The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Me tiemblan las manos por los nervios al tratar de abrir la cerradura, que la llave se me cae sobre las botas y tengo que agacharme para recogerlas. En un tercer intento logro escuchar el sonido del click, la puerta se entreabre para que podamos pasar. Es poca la seguridad en el departamento, ni siquiera una traba o un encantamiento, como mucho están las cámaras en los puntos de las esquinas de cada piso. El tiempo que paso en lo que debería ser una casa es tan mínimo que la sala parece una cueva oscura hasta que enciendo la luz y las sombras pasan a ser muebles en desorden. La chimenea en una de las paredes nunca la usé, el respaldo del sillón negro está cubierto por mantas y prendas que de ropa que voy recogiendo al paso, una ni siquiera es mía, hago una bola que guardo bajo mi brazo y uso mi mano libre para empujar la manija del ventanal que da a un pequeño balcón, pero que tiene vista a un parque del Capitolio.

-Como te darás cuenta, no paso mucho tiempo aquí. Pero lo limpiaremos, arreglaremos todo y... tu dormitorio está por aquí- me muevo hasta la única habitación que hay en todo el lugar, que la cocina es una esquina de la amplia sala y aparte de eso, solo hay un baño. Abro la puerta para que la niña pueda ver su interior, la cama grande que me corresponde, pero que uso poco por preferir el sillón cuando estoy de paso. -¿Quieres algo de comer?- pregunto, tirando la bola de ropa sobre una esquina del desayunador y caminando a prisa hacia la heladera que está tan vacía como me temía. Paso una mano por mi frente hacia mi cabello, enredándola entre mis mechones oscuros. -Supongo que tenemos que ir a comprar un par de cosas- digo en voz alta, y hago lo que llevo evitando la última media hora, voy hacia ella para acuclillarme, así puedo hablarle con mi cara a la altura del suyo. -¿Quieres que hagamos una lista de todas las cosas que necesitas? ¿Hay algún lugar al que quieras que vayamos?- le consulto, cruzo los brazos sobre mis rodillas porque no me animo a tocarla, pese a la emoción impensada que me daría encontrarla otra vez. Mis indagaciones en Asuntos Sociales dieron sus resultados cuando surgió el rumor de que una niña fue identificada como Weynart por un análisis de sangre, antes de que esta notificación llegara a la oficina de mi hermano o mi prima, ya estaba en el despacho correspondiente para traer a Hanna, iniciar los trámites para reconocerla, paralelos a los también son necesarios para adoptar el unicornio que le prometí.
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Hanna M. Yilmaz
Pisoteó la puntera de su zapato derecho con el contrario, cerniendo con algo más de fuerza los dedos en torno a las tiras de la pequeña mochila que portaba en sus espaldas. Tragó saliva, retirando hacia atrás para darle cierto espacio; en cierto modo marcando algo de distancia entre ambos. Se habían establecido como amigos, no como padre e hija y, por ello, el resultaba extraño tener que concederle otro rol en su vida, aunque el primero no hubiera alcanzado a desarrollarlo realmente. Sus esperanzas habían sido banas, inexistentes. En cierto modo había acabado sintiendo que acabaría quedándose en el orfanato con el resto de niños sin padres, incluso estaba consiguiendo acostumbrarse a ello aunque las noches las pasara con la cabeza cubierta por una sábana mientras lloraba por la tristeza de la pérdida de su madre. Entró tras él, quedándose un paso por detrás y asomándose por un lateral cuando hubieron cruzado el umbral de la puerta.

Los pequeños y oscuros ojos de la pequeña se entrecerraron, recorriendo con curiosidad todo lo que la rodeaba pero no terminando de adaptarse a la notable penumbra que reinaba en el lugar. Giró el rostro hacia él y lo siguió con la mirada hasta que un amplio ventanal se abrió y permitió a la luz darle algo de vida a la vivienda. —Eres más desordenado que mamá— habló, soltando las manos de su mochila y dejándolas caer a ambos lados de su cuerpo. Su casa era pequeña, pero siempre había estado completamente ordenada, cada cosa tenía su lugar perfecto. Pero allí nada parecía encajar demasiado. Caminó, a prisa, tras él y casi chocando contra sus piernas cuando cesó en seco para mostrarle la que parecía ser la única habitación. —¿Compartiremos habitación?— preguntó mientras entraba en la misma  y giraba sobre sus talones para abarcarla toda con una sola mirada. —Siempre he compartido habitación así que no pasa nada. ¿Roncas?— volvió a hablar cuando se enfocó nuevamente en él, saliendo de la habitación segundos después, no sin antes dejar sobre la cama la mochila que portaba.

Se sentía en una especie de tour. El anterior a aquel había sido en el orfanato, y antes el que un amigo le dio por su casa. Por lo que su mirada andaba de un lado para otro, fijándose en esto y en aquello, hasta que se quedó parada e inclinó el cuerpo hacia un lado con su mirar fijo en los movimientos contrario que acabaron cerca de ella. —Mis cosas están en casa…— susurró inicialmente. Aquel hombre mayor y cojo le dijo que iría a buscar a su cachorro pero nunca volvió por lo que se temía lo peor para el animalito. —Mmm… ¿un helado?— acabó por cuestionar con un hilo de voz. La única vez que se vieron él prometió que le compraría uno y, aunque el tiempo no era el indicado, quería cobrárselo antes de que su papá se la llevara con él. —¿Te pidió mi mamá que me llevaras contigo si le pasaba algo?— Sus labios se arrugaron un poquito y entrelazó las manos frente a su cuerpo, rascándose con la uña la piel del pulgar.
Hanna M. Yilmaz
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Algo me escuece por dentro a la mención de su madre, balbuceo un comentario para excusar el desorden en este sitio. —No suelo pasar mucho tiempo en casa—. Nada de tiempo. Ni siquiera puedo llamar casa a este departamento en el que como mucho me ha dado un sillón cómodo donde tirarme a descansar, no hay fotografías en ninguna pared y creo que la planta que está en el baño se secó. — Pondremos un poco de orden luego, con un par de hechizos— prometo, más ansioso por conocer su reacción a una habitación que no tiene nada de la calidez que he visto en los dormitorios de mis sobrinos. —¡Claro que no ronco!— me defiendo con una mentira que me haga salir indemne de su pregunta. —Pero estaba pensando que tú podrías quedarte con la cama y yo dormiré en el sillón— es lo que le propongo porque es una niña a la que apenas conozco, pese a que los papeles dentro de poco dirán que es mi hija y nos hace mucho más cercanos de lo que soy con cualquier persona, salvo por mi hermana… y espero que esté muy ocupada con sus estudiantes como para escuchar rumores de que su hermano soltero quedó a cargo de una pequeña. Entonces la tendré aquí, tirando todos mis muebles por la ventana y haciendo este de un lugar decente, o quizá estoy exagerando.

Si necesitaría que alguien me hiciera una lista de cosas se dan de comer a un niño, porque tengo la mente en blanco cuando abro la heladera y me la encuentro vacía. Ella no parece tener bien ordenadas sus prioridades alimenticias tampoco, hasta donde sé los helados son un premio ocasional para los niños, hay que darles verduras para que crezcan más del metro y echo una mirada suspicaz a Hanna. Se me hace imposible si es que respetará fielmente las características heredadas de su madre, lo que querría decir que no va a pasarme de la cintura aunque tenga treinta años, o me cabe esperar que tenga un estirón como todos los Weynart y se destaque entre las otras personas con sus rasgos. —¿Te gustaría ir a tu casa a buscar tus cosas?— pregunto con cuidado, tanteando si su comentario iba en ese sentido y sopesando que tan buena idea sería esa, lo de su madre es tan reciente que podría tenerla llorando allí.

Tengo que confiar en que mi rostro no revela lo que me afecta su siguiente interrogante, tragarme con dificultad el suspiro que por poco se escapa de mis labios. —Sí lo hizo, cuando fui a conocerte. Hablamos de ti, ella quería que te cuidara…—. Y me da rabia, porque ella fue parte de esa revuelta, parte de todos los rebeldes que se amotinaron frente al ministerio, dejando a Hanna sola y estoy muy enojado con ella por eso. —Pero si no sé si podré hacerlo solo, ¿sabes? Nunca he cuidado de una niña, eres tan…— coloco con cuidado mis manos que se ven tan grandes sobre sus hombros y las deslizo por lo fino de sus bracitos. —Pequeña—. Frágil, dulce. No he tratado con muchas criaturas así más que con mis sobrinos para arrojarlos al aire o enseñarles a pelear. —Te gustaría, no sé… ¿tener un elfo? Son simpáticos, harán todo lo que le pidas. Tienen orejas graciosas…—. Pero hay un rasgo de mi carácter que muchos me lo critican como para saber que puedo ser intimidante para ella a veces, que tal vez cuando tenga miedo o quiera llorar necesite de alguien más… afectuoso, que le transmita ese confort. —O a una persona que juegue contigo y te haga la comida mientras yo no estoy…— me muerdo la lengua para no hablar de esclavos, de usar esa palabra delante de ella.
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Hanna M. Yilmaz
Aquella casa se sentía extraña, como demasiado fría. Los oscuros ojos de la pequeña recorrieron el espacio que la rodeaba, parándose en la chimenea durante unos largos instantes en los que no se percató de las palabras del hombre que, aunque escuchaba, sonaban ligeramente lejanas. Volvió la mirada hasta él, teniendo que girar el rostro hacia arriba cuando lo hizo. —¿Podremos encender la chimenea?—. Recordaba la cantidad de veces que había hecho patatas asadas junto a su madre, escondiéndolas entre las cenizas y sacándolas cuando comenzaban a estar blandas. El mero pensamiento primero la hizo sonreír y luego prensar los labios. Ella, presa de los nervios, siempre las había sacado antes de tiempo; ahora siempre las sacaría crudas porque su madre no estaba allí para corregirla. Bajó la mirada, enredando los dedos en torno a las finas tiras de la mochila, caminando en silencio detrás de él hasta la habitación que, al parecer, acabaría ocupando sola. Aun así, sus palabras la hicieron sonreír ligeramente, hasta cierto límite. —No tienes que avergonzarte, todos los adultos roncáis— generalizó con la total seguridad de que aquello era así. Frunció el ceño, encaminándose hacia la cama, donde dejó la mochila con cuidado. —Eres muy alto para el sillón— razonó —, además, tienes que dormir bien para poder ocuparte de los animales— agregó con seguridad, asintiendo con la cabeza cuando terminó, acercándose a él para salir de la habitación, cerrando la puerta tras ella.

Trató de asomarse por un lado, no llegando a tiempo para ver lo que tenía dentro del refrigerador, puesto que lo cerró antes. Asintió lentamente. —El señor cojo dijo que iría a por mi cachorro, pero nunca volvió…— al final sus palabras fueron algo más parecido a un susurro que a una declaración establecida. En varias ocasiones había querido volver a casa para saber como estaba. —Pero mamá no va a estar así que no sé si quiero ir allí…— acabó agregando con gesto compungido, retrocediendo un par de pasos hasta que sus piernas chocaron contra un sillón de color negro. Sentía que volvían a picarle los ojos y trató de reprimirlo frotándolos con el reverso de la mano.

Lo miró nuevamente, cuando se hubo acercado hasta ella. No quería llorar delante de un desconocido. Estaba cansada de llorar y de que todas las personas le dijeran las mismas palabras. Quiso alejarse un poquito, mas se había quedado sin espacio en su anterior retroceso. Sus palabras, en cierto modo, la tranquilizaron. Su mamá siempre se había ocupado de ella, incluso se había asegurado de que no se quedara sola si alguna vez le pasaba algo. —Mamá dice que soy alta para mi edad, o al menos comparada con ella— le redebatió cuando la catalogó como pequeña. —Prometo que no te daré problemas, me portaré bien, casi no te darás cuenta de que estoy aquí— habló rápido, rascándose un ojo con la diestra. Aún le picaban y los notaba enrojecidos. Y no quería volver otra vez al orfanato. Aunque había acabado acostumbrándose, al menos ligeramente, durante el poco tiempo que estuvo allí… no quería tener que volver a aquellas feas habitaciones grises casi sin ventanas. Por lo que se encogió de hombros tras sus siguientes palabras. Nunca había tenido un elfo, y una persona que jugara con ella parecía una niñera. —¿Los elfos no muerden?— preguntó automáticamente después de barajar durante apenas unos segundos ambas opciones. —Si muerden no me gustan—. Arrugó los labios después de hablar.
Hanna M. Yilmaz
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Echo un vistazo al hueco en la pared que parece ser una chimenea, está tan sucia que no me sorprendería que salgan huyendo ratas si prendo una chispa de lo que sea. — También podemos limpiarla con unos hechizos para poder usarla— prometo, estoy haciendo una lista demasiado larga de promesas domésticas, que tendré que ver si me alcanza el tiempo en que se acueste a dormir para poder cumplirlas. Si es que se duerme, si es que no la tengo detrás tosiendo el polvo que pueda sacar a este sitio. —No todos los adultos roncan, soy una excepción…— me defiendo hasta lo último, aunque supongo que mañana se revelará si es cierto o no. —He dormido en sitios más incómodos— le cuento, —una vez tuve que quedarme en un risco cuidando a los bebés de un thunderbird. Podía moverme en un espacio tan pequeño como… como si estuviera parado aquí en el sillón, no podía salirme porque si no caería al acantilado— exagero, dándose tan natural esto de armar un relato sobre mis supuestas aventuras con criaturas como vengo haciendo con mis sobrinos desde hace años. —Así que tuve que dormir parado— miento, porque es típico en las anécdotas.

Si lo pienso, no he tenido a casi nadie en este espacio, lo siento tan ajeno a pesar de que esté a mi nombre. Hablar de una casa se parece más a lo que ella tenía con su madre, que no era un departamento más grande que este, pero recuerdo la única vez que estuve ahí… y se sentía como una. —¿Un cachorro? No sé si podríamos tener un cachorro aquí, el lugar es chico y hay que cuidarlo…— comienzo a poner los «peros» para descartar la mudanza del perro, y no pasa un segundo que me retracto, no puede ser que sea yo quien ponga reparos por traer un animal. Si bien es cierto que no suelo aceptar quedarme a cargo de algunos como dueño de tránsito por falta de tiempo, no puedo alegar ignorancia en el cuidado de estos y consentir al único animalito que posee la niña. —Pero podría ir a buscarlo si no lo hizo el señor cojo…— cedo, usando el mismo mote que ella para referirse a quien creo que es el director Lackberg. —¿Tiene algún nombre? ¿Manchas para identificarlo? Podríamos hacerme un dibujo…— propongo, así suelta esa mochila a la que se aferra y tiene algo para hacer que la distraiga.

Lo que sea, porque cada minuto pasa cargado de una tensión que no sé cómo hacer que se desvanezca. Si me siento incómodo con esta situación, no quiero pensar en cómo se sentirá ella. Me cuesta un poco recordar cómo funciona la mente de alguien cuando tiene diez años. Si algo aprendí con mi melliza y con los sobrinos que vinieron después, es que un abrazo puede servir de algo. Pero soy demasiado grande en comparación a ella, que me saca una sonrisa contra mi voluntad lo que le dijo su madre. Por un momento, por debajo de toda la rabia que siento por sus decisiones, también de la amargura que provoca saberla muerta, cierro mis ojos y puedo evocarla con claridad. —Tu mamá en serio era muy pequeña…— susurro. —Tuve que practicar mucho para saber cómo abrazarla— digo en un intento de broma que me sabe agria. Acabo por rodearla con mis brazos para atraerla hacia mí, envolviendo todo su menudo cuerpecito como si fuera el caparazón que necesita para estar a salvo de las calamidades que caen del cielo. —¿Ves? Aprendí cómo abrazar a pequeños, todo gracias a Xing…— murmuro contra su oído al acariciar con su cabello lacio, oscuro, que se escapa entre mis dedos. La suelto para poder contestar a sus dudas sobre elfos, sonriendo por el desconocimiento de esta especie que lleve años como algo habitual en las casas de mi familia. —No, no muerden. Y en cambio preparan pasteles muy ricos de todos los sabores que quieras, también si quieres un pastel con todos los sabores de las grageas, ellos pueden hacerlo…— le aseguro, mis manos otra vez sobre sus hombros. —Trataré de no darte problemas, portarme bien como padre y casi no te darás cuenta que estoy aquí, en el sillón, roncando— prometo en un tono más bajo, repitiendo casi las mismas palabras que ella. —¿Por qué no haces el dibujo de tu cachorro mientras yo trato de inventar algo de comida?— pregunto.
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Hanna M. Yilmaz
Estaba acostumbrada a los lugares pequeños por lo que la diferencia con su casa anterior solo tenía una, y era uno que no podría completar con nada. Sus ojos viajaron hasta la chimenea, luego hacia él y recorrieron las cuatro paredes de la sala en la que se encontraban. Asintió con la cabeza en el momento que el recorrido terminó en el cuerpo del hombre, inclinando la cabeza hacia atrás para poder mirarlo desde la amplia distancia que los separaba. Nunca pensó que era pequeña, sus amigos eran más bajitos, no todos pero algunos sí, por lo que tener que mirar constantemente hacia el cielo era algo a lo que no estaba acostumbrada. Los labios de la pequeña se despegaron, dispuesta a regañarle por llevarle la contraria en lo relacionado al descanso. ¡Tenía que cuidar a los animales! En su lugar infló las mejillas, un aire que fue dispersándose poco a poco ante la historia contada por el hombre. Su boca, involuntaria, fue abriéndose conforme hablaba. Acabando por parpadear con rapidez. —¿Dormiste de pie? ¿Así?— preguntó, acercándose hasta la pared, pegando la espalda contra ésta y cruzando los brazos frente a su cuerpo manteniendo los ojos cerrados durante unos instantes, abriendo entonces uno y luego el otro. —¿Y no tuviste miedo?— agregó. Ella también quería ver un thunderbird y dormir de pie en un acantilado.

Asintió enérgicamente con la cabeza, quitándose la mochila y encaramándose en una de las sillas para depositar un par de papeles y un lápiz sobre la mesa. —Lo cuidaré yo, me gustan los animales y sé cómo tratarlos— aseveró, aplanando con ambas manos el arrugado papel y tomando el lápiz, dispuesta a hacerle un dibujo de su cachorro. Quizás seguía allí y no se había escapado de casa, pensar en ello conseguía que una pequeña sonrisa se dejara ver en sus labios. Trató de esbozar un dibujo de un pequeño cachorro de color canela, largas orejas y calcetines blancos, sin olvidarse de la puntita de la cola blanca también. —¿Cachorro?— cuestionó, aún inmersa en el dibujo. Prensó los labios, volviendo el rostro hacia él y no sabiendo si sonreír o dejar que un mohín escapara ante la mención de su madre. Sus brazos se quedaron contra su cuerpo, inmóviles, no reaccionando a alzarse o retirarse. Bajó la mirada, arrugando los labios. Su madre daba los mejores abrazos del mundo. Cuando su madre estaba de por medio las palabras no querían salir, preferían mantenerse dentro de ella, molestándola e hiriéndola. Pero prefería que así fuera, quería tener con ella aunque ello ocasionara un dolor.

Parpadeó, confusa. Escuchando con atención las explicaciones sobre los elfos. Había escuchado hablar de ellos, pero nunca tuvieron uno porque costaban dinero y, además, luego eran otra boca más… porque comían, ¿verdad? —Grageas…— susurró más para sí misma que para el hombre. —Un elfo entonces— aseguró, asintiendo con la cabeza, con las manos apoyadas sobre sus piernas y el lápiz aún tomado. —¿Por qué iba a querer no darme cuenta de que estás aquí? No me gusta estar sola— sus palabras emergieron como una ligera queja, acompañadas de un giro en la silla para enfocarse nuevamente en el dibujo. Aun así asintió con la cabeza, tratando de que el dibujo fuera lo más fiel posible a la imagen real de su mascota. —¿Sabes cocinar? Puedo ayudarte, siempre ayudaba en casa— habló, alzando la mirada cuando hubo terminado de dibujar, apoyando los codos sobre la mesa y la barbilla contra la palma de las manos. —Pero…— agregó, inclinando la cabeza hacia un lado y mirando de soslayo el refrigerador, el cual pareció vacío al inicio, o al menos eso dejó entrever cuando dijo que deberían comprar.
Hanna M. Yilmaz
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Nada de miedo— contesto, continuando con la mentira. —Estás hablando con un cazador de Neopanem y nosotros no tenemos miedo de dormir parados al borde de un risco— exagero, porque siendo una niña no creo que estas palabras traigan consecuencias luego, no se ve del tipo que se lance a aventuras montada en un thunderbird. Por si las dudas le echo un segundo vistazo y no puedo apartar mis ojos de ella cuando toma los lápices para hacerme un dibujo de su mascota, sigo cada uno de sus movimientos como si estuviera en un trance de hipnosis, porque me llama la atención cómo prepara el papel y sujeta los lápices entre sus dedos. —No se puede llamar cachorro— opino, con mi tono serio de ser un profesional en cuanto a criaturas, —Porque si estás en un parque y gritas ¡cachorro! vendrán otros cien, por eso es importante que tenga un nombre que lo identifique entre el resto. Como…— espío los detalles de su dibujo, el color del pelaje del animal y alguna otra característica distintiva. —Caramelo, Orejas o… ¿Tom?— ofrezco, entre los nombres que tienen mil de otros perros.

Hablar de su madre me angustia tanto, que no sé cuánto le costara a ella, hay silencio de su parte después de mencionarla. Tendré que pedirle consejos a mi hermana luego, me lo apunto mentalmente. No sé bien cómo tratar esto de ser un extraño con el título de padre para una niña y que mi irrupción en su vida no sea invasiva, a cada momento siento el impulso de salir corriendo, porque no me creo capaz de hacer esto y con cualquier otra persona estaría mejor que con un hombre que apenas si cuida de sí mismo. —No quiero ser una molestia, esta casa es tuya y quiero que estés cómoda… con cachorro y el elfo…— contesto, sintiéndome torpe en mi explicación. Y tendré que ir a buscarlos después, cuando vea que puedo inventar con… Rodeo una vez más la mesa para revolver la alacena, vacía salvo de lo esencial como sal, algún condimento picante que nunca use, unos pocos fideos secos. —¿Sabes cocinar? Porque sería genial si pudieras ayudarme…— murmuro, bajando sobre la superficie de la mesada en la que dibuja lo que voy encontrando y de la heladera saco un pedazo de queso rancio. —Tenemos leche— anuncio, cuando encuentro una caja medio vacía, de quien sabe qué fecha. —Pero, mejor busquemos helado o algo que no nos mate de una intoxicación— esto último lo digo entre dientes, descartando la leche en el tacho de basura.

¿Trajiste abrigo?— pregunto, fijándome en esa mochila a la que se sostuvo en todo momento desde que llegó a la casa, por si tiene algo más ahí dentro. Bordeo de la mesa para ir hasta donde está sentada y tomo de su mano para que baje de la silla, cuando lo hace la mantengo sujeta para poder ir así al supermercado que está cerca. Al que no fui nunca en la vida, pero sé que está. Vi el cartel y luces encendidas a deshoras, así que sé que está. —¿Quieres ir caminando a hacer las compras? Así te mostraré el barrio— propongo, que si se cansa tengo la fuerza como para cargarla en mi espalda.
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Hanna M. Yilmaz
Siguió dibujando, repasando las líneas exteriores, siendo meticulosa en cada uno de sus trazos. Su madre había sido una persona con gran imaginación que le había enseñado como dibujar, no dejar que sus manos simplemente fueran a lo loco por el papel sino que buscara un sentido a cada línea. ¿Y si era dibujante? ¿Pintora? —¿Si vienen otros cien podría quedármelos también?— tanteó automáticamente, sonriendo por lo bajo. Su madre habría rodado los ojos y negado automáticamente su petición. —Aunque la casa es pequeña así que no sé si podríamos vivir todos juntos…— continuó hablando más consigo misma que para ser escuchada por el hombre. —Coco, ¿te gusta Coco?— preguntó dejando los lápices a un lado y ofreciéndole el dibujo terminado al hombre.

Lo observó desde la altura que le permitía silla. Era tan alto que sentía su cuello caer hacia atrás cada vez que trataba de observarlo. ¿Podría ser como él o siempre sería como su madre? Prensó los labios, alejando la mirada hasta la ventana que iluminaba todo el lugar. Quería ser como ella, parecerse a ella aunque ya no estuviera, recordarla… aunque doliera mirarse al espejo y recordarla. Bajó las manos de la encimera, entrelazándolas sobre sus piernas y retorciendo los dedos con nerviosismo. Sus ojos también bajaron, enfocándose en las mismas, y asintiendo, débil, a todas sus preguntas. Cocinar, helado, abrigo. Desenlazó sus manos para tomar la contraria, bajar de la silla y ponerse el abrigo que sacó de dentro de su mochila. La cantidad de cosas que se podían meter dentro de una mochila la sorprendía… porque tenía algo extraño que no comprendía.

Volvió asentir, saliendo junto a él del apartamento, mantiéndose tomada de su mano y no queriendo alejarse de él más de un paso, incluso llegando a tropezarse con los pies contrarios de tanto en tanto. —¿Cuál es tu comida favorita en el mundo?— preguntó de súbito, queriendo saber cual era.  Todas las personas tenían una, y para conocer a los demás había datos importantes. Su madre siempre había dicho que el estómago era el punto débil de las personas…  y ella quería ganárselo para que no se cansara de ella y decidiera que era mejor que regresara al feo orfanato. Se había acostumbrado al mismo, pero ello no quería decir que le gustara o que quisiera pasar más tiempo allí. Encerrada entre cuatro paredes que le brindaban demasiado tiempo para llorar, que solo le traían recuerdos y la soledad más abrumadora que jamás había sufrido. Porque nunca había estado sola. Siempre había tenido a su madre a su lado, de su lado pasare lo que pasare, y la extrañaba cada vez que tenía la menor oportunidad para pensar en algo que no fuera lo que estuviera haciendo en el momento.
Hanna M. Yilmaz
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Si ella ha venido para quedarse en mi vida, trayendo consigo a su cachorro que todavía no tiene nombre, y puesto que no hago más que trabajar todo el día con animales, ¿qué me hacen otros cien cachorros? —No podríamos traerlos a todos, porque seguro que tienen otros niños como dueños y van a llorar si los pierden. Pero podemos tener un cachorro, un puffkein, un kneazle, un jarvey, un jobbberknoll, un knarl, un mooncalf y, por supuesto, un aethonan— contesto, enumerando a todas las criaturas que se me vienen a la mente, aunque tendría que consultar luego con otros cazadores que sí tienen hijos, cuáles son los más apropiados para dejarlos a cargo de una niña de diez años. —Siempre quise tener una ayudante, sólo no puedo tener mascotas en la casa. Pero si me prometes que no te olvidarás de darles de comer y que me ayudarás a bañarlas, podríamos tener un par de esos— se lo ofrezco, si es que quiere. Cuando la conocí me había dicho que le gustaban los animales, ¿no? Porque quizá sea yo quien esté más entusiasmado con ella de la idea de un zoológico, que quizá deberíamos mudarnos al nueve, en una granja en la que se pueda tenerlos a todos en el patio. Pero… una mudanza a la vez. —Y Coco me parece bien, me gusta.

El calor de su mano mucho más pequeña contra mi palma se siente diferente a las veces en que tuve que sujetar a mis sobrinos, porque luego de un rato ellos se soltarían e irían corriendo hacia sus padres, llamándolos. Me ocupaba de ellos para tomarles el pelo, preguntarle por las clases, jugar un rato o probar que tan fuerte era separando sus pies del suelo, casi todos ellos han crecido, metidos en sus propias cosas. Y de pronto me veo a mí mismo saliendo del edificio cuya fachada nunca miré dos veces, pero trato de mirar con los ojos de una niña que tendrá que considerarlo un hogar, me pregunto qué le habrá parecido su habitación, si se le hizo muy oscuro, qué haremos cuando las horas pasen y siga sosteniéndola de la mano, porque no se irá, porque no me la han prestado por un rato, que no se irá corriendo hacia ninguna persona porque cuando le pregunten quién es su papá, tendrá que mirarme a mí. —Las verduras, por supuesto. Los brócolis y las remolachas son mis favoritas, ¡y las espinacas! Son lo mejor del mundo…— bromeo, creo que puede saberlo porque le sonrío como no lo hago con casi nadie. —Me gusta la pizza, ¿y ti? ¿Cuál es tu comida favorita en el mundo?— pregunto, avanzando por la acera de la cuadra bajo la luz tenue de algunas farolas. —¿Cuál es tu color favorito? ¿Y si tuvieras un super poder cual sería? Aparte del que ya tienes, otro. ¿Y si tuvieras que elegir entre un unicornio y un dragón, con cuál te quedarías?— la interrogo, creo que son las preguntas fundamentales para conocer a un niño. Llegamos hasta la vidriera iluminada del supermercado y veo un par de carteles que resplandecen en ofertas. Busco con la mirada donde están con los carros, miro hacia Hanna midiendo su tamaño cuando tomo uno de estos. —Eres algo pequeña, no van a decirte nada si quieres ir en uno de estos— ofrezco con mis brazos extendidos hacia ella en invitación, así la ayudo a subir.
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Hanna M. Yilmaz
Parpadeó un tanto confusa ante la cantidad de nombres que enumero de golpe, no conociendo ni la mitad, o al menos no recordando si los conocía. Trató de crear una mini lista en su cabeza, una donde recordar todos los nombres, pero la mayoría ya habían desaparecido de su mente. Era mucho más fácil hablar de criaturas cuando se tenía un libro delante, uno de aquellos con dibujos y nombres que tenías que conectar con el correcto. Por un segundo comenzó a extrañar, nuevamente, su casa. Allí tenía toda su ropa, colores, libros y juguetes, además de a Coco, por lo que se sentía algo desamparada y desorientada. Estando en el orfanato sabía que no podría tener todas sus cosas pero, ¿fuera tampoco? En aquel momento realmente las extrañaba. El comentario en relación a cuidarlos y bañarlos la distrajo, consiguiendo que una tímida sonrisa regresara a su rostro, acompañada con un enérgico asentimiento de cabeza. —Tenemos que hacer un listado con el nombre y un dibujo de todos ellos… también de nombres y que les gusta comer— trató de enumerar las dudas que le surgían en el momento y que, principalmente, eran no ponerle cara a todas ellas.

El frío despejó por completo su mente consiguiendo que solo se concentrara en no soltar la mano contraria y en seguir su paso cerca suya. En un par de ocasiones incluso llegó a pisarlo, alejándose automáticamente pero volviendo a acortar las distancias segundos después. Trató de no resbalar y esquivar los charcos que en la calle habían, alzando la mirada en su dirección sorprendida, y quizás algo decepcionada. Todas esas cosas… bueno, su madre siempre le había dicho que debía tomarlas pero, obviamente, tenía otros platos preferidos que les daban mil patadas. —También me gusta la pizza— contestó mirando sus pies por miedo a chocar contra algo —, pero mi comida favorita en el mundo es la sopa de fideos— aseguró. El frío le recordaba a ello. Rió por lo bajo, no teniendo el tiempo suficiente como para contestar todas las preguntas antes de llegar al supermercado y ser golpeados por un cambio de temperatura que la golpeó de pleno en la cara. Observó el carro, mirándolo luego a él con cierta indecisión. —¿Puedo subirme ahí?— preguntó sorprendida. Siempre había comprado en mercados y sitios así, el distrito de donde venía no era un lugar donde hubiera demasiados supermercados o carros.

Indecisa se acercó hasta él, dejándose aupar y sujetándose en el borde con cierta inseguridad cuando comenzó a avanzar. Carraspeó un poquito, agarrándose con fuerza. —Me gusta el color verde claro— dijo en primer lugar —Me gustaría ver el futuro para poder evitar que pasen cosas malas— aseguró en primer lugar, no teniendo que darle demasiadas vueltas a ninguna de las dos. —Y… ¡un unicornio! Me debes un unicornio— agregó con una sonrisa en los labios, recordando con claridad que le prometió uno cuando se conocieron. —¿Y tu color y super poder?— preguntó de regreso, girándose ligeramente hacia él. —Puedo hacerte un dibujo con ese color y teniendo el super poder que quieras— aseguró con plena confianza en sí misma.
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¡Vaya! Creo que me he conseguido la secretaria más eficiente de todas— halago su idea que me ha sorprendido, se nota que se toma muy en serio estas cosas por pequeña que sea, que podría acostumbrarme a su compañía cuando no he hecho más que buscar estar solo al llegar a casa, tanto así que era raro que llevara a alguien. Si lo pienso, no llevo a nadie nunca. Siempre voy a las casas de otras personas, me quedo en sus vidas por un rato, también en las de mis hermanos, respeto que tengan sus propias cosas, y por primera vez yo podría tener algo así como una persona con quien hablar de criaturas mágicas en la cena, no estoy seguro de si me sigue la idea porque le gusta o por agradarme, como sea, podría acostumbrarme a ella y sus dibujos.

Podría hacer parte de mi rutina que vayamos caminando al supermercado. —¿Qué te parece cenar pizza con sopa?— propongo, es algo que puedo improvisar cuando volvamos a la casa. ¿Acaso no hay unos enlatados de sopa con fideos que puedo comprar? Me agarro del carrito para impulsarlo hacia adelante cuando ella está bien acomodada, así podemos avanzar por las góndolas que para mí también son extrañas, porque nunca las miré con tanto detenimiento, soy básico y clásico en comprar siempre lo mismo. Sonrío por la elección de su color, es algo que puedo ver en ella. Esa sonrisa decae un poco en saber la razón de su super poder, tengo que aprender a trabajar con esta punzada de angustia que siento por dentro, que se parece mucho a otras punzadas ocasionales de nostalgia por cosas que han quedado tan atrás, nunca lo suficientemente atrás.

¿Es que no sabes? Si quieres que el Consejo de Maestros de Unicornios nos de permiso para tener uno, primero tenemos que acondicionar la casa y que pueda ser su hogar también. Podemos ir a donde están los muebles y si ves algo que creas que le guste al unicornio, lo compramos…— así que mi paseo por los estantes de lácteos es más bien corto, con un par de botellas de leche que se las paso a Hanna para que las lleve consigo, y tomo un atajo hacia donde están alfombras, almohadones y lámparas de decoración. Hay un par de almohadones con formas así que le paso uno que parece un puffkein gigante. —Mi color favorito es…— azul, ¿rojo?, ¿naranja? Llevo años sin hacerme esa pregunta. El azul me recuerda a la mirada triste de una persona. El rojo soy capaz de sentirlo dentro. El naranja… —El naranja, supongo, me gustan los atardeceres—. En más de una expedición me encontré deambulando en pleno atardecer, siguiendo al sol que se moría, hasta que se extinguía en el negro, y buscaba, lo admito, el mismo sentimiento que me provocaban los atardeceres sobre las ruinas de Europa. —Y mi superpoder sería también poder ver más allá, pero no hacía el futuro. Estar aquí y poder ver lo que está en la otra punta de todo, así podría ser más certero al lanzar flechas— me arrepiento apenas lo digo, que hace un rato le prometía llevar animales a casa para cuidarlos y alimentarlos. —Soy cazador, no sé si tu mamá te dijo. Pero un cazador bueno, sólo cazo a las bestias que son peligrosas.
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Caminó con cuidado, no queriendo resbalar con el resbaladizo hielo que decoraba buena parte del suelo del vecindario. Le gustaba el frío, el hielo y la nieve, aunque sabía de buena mano lo peligrosas que eran las tres opciones si no se tenía el suficiente cuidado con ellos. Alzó mirada hacia él, esbozando una divertida y tierna sonrisa a partes iguales. ¿Pizza con sopa? ¿Dos cosas así ponían mezclarse o se comían por separado? —¿Mojaríamos la pizza en la sopa?— preguntó con sorpresa y curiosidad. Nunca había escuchado nada como aquello, y lo cierto era que la pequeña sentía un ligero cosquilleo ante la idea de una mezcla como aquella. Dos comidas ricas debían de estarlo mucho más si se comían juntas, era de lógica.

Se sujetó con fuerza a los laterales del carrito, tratando de mantener el equilibrio cuando comenzó a caminar empujando el mismo por los pasillos del supermercado. Había muchas cosas que comprar, ¡su refrigerado estaba completamente vacío! ¿Acaso comía? Quizás siempre estaba fuera de casa, pero en todas las casas tenía que haber leche y chocolate, eran los básicos. —Deberíamos comprar algo de chocolate, galletas, leche, latas de atún…— enumeró recitando la lista de alimentos que le gustaba comer que su madre siempre le concedía en determinadas ocasiones. No podía comprarle siempre todo lo que quería, pero la pequeña siempre le había insistido hasta que decía aunque fuera en uno de los productos. Se giró en el carrito, abriendo los ojos de par en par, presa de la sorpresa y estupefacción cuando habló sobre un Consejo de Maestros de Unicornios. En su mente apareció automáticamente la imagen de una larga mesa de color blanco con sillas rosadas donde se sentaban un montón de personas con su unicornio al lado.

Colocó todos los productos que le pasaba, manteniendo en su mente el Consejo de Maestros de Unicornios. —¿De mayor puedo formar parte de ese Consejo?— preguntó con la emoción brillando con intensidad en sus ojos. ¡Quería formar parte de ese Consejo y poder presumir de su unicornio! Asintió enérgicamente, apretando el peluche de puffkein contra su cuerpo. —¡No vamos a caber todos en la cama!— exclamó tratando de asomar la cabeza por un lado del peluche y esbozando una divertida sonrisa. Escuchó sus palabras, dejando el peluche a un lado y agarrándose con una mano al borde. —Podemos ver algún atardecer, aunque en invierno es menos divertido porque hace frío y cuando el sol se va te castañetean los dientes— explicó,  mientras se inclinaba hacia una estantería, señalando con una mano las  sábanas rosadas con florecitas que habían llamado su atención, trató de alargar más el brazo hacia éstas, pero quedándose a medio camino. No las podía alcanzar, pero no fue aquella la verdadera razón por la que dejó de estirarse. —¿Matas a los animales?— su voz sonó realmente alarmada con ello. No, estaba mal cazar a los animales, ellos tenían sus papás e hijos, tenían también su propia vida y… dejó caer el brazo, apoyándolo contra la barandilla del carrito. —¿No cuidas a los animales?— preguntó seguidamente.
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Frunzo un poco el ceño porque si mojamos la pizza en la sopa, podría caerse el queso, y este es de esos tipos de pensamientos que no pensé que me estaría cuestionando al pasar los treinta años. —Pensaba comerlos por separado, un bocado de cada uno e ir turnando— se lo explico con mi lógica de adulto, pero no creo ser tan mayor como para no tratar de imaginar si se podría armar una pizza como plato y cargar allí la sopa. Son las ideas que me hubiera planteado cuando tenía su edad, exactamente su misma edad, entonces era un niño con inventiva capaz de ver en los escombros del viejo continente, las formas de castillos y monstruos que vencer, entonces tenía alguien que lo hiciera conmigo, igual de pequeña como lo es Hanna. Son inesperadas las vueltas que da la vida.

Memorizo lo que me pide para ir cargándolo al carro si es que pasamos cerca de alguna de esas góndolas, por el momento nos dirijo hacia donde creo que podría divertirse más, no será un parque de atracciones, pero hay un peluche de un puffkein que puedo comprárselo por caro que sea, no es que gaste el dinero que gano en cosas estrafalarias, soy un poco perezoso en ese sentido, para comprarme cosas o regalarle algo a mi hermana quizás. Pero con Hanna estamos hablando de adoptar un unicornio, y me escucho contándole cuentos que creo que le escuché alguna vez a mi melliza, que hace de tratar con niños algo habitual. —Claro que puedes formar parte del Consejo, pero tendrás que empezar a formarte cuanto antes. Son años de estudio y práctica, los unicornios son criaturas complejas de entender y su magia es muy extraña—, era la criatura que en Europa siempre representaba el botín, si atrapábamos al unicornio, lo teníamos todo, el juego se acababa. Porque el unicornio era lo fantástico, lo imposible. Y se lo estoy prometiendo ahora a otra niña. —Podemos mirarlo desde la ventana de la casa con una manta y leche con galletas— propongo, para ella, claro. Tampoco es que pueda participar del todo de las cosas que le ofrezco, ¡y estoy haciendo un esfuerzo!

Hago una mueca que revela mi incomodidad al oír su pregunta y no sé por qué asumo que tengo que ser honesto con ella. —Sí, lo hago a veces, si las bestias son peligrosas hay que hacerlo. Porque si quedan sueltas podrían lastimar a alguien— contesto, empujando el carro para cargar la sábana que señalo, ¡genial! Esto va tomando la forma de una casa para una niña, aunque en la vida me imaginé que estaría pagando una sábana con florecitas. —Pero también las cuido, si las encuentro heridas y no son peligrosas. También cuando hace falta tenerlas bajo control. Las llevamos al ministerio, a un departamento que está en el subsuelo, las cuidamos en jaulas y las alimentamos. Tenemos un registro de ellas…— sigo contando, aunque sea poco lo que me paso por esa oficina, prefiero las expediciones en terreno. —¿Qué opinas de esa lámpara?— pregunto, señalando una con la forma de una luna menguante. ¿Qué más necesita una niña en su espacio? Recojo una hilera de lucecitas blancas acomodadas en una cajita transparente y también las cargo, si lo pienso mi departamento es bastante oscuro de por sí. —Creo que ya podemos ir a por el atún…— musito, y como si un tema fuera ligado al otro, sigo. —Después de las vacaciones por Navidad podrás ir a clases en el Royal, ya verás, te gustará ir a clases. Podrías ir con tu primo Tyler. Y… podrás ir como una Weynart. Hanna Weynart, ¿te gusta?— pregunto, con mi mirada puesta en los estante, simulando despreocupación por ese cambio, cuando estoy pendiente de su reacción y no me siento valiente como para hacerle frente.
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Asintió con la cabeza, convencida de que lo mejor era no mezclar la pizza con la sopa, aunque nunca sabía donde se podía encontrar una receta nueva que le gustara a todo el mundo pero nunca hubieran sido capaces de unir, ¿no? Bueno, seguro que alguien lo había hecho antes… pero ellos se lo contarían a los demás por lo que serían los inventores. Una sonrisa de suficiencia apareció en sus labios, no dejando de mirar hacia todos lados, tratando de leer algunos de los rótulos que coronaban las altas estanterías, a la par que los nombres de las etiquetas; pero que acababan convirtiéndose en letras que bailaban de un lado para otro sin dejar que centrara la mirada en las mismas. Igualmente tampoco era buena con las letras, su mamá le había enseñado cuales eran, pero ella solo se había quedado con las que formaban los nombres de sus animales favoritos, con aquello era más que suficiente.

Consiguió alcanzar unas galletas de color negro cuando doblaron en un pasillo. —¿Cómo consiguen que las galletas sean negras? ¿Les ponen carbón?— preguntó antes de que su padre contestara a la pregunta en relación al Consejo de Unicornios, la cual volvió a invadir por completo su mente y atrajo toda la atención de la pequeña de azabache cabello. Asintió con seguridad. Le gustaban los animales, y los unicornios eran de sus preferidos, por lo que aprender todo sobre ellos sería algo divertido  de lo que nunca se cansaría aunque tuviera que estar muchas horas  estudiando libros sobre ellos. —Podemos hacer nuestras propias galletas— propuso con un amplia sonrisa. Era algo que le había enseñado su mamá, todo lo que sabía lo había aprendido de ella y cuando pensaba en ello sentía un ligero dolor en el pecho, aquel que le indicaba que estaba comenzando a tratar de compartir con otras personas lo que solo había vivido con ella. Y, en cierto modo, no quería hacerlo. Bajó la mirada un ápice, apretando contra su cuerpo el peluche de puffkein, como si aquello pudiera protegerla de aquello que la dañaba por dentro. Por ello prefirió centrar su atención en las estanterías que la rodeaban, tratando de alcanzar lo que quedaba cerca para poder verlo, pero, en especial, las sábanas de florecitas que llamaron su atención en última instancia.

Parpadeó confusa, manteniéndose completamente inmóvil, como si acabara de descubrir algo que la asustara y no quisiera saber. —¿No puedes hacer que sean buenas?— preguntó casi en un tono de súplica que no pudo controlar. Se mordisqueó el labio inferior, tomando las sábanas de sus manos y apretándolas contra su cuerpo, sintiendo una fuerte necesidad de aferrarse a algo. ¿Eso significaba que si su unicornio se volvía malo lo mataría? Prensó los labios, alejándose un poquito hasta que su espalda chocó contra el final del carrito. Tanto las personas como los animales tenían que ser libres, no estar encerradas ni atadas. Bajó la mirada, arqueándola ligeramente en dirección a la lámpara que señalaba. —Nunca he tenido nada así…— musitó. Siempre había tenido las cosas justas y necesarias, envidiaba a los que tenían muchas cosas en sus habitaciones, ella también quería muchos peluches, libros, luces y ropa, pero siempre la convencieron de que todo aquello no era realmente importante.

Observó como cogía cosas de un lado y otro, tomándolas cuando caían dentro del carrito, examinándolas entre sus manos y consiguiendo que el tema relacionado con los animales quedara atrás en sus pensamientos mientras trataba de pensar donde se podría colocar todo lo que estaban comprando. Acabó por sentarse con las piernas estiradas al frente, observando entre los barrotes como todo pasaba a su alrededor, escuchando a su padre de fondo hablar pero no contestando nada hasta que consiguió que girara la cabeza en su dirección. —¿Hanna Weynart?— sonaba extraño en boca de otros, mucho más cuando ella fue la que lo pronunció. —¿Por qué tengo que cambiar mi nombre?— preguntó, inocente. ¿No daba igual cual fuera su nombre? ¿Tenía… que tener uno diferente porque su madre ya no estaba con ella?
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Es chocolate— le explico con vaguedad, entonces caigo en lo grave que es esto.  —¿Sabes lo que es el chocolate?— pregunto, si me dice que no sabe qué es, creo que cancelamos la compra general para ir a comprar un pastel en este momento. Espero que a que me ofrezca una respuesta que me saque de shock antes de tomar medidas urgentes y es que creo que mencionamos a los chocolates alguna vez, ¿o no? ¿En qué momento de nuestras conversaciones que han sido dos hasta el día de hoy podríamos haberlo mencionado? El día que la conocí cuando Xing todavía estaba en la otra habitación y hoy que damos inicio a la charla interminable de pasar a vivir juntos porque su madre ya no está. De todas las cosas que se ha privado Hanna por culpa de que Xing decidió tenerla en la norte, y sí, la culpo por todo todavía, hay cosas que sé que no son lo importante, pero podría haberlas tenido. Después de haber vivido en un continente en el que tampoco lo teníamos todo, porque casi todo estaba destruido, no puedo hacer otra cosa que cargar el carro de compras con un puffkein de peluche y sus sábanas de florecitas.

Pero por un minuto me siento como quien es juzgado al tener que explicar a qué me dedico, creo que los aurores la tienen más fácil al decir “nosotros atrapamos a los malos”, aunque no sé qué tan buena será la opinión de Hanna siendo que creció en un barrio de repudiados. Froto mi nuca con la palma de mi mano, es una única pregunta la que debo contestar y creo que eso es todo, así que me lo pienso bien. —Si tuviera alguna manera de ayudarlas y hacer que sean buenas, lo haría—, eso creo que no me hace quedar tan mal a los ojos de mi hija, ¿no? A nadie le gustaría que lo señalen como un cazador de unicornios arcoíris o tiernos mooncalfs. Cargo la lámpara entre las otras cosas, le sonrío cuando me dice que nunca ha tenido muchas cosas, no quiero ser pretencioso por todo lo que viene detrás de ser un Weynart, así que no se lo digo. No tengo un puesto tan bueno como otros en mi familia, pero no estoy mal. —Pídemelo si quieres algo, y si puedo y es algo coherente…— digo y creo que la última parte de esa oración tengo que revisarla, que se supone que hay un unicornio en camino.

Detengo las rueditas del carro por dos segundos, trato de que no se note, así que sigo por los estantes como venía haciéndolo, agarro lo primero que tengo al alcance para que no se vea que me ha afectado que no entienda por qué debería ser una Weynart si es mi hija. —¿No te gustaría?— inquiero, ahí va mi miedo. No quiere ser reconocida como mi hija por otras personas. Miro desde lo alto que me encuentro a su pequeña altura y no creo que en su cuerpecito quepa un rechazo tan hondo, tal vez simplemente no lo entienda. —Cuando nacen los bebés, lo normal es que lleven el apellido de su padre, a veces también el de su madre. Mi padre era Weynart y yo soy Weynart… y aunque no estuve cuando naciste, me gustaría que seas ahora una Weynart. Llevarlo hace que todos sepan que eres parte de esta familia—, ¡vaya! ¡Nunca me había esperado que salga una explicación tan simple de mi boca! Se me da bien estas cosas, creo que podría hacerlo bien con Hanna.
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Parpadeó confusa, girándose en dirección a su padre ante la pregunta que acababa de hacerle. — ¿Le ponen carbón al chocolate? — contestó a su pregunta con otra nueva. — El chocolate es marrón, aunque también puede ser blanco, o de colores si le ponen lacasitos — razonó abriendo y cerrando las manos en torno al peluche que aún sostenía contra su cuerpo, con la mirada vagando por las estanterías e inclinándose, leve, fuera del carro cuando algo llamaba su atención más de la cuenta. — El día que viniste a casa estaba tomado un batido de chocolate —. Puede que otros niños no recordaran cosas como aquella, pero la pequeña recordaba todas las ocasiones en las que pudo disfrutar de uno ya que no lo había hecho con especial asiduidad.

Y trató de distraer su mente. Su mamá siempre la elogió por su imaginación, la capacidad que tenía para abstraerse de todo cuando estaba entretenida, como convertía lo cotidiano en algo fuera de lo común. Teniendo tantas cosas nuevas a su alrededor fue relativamente fácil hacerlo; una parte de su cabeza no quería olvidarlo, dejar a un lado que tenía que matar a los animales cuando eran malos… o cuando consideraban que lo eran. Su sonrisa acabó por difuminarse mientras sus ojos recorrían las estanterías y su cadera se apretaba contra las hileras del carrito. Se movió un poco hacia un lado para no pisar la lámpara, observando durante unos instantes las cosas que habían tomado. — Mamá siempre me dice que no tengo que ser aviri… av… avir…ciosa — su lengua se trabó en un par de ocasiones hasta que creyó dar con la palabra correcta. Arrugó los labios, culpable, y algo triste por mencionarla. Todo lo que sabía, había aprendido o tenía venía de ella y le era inevitable que no surgiera en todas y cada una de sus vivencias e historias. Porque ella había sido el centro de todas las de la pequeña, al igual que ella de las de la adulta. — ¿Tienes cosas para lavar la ropa? — preguntó entonces, cuando cruzaron un pasillo donde algunas botellas y cajas llamaron su atención por los colores azules, blancos y verdes que los decoraban. — Me han enseñado como se hace — agregó con todo el orgullo del mundo cargado en su voz cuando las palabras fueron pronunciadas.

Estiró las piernas al frente cuando acabó sentada, con el peluche apoyado sobre las piernas y su atención fija en los altos estantes que recorría con las manos su padre. Inclinó la cabeza hacia un lado, escuchándolo hablar desde su posición. — No lo sé — contestó a su pregunta, acompañando sus palabras con un ligero encogimiento de hombros. Ni siquiera sabía si realmente importaba el apellido que tuviera después de su nombre. ¿Las personas usaban mucho su apellido? Porque ella siempre había sido llamada por su nombre. Hanna. Una ‘o’ se dibujó en sus labios, asintiendo con la cabeza a su explicación, como si acabara de entender mil cosas en un mismo segundo. Siguió asintiendo durante algo más de tiempo, apretando de tanto en tanto el cuerpo del peluche y golpeando con los talones la base del carrito. — Soy Hanna Weynart… porque soy tu hija — razonó con asentimientos —, debería llevarlo entonces — concluyó con total seguridad. Si los hijos llevaban los apellidos de sus padres, ella también tendría que llevarlo ahora que tenía uno, ¿no? — ¿Tienes una familia grande? — preguntó, siguiendo con la batería de preguntas que tan propia de ella era, una que parecía querer regresar poco a poco a la normalidad.
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Como soy el adulto que ofrece explicaciones a sus preguntas curiosas, me da vergüenza preguntarle qué son los lacasitos, me limito a asentir con el mentón para darle la razón sobre los distintos colores de chocolates que existen. Evoco ese día que fui a su casa, recuerdo que su madre nos hizo encontrarnos en la sala, que tuve que arrodillarme para quedar a una altura en la que pudiera hablar con ella. Es raro como puedo recordar tan nítidamente la voz de Xing, el cruce de palabras y los gritos susurrados, sus labios al moverse, la curva de su mandíbula, un mechón de cabello oscuro que caía por delante de su oreja y se echaba hacia atrás, recuerdo esos rasgos tan difusos de ella, pero mi memoria se niega a recrear sus ojos, el reproche en su mirada. Hasta que lo hace, la veo tan bien delineada en mis recuerdos, tan real que por un momento no me creo que esté muerte y que mañana mismo volverá para buscar a Hanna. —Compremos entonces algo de chocolate para hacer tus batidos— murmuro con voz lejana, mi mente en otro lado.

Las menciones a su madre están presentes en todo momento, algo a lo que tendré que acostumbrarme y que remueven en mí recuerdos que van más lejos en el tiempo, no quiero, sin embargo hago la pregunta: —¿Tu mamá estaba enamorada de alguien, Han?—. No, esas preguntas no se hacen, no me va a gustar saber la respuesta. No solo por Xing, también por ella. Pero si hay alguien en su vida que hizo de padre para suplir mi falta de presencia, va a escocerme como una herida infectada, y si esa persona algún día aparece, no sé lo que haré. —Es bueno no ser avariciosa, a mí no me gusta tener muchas cosas tampoco, sino vivir de una manera bastante sencilla. No tiene caso tener muchas cosas, Han. Lo que vale es lo que vives, no lo material que tienes— digo, que como Weynart no me hace falta nada, pero tampoco me ha sobrado. Mi estilo de vida es más bien modesto, rayando en lo mendigo si me comparo con el resto de mi familia. —Me está gustando esto de tener una compañera de piso que sabe hacer tantas cosas— se me escapa una sonrisa, aunque no es mi intención ponerla a trabajar sobre mi desorden. Voy eligiendo más o menos al azar los productos que creo que podemos necesitar.

La charla sobre mi apellido es algo que tenía que ocurrir, cuanto antes mejor. No sé cuántos días me podré demorar antes de llevarla a que la conozca Riorden, me gustaría hacerlo con todos los papeles en orden. Sin embargo, me siento mal cuando ella no parece oponerse al cambio, siento que le estoy quitando algo a Xing o algo de Xing a ella. Presiono mis labios en lo que dura mi momento de duda, si es que debería conservar el apellido Yilmaz, me consuelo pensando que ponerle mi apellido es mi aporte por derecho, ya su madre eligió su nombre. —¿Sabes por qué tu madre te llama Hanna?— pregunto, con esa misma curiosidad que ella demuestra a cada momento, esa para la que tengo que seguir hallando respuesta. —Y tenemos una familia muy, muy grande. Tienes varios primos. Tal vez no veamos a todos muy seguido, no soy el más sociable entre mis parientes, pero a mi hermano Riorden sí lo conocerás, a sus hijos, y también a mi hermana. ¿Te dije que tengo una hermana melliza? Quiere decir que nacimos al mismo tiempo, bueno, ella unos segundos antes y por eso dice que es más inteligente. Claro que yo soy más guapo— bromeo, y no quiero siquiera imaginar la cara que pondrá Lily cuando le presente a su sobrina, una cosa es que se lo haya comentado, otra es tenerla ocupando un espacio en mi casa.
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Inclinó la cabeza hacia un lado, recorriendo las facciones del hombre que parecía más que ausente. Una ausencia con la que no se había encontrado a lo largo de aquel día. Algunas personas eran propensas a mantenerse inmersas en sus pensamientos. Su madre siempre lo había sido. Cuando alguien decía algo se quedaba pensando durante un tiempo hasta que parecía regresar a la tierra con alguna palabra que decir. — Mamá también piensa demasiado las cosas — comentó con naturalidad a la par que inocencia en su voz. La echaba de menos, cada vez que le encontraba algún parecido con alguien, cuando veía su comida favorita o pensaba en su color favorito sabiendo que tenían al mismo. Simplemente estaba en todos y cada uno de sus recuerdos, permanecía sentada en un recoveco de su mente, esperando a que eligiera un recuerdo para hacerse presente allí también. Trató de esbozar una sonrisa que pareció no querer verse del todo porque se mostró más triste de lo que había pretendido que fuera. Sacar el lado positivo, sonreír y bromear era lo suyo, era la que había puesto el toque de alegría y felicidad en una casa en ruinas.

Trató de ordenar los productos dentro del carrito, teniendo cuidado de no pisar ninguno en un despiste. No había visto demasiado de su casa por lo que no sabía todas las cosas que necesitaba… pero por la cantidad de productos que tomaba sentía que no tenía de casi nada. Volvió la mirada hacia él, algo confusa por su pregunta. — No lo sé — reconoció rascándose la mejilla con la diestra —, traía a personas a casa, pero nunca dejó que pasaran mucho tiempo conmigo — agregó encogiéndose de hombros. Quizás había tenido algo de contacto con un par, pero lo cierto era que su madre nunca quiso que se encariñara de nadie lo suficiente como para preguntar por ellos. — ¿Tú estás enamorado de alguien? — preguntó entonces, antes de verse nuevamente invadida por nuevos productos que él metía sin ningún orden dentro del carrito. Por un segundo se vió arrinconada, teniendo que mover las cosas con algo más de rapidez, arqueando la mirada en su dirección de tanto en tanto. — Me gusta ayudar —. Apiló todo a un lado, inclinándose hacia una bolsa que tomó entre sus manos. — ¿Qué son las… toallas higiénicas? — preguntó leyendo con algo de dificultad las palabras escritas en la bolsa y tendiéndoselo a él. ¿Eran para limpiar? Nunca las había visto, y el dibujo tampoco significaba nada para ella.

Un murmullo pensativo se instauró en su garganta cuando preguntó sobre la elección de su nombre. Su madre era una persona que mezclaba cualquier tipo de información que cayera en sus manos; así había tratado de explicarle su nombre. Entremezclando idiomas, culturas y significados que no entendió del todo, y seguía sin hacerlo demasiado. — Cada día decía que mi nombre significaba una cosa — sonrió con nostalgia — puede significar flor, pero también compasivo. Aunque también significa cosas feas… — trató de acercarse hasta él, tomando su mano y dibujando con un dedo una letra en la palma contraria (恨). — En chino significa odio o resentimiento. Así que prefería pensar solo en la flor — explicó golpeando con el dedo el centro de su mano, allí donde había dibujado la letra segundos antes. Mantuvo su dedo allí, prensando los labios ante la idea de tener a varias personas desconocidas a su alrededor sintiendo curiosidad por ella. Sin percatarse de ello las puntas de su cabello comenzaron a tornarse de color azul eléctrico, y se cercioró cuando agachó un poquito la cabeza y su lacio cabello se deslizó frente a su rostro. — ¿Y si no les gusto? — susurró atrapando algunos azulados mechones entre sus dedos.
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Me molesta, vaya a saberse por qué me molesta, que hayan pasado varias personas por la casa que ellas compartían. Lo que me tranquiliza es saber que Hanna no tenía trato con esa gente, no creo tener el derecho de cuestionar las acciones de Xing cuando al separarnos quedó claro que cada quien veía por las decisiones que tomaba y las consecuencias que eso podría traer, ella sabía que estaba tomando una postura que ponía un obstáculo insalvable entre ambos. No creo que después de ese día, mi existencia debería tener algún peso en la vida de ella, porque al avanzar con mi vida, la suya también la relegué a recuerdos que estaban hechos para ser olvidados. —No— es mi respuesta franca a su pregunta, —la verdad es que no—. Y puesto que estamos siendo sinceros para empezar a conocernos, en serio lo pienso, no me quedo con lo que mi mente dice por la costumbre de no darle importancia a esas cosas. Hago un repaso de las caras que más fijas se han quedado en mi memoria estos años y no, más que recuerdos, no hay un sentimiento real y presente. Salvo… su presencia repentina en mi vida, es tan real que incomoda un poco y es... amable a la vez.    
Las toallas higiénicas son…— reviso el paquete que llamó su curiosidad para sumarlo a los productos que estamos cargando en el carrito, —es una manera más sencilla de limpiar si es que todavía no sabes hacer hechizos. ¿Sabes hacer hechizos?— pregunto, no, lo dudo. No creo que tenga una varita. He traído a comprarle chocolates, lámpara y sábanas, no una varita. Tengo que empezar a hacer una lista mental de todo lo que necesita Hanna para adecuarse a la vida que tenemos por aquí, que no se note tanto que sea extranjera, y no por una cuestión de los rasgos, sino por su procedencia del norte. Si irá al Royal sobre todo, le he dicho a mi hermana lo elitista que me parece y el apellido en verdad importa, ojalá pudiera comenzar las clases como una Weynart, sería una manera de allanarle el camino para ser aceptada por sus compañeras. Como espero que lo sea por mi familia. —¡Oye! ¡Claro que les gustarás! A mí me gustas y soy el Weynart más difícil, todos ellos te querrán— le aseguro, con un poco más de confianza le picaría la mejilla con un dedo. En cambio avanzo con mis manos empujando el carrito. —Y me cuesta imaginar que una palabra puede tener tantos significados, si los juntas todos…— voy pensando en voz alta, tal vez acordándome de cuentos que le contaba a otra niña antes. —Quiere decir algo así como que eres la flor que crece donde otros sembraron resentimiento y odio, para traernos compasión— me quedo meditando en esto. Entonces si busco su mejilla para acariciarlo con mi pulgar. —Quiere decir que Xing y yo logramos dar algo bueno al mundo.
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