelvo de una vez mi hamburguesa y empiezo a masticarla con lentitud. Al final, decido que no puedo tragarmelo — Perdona por no haber sabido elegir bien esta noche. Fui un idiota, no debería haberte tratado de esa manera. Podríamos haber decidido entre los dos en lugar de insistir en arrastrarte conmigo... se suponía que era una cita para ambos — aún así, creo que está bien el haber tenido la excusa para hablar de estas cosas, esas desigualdades que arrastramos con nosotros todos los días pero que siempre quedan atrás, como un tema intocable. Le lanzo un vistazo y, sin poder contenerme, le limpió la comisura de los labios — Eres el jodido amor de mi jodida vida, Lara Scott. Espero que eso lo recuerdes, tanto hoy como cuando te dé pánico al saber que te casarás con el tipo que solía irritarte. Sí, así de cruel fue tu suerte, terminaste con lo que detestabas — en una actitud bromista, muevo mis cejas repetidas veces en su dirección antes de volver a buscar su boca. Porque podemos tener toda la vida por delante, pero si puedo pasar mis minutos besandola, no voy a desperdiciarlos.
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El futuro es el futuro, inabarcable, un año es un año, un tiempo que se puede medir en un calendario. —Entonces… ¿contamos un año a partir de ahora?— pregunto con vacilación al acercarnos al carrito, porque sabemos lo que en doce meses puede cambiar una vida, lo sabemos a partir de las nuestras. Dónde estaremos y quienes seremos en ese entonces se me hace imposible de ver, hace un año creía saber dónde me encontraría y no podía estar más equivocada. No quiero hacer de esto algo a lo que pueda sujetarme con ambas manos por convencidos que estemos, nunca se trató de que no tenía suficiente confianza en nosotros, después de esta noche lo puedo ver tan claro, y es que por delante estuve siempre el miedo a ilusionarme y que fuera nada, que explotara como una burbuja o que se derrumbara por no tener bases firmes, lo que no quería era ver con mis ojos como aquello en lo que creí, en lo que me permití creer, desaparecía en la nada. Me asusta que todo con él siempre sea creer para ver, para que sea real, pero tampoco lo veo posible de otra forma. Somos un maldito unicornio y somos real.

«Estoy abriéndote mi corazón, no digas nada estúpido», es todo lo que ruego en silencio cuando acabo de hablar con la papa frita entre mis dedos y es su momento de responder a algo que no será una proposición formal de matrimonio, porque tenemos maneras de evadir esa pregunta, pero la atravesamos en limpio, ahí vamos, a toda velocidad y con los ojos cerrados, arrojándonos de lleno a poner la vida del otro patas para arriba. Tengo que concederle que ha dicho todas las cosas estúpidas correctas, desde la artritis hasta las pastas. ¿Se puede amar más a una persona? Lo que no podía entender de prometerle a alguien que pasarán el resto de los días juntos es… ¿y no te aburres después de conocerlo todo? ¿No dejas de amar a esa persona en algún punto? Como si el amor tuviera un comienzo y un fin, como si fuera algo concreto, una cuota que se y no hay que derrochar porque se acaba. En algún punto se acaba. Puedo jurar que nunca me aburriría de él y también de que acabo de enamorarme un poco más de él, así que no puedo pensar en esto como si fuera posible echarme a caminar hacia atrás, no me queda más que avanzar, no quiero hacer otra cosa más que avanzar. — No te haces una idea de lo asustada que estaba de enamorarme de ti y de que salieras de mi vida arreglándote el traje después de una última follada— se lo confieso, qué más da, tengo un aro de cebolla en el dedo y podría ser un anillo de diamantes, que seguiría sin verlo. Me importa más lo que dice, por primera vez, lo que dice. —Que fuera solo cosa mía, ¿entiendes? Avanzar sola en algo que no tenía sentido, pero… avanzas conmigo y le das todo el sentido—, porque pasé de tener miedo a sentir por mi cuenta a ser su compañera en esto.  

Parecía una cita contigo mismo, si te soy sincera…— comento, sé que su disculpa es sincera, pero no soy yo si no se lo señalo. —Pero… pude conocerte un poco más, fue verte con el fondo que le corresponde a tu retrato y también me gustas así, en el teatro y en un restaurante de lujo— reconozco, porque todas nuestras discusiones desde la puerta del teatro cuando nos encontramos hasta el momento en que pedimos nuestros platos al camarero, se esfumaron para mí cuando me encontré con la pregunta que me hice a mí misma, porque él no la hizo, de sí lo aceptaría también así, y sí, lo aceptaría. Sé que no podría elegir a otra persona si está él sentado frente a mí, a mi lado o durmiendo en mi cama, solo durmiendo. Sé que lo acusé de que podría buscarme un reemplazo para los sitios en los que estoy ausente, porque no siento que de la talla y detesto sentir que no doy la talla, detesto este sentimiento de que podría no ser suficiente. Porque quiero ser… y esto es tan estúpido, quiero ser la única mujer que quiera en su vida. Porque nunca antes de él me enamoré de alguien así, nunca me enamoré, y después de él, no creo que esto pueda repetirse. Un accidente en el curso de las cosas, una hora que le robamos al tiempo y que cambió todo, desbarató todo. Nos echamos al fuego, porque hay incendios que suceden una sola vez en la vida y te consumen, en una oportunidad única hecha para dos personas que podrían haber seguido de largo, porque llevaban siete años cruzándose sin verse, sin sentir la intensidad, hasta que se abre esa brecha y es saltar, ahogarse, quemarse, un todo o nada.

No hay mejor manera de decirlo, me pido y me quedo con ser el jodido amor de su jodida vida como todo lo que quiero ser para él, así que lo beso tirando mi cono de papas fritas para tener mis manos libres de abrazarme a su cuello, atraerlo hacia mí y besarlo delante de toda la ciudad desde este mirador, como debe ser, para mostrarles lo bien que jodemos juntos. Acepto el doble sentido de ser su jodido amor, de lo mucho que puedo exasperarlo hasta quitarle hasta el último ápice de paciencia y todo lo demás también, su ropa, sus reparos, sus miedos, sus dudas, su miedo a fallar que es el mismo que el mío, y que no nos quede lugar sin dejar nuestra marca en este jodido mundo, que lo será a cuenta nuestra. —Eres todo, todo, a lo que diría «yo nunca». ¿Por qué siento que eres la única persona a la que puedo amar?— me pregunto contra sus labios al separarme unos centímetros en los que puedo recuperar el aire, acaricio su barbilla y lo acerco para otro beso más breve. —Elígeme, Hans. Elígeme y te prometo que nunca conocerás a alguien que pueda amarte como yo. Hay una sola Lara Scott en el mundo y te ama a ti.
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Hans M. Powell
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Creo que había tenido en cuenta ese detalle hace tiempo, cuando dejó en claro que su miedo era que no le correspondiera y enamorarse fuese algo que ella tuviese que sobrellevar sola. Incluso en ese momento me pareció ridículo, porque yo mismo estaba clamándole por señales que me dijeran qué era lo que esperaba de mí para saber cómo avanzar; por mucho tiempo hasta pensé que hablábamos diferentes idiomas y no éramos capaces de oírnos, enfrascados en nuestro martirio personal — No tuve intenciones de que lo sea, solo busqué lo que pensé que funcionaría. ¿No es lo que todos hacen en las citas? Cenas, películas, teatros, bowling… es todo lo que siempre he visto — son un montón de clichés, creo que la mayoría de esas relaciones son reflejos que jamás quisimos proyectar. Tal vez nuestro capricho de no querer ser como las otras parejas no tiene nada que ver con no desear seguir sus mismos pasos, sino que en realidad estamos buscando el modo de hacerlo en nuestro estilo. No somos únicos, tampoco somos un folleto de la palabra “clásico”. Creo que ya demostramos que podemos vivir con eso.

No llego a decirle que las papas no deben ser arrojadas a un lado cuando recién las conseguimos, porque me olvido de esas palabras al verme envuelto en sus brazos. A veces llego a preguntarme cómo es que no me canso de esto, como sus labios se siguen sintiendo nuevos y excitantes cuando podría reconocerlos entre un millón más. Le sonrío a sus palabras, no le contesto porque estoy ocupado en su boca, pero creo que mi expresión lo dice todo; parece la de un niño pícaro que se ha tomado el atrevimiento de hacer trampa, retándola a que resuelva el crucigrama por su propia cuenta, porque yo no le diré la respuesta. No le admitiré jamás que no la tengo, que yo tampoco comprendo cómo una persona que llegó a mi vida rompiendo leyes, ahora sea quien tiene mi confianza como para asegurar que cuidará tanto de mí como de mis hijas. Sé que daría la vida por Lara Scott y su explosivo temperamento, ahora y en veinte años. Es por eso que sé que lo que me está pidiendo es una locura, porque creo que no hay necesidad de que lo haga.

Acaricio su mandíbula con mis nudillos, sintiendo la suavidad de una piel tibia que me sigue pareciendo suave, maravillándome con su contacto tan íntimo para ser tan inocente — Ya te he elegido, Scott. Ese es el punto de todo esto — mis labios tocan su comisura para luego presionar los suyos con lentitud — Quiero que seas mi esposa. Contemos un año a partir de ahora — porque tenemos el tiempo necesario para planificarlo con cuidado, de decirle a quien se le ocurra preguntar que hemos decidido atar el último hilo que nos faltaba para ser uno en dos, incluso cuando no es propio de ninguno — Ahora… — mis labios juguetean por su mejilla, subiendo hasta rozar su oído — … termina tu cena rápido, que necesito ir a casa para quitarte ese bendito vestido de una vez. Otro de mis planes era el no dormir en toda la noche — para eso tendremos la mañana. Si vamos a pasar meses sin pegar un ojo a causa de los llantos de una bebé, espero usar estas horas para desvelarnos con nuestra propia piel. Hay mapas que hemos recorrido mil veces, pero la memoria de mi tacto me grita que necesitaré hacerlo mil veces más, hasta poder hacerlo con los ojos cerrados. Sospecho que ni en ese entonces habrá sido suficiente, pero siempre podremos averiguarlo.
Hans M. Powell
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