The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Flashback, principios de febrero...

Abro la puerta del cobertizo donde llevo trabajando la última hora y Kayla se me escapa entre las piernas en sus ansías de salir a correr un rato por el bosque después de estar echada bajo mi silla, sumiéndose en un aburrimiento que la tuvo durmiendo en su mayor parte. Cuando vuelvo a cerrarla un segundo después, al reconocer a la mujer que está parada fuera, su cola peluda casi queda atrapada. Puedo escuchar como la perra traidora le da la bienvenida a la muchacha con ladridos y un entusiasmo renovado, como si las horas conmigo fueran una condena a perpetua. No tengo edad como para esta actitud con la joven, así que abro la puerta a regañadientes. —Dejaré que te quedes a ayudarme si prometes estarte callada, a la primera que digas una tontería, estás fuera— digo con brusquedad, la vez anterior la despedí abruptamente cuando hizo una insinuación vaga sobre esa guerra que está demasiado lejos para mí.

Pero luego de ese episodio, pasaron cosas que me enteré por un par de personas que se acercaron, personas que nunca antes vi en el norte y sé que mintieron al decirme de dónde provenían. Cada vez son más los que huyen de la persecución política aún más extrema de la que se sufría en tiempos de Jamie Niniadis, pero estas caras podía reconocerlas porque tenían el mismo cariz que identifico en mí al mirarme cada mañana en el espejo. Si ellos están dispersándose por estos distritos, tratando de llegar a las fronteras, la guerra no está tan distante como creo. Está llegando a mi puerta, tocando la madera con sus nudillos y toma la figura de una mujer de ojos tan azules que me perturban cuando los miro fijo, porque también experimento un raro reconocimiento.

Dejo la puerta abierta al cobertizo para que pueda entrar si así quiere, recupero mi sitio en la butaca que está ubicada cerca de un escritorio rudimentario y el tragaluz del techo, la única ventana en todo el lugar, permite que pase los rayos de un día que es mejor que los anteriores. De todas formas tengo una lámpara de aceite para iluminarme, este espacio es oscuro incluso en las horas del mediodía. Pero es lo que se necesita cuando también hay una camilla donde he atendido a ladrones, asesinos, esclavos fugitivos y tal vez no a Magnar, pero sí a más de alguno de sus esbirros cuando todavía era el criminal más nefasto de estos territorios. —Me enteré lo del mercado— me molesta ser quien saca el tema, invitándole a que me hable de ello con un movimiento de cejas que me muestra expectante, lo poco que sepa, será más de lo que a mí puedan contarme los rumores.
Anonymous
Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Si ya pensábamos que la situación no podía ponerse peor, una vez más, nos equivocábamos al hacer esa declaración. Las noticias corren como el viento por estos lugares, además de las noticias que desde el viejo televisor del apartamento de Arya hemos podido comprobar cómo las cosas han vuelto a descarrilarse no necesariamente a nuestro favor. Un nuevo foco de guerra puede que suene alentador, además de esperanzador, porque eso significa que el ministerio y su cuerpo armado tiene otro problema del que preocuparse y eso nos da algo de tiempo para que nosotros podamos arreglar los nuestros, que no es cómo si tuviéramos pocos. El principal sigue siendo el de siempre: los dementores y la seguridad aumentada como consecuencia de la liberación del mercado de esclavos. No conozco a ese tipo, Hermann Richter, solo sé que nos acusaron de sus delitos al creer que los del catorce teníamos algo que ver con la desaparición del escuadrón de aurores, lo que de todas formas no nos quita de mucha sentencia política a ojos del ministerio.

Aun quedan un par de semanas para que termine el invierno, pero se puede apreciar que las temperaturas han ido en aumento porque las heladas en las calles ya no son tan frecuentes a pesar del eterno viento que choca contra las ventanas y que siempre termina por interrumpirme el sueño de alguna forma u otra. Ese día en concreto no es especialmente caluroso, el sol se encuentra refugiado por las nubes que amenazan con soltar las primeras gotas de la tarde, pero para mi suerte, puedo rodar los ojos, en obvia molestia por lo poco que me ha gustado ese comentario que me deja como una cría a la que mandar callar, dentro de la casa del hombre al que he estado tratando de convencer de que se una a nuestra causa cuando me da el permiso para entrar. Bueno, tiene más forma de cabaña diminuta, pero es mucho más de lo que tiene otros estos días así que esto en comparación se puede considerar un palacio.

De todas maneras, ya he desistido en mis intentos de persuadirle, puesto que lo único que he recibido en las últimas ocasiones en que probé a apuntar buenas razones por las que su ayuda nos vendría de perlas, terminé con un portazo en la cara y las palabras acongojadas en mi garganta. Me hago pasar al interior, dedicándole una mirada discreta en una ligera investigación de su lenguaje corporal, como para tratar de averiguar en qué humor se encuentra hoy. No voy a decirlo en voz alta, pero hay algo en este hombre que se me presenta no como un completo extraño, pero dado que los últimos meses he tenido problemas hasta para recordar mis propias memorias al parecer, decido guardarme ese pensamiento para mí y me limito a apoyarme en la pared con los brazos cruzados. — Era un poco difícil que no lo hicieras, es de lo único que se habla estos días. — o de lo que se ve, dado que he visto algunos arrestos de humanos que escaparon del mercado pero en su huida se toparon con la desgracia vestida de auror. — Si a mí me lo preguntas no tengo ni la menor idea de cómo lo hicieron, no sólo lo del mercado, sino lo del estadio también. — es un poco de mal gusto interrumpir un funeral, pero Jamie Niniadis nunca ha estado en mi lista de personas favoritas, lo único que me produce lástima es la gente inocente que salió herida. Le echo un vistazo de soslayo, meditando las palabras en mi cabeza antes de ponerlas a favor del aire que nos envuelve. — Las cosas están por cambiar, ahora más que nunca por todo lo que ha pasado, y el ministerio no tardará en lanzar un contraataque. — ladeo la cabeza en su dirección en lo que trato de anticipar su reacción, que casi me preparo para otro portazo en la cara por la repetida mención a la guerra que se nos avecina. Pero no es momento de jugar a ser Suiza.
Alice D. Whiteley
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Invitado
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Será de lo que sigan hablando hasta que ocurra otra tragedia, que vienen en seguidilla desde hace tiempo…— comento, desarmando de a poco esa postura estoica que pretendía mostrarme apartado de toda guerra que a ella la tiene en el centro, nadie está en la lista de criminales más peligrosos de este país si no ha hecho mérito. No digo que la sentencia del gobierno sea justa, no. Pero esas personas se han mostrado más contrarias a los Niniadis de lo que muchos rateros y asesinos del norte tendrían el coraje de decir, por mucho que pregonen de tenerlo para cometer sus delitos. Se ha marcado una línea clara que va dividiendo bandos, estos se han colocado en oposición a los que han decido colocarlos entre sus marginados aun si no tuvieran el prontuario que tienen. —¿No lo sabías?— pregunto, y tengo que aclararme para que no tome por desconfianza lo que es una duda honesta, —Estos humanos son un grupo más o menos organizado, por lo que tengo entendido. No eres a la primera que cierro la puerta en la cara por venir a traerme invitaciones de guerra, aunque eres la más descarada. Muchos otros se manejan con sutilezas, extorsiones que de nada sirven si no tienen con qué,  de este grupo también escuché…—, me muerdo la lengua para no revelarle que bien podría haber sido parte por ser también un muggle, un humano, no un mago repudiado como dice mi identificación.

Suspiro hondamente por lo que dice después. —Siempre lo hace, ¿no? ¿Qué seguirá? ¿Qué arrasen el norte también? Dentro de unos años encontraran motivos para calcinar el sur, luego para echar una plaga en el centro. Lo único que se sostendrá en pie será su bendito Capitolio, cuando acaben también con él, recién entonces se preguntarán que hay más allá de las fronteras…— digo, suena a discurso de viejo, hay días en que no me siento así, tengo energías como para levantarme cada día, y también hay otros en que todo el pasado me cae sobre la espalda, haciéndome sentir que arrastro mil años. —Alice— la llamo por el nombre que me dio, nunca cuestiono el que me daban, no es lo que importa, son necesarios para llamarnos, nada más. Recargo mi cuerpo en los codos al apoyarlos en las rodillas y me inclino un poco hacia adelante, mostrándome tan cansado como me siento a estas alturas. —¿Por qué peleas? ¿Qué esperas conseguir al final de todo esto?— pregunto, trato de que ella sí me diga algo que tenga más valor que todas las promesas y amenazas traídas a mi puerta. —¿Y si Richter trae el cambio que necesitamos? Por extremista que sea, sería devolver los derechos arrebatados a los muggles…— mi sonrisa es una mueca, he perdido la fe en este tipo de idealizaciones hace mucho tiempo.
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Apenas muevo las cejas con cada comentario que suelta, mantengo la mirada fija en algún punto del suelo de la habitación mientras le permito hablar sobre lo que no pensaba que le interesaba, no al menos hasta hace unos segundos, cuando ha sido él mismo quién se ha ofrecido a sacar el tema. Solo le miro cuando percibo una connotación diferente en su voz, que me llega como pregunta aunque no tarde en responderse a sí mismo. — Siento las formas, podría haber sido un poco más sutil, te daré eso, pero creo que los tiempos que corren ameritan que seamos directos, por lo que a mí respecta. — me encojo de hombros, sintiendo mucho que sea lo único que va a recibir como respuesta. Tampoco insistiré, lo he hecho demasiado con él porque sé que su ayuda nos sacaría de más de un apuro, no solo por sus conocimiento, sino porque también conozco que tiene contactos. — ¿Qué es lo que has escuchado? — mi situación no es que me permita frecuentar los pocos comercios y bares que siguen manteniéndose abiertos, vaya a saber cómo, y es sabido que los rumores vuelan de un sitio a otro con gran facilidad en estos tiempos. Me interesa conocer lo que se cuece en las cabezas de esa gente que todavía se muestra indecisa. — Mira, Adam, me has dejado claro que la guerra no es algo que te concierna, pero lo hará en algún momento y es mejor estar preparados para cuando eso pase, ¿o vas a decirme que planeas seguir así por el resto de tu vida? — porque siento tener que ser yo la que se lo diga, pero no le va a durar por siempre, no cuando la seguridad es cada vez mayor, los chequeos han pasado a ser exhaustivos y los dementores no son nuestra única preocupación ahora que hay licántropos sueltos por las calles también.

Su discurso me tiene plantada con la mirada sobre su figura, más cuando termina me tomo la libertad de despegarme de la pared solo para caminar unos pasos por la habitación, con la vista fija en lo que hay fuera detrás de la poca luminosidad que deja entrar la pequeña ventana. — ¿Alguna vez has visto lo que hay más allá de las fronteras? — ya conozco la respuesta, y sé lo que va a responder, de modo que ni siquiera le doy tiempo a que conteste. — Porque yo sí. — y no solo ver, sino que viví allí por un tiempo también, pero eso me supongo que lo va a dar por hecho. — ¿Y sabes lo que hay? Nada, solo cenizas, ruinas de un lugar que quedó enterrado hace tiempo por sus propios escombros derruidos. Así es como probablemente acabemos aquí, consumidos por nuestra propia avaricia, porque nunca aprendemos, cometemos los mismos errores una y otra vez y nos creemos con el derecho a decir que la próxima vez lo haremos mejor. Y lo hacemos, por un tiempo, al menos, pero luego terminamos olvidando todo por lo que nuestros antepasados lucharon y murieron además por ello. Somos patéticos, ¿siquiera merecemos vivir, después de todo? — es algo que me he planteado muchas veces, tantas que me sorprende que lo ponga en palabras cuando ya he decidido que jamás encontraré una respuesta para una pregunta como esa. Aun así, me encuentro a mí misma enlazando lo siguiente para que también le valga como contestación, dedicándole una mirada fija a sus ojos claros. — No puedo decirte lo que espero conseguir cuando la guerra termine, porque no creo que vaya a acabar nunca, siempre habrá algo por lo que pelearse, somos una sociedad egoísta y eso es algo que va a quedarse así porque lo hemos alimentado a través de generaciones. Pero sí puedo decirte que todos tenemos un final, uno que sí pienso podemos decidir qué hacer con el, y si peleo por esta causa no es porque crea que las cosas vayan a quedarse tal cual estén cuando llegue mi hora, sino porque quiero creer que dentro de lo estúpidos, egoístas y ridículos que somos, también queda algo dentro que nos impulsa a ser mejores, sino es por nosotros, por los que vienen detrás. — vuelvo a elevar mis hombros, como si quisiera resumir todo lo que he dicho con ese gesto, porque tampoco pretendía ponerme filosófica y mucho menos profunda, pero supongo que eso es todo lo que soy ahora.

A lo siguiente, no obstante, trato de que no se note mucho la manera en que arrugo mi nariz por unos segundos. — Los extremos nunca son buenos, ni por un lado ni por otro… Y por lo que he oído, Richter es un fiel seguidor de la política de los Black. — habladurías, lo que sale en televisión, en verdad no tengo ningún dato certero sobre ese hombre, lo que sí tengo claro es que defiendo la postura de los Niniadis tanto como la de los Black. Vamos, que por mí ya pueden ir buscando otro candidato si tenemos que elegir entre esos dos después de esto. ¿Veis lo que dije? Tropezamos con la misma piedra y encima ahora somos nosotros mismos los que nos estamos encargando de patearla unos metros más adelante para volver a caer por ella.
Alice D. Whiteley
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Invitado
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Alice, querida— digo, soy condescendiente con ella al usar ese apelativo cariñoso, —cuando llegas a mi edad eso de “el resto de tu vida” no es motivación para nada, y si es para instar a alguien a participar de una guerra, menos aún. Después de un par de décadas tortuosas, el cuerpo y el espíritu se cansan, sólo se anhela tranquilidad para estos, resolver los pendientes es lo que queda por hacer—. Nada más que eso, no estoy para embarcarme en nada nuevo, sería una carga más que un apoyo para los jóvenes impetuosos que se lanzan tras un horizonte engañoso en promesas, ya me he chocado con ese muro antes, fue parte de envejecer. Sobrevivir a medio siglo no es poca cosa, se me puede ver moviéndome por el cobertizo con la energía de quien trata de compensar sus faltas dando la poca ayuda que puede a quienes se presentan heridos o enfermos, no se me ve despojado de fuerzas, pero cargo con tantas desilusiones, que no podría seguir ninguna bandera con el entusiasmo de dar mi vida por esta.

Me falta el ánimo para dar un discurso como el suyo, despojado de toda esperanza irónicamente, y llenando esta habitación como una declaración de guerra de quien sostiene que morirá de pie, luchando. Logra sacarme una sonrisa de alguna parte, tengo que reconocer que es inspiradora dentro de su auténtico pesimismo. —Eres una verdadera sobreviviente— digo, levantándome de mi asiento para deambular por el lugar, reacomodando cajas de medicamentos en el estante que está sobre la mesa de trabajo que uso para tomar notas y llevar otros tantos al armario que está en una esquina. —Luchar se vuelve parte del instinto, es la reacción que tienen a todo. Muchas personas atraviesan por situaciones que los lastiman y rompen en esta vida, pocas son las que responden a esto con el instinto de lucha, dan algo de sentido a días que transcurren sin que tengan uno real. Pese a que la derrota es el final posible y predecible, los sobrevivientes luchan. No verás mientras vivas un mundo más amable, no…— suspiro, miro a través de la nada a esas ruinas que ella describió, que conoció vaya a saberse cuándo, un paisaje que puedo ver en su mirada, manchada de ese polvo de lo que se ha reducido a cenizas y dejaron escombros. —Pero hay vidas cuyo único propósito es ser parte de esa transición, los necesarios soldados prescindibles…—, ¿eso es lo que somos? —¿Quiénes vienen detrás de nosotros?— inquiero, ¿no serán otros jóvenes que repetirán nuestros errores, con la misma crueldad? —No tienes hijos, ¿verdad? Yo tengo… dos hijas, con edades que tampoco las hace herederas de lo bueno que podamos conquistar dando lucha. Una de ellas está en el frente, sin embargo. La otra… no lo sé… tal vez desorientada más allá de las fronteras— divago.
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Muevo los ojos en un ruedo que los deja blanco por los segundos que me toma suspirar en exageración, esa que pretende imitar su comentario. — Y lo dices como si tuvieras ochenta años y caminaras con bastón. Aunque entiendo lo que dices, estoy en mis treinta y siento que tengo el alma de una vieja moribunda a la que solo le queda echar el último suspiro. — no sé por qué soy tan honesta con él, pero lo cierto es que es una extrema pesadez la que siento en mi cuerpo cada mañana, como si realmente mi edad física no tuviera nada que ver con la mental. Y aun coincidiendo con su punto, una parte de mí también se atreve a discrepar por lo que dice a continuación. — Llevo muchos años en busca de esa tranquilidad, la tuve por un tiempo, pero sabía que llegaría el día en que terminaría por desaparecer. La tranquilidad no dura por siempre, resuelve tus cuentas pendientes cuanto antes, algunos nunca llegamos a completarlas y es por eso que estamos aquí. — matando por una guerra que nos devuelva la paz para poder ponerle un fin a lo que empezamos. Soy bastantes años más joven que él, no debería estar dándole consejo de ningún tipo porque tampoco conozco su historia, pero aquí estamos, compartiendo palabras porque le guste o no, hemos acabado en el mismo sitio.

Todavía no he sobrevivido. — le corrijo, quizás porque no me gusta pensar en mí misma como una, no cuando todo lo que he perdido y todo lo que me ha llevado hasta aquí no me ha seguido en el mismo camino. Si he sobrevivido ha sido a base de experiencias que no le desearía a nadie, pero también he cometido atrocidades por las cuales ni siquiera debería merecer el sobrevivir a esto. Lo cual suena inverosímil porque he venido hasta aquí con la intención de convencer a un hombre de que se una a nuestro bando, que pelee a nuestro lado como si ninguno de esos pensamientos tuvieran sentido, como si se nos tuviera permitido respirar por un día más.

Es irónico que hable de tener hijas, una de las cuales confirma estar desorientada en la memoria de su padre, y me siento patéticamente identificada con ese sentimiento. Mi mente sigue plana pese a todo lo que he tratado de recordar en las últimas semanas, recobrar unas memorias que no siento como mías, pero que la ayuda de mis compañeros me las confirman como tal. — Dicen que la tenía. — empiezo, no obstante mi mirada permanece fija en el exterior que deja ver la ventana, no muy segura de hacia donde estoy mirando. — Has estudiado medicina, o al menos has hecho el intento como pude hacerlo yo, pero cómo funciona la mente es algo que jamás creo que lleguemos a comprender del todo. — como también estoy segura de que no me está siguiendo, me doy unos segundos para suspirar antes de proseguir. — Tenía una hija y no la recuerdo, ¿puedes llegar a entender como algo así puede ocurrirle a una madre? Porque no me siento como una y aun así hay algo en mi interior que me pide a gritos que recupere la parte que me falta. — él mismo lo ha dicho con anterioridad, el cuerpo actúa de extrañas maneras, incluso cuando el cerebro se niega a colaborar.

Me aparto de la ventana, doy apenas unos pasos en una dirección que no me lleva a ninguna parte de la habitación. — Siento lo de tu hija, si alguna vez eres capaz a recuperarla, bueno… no la sueltes nunca, porque parece que yo tiré la mía al vacío. — se me debilita un poco la voz, soy consiente de ello pese a que le dedico una mirada que pretende borrar se sentimiento. Creo que, de todas maneras, no lo consigo como me gustaría.
Alice D. Whiteley
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Invitado
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Las guerras consiguen eso sobre las almas de las personas, las envejecen antes de que sea el mismo cuerpo el que muera en el campo, a causa de las heridas por las que brota sangre, con un despojo de alma dentro que lo único a lo que aspira es el alivio real y es la muerte la única que puede ofrecerlo. La vida está hecha de una búsqueda de algo, emprendemos estas mismas guerras por ese algo, que en ocasiones llamamos poder o patria, en otras es amor, un sentido, una persona. Sea una hija, una madre, un amante. Somos buscadores incansables, sin esa tarea no somos nada y al final es eso lo que se halla, la búsqueda en sí, no lo que se buscaba. No es el destino, es el camino, por trillado que suene, por desalentador que sea así, porque… ¿nunca los encontraremos? ¿Nunca llegaremos hasta esas personas por las que caminamos, naufragamos y surcamos todos los cielos? ¿Por las que nos aventuramos al caos del tiempo? Las he tenido y no fue sino al haberlas perdido, que mi vida se marcó un norte. Como si regresar fuera siempre el final del camino. Tomo su consejo como de quien viene, de una joven que está buscando en los últimos resquicios de su fuerza, la entereza como para mantenerse en pie y levantar una bandera de guerra. Echo tanto de menos lo que nunca he tenido al verla, preguntándome si mis hijas se verán igual cuando se niegan a aceptar la derrota de rodillas y se encontrarán también capaces de alzar la mirada a todo lo que podría ser.

Lo has hecho, lo haces todos los días. No seas la primera en subestimarte, arrasará sobre ti cualquier ejército. Pero si te reconoces superviviente, si has visto la muerte y la has sobrevivido, les harás temblar. Porque te verán, a ti, que se supone que deberías haber muerto, a quien se supone que ellos mataron, sólo verte les hará temblar, dudar— se lo dice un hombre que lleve el nombre de quien ha muerto, que guardó su identidad entre las ropas de esclavo con las que se escapó, robó la vida de dos hombres para estar donde se encuentra y también expía esas culpas sanando a las almas desgraciadas que se arrastran por todo el norte. Pero lo haría otra vez, volvería a atacar a matar, volvería a aceptar el nombre de un muerto que ahora vaga por la nada que es la muerte. Porque nos aferramos a la vida, como sea nos aferramos, por pesada que sea la carga y la de la memoria es la peor de todas, también nos aferramos a esta. Porque ¿qué seríamos sin esos recuerdos? Los magos tienen algo que se llama patronus para protegerse y para hacerlo usan sus recuerdos, ¿qué nos queda a los muggles sino un simulacro de esto? Abrazarnos al recuerdo más hermoso para hacer tolerable el dolor, aunque ese mismo recuerdo sea doloroso por sí mismo.

¿Amnesia?— indago, no concibo en ese momento que la razón de tal olvido tenga que ver con razones mágicas, ha pasado por tantos traumas que entiendo que la mente misma busca hacernos más soportable la tarea del diario vivir anulando lo que nos impediría continuar, en la naturaleza del hombre está siempre el instinto de vivir, por suicidas que seamos al quedarnos a solas con los pensamientos más oscuros. —No sé qué decirte a eso, si te soy honesto…—. Siento que no hay palabras que puedan ser usadas, cuando pocas veces me han faltado, podría estar delante de una de las pocas pérdidas irremediables, porque peor que la muerte será siempre el olvido. —Volverá a ti, Alice—. No sé de donde me sale decirle esto, desde lo más profundo de un convencimiento que tengo, el que la vida actúa de acuerdo a esta lógica en que todo lo que se va, regresa,  nunca de la manera en la que esperábamos. — Si también sobrevives a esta guerra…— digo, me interrumpo. Abro una de las puertas bajas de los estantes para sacar de detrás de unas botellas a medio llenar de aceite, una petaca pequeña de las que tengo escondidas de mí mismo y que con un sorbo cada tanto vuelven a caldearme el espíritu, la hora no importa. Se lo ofrezco para que haga lo mismo. —Si lo haces, tomate un tiempo para sanar. Sana, vive, ama, ten otros hijos. Ella volverá a ti entonces, en todas esas cosas. Y sobrevivirás…— se lo aseguro. Un suspiro corto sale de mis labios con toda resignación. —Sobreviviremos, ya lo hicimos antes, lo haremos también ahora. Y si habrá tantos soldados imprudentes que vayan contra el ministerio de Magia, hará falta médicos, ¿no? Tenemos una misión— suavizo mi mirada y lentamente coloco mi mano sobre su hombro, sintiendo bajo mi palma a una mujer que sigue siendo humana, aunque haya días en que parezca polvo. —Peleemos por lo que queda de humanidad.
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
La sonrisa que le dedico es algo lastimera, pretende reflejar que sus palabras las he escuchado antes de boca de otras personas, pero que agradezco el intento. Llega un momento en el que uno se cansa exclusivamente de sobrevivir, de no aspirar a nada más que el respirar aire puro por un día más, se torna pesado e incluso termina con las pocas ansias de esa libertad por la que se supone que estamos luchando, a sabiendas de que un paso en falso bien podría quitárnosla de un arrebato. No recuerdo cuando fue la última vez que pisé una calle siendo alguien libre, eso dice mucho de cuáles son las circunstancias en las que he crecido. Me sorprendo a mí misma pensando en cómo debe sentirse el no tener que protegerse las espaldas, si habrá alguien allá fuera que viva con la tranquilidad de refugiarse en su casa después de un día de trabajo sin pensar en que al día siguiente podrían arrebatárselo todo. Pienso que nadie está a salvo de eso, ni siquiera aquellos que se jactan de poseer los mejores títulos, pues ya ha quedado demostrado que la vulnerabilidad nos corroe a todos, incluso quiénes están en lo alto de esta pirámide que constituye el mundo a pesar de ser esférico. La muerte de Jamie Niniadis no es más que un ejemplo claro de que ninguno tiene garantizado el amanecer del mañana.

¿Selectiva? — consulto de la misma manera que él ha hecho conmigo, como proponiendo mi propio diagnóstico con ayuda de alguien que ha recorrido los mismos pasos que yo, o parecidos, en cuanto a medicina se refiere. Termino por sacudir la cabeza, pellizcándome la frente como si eso sirviera para poner en orden mis ideas, más encuentro el mismo vacío blanco que ayer mismo, cuando cae la noche y el silencio se encarga de ahuecar mi cabeza con pensamientos que me dejan sin poder conciliar el sueño las próximas horas hasta que es el propio cansancio el que me permite caer inconsciente. No esperaba que me ofreciera una respuesta concreta, por eso me limito a hacer un gesto vago con mi mano, sin demasiada efusividad apenas levantando el brazo, pero sí atino a mirarle a pesar de que ese comentario me hace pestañear varias veces para que no ocurra lo que no quiero que ocurra. — ¿Es así como se supera la muerte de un hijo? ¿Olvidándolo? ¿Qué clase de…? — me llevo lo que me tiende a los labios sin ni siquiera pensarlo cuando se me corta la voz, no queriendo seguir por ese lado, me apresuro a cambiar de tema, pese a que se siente demasiado cortante y probablemente no la mejor opción porque aun me sigue temblando la palabra. El sabor amargo de la bebida ayuda a que mis cejas se muevan como si lo agrio hubiera sido su forma de ligar las palabras. — Si lo hago — repito, como si diera por sentado que no voy a hacerlo. — No creo que sea esa la cuestión, sino el dónde, ¿en qué mundo sobreviviremos, Adam? ¿En este? Perdemos la guerra, huimos, todo vuelve a ser como antes, o perdemos y morimos también con ello, ¿hay lugar para sanar en eso? No quiero sobrevivir esta guerra si conlleva ver el futuro como hemos visto el pasado, si muero moriré por la causa, prefiero eso a tener que vivir así. — declaro. No me es difícil transformar el tono de mi voz a uno más fuerte y sonoro, porque creo que no he dicho una cosa con mayor certeza como esa. Aun así, muevo la barbilla para enfrentarle, buscar sus ojos claros con los míos, que por coincidencia se parecen mucho en color. — ¿Lucharás entonces con nosotros, pelearás de nuestro lado? — porque es lo único que nos queda por hacer, jugar nuestra moneda y esperar a que sea la que cae boca arriba.
Alice D. Whiteley
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Invitado
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Con un suspiro me lamento de que la mente pueda ser una aliada o el peor de los enemigos posibles, la muerte acabará por desvanecer todos los recuerdos y le dará paz finalmente, ¿es eso lo que esperamos conseguir al final de todo? ¿Y solo puede darnos eso la muerte? Es lo que espera ella, la razón de la repentina angustia que me embargo, y no me detengo a pensar porque esta vez es un punzón más amargo, diferente al que siento cuando tengo que despedir a los enfermos terminales que agonizan en esta misma habitación. Mi mirada la atraviesa, trato de ver más allá de ella, si fuera una niña le pediría que se acerque, como solía hacer con Kayla cuando venía por las noches a mi cama a decirme que había tenido pesadillas. Entonces colocaba mis manos en sus sienes y besaba su frente, espantaba así a todos los monstruos que la atormentaban. Necesito de un trago de la petaca que le he pasado cuando este recuerdo me acongoja a mí y como nunca agradezco al menos poder recordarlo, bajo mis ojos al suelo para dejar ir al fantasma de Kayla y vuelvo a alzarnos para encontrarme con Alice. —Pelearé con ustedes— contesto, —y porque si pudiera te daría una esperanza partida a la mitad al menos. ¿Cuántos años tienes?— pregunto, si me lo ha dicho alguna vez, necesito que me confirme que no pasa de los treinta. ¿Qué tanto puede envejecer un alma después de treinta años?

Al sentarme, apoyo mis brazos en las rodillas, mis manos colgando en medio y mi espalda encorvada al inclinarme hacia delante. Su cara tiene un sesgo familiar que me hace evocar todas las cosas pérdidas en esta vida, que seguramente deberé esperar a otra para reencontrarlas. —No soy mago, Alice— se lo aclaro, decido a ser honesto con ella, si es que no se ha dado cuenta por sí misma. —No podré pelear con ustedes usando magia, ni aunque me consiguieran una varita. Sé usar algunas armas, claro, no con la suficiente destreza a esta edad como para hacer frente a un auror entrenado— reconozco, espero que no se lamente de estar invitando a un viejo a unirse a sus filas. Le ofrezco mis palmas al abrirlas delante de sus ojos, es todo lo que tengo. —No les seré de ayuda al frente si necesitan soldados contra los aurores, pero me colocaré inmediatamente detrás de los soldados que ustedes elijan para sanar sus heridas— al decirlo vuelvo a entrelazar mis dedos, dudo en continuar y si lo hago es porque me aseguro de ser honesto con ella para que no haya sorpresas desagradables después. —Y hay una mujer, una cazadora, que en las filas enemigas… nunca podría verla como una— admito, —Mi hija es una cazadora del ministerio, nunca podría hacerle daño— suspiro con pena, es la razón principal por la que di la espalda a todo, por la que no quería participar de ninguna guerra si ella… si ella era a quien tenía enfrentar. —Pero pelearé, morir por algo así parece la más noble de las muertes— la sonrisa que esbozan mis labios es de serenidad, pero no llegan a mis ojos. —Y porque si pudiera, cambiaría mi vida por un milagro para alguno de ustedes, lo más jóvenes.
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Treinta y uno. — respondo con simpleza, a pesar de que mi mente pesada se sienta como la de una mujer anciana de más de ochenta años y mi cuerpo el de una niña que ni siquiera ha pasado por la pubertad por lo frágil de mis huesos. En contraposición con lo que otros puedan pensar sobre mí cuando me ven, lo cierto es que no tengo cuerpo de una luchadora, pese a los entrenamientos que seguíamos en el catorce y que es evidente que han sido de ayuda en los procesos futuros, pero ha sido tal el daño que ha sufrido con el paso de los meses, que en ocasiones me cuesta reconocer mi propio cuerpo como el de otro cualquiera, que me sorprende, que después de todo, siga en pie. ¿Parezco tan vieja como me siento?

Sé que no es mago, su confesión no me es ajena a pesar de que no creo que lo haya dicho con esa intención, sino con la de una explicación que no tardo en recibir. Aunque parezca mentira por lo mustio de mi expresión corporal, me atrevo a sonreír. — No hace falta ser mago para poder dar una buena pelea. — si no, creo que la mayoría no estaríamos aquí, puesto que hay mas magos y brujas entre los niños que los que hay entre los adultos, y tan mal no nos ha ido en los últimos meses, que estemos en las papeletas de más buscados del país significa precisamente eso. — Te necesitamos para eso, para que me ayudes a tratar a los que caigan, peleará aquel que lo haga por elección, jamás te obligaríamos a tomar un arma que no sepas usar. — no sé si era necesario decirlo, pero solo por si acaso lo añado. No somos un ejército grande, recién estamos comenzado a reclutar gente de forma discreta, quién sabe cuantos se ofrecerán a luchar de nuestro lado, cuando el temor sigue siendo la principal razón por la que se deciden a no sacar la cabeza de sus casas. Yo, que he visto y vivido muchas cosas, no sabría decir si de estar en su situación haría lo mismo o no.

Todos tenemos amigos entre los enemigos, no te culparé si decides proteger a tu hija sobre uno de los nuestros, porque yo también lo haría si se tratara de la mía, solo… no me pidas a mí que lo haga. — eso quizás sonó demasiado cruel, voy a reformular antes de que sea tarde. — No quiero padres que tengan que sufrir la pérdida de un hijo, creo que eso lo sabes, pero si se mete en nuestro camino, deberás ser tú quién la aparte, porque no creo poder contener a los nuestros en ese caso. — que lo haga ahora, que tiene tiempo, que la advierta de lo que se está por venir a pesar de que no hay un alma en este país que no avecine la guerra dentro de sus cabezas. Pero si la aprecia, si no quiere perderla, tendrá que elegir. — Con todo eso dicho… creo que lo único que me falta por añadir es gracias. — no sé si es el momento más adecuado para hacerlo, pero elevo la mirada hacia él para mostrarle esa misma sonrisa de agradecimiento, tímida, porque no creo que sea posible sonreír cuando el motivo de mi gratitud conllevará el peso de la muerte, incluso cuando él y yo estaremos para tratar de evitarla.
Alice D. Whiteley
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Invitado
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Poco más de treinta en contraposición a mis casi sesenta, no se me pasa desapercibido que tiene casi la misma edad que la hija que nunca conocí, de esa manera cruel pasa el tiempo. Nos va cansando el alma con tantos desgarros y perdidas, ¿quién encuentra así el ánimo para lanzarse a la guerra? Nosotros lo hacemos, con lo poco que sé de armas por la necesidad de defenderme en este territorio hostil que es Neopanem toda para los humanos, con mis manos como la única herramienta realmente útil para sanar, es todo lo que tengo para ofrecerles y lo hago. Con una única, importante petición. No podría lastimar a Jessica, jamás. —La apartaré— asiento con mi barbilla, dudo de que ella quiera ser apartada, pero no es lo que importa aquí. —Pondría mi cuerpo para cubrir el suyo si alguno de ustedes dispara, porque…— suelto todo el aire que llevo conteniendo por décadas y el pozo azul que es mi mirada vuelve a llenarse de profunda angustia, —No podría vivir la muerte de otra hija— digo, conteniendo mi pesar con una mano en mi pecho y aparto mi mirada de ella, que no tiene por qué ver de mi propio dolor, cuando bastante tiene cargando con el propio.

Pero la guerra es así, no puede ser de otra forma, cambia las leyes de la naturaleza que dice que los padres deben ver crecer a los hijos y ellos deben verlos envejecer y morir…— divago, mi mano cae sobre mi rodilla donde se cierran mis dedos y no estoy mirando a la pared del cobertizo, sino a esa pantalla del pasado en el que vi a mis hijas juntas como nunca se lo permitimos estar, encontrándose y despidiéndose a la vez. —En la guerra, siempre el saldo que queda son padres sin hijos—, como ella, como yo. Y sé que es inoportuno de mi parte, que es casi una invasión a una privacidad que no está abierta a compartir conmigo por muchas verdades que pongamos sobre la mesa y la decisión de arriesgar juntos nuestras vidas en un campo de batalla. —Vuelve a tener un hijo algún día, Alice. Nunca uno compensa al otro, nunca llena la perdida. Pero abre un nuevo horizonte, uno lleno de esperanza…—, y la necesitamos, a veces la necesitamos como el mismo aire. —Estaré esperando a que me llames e iré— digo como despedida, creo que ya no queda más que decir después de su agradecimiento y mi promesa de que estoy con ellos.
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