The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Invitado
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Hay fantasmas del pasado que cuando le echas un vistazo por encima del hombro, después que hubieran pasado años, muestran una sonrisa amable que te hace creer que no fueron tan malos como los recordabas. Tengo especial cuidado con estos, son los más engañosos, te traicionan con otra herida en la piel cuando bajas la guardia. El pasado nunca es un viejo amigo al que puedas saludar con un abrazo al reencontrarlo, es el enemigo que te respira en la nuca mientras avanzas y te espera a la vuelta de cada callejón para tomarte desprevenida. Lo que queda por hacer es saber hacerle cara, que al final de todo hasta las cosas guardan fantasmas, también los apellidos. Hay un par que se me hacen muy familiares, pero es el de Helmuth en el que me detengo cuando paso de un ministerio a otro, en mis recorridos por el lugar que visito con una frecuencia inimaginable en otros tiempos y tal vez por eso lo hago, porque puedo hacerlo. Porque con cada paso que doy, le demuestro a todos estos magos que aquí están las sombras que ellos también temían, encapuchados que te roban el alma y aquellos colmillos para los que no son más que un bocado que se acaba demasiado pronto.

Helmuth es el apellido que me despierta una vieja rivalidad dormida, de la que llegué a hacer carne, que se ha vuelto instintivo más que racional. Porque, ¿qué puede importar ahora de la hostilidad entre una familia de farmacéuticos y una de traficantes de este rubro que los pusieron en la mira más de una vez? En medio de toda la maraña que son mis resentimientos, del que pueda prenderme lo atrapo entre mis dientes, que se ha vuelto mi motivación y necesito alimentarla. Porque sé que se ha terminado la jornada laboral de los secretarios, que la mayoría de los funcionarios están escapando del día por las puertas del atrio, y que son los ministros los que quedan a cumplir las horas que le faltan, que merodeo un poco por los corredores que van menguando en su luz. Las coincidencias nunca son coincidencias. —¿Ministro Helmuth?— lo llamo, cuando lo veo salir de su oficina creo que para marcharse. —¿Cree que podría hablar un momento con usted?— pregunto con una formalidad que se podría esperar de cualquier otro miembro del cuerpo de seguridad, el que seamos licántropos y todavía sujetos de su desconfianza es un detalle menor.

Aguardo a que me ceda el paso a su oficina, pero no más de un minuto. Hago un paneo con mi mirada de toda la habitación y hablo mientras camino hacia su escritorio, fijándome en el retrato que no alcanzo a ver ni a tomar. Supongo que será una fotografía de familia, no voy a mentir sobre la intriga que me causa la descendencia Helmouth. La mía se extingue en mí. —Por lo que pude saber, es un especialista en venenos… y creo que podría hablar de ellos con cualquier sanador...— digo, moviendo mi mano para acompañar mis palabras, hasta que mi mano queda suspendida en el aire hacia él y mis labios se van curvando peligrosamente en una sonrisa, —pero me gustaría poder hacerlo con un viejo conocido con quien compartimos tradición familiar—. Guardo mis manos dentro del bolsillo de mi abrigo militar, no haré un amago de estrechar el saludo. —¡Lo siento!— en realidad no, —Han pasado muchos años, que el apellido Ruehl lo dejé en desuso hace tiempo. Nos habremos cruzado alguna vez, Nicholas Helmouth, cuando todavía me presentaba ante los amigos como Anne Ruehl, ahora…— mi sonrisa se hace aún más oscura, muerdo muy suavemente mi labio inferior y los suelto, —saludo diferente en los reencuentros.
Anonymous
Nicholas E. Helmuth
Miembro de Salud
Acostumbro a quedarme hasta tarde en el ministerio porque, para ser honestos, no me interesa que anden chismeando entre mis cosas mi secretario o funcionarios de confianza con los que a menudo tengo citas diarias en mi despacho. Tengo un modo bastante selectivo de organizarme y hasta los de  limpieza a veces se cargan con ese orden que, como en mis viejos tiempos de sanador, me gusta mantener. No me incomoda, así puedo disfrutar del silencio que recorre los pasillos y que normalmente ajetrea con personas que van y vienen de un lado para otro en vista a indicaciones del resto de ministros. Ese final de tarde en concreto estoy revisando unos presupuestos para llevar a cabo una formación profesional de medimagos que en el futuro servirá para socorrer a quien lo necesite en las fronteras bélicas. No es que me haga especial gracia esto de la guerra, pero si va a ocurrir de una forma u otra y voy a tener que hacerlo igualmente, basta más que haga bien mi trabajo para que este tipo de cosas vayan en equilibrio con las demás necesidades del país.

Como después de unas horas encerrado ya no me da la cabeza para más, y de todas maneras ya es momento para dejar el despacho, me acomodo mi abrigo en disposición a marcharme antes de que a alguien se le ocurra venirme con tareas de última hora. Para mi desgracia, veo en el reflejo de mis ojos en un espejo la esperanza por una salida libre de trabajo disiparse en los mismos, cuando una voz femenina hace que gire el cuerpo hacia su procedencia. Bueno, al menos su uniforme me hace relajar los hombros, puesto que no se trata de ninguna secretaria que pueda aparecer con una carpeta de papeleo bajo el brazo. Estoy por decirle que no atiendo a nadie sin una cita previa, pero debo resignarme a soltar un suspiro silencioso para mí en lo que extiendo el brazo hacia la puerta por dónde he salido y que esperaba no tener que volver a pisar hasta recién empezada la mañana del día siguiente. — ¿En qué puedo ayudarla? — Soy lo suficientemente amable como para murmurar, a sabiendas por el escuadrón que señala su placa que se trata de un licántropo, una de esas criaturas más que nuestro querido presidente ha decidido soltar a su libre albedrío.

La observo moverse hasta el escritorio, ojos curiosos que me hacen mirarla de ese mismo modo en que tiene de fijarse en los detalles de mi despacho. — Así es, me especialicé hace bastantes años ya y tuve el privilegio de ser jefe de la misma antes de tomar el cargo como ministro. — Explico, viendo que la dirección que toma en su conversación se dirige hacia ese lado. No es como si fuera información reservada, lo más seguro es que esté por internet también, sin mencionar que a cualquiera de mi departamento que se le pregunte lo sabrá. No obstante, hay un cambio en su actitud, en el modo que tiene de apartar la mano cuando estoy por estrecharla, que me dice que esto no se trata de una simple visita de cortesía. Lo confirmo cuando escoge tan bien sus palabras para explicar de dónde procede, y trato, con mucha fuerza, de que no se me note en el rostro que aprieto un poco la mandíbula al escuchar el nombre Ruehl. — De modo que la famosa Anne Ruehl, ha vuelto a casa. — Muevo un poco el mentón hacia un lado, recuerdo demasiado bien la revuelta que se formó en el distrito dos cuando su padre decidió echarla de su hogar. De pensar que esta mujer, por entonces, tenía una edad parecida a la de mis hermanas, hace que quiera preguntarle qué fue de esa Anne Ruehl. Sin embargo, decido tirar por otro lado que siempre ha formado parte de la historia de nuestras familias. — ¿Qué negocios te traes esta vez entre manos… Hasselbach? — Me cruzo de brazos en lo que la cercanía me permite analizar un poco más a fondo la identificación de su uniforme, encontrando en ese apellido nada más que la ignorancia. — ¿Aún sigues manteniendo tus viejas costumbres o eso es algo que también has dejado atrás? — Inquiero, haciendo referencia a su nombre en más de una ocasión hasta ahora.
Nicholas E. Helmuth
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Invitado
Invitado
a pesar de la luz de estas horas, cobra nitidez para mí por lo acostumbrada que estoy a tratar de definir figuras en las penumbras y mi olfato más agudo que la mayoría se encarga de identificar cada cosa que esté en mi campo de acción. Habilidades que una aprende a saber usarlas cuando se está con el enemigo dentro de una misma habitación, aunque no me queda claro aún con cuál de todas mis caras tengo que hacer frente a Nicholas Helmuth. Por el breve relato que hace de su vida, puedo ver que ha seguido una línea recta que lo hizo ascender hasta donde está ahora y debe ser el resentimiento, que me hace verlo como una suerte que me indigna, porque su vida ha corrido paralela a la mía con privilegios a los que yo no podía siquiera aspirar. Pero la suerte es una perra traicionera, que nos muerde por detrás y en ocasiones es la que nos permite la revancha.

¿Hay una casa a la que volver?— pregunto, él debe saber lo que sucedió, los rumores fueron fuertes en los callejones de ese barrio en que nuestras infancias se cruzaron más de una vez en una acera y seguimos jugando a ser desconocidos. —No, sólo un par de caras que se me confunden entre recuerdos…— el suspiro que sale de mis labios es tan hondo, esbozo una mueca nostálgica que no llega a ser una sonrisa y recorro cada línea de su rostro para comprobar cómo nos ha marchitado el tiempo, sin embargo, hay cierta fuerza en nuestras facciones a esta edad, como si toda la corteza que nos hacía ver jóvenes y vivaces se deshizo para mostrarnos una resistencia que desconocía hasta para nosotros mismos y es la que hoy nos mantiene en pie. —Caras que por coincidencia vuelvo a ver y es una verdad innegable esa de que el pasado nos encuentra donde sea—. Y que no se puede escapar tampoco de este, por eso ensancho mi sonrisa cuando pregunta con su desprecio camuflado si sigo siendo lo que se esperaba de la hija menor de los Ruehl.

Pensar que a lo que me resistía en ese tiempo, la debilidad de carácter de la que me acusaban y me sumía en la angustia, el constante trabajo de demostrarles que merecía mi lugar en su retrato familiar, era lo que me ponía en contradicción en sí debía colaborar con ellos, una vez que me expulsaron lo dejo todo tan claro. No era más que eso. Contactos de mi propia familia me vieron en una situación de pena, se abusaron de eso y yo también, aunque saqué una tajada menor de esos favores, lo suficiente para sobrevivir al siguiente día. Cuando se pone un pie en el primer escalón de camino al infierno, no queda más que seguir bajando. —¿Quieres que te los cuente para ver si te interesa?— inquiero, acercándome al hombre con unos pasos silenciosos. —Te lo adelanté, estoy interesada en comentar con alguien sobre ciertos venenos…— aclaro, su pose a la defensiva con los brazos cruzados es un escudo entre los dos que le sirve de momentánea protección. —He cambiado, es cierto— eso está la vista, con una vestimenta que me identificaba como licántropo a ojos de todo el maldito Capitolio, con un orgullo despectivo que es contrario a la vergüenza a la que nos vimos sometidos por años. —Pero no soy de las dejan nada atrás…— mi voz suena más ronca, más agresiva, con el mi sangre inundándose de ese rencor que es mi dosis de cada día. —Siempre me interesaron los filtros, todo lo que puede contener una diminuta botella. Sea vida o sea muerte. ¿No te resultan igual de atractivos? Claro que me gusta trabajar en los efectos que pueden tener y al parecer a ti en cómo revertirlos. Pues bien, durante años acuñé un veneno, muy particular — murmuro, anulando la poca distancia entre nosotros para posar con la suavidad de una pluma y no de una garra, mi palma sobre su brazo. —Y soy su recipiente— continuo, cerrando con presión mis dedos sobre la tela de su saco hasta arrugarla. —Podría compartirte una muestra.
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Nicholas E. Helmuth
Miembro de Salud
Tengo que poner los ojos en blanco sin apenas esconder mi desinterés por escuchar sus comentarios llenos de añoranza y melancolía por un pasado que, en contraste con lo que pueda parecer por lo que dice, no nos coloca como amigos. Todo lo contrario, nuestras familias se conocieron fruto de la rivalidad que llegó a existir en una época en la que el distrito dos se consumía al dividirse entre terreno peligroso y suelo seguro. Sé que mi familia formó parte del último, pero a mucha gente le gustaba más dejarse engatusar por las tretas de los Ruehl y terminar por caer en las redes del mercado negro que hacer las cosas bien. Esa enemistad no difiere mucho de la que se perciben en nuestros ojos ahora, que parece que hemos vuelto a esos tiempos en los que mis hermanas y yo nos resguardábamos las espaldas en la calle contraria a la que caminaban los hijos Ruehl. El desprecio es evidente, tal y como lo fue en su día, por la misma manera en que ahora escupe sus palabras.

Lástima para ti que el pasado, por mucho que nos encuentre, siempre es mejor que quede enterrado. — Le recuerdo, casi como amenaza a que deje de traer a colación pruebas de que sigue manteniendo sus viejas costumbres. Los secretos no son muy bienvenidos en los tiempos que nos acechan, aunque como siempre, son los mismos los que nos mantienen con vida a veces. — No te fue muy bien entonces, harías bien en recordar que las tradiciones familiares no siempre nos llevan por el bueno camino, aunque tú nunca fuiste de escoger lo fácil, ¿no es así? — Vamos, que cualquiera que tuviera los ojos un poco puestos en la historia de su familia sabría cuales fueron los motivos por los que la expulsaron de su propio hogar. Claro que uno no sabía muy bien qué creer cuando ya de por sí la gente se dedicaba a adornarla con detalles nuevos cada vez que pasaba por la boca de alguien.

Soy consciente de que la analizo con cada parte de mi ser cuando da unos pasos en mi dirección, pero también soy lo suficientemente orgulloso como para no mover ni un pelo ante el gesto. La observo con más desprecio del que soy capaz de contener en una mirada, frunciendo ligeramente el ceño por el modo que tiene de escoger sus palabras, como si las propias fueran el veneno ese del que me habla. Apenas despego mi vista de ella, ni siquiera cuando se atreve a posar una de sus manos sobre mi brazo y tengo que quedármela mirando cómo si hubiera hecho lo impensable.  — Hace tiempo que ya no juego con antídotos. — Contesto a su invitación, con todo el desdén que me es posible tratándose de un licántropo, lo que me hace llevar mi mano contraria a su muñeca para aplicar bastante presión en la misma y deshacerme de su agarre, aunque en ningún momento la suelto en cuanto estoy libre de su audacia. — La próxima vez que vuelvas a ponerme una mano encima me encargaré de que sea la última que tengas mano. — No soy intocable, ni mucho menos, pero requiero de un mínimo de respeto, especialmente viniendo de esta gente que hace menos y nada no eran más que parias. La suelto, a la espera de que diga algo que vaya a interesarme más que sus insinuaciones o si por el contrario solo va a malgastar mi tiempo.
Nicholas E. Helmuth
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Invitado
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Que sean otros los muertos que descansen en paz, bajo metros de tierra, mi pasado todavía se retuerce como un moribundo en agonía que carga con la maldición de tener que abrir sus ojos a cada nuevo día. No hay nada que enterrar. Todas las mañanas me despierto con esa sensación de ahogo, de a quien estrangularon para asesinar y rozo con mis dedos donde debería estar las marcas para encontrar piel limpia, mi mortalidad todavía intacta, tal vez corrompida, pero que todavía late. Mis malas decisiones me habrán causado heridas que pusieron en vilo mi vida, sin que llegaran a quitármela, puedo enseñarle una sonrisa complacida por mi suerte que es buena o es perra, depende de cómo se mire. —Se puede decir que mis malas costumbres son esa tendencia mía a las malas elecciones, es cierto, pero cuando tomas el sendero equivocado no queda más que avanzar—, como si hubiera algo de lo que vanagloriarme en ello.

Pero los caminos se tuercen y caer en desgracia nos eleva a veces, a un sillón presidencial o a lucir una placa— digo, mostrando la mía donde se lee mi inicial y el apellido, con un ademán burlón, que aquí sabemos que lo importante no es ningún estúpido título, sino la revancha que da eso. La posibilidad de poder encontrarnos en un mismo sitio, chocar nuestras calles siempre opuestas para colocarnos de un único lado. —¿Y qué si me va bien? ¿Qué hay de si la suerte se invierte para todos nosotros?— hago frente a la condena que me predice, —¿Y si la tuya se acaba?—. Es un juego caprichoso en el que me muevo, probando si es que puedo conseguir un temblor en su actitud tan altiva, tan impasible, una reacción que me diga que de algún modo le incomoda percibir el tacto de una bestia revestida en piel humana, porque no quiero ser la única que tiene pesadillas con demonios del pasado.

Sólo recibo desprecio, más desprecio, así que reafirmo mi agarre con enfado como si pudiera dejarle a él también alguna marca invisible que luego tendrá que curar. —Pierde parte de la diversión que hayas dejado de trabajar con antídotos, gana quien tiene el veneno entonces—. Y no, no es mi intención que Nicholas Helmuth muera. ¿Cómo se tomaría Magnar que hiciera a un ministro mi víctima si no es su orden, cuando todo el norte es zona libre para la caza de presas? Tendría que esperar pacientemente a que Helmuth hiciera mérito por su cuenta para que me viera obligada, con todo sacrificio, a acatar ese mandato al ser despojado de su inmunidad. Más allá del sarcasmo, lo que no me molestaría sería transformarlo, no será esta noche que la luna es igual a muchas otras. Mi muñeca atrapada entre sus dedos me hace enfrentar su mirada y le escupo con el mismo despecho: —Si hay una próxima vez serán mis colmillos en tu piel, no mis manos—. Si no le intimido a él lo suficiente, trato de hacerlo al bordear su escritorio para recoger el portarretrato que vislumbré nada más entrar. —¿Tu familia?— pregunto, en una sonrisa que es amenazante suficiente.
Anonymous
Nicholas E. Helmuth
Miembro de Salud
No me perturba su presencia tanto como lo hace el hecho de que esté aquí exclusivamente para habladurías que me mantienen con el ceño fruncido en su dirección, como si no llegara a comprender del todo cuál es la finalidad de su visita y estuviera esperando precisamente a que ella lo deje claro con palabras. Claro que las que ella utiliza difieren mucho de la explicación que preciso obtener, y opta por resguardarse en las historias que narran un pasado en común que tenemos, muy a mi desgracia. — Que luzcas una placa como esa no te da ningún tipo de inmunidad, por mucho que tu raza se esfuerce por creer que así es. Si estáis dónde estáis es porque sois el último recurso de nuestro señor presidente, harías bien en recordar eso también antes de volver a insinuar cualquier cosa. — Que no sé a dónde pretende ir cuando se toma la libertad de amenazarme dentro de mi propio despacho, como si no tuviera respeto por nada de lo que rige en este país.

Me atrevo a enseñar mis dientes un segundo, sonriendo por el comentario que me hace elevar las mejillas. — Lo mío no es suerte, Hasselbach, a la gente le gusta confundirla con trabajo, y yo llevo haciéndolo toda la vida. Algunos preferimos esforzarnos y conseguir méritos por nuestra cuenta, deberías probarlo algún día, aun estás a tiempo de dejar todo lo que te dedicas a hacer en la calle y prestar tus servicios exclusivamente al país en que naciste. Ahora que estamos en situación de extrema necesidad, es mejor que centres tus intereses en salvar lo que verdaderamente importa. — Le aconsejo, casi como un modo de rebajarle esa soberbia que lleva encima solo por lucir de una placa que no le da tanta seguridad como se cree. Sé de sobra que alguien como ella, por mucho que se le ofrezca la oportunidad de desprenderse de negocios negros, no lo hará nunca, porque hay algo en los criminales que les hace añorar el sentimiento de superioridad que les produce buscar el peligro, de exponerse a ser descubiertos solo por la diversión que supone el riesgo. Ella no es diferente de esas personas que se dedican a traficar en los suburbios el norte.

No me pasa por alto su amenaza, a la cual estoy muy dispuesto a responder si no fuera porque centra su atención en otro detalle que me hace apretar la mandíbula en respuesta su pregunta. Sus manos recogen el marco que incluye una foto de mis hermanas junto a Oliver, una imagen de hace un par de años que sigue recordándome a tiempos mejores, cuando yo aún no era ministro y tenía más tiempo que dedicarles. Apenas me muevo del sitio cuando elevo la voz, pero se reconocer en mi tono una señal de que no estoy bromeando. — Te diré, le pones una mano encima a cualquiera de ellos y me encargaré yo mismo de que vuelvas al lugar de dónde saliste. — La escudriño con la mirada, tragando saliva para darme cuenta en ese momento de que mi garganta se está achicando. Es obvio que debe reconocer a mis hermanas, no han cambiado mucho a pesar de que los años nos llegan a todos, pero estoy seguro de que sus facciones de cuando eran más niñas aun se reconocen en las mujeres que a día de hoy, siguen con el negocio familiar en el dos. No puedo decir lo mismo de mi hijo, a quien estoy seguro no reconoce, me gustaría poder mantenerlo así. — No sé qué clase de poder piensas que tienes para venir aquí y amenazar a un ministro, estando en la posición en la que estás, viniendo de dónde vienes. ¿No crees que estás sobrepasando una línea de por sí muy delgada? — Remarco el muy con toda la calma del mundo, aunque mi semblante dice otra cosa muy distinta a tranquilidad.
Nicholas E. Helmuth
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Invitado
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Mi mirada responde a su menosprecio con un brillo asesino. — Pues el hecho de que lleve esta placa—, apunto con ese sesgo insinuante que he sabido dar a mi voz antes de clavar mis colmillos en la carne de una víctima, —es lo que quita inmunidad a tantos otros magos que con tu misma soberbia se creyeron intocables—. Es una ilusión la distancia entre nosotros cuando estoy tan cerca en unos pocos pasos como para pueda ver la intensidad azul de mis ojos a pesar de la penumbra en la oficina. —Esta placa me da el derecho a rasgar su piel y espero que no lo olvides—, porque si él hace amenazas, yo se las puedo devolver. —Estaré esperando a la orden de Magnar sobre tu suerte y me pediré ser quien tenga el gusto— pongo en palabras esa amenaza que es real entre nosotros, en la manera en que me aparta porque mi agarre lo asquea, en vez de intimidarlo que es lo que pretendo.

Prefiero el miedo al desprecio. Si puedo vislumbra el miedo en los ojos que me miran, se siente como un triunfo necesario. Si en cambio lo que reconozco es desprecio, no hago más que volver a todos los oscuros recovecos de mi mente donde no he dejado de ser quien lo ha perdido todo. —¿Te hace sentir bien contigo mismo dar discursos de supuesta moralidad? ¿Vas a prometerme la redención si expío mis pecados y vuelvo a la buena senda?— me burlo de él, de cómo toma palabras que lo realzan para mostrarme lo alto que se encuentra y lo bajo que estoy yo, por mucho que escale, que pise cabezas si es lo que tengo que hacer. — Naciste con privilegios, eso te quita todo el derecho a querer ser ejemplo de que el trabajo tiene sus recompensas— se lo muestro, aunque no quiera verlo, porque acariciarse el pecho todas las mañanas debe ser agradable. —El día que estés en lo más bajo y tengas que hacer lo que sea para recuperar tan sólo un poco de lo que tienes, muéstrate tan moralista—, espero que ese día llegue.

Pero no lo creo, todos nacemos con una estrella, algunos con una de fortuna, otros de tragedias. Puedo ver cómo la suya es la misma que pende sobre los rostros que están retratados en el cuadro que tengo en mano, se mueven y sus sonrisas cobran vida. —¿Tu hermana y tu sobrino?— pregunto, reconociendo los rasgos de la mujer y asumiendo que si están en una misma fotografía, debe ser por la cercanía de parentesco. —¿O tu hijo?— alzo lentamente mi vista de la cara del muchacho para compararla con la del hombre que tengo enfrente, sino es con él, si con el ruedo que conservo. Se lo pregunto para incordiar, porque su advertencia me atraviesa, pero no se queda en mí. —Si tratas de llevarme de vuelta a ese lugar, debes tener en cuenta que yo conozco el camino para salir de ahí y tú no—. Saboreo la inquietud que percibo en él, aferro con mis dedos el cuadro y con la palma abierta sobre su escritorio, me inclino hacia adelante con un mechón ondulándose sobre mi rostro. —No, Nicholas. Todavía no he cruzado esa línea…— sonrío mostrando mis dientes y no hace falta más iluminación que la poca luz blanca que entra por las persianas para pueda saber que esto es un juego de caza.
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Nicholas E. Helmuth
Miembro de Salud
Me tomo su amenaza con algo más de ironía que antes, sonriendo apenas con un deje de suficiencia si es que cree que Magnar Aminoff va a resguardarlos por siempre. No se lo digo, espero que ella misma sea consciente de que nuestro presidente los está utilizando para ganar esta guerra, que luego volverán al sitio donde pertenecen y lo único que les quedará será la gloria de haberse visto envueltos en una tan grande desde hace generaciones. Reprimo la sonrisa, acercándome sobre ella del mismo modo que tiene de mostrarme sus penetrantes ojos como si el mismo color azul pudiera hacer algo contra mí. — Para eso primero debes tener algo que utilizar en mi contra, y por cómo yo lo veo, creo que eres tú la que se encuentra en desventaja. — le respondo, tan calmo como la aseguración de que mi pasado es limpio, forjado por el esfuerzo que trabajaron mis padres para combatir los trapos sucios de la clientela del servicio de enfrente, ese que tiene el nombre de esta mujer y de toda su familia. Podría sacar a relucir todas las cosas que se escucharon de ella, de los Ruehl, negocios que la dejarían en la calle de no ser por su peculiaridad lobuna que tanto interesa a Aminoff.

Sus ataques me llegan indiferente, porque no es más que una mujer a la que se le ha subido el ego por el ínfimo poder que se le ha dado en este país por ser lo que es. — Los privilegios hay que mantenerlos, resguardarlos y protegerlos para que gente como tú, no piense que tiene la más mínima autoridad sobre ellos, y eso, Hasselbach, también requiere de trabajo. — ¿dónde estaría yo, dónde estarían mis hermanas, si no hubiéramos teñido la herencia de nuestros padres con el mismo sudor y lágrimas que ellos pusieron? En ninguna parte. Y no, no voy a negar que yo la tuve fácil en comparación con otras familias a las que yo mismo vi caer, pero si los Ruehl lo hicieron, fue por cuenta propia. — Tienes una nueva oportunidad ahora, Anne, no la malgastes en arrogancia ni en amor por causas pasadas y perdidas. Desde luego no empiezas con un buen pie en esto si crees que amenazar a un ministro te va a llevar por el sendero de la buena vida. — no soy dios, creo que eso ha quedado demostrado, pero en cuanto a una garantía, creo que no fallo al jactarme de tener una seguridad más estable que la suya.

Si bien la tensión de mi mandíbula ha desaparecido, siento mi espalda rígida como una tabla, por lo que me apresuro a liberar mis dedos del puño en que se encuentran con una sacudida de mis muñecas. — Cuidado con lo que haces, Hasselbach. — le advierto cuando pregunta por mi hijo, siendo eso la confirmación que necesita para saber que se trata de él, pero que no permitiré que vuelva a mencionarlo si es que tiene segundas intenciones escondidas. Doy unos pasos en su dirección, los suficientes como para romper con la distancia que hemos puesto y tener su rostro bien pegado al mío, aunque ligeramente por encima cuando se inclina. — Veamos quién de los dos cae primero. — ¿es una amenaza? probablemente sí, o probablemente no, depende de lo que pretenda hacer a continuación. Si es que solo ha venido aquí con intención de molestar o de si, por el contrario, se le ocurren otras ideas por las que considerarla un problema que añadir a mi lista, que de a poco se empieza a hacer más larga con todas las exigencias de Aminoff.
Nicholas E. Helmuth
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Invitado
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Sostengo mi sonrisa con arrogancia, me impongo a su intento de subestimarme y remarcarme una supuesta desventaja, como si no se hubiera dado cuenta aún que los tiempos se invirtieron, que la suerte está del lado de los marginados y los que tienen un prontuario sucio. Con un presidente que se manchó los zapatos en la mugre del norte, los de trajes limpios en el ministerio son los que deben preocuparse por su posición, porque las bestias tenemos pase libre por las noches en las calles del Capitolio. —Tu confianza en la posición que te encuentras la hace aún más inestable; ese orgullo tuyo, imperturbable, pesa demasiado para lo frágil de la superficie en la que estás parado…— redoblo mis advertencias, lo hago sonar casi como un consejo de viejos vecinos —que lo somos—, solapando un poco el deseo real de que todo se desmorone bajo sus pies para que pueda apreciar su ruina. Me daré por satisfecha al final de esta historia, si hasta las ratas de los callejones por los que tuve que vagar llegan a extinguirse, mi rencor es tal que pesa una maldición mía sobre cada nombre que recuerda mi memoria.

Es una nueva oportunidad, sí— digo, dándole la razón en ese punto con una sonrisa feroz. —No la malgastaré en buenos deseos hacía nadie, no sé si volveré a tenerla y fueron muchos años en la oscuridad, que no caminaré hacia una luz que me lastima los ojos. Una se termina acostumbra a los senderos oscuros—, lanzo una carcajada hueca, amarga, que hace pasar un destello por mi mirada debido al humor impropio en esta oficina en que las sombras caen sobre nuestros rasgos, haciendo difícil distinguir su rostro del que creo recordar de muchas décadas atrás, y es su voz que me retiene al presente. —No me conociste en ese entonces. Me veías, pero no me conociste…— murmuro, mi tono volviéndose más distancia, retrocediendo en el tiempo. —A los nobles se les paga con injusticias, el poder se le otorga a quienes lo consiguen con violencia y la seguridad de una misma corre a cuenta de la sangre que se le saca a otros—, esa es la conclusión a la que arribé, porque una vez quise hacer las cosas bien, me avergonzaba de los crímenes de mi familia y acabé por cometer otros peores. Hice honor a todo lo que dije que nunca haría.

Para ser un reencuentro que necesitaba para calmar otros fantasmas del pasado, no puedo irme de esta oficina sin arrimarme al último de los límites que puedo sobrepasar, creo que finalmente lo consigo cuando su amenaza suena seria, lo que quiere decir que me considera un peligro a tener en cuenta. Puedo retirarme satisfecha, tal es mi sentimiento de complacencia, que no me inmuto por su cercanía y mi boca se curva aún más. —Si te tengo al alcance, ten por seguro que te arrastraré conmigo si caigo— musito tan bajo que lo obligo a mantenerse cerca, así puedo cerrar mi mano en su nuca y presionar mi pulgar a un lado de su garganta. —Tienes que ayudarme, Nicholas— susurro, —sea por las buenas o por las malas, tienes que ayudarme con el veneno que soy. Puedes ser tú, tu hijo o quien sea, una mordida en luna llena basta para intoxicar su sangre, ¿tan lejos has llegado y no crees que puedas revertir un veneno así?
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Nicholas E. Helmuth
Miembro de Salud
Conozco la pizca de verdad que llevan sus palabras, salvo por mi orgullo que pesa bastante más que eso como para admitírselo sin mostrar antes una mirada acusadora, más el intento de decir algo a mi favor se queda en eso. No es que me sienta amenazado por esta mujer, pero sí tengo que reconocer que la placa que porta su uniforme se ha cargado de un respeto que me cuesta a regañadientes aceptar, porque no asumo que personas que han crecido en la calle y jugado con la oscuridad en las manos, tengan ese poder dentro de las paredes del ministerio. — Siempre hay una luz al final del túnel, Hasselbach, por muchos kilómetros de oscuridad que creas haber recorrido, solo te lastimará si eres lo suficientemente idiota como para quedarte en las tinieblas. — aprovecho a decir en su silencio, ese que ocupa con una carcajada en la que yo la miro con el rostro pleno de serenidad. Tengo entendido que a gente como ella, le gusta jugar a las tinieblas, como si solo se tratara de ese juego de niños que únicamente consistía en cerrar los ojos para atrapar al resto. Ella parece haber seguido por ese rumbo a pesar de que la edad no le ha hecho el mismo favor, pero haría bien en recordar, que en ese juego siempre llega el momento de abrir los párpados, ¿podrá vivir con quién se encuentre una vez sus ojos se topen con la luz?

No se puede vivir de guerras, una vez termine esta, la violencia no será más que un eco del pasado, no pretendo construir un futuro dónde gente como tú se saque los ojos a la primera de cambio. — que para ella puede significar un pensamiento vago y absurdo teniendo en cuenta la agresión con la que nos tomamos ciertos temas hoy en día. — Te conozco más de lo que crees, Anne Ruehl. — aseguro, porque parece que ella se ha olvidado de que mis hermanas también la observaban por la calle, una de ellas con más curiosidad que la otra porque Sigrid siempre ha sido la oveja más descarrilada de la familia a pesar de mis intentos de mantenerla bajo el buen camino. La diferencia de edades fue el inconveniente mayor para eso, puesto que mientras yo ya estaba formándome en la universidad, construyendo poco a poco una vida fuera de casa, ella aun se encontraba en esa etapa de la vida en la que los consejos fraternales entran por un oído y salen por el otro. Creo conocer a mi hermana lo suficiente como para asegurar que ha hecho de su vida algo más digno de lo que pudo hacer Ruehl a pesar de las apariencias. Uno nunca sabe con quién se está tratando realmente, lo que me recuerda el hacerle una visita a la menor de mis hermanas en lo más próximo.

Su mano alrededor me mantiene firme sobre el escritorio mucho más de lo que podría hacer su amenaza, pero lejos de zafarme de su apretón y mostrarme asqueado por el tacto y el atrevimiento, me permito analizarla con una mirada inquisidora. — Tienes una forma peculiar de pedir ayuda, Ruehl. — alego bajando apenas los párpados para señalar a lo que me refiero, solo para después atrapar su muñeca con mis dedos y ejercer la fuerza suficiente como para que suelte su pezuña de loba de mi garganta. — ¿Qué te hace pensar que querría ayudarte? ¿A ti, en concreto? No te debo nada, y tanto tú como yo sabemos que tus amenazas no tienen valor alguno si no tienes el permiso de Aminoff, uno que dudo mucho te dé si no tienes nada que usar contra mí. — es la seguridad en lo que digo lo que me lleva a sonreír con soberbia, manteniendo el agarre sobre su muñeca con mis dedos en lo que la sonrisa se curva algo más y solo la suelto cuando la misma cae de mis labios.
Nicholas E. Helmuth
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Invitado
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Nicholas— hago de su nombre un susurro que quiere atraerlo, —la violencia, las guerras son las que te han dado el sillón que ocupas en estos días— endurezco mi tono, que no me diga que crea en algo que nunca he visto, mis ojos tienen memoria de una realidad distinta y fue la que me dio certezas de las que hice mi nueva religión, que ese tiempo en que como él creí en luces al final de un camino, en usar mis manos para sanar, se transformaron en garras y la agresividad natural del mundo se hizo parte de mí. —Después de ti seguirá habiendo personas clavándose puñales por la espalda y desayunando los ojos de sus enemigos— mi sonrisa se enmascara de sorna. Desafío a su seguridad con mi barbilla arrogante, lo que crea conocer de mí será lo que ha escuchado o ha creído ver, cambie tantas caras, tantos nombres, que es más de lo que cualquier persona pueda conocer, sólo yo misma y esta memoria maldita, es la que no me permite olvidar la historia de cada una de esas fases.

No tengo por costumbre pedir ayuda, todo lo contrario— contesto, cediendo a mi agarre al sentir la presión de sus dedos en mi muñeca, —y nunca pensé en pedírsela a un Helmuth— ensancho mi sonrisa, esa que puede verse pese a la oscuridad que nos envuelve y tiembla, apenas, porque no tengo nada a lo que sujetarme como dice para poder ejercer algún tipo de influencia en él, para poder exigirle un antídoto del veneno que a mí ya no podrá librarme. Muerdo mi lengua para no decir lo que podría ser una respuesta más adecuada, remarcarle que hay licántropos autorizados a deambular por las calles y a entrar a las casas, que podría ser la suya o la de cualquiera en la que un día se encuentre con la necesidad de revertir la maldición a la que condena la mordida de un licántropo, en cambio caigo en su provocación que no nos llevará a nada. —Por las buenas o por las malas,— repito, frotando mi muñeca allí quedó la quemazón de su sujeción, —encontraré algo que pueda usar. Si tu pasado es impoluto, habrá algo en los días que vienen que podrían obligarte a responder a mi petición. La virtud se pierde, todos llegamos a la muerte con más de un arrepentimiento y una falta grave. Estaré esperando a la tuya…— rodeo su escritorio, pasando a su lado sin dirigirle otra mirada, en dirección a la puerta de su oficina para poner fin a mi visita. Nadie se conserva noble hasta el final del camino, en algún punto, todos caemos.
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Nicholas E. Helmuth
Miembro de Salud
Respondo a ese futuro enmascarado por un mundo pesimista del que habla con un movimiento de labios que declara la indiferencia con que me tomo sus palabras, puesto que no vienen más que de una mujer cuyo pasado no la ha tratado especialmente bien, no esperaba que actuara como tal. — Creo que voy a abstenerme de seguir tus consejos por el momento. — me limito a contestar, no solo por lo que ha respondido ahora, sino por lo que lleva diciendo desde que puso un pie en esta oficina. Creo que es lo único que nos queda por hacer, terminar esto como personas civilizadas antes de que alguno de los dos sí acabe por sacarle los ojos al otro, y presiento que si le doy unos minutos más de mi atención, será ella la que saque sus agarras afiladas como bien ha demostrado que puede hacer. Pero no tengo intención de que la noche termine de forma trágica, ya bastante tengo con haber alargado mi estancia en el ministerio como para tener que seguir escuchando las amenazas que se me pintan bastante débiles cuando no posee nada a lo que aferrarse.

Sonrío con gracia, dejándose entrever el atrevimiento con que se curvan mis labios para cuando hablo. — Debes estar muy desesperada si soy tu última opción. — de aquí los dos sabemos que no acudiría a alguien como yo, que vengo representando todo lo que su gente ha querido patear durante años por la posición que obtuvo a mi familia, trabajando por generaciones para llegar a alcanzarla. — Te estaré esperando entonces. — sentado, lo más probable, porque dudo que encuentre o vaya a encontrar algo que le sea de utilidad. ¿Podría simplemente ofrecerme a ayudar? ¿Colaborar con su causa que se le presenta como perdida? Pues podría, pero creo que las formas con que ha venido a exponer su petición no han sido las correctas, y quizás, solo quizás, si sus modales hubieran sido otros podría haber pasado por alto el pasado que comparten nuestras familias. Desgraciadamente, no se ha dado el caso, por lo que simplemente me limito a mirarla mientras bordea el escritorio para desaparecer tras el marco de la puerta, y es solo entonces que me permito descargar el aire de mis pulmones con algo de pesadez. No porque crea que pueda llegar a ocasionar un problema, sino porque ella en sí misma ya es uno, que tendré que vigilar a partir de ahora.
Nicholas E. Helmuth
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