The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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This slope is treacherous ✘ Lara
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Puedo escuchar la cháchara de Kirke, pero la verdad es que no le estoy prestando atención alguna. Sé que Josephine se da cuenta porque mira con las cejas levemente arqueadas los garabatos que hago en la hoja que tengo adelante, fingiendo que soy todo oídos a pesar de que ella, que es la única que se encuentra a mi derecha, puede ver que tengo la cabeza en cualquier otro lado menos en esta junta. ¿Para qué, de todos modos? El nuevo proyecto de ley que mi colega tanto se esfuerza en retomar es anticuado, ya nadie hace uso de animales domesticados para la comunicación, por muy mágicos que sean. Los muggles nos regalaron la tecnología, una de las pocas cosas útiles de su existencia y, con nuestros propios toques, se ha vuelto una pieza fundamental en nuestro sistema. Ahora, volver a implementar lechuzas, por muy atado a nuestras raíces que esté…

Ha sido un verano de lo más anormal, incluso si me salgo del terreno profesional. Esta semana me encontré buscando un regalo de cumpleaños para Meerah y aún no decido que será, incluso cuando pasaron unos días y salvé la situación enviándole chocolates y la promesa de un festejo. Lo malo es que aún no nos hemos podido ver y eso significa que tendré que darle el regalo grande cara a cara, pero soy un completo inexperto. Obviando el detalle hogareño-parental, también he encontrado un uso nuevo al salón de archivos, en especial al rincón cerrado y confidencial donde solo yo tengo acceso y las cámaras de seguridad no tocan ninguna esquina. Es el sitio ideal para escabullirte cuando te cruzas casualmente en el ascensor y acabas arrastrando a cierta mecánica para tener quince minutos de privacidad entre las corridas ministeriales, lejos de las miradas de los curiosos, aquellos que he ignorado por las últimas semanas. Un ridículo detalle que recuerdo sobre ayer por la mañana me pinta una vaga sonrisa que disimulo al bostezar, haciendo que Kirke se silencie de una buena vez. Es fácil, si yo demuestro signos de aburrimiento, saben que no tiene sentido seguir hablando. Eso nos ahorra muchos problemas y ni hablemos de tiempo  — Si encuentras el modo de hacer que todo este proyecto no suene como un malgasto de recursos, presenta un informe en mi oficina. No veo las razones por las cuales algo de esto… — señalo de mala gana la pantalla, con los gráficos que él mismo ha armado — Pueda ser útil a nuestra sociedad actual. Además, las leyes de protección de criaturas y animales mágicos son las más estables que tenemos. ¿Por qué cambiarlas por un capricho tradicionalista? — cierro mi carpeta y Josephine ya está tendiendo la mano cuando se la paso. Sin más, me pongo de pie y tironeo un poco de la camisa para quitarle las arrugas ganadas en los últimos cuarenta minutos — Creo que pueden seguir sin mí y solo avisarme cuando dejen de desperdiciar la sala de juntas en temas tan poco influyentes. Que tengan unas buenas noches.

Apenas oigo el saludo general, porque estoy chequeando la hora en el reloj de pared y creo que es un poco obvio que salgo por la puerta con paso apretado. Aún no es el horario de salida, pero como sé que no tiene sentido regresar a la oficina, me encamino directamente al ascensor. Para mi horrenda desgracia, la única persona que se sube conmigo es Patricia Lollis, así que miro para cualquier otro lado incluso cuando frenamos en el piso de tecnología y tengo que moverme hacia un lado para hacerle espacio a la mujer morena que se nos suma, a quien saludo con un movimiento de la cabeza meramente cordial. No me pasa desapercibida la mirada chismosa detrás de los lentes cuadrados de Patricia, pero como se baja antes de llegar al vestíbulo, puedo suspirar como si hubiese estado conteniendo la respiración — Recuérdame despedir a esa mujer para el año próximo. Si pusiera el énfasis que usa para chismorrear en su trabajo, tendríamos el departamento más eficaz de todo el ministerio —  se me escapa una sonrisa vaga y saco mi comunicador del bolsillo, mostrándole la hora — Cinco minutos temprano antes de lo acordado, Scott. Vas a poder usarlos para darme ideas de qué regalarle a una niña consentida de trece años — bromeo, fue solo un mensaje al pasar de esta tarde y, la verdad, estoy seguro de que ni le ha prestado atención. Mi mirada se va derecho a dónde sé que está la cámara de seguridad, por lo que vuelvo a guardar el comunicador con naturalidad cuando se abren las puertas que dan al hall — Asumo que sigues sin querer ir a mi casa, así que podemos ir a la tuya. Al menos que quieras pasar la noche entre archivos apilados o cumplir nuestra deuda del karaoke. Tienes que ayudarme a olvidar que acabo de desperdiciar casi una hora hablando sobre aves — me encojo de hombros sin mucha importancia y avanzo por delante de ella, fingiendo total indiferencia al moverme entre los empleados que aún se manejan dentro del edificio. Como dije, semanas extrañas, pero creo que las cosas no han cambiado tanto como para mostrarnos continuamente abandonando el ministerio en compañía. Hay líneas que no se deben cruzar.
Hans M. Powell
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Invitado
Invitado
A la espera de que el ascensor baje, ignoro los mensajes de mi madre que insisten en que nos encontremos una de estas noches a cenar, sé a qué viene el recordatorio aunque no lo haga explícito. Hay fechas que quedan marcadas a rojo en el calendario y en el último mes he tenido que pasar por un par que no pude ignorar, por más que obligué a mi mente a concentrarse en proyectos que no me motivan como antes. Y agradezco la distracción que me supuso hacer de ciertos lugares una oportunidad para mis pensamientos se anularan, con todo en mi vida en un auténtico caos en el que cada cosa perdió su rumbo, seguir y buscar esa emoción que no tiene nombre, dejarse arrastrar fue tan sencillo. Habíamos hablado sobre que eso era lo mejor que podíamos hacer. Si nos entregábamos a ello, sin que importara lo que otros pudieran decir y libres de nuestras culpas, conseguíamos más de lo que las circunstancias lo hacían posible. Que la opinión de los demás lo dejáramos como una cuestión de segundo plano, no cambia el hecho de que al entrar al ascensor ni siquiera responda a su saludo escueto.

Paso de la misma manera al lado de la mujer que reconozco como una de las secretarias, nos hemos visto las caras un par de veces y espero que la mía no sea memorable para ella en el tránsito habitual de las oficinas, no podría decirlo porque estas mujeres son observadoras. Cuando la mujer desaparece en otro piso, doy un paso para quedar parada al lado de Hans, a quien supongo que la vocación de su secretaria lo relaciona con la posibilidad de que se difunda en un rumor. —Te preocupas fácil por las chismosas. ¿Qué podría decir de nosotros? Salvo que tuviera legeremancia…— digo y curvo una sonrisa insinuante hacia él que simulo como un ademán burlón. —¿Es eso?— susurro, me recuerdo que todavía estamos en el ascensor para no buscar su cabello con mis dedos. —¿No puedes detener tus pensamientos sobre lo práctico que es este diminuto lugar con sus cuatro paredes en las que apoyarme y sin muebles en medio? Porque yo lo he pensado. Lástima la cámara— reconozco. El que tengamos una lente grabando cada movimiento, y por suerte nada de sonido, desanima un poco. Y si eso no lo hace, la mención de su hija sirve para llevemos la charla a un punto opuesto. —No sé qué te hace creer que pueda ser de ayuda en eso. Puedo hacer el intento…— Porque es Meerah.

No respondo a sus palabras, en cambio me muestro indiferente cuando tengo que encontrar mi camino a la salida en la misma dirección que él, sin que parezca que estamos andando pendiente de los pasos del otro. En cuanto puedo me desaparezco, conoce mi casa y lo espero fuera a que se presente para abrir la puerta con mi varita, aguardando a que me siga. —Tal vez tendríamos que ir de karaoke para romper un poco la rutina, nos estamos volviendo hogareños— bromeo. Por costumbre hago los pasos que faltan hasta la cocina y me acomodo detrás de la mesada, en una de las banquetas. —¿Sabes que otra deuda nos falta? La falda— chasqueo mis dedos por el pequeño triunfo de mi memoria. —Ni siquiera lo recordaba. Mencionaste lo del karaoke y vino a mí…— me río de esto y la seriedad vuelve a mí al ver la hora en un reloj digital puesto en los estantes. Las cenas son una comida revalorizada cuando aporta energía para las noches especialmente largas, a las que siguen desayunos rápidos si es que los hay, por culpa de quedarme dormida debido a la mezcla de sentirme cansada y a la vez relajada.

»Oye, te ayudaré con ideas para el regalo de Meerah si te encargas de cocinar la cena — propongo. Me parece una propuesta justa, no puedo negarse. —Yo le regalé telas— le cuento. Unas piezas que en el distrito ocho pudieron replicar a partir de unas muestras de diseños hindúes que mi madre tenía guardadas. Sabía que quería regalarle algo que estuviera relacionado con su trabajo y que le sirviera para seguir creando, pero no logro saber qué puede faltarle, puede tener lo que quiera. Su padre es… bueno, un ministro… —Podrías pagarle una fiesta de cumpleaños que sirva de gala para mostrar sus modelos, y por supuesto, estarías obligado a posar toda la noche para ella, ser la cara de sus diseños—. ¿En serio a mí se me ocurren estas cosas?
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Mi sonrisa delata que tiene toda mi atención a pesar de que solo tengo los ojos fijos en el reflejo difuminado de las puertas del ascensor. Disparo las cejas hacia arriba en un gesto suave y meto las manos en los bolsillos del chaleco, ese que reemplaza la presencia del saco en estos días donde el calor se ha tornado un poco insoportable —  Oh, no juegues sucio conmigo o harás que pase la semana entera buscando un hechizo que nos regale privacidad la próxima vez que te encuentre aquí — es una amenaza que suena más a un consejo y a un desafío, atreviéndome a echarle un vistazo apenas girando el rostro en su dirección. Sacar a colación el tema del cumpleaños de mi hija me pone a salvo, evita que mi mente se vaya por sitios no convenientes para este escenario y mantiene mis manos quietas —  La conoces mejor que yo… —  es mi mera respuesta, no puede decir que eso es mentira si consideramos los años extra que lleva en su compañía. No queda mucho que decir, pronto solo debo fingir que me marcharé a casa como casi todas las noches y no es necesario una aclaración para que mi desaparición me deje en la puerta de su departamento. Un panorama al que me estoy acostumbrando.

Ella ya me espera allí y me paso una mano por el cabello como si necesitase acomodar algún mechón por la sacudida en un gesto de pura inercia, a la espera de que la puerta se abra —  ¿Me estás pidiendo una cita? Creí que no hacíamos eso —  sigo su broma al caminar tras sus pasos y ni me volteo para darle el empujón necesario a la puerta al cerrarla. Esto me detiene lo suficiente como para estar a varios metros cuando la miro con expresión descolocada, tratando de hacer memoria hasta que chasqueo la lengua y abro mi boca en una o que se va extendiendo al delatar que me ha caído el recuerdo — Me había olvidado de eso. A estas alturas, debería cobrarte esa promesa con intereses. ¿Cuántos meses han pasado? — no los he contado, se me hace una eternidad y está muy lejos de la realidad presente. Una en la cual me desabotono el chaleco por comodidad en el living de su casa y me acerco a la mesada mientras ella intenta hacer tratos de lo más comunes, como si esto fuese una rutina más entre dos personas que se han acostumbrado a su compañía. Quizá, eso seamos ahora. Incluso le sonrío con algo de gracia ante ello —  Supongo que volver a ordenar algo no está en planes. Pero está bien, pretendo sobrevivir hasta mañana sin una intoxicación intestinal —  paso las manos por el cuello de la camisa al tratar de desabrochar el primer botón por comodidad y apoyo mis codos en la mesada, inclinándome frente a ella. La sonrisa ha pasado de divertida a amenazante, aunque sé que hay cierta chispa poco seria en mis ojos — Sabes que jamás me prestaría como modelo. Prefiero regalarle un pony y limpiar la bosta del animal —  ella se fue a lo fácil, Meerah no debería ser complicada teniendo gustos tan definidos. Mis dedos tantean sobre la mesada hasta tomar los suyos, enroscándolos como si fuese todo un entretenimiento —  Es el primer cumpleaños que paso con ella. Quería algo que perdure, ya sabes…  —  alzo un hombro al hacer un mohín —Supongo que tendré que improvisar o simplemente preguntarle qué quiere. No tendría que ser tan difícil.

Con un resoplido, decido que no es momento para esto y le sonrío en señal de disculpa — Lo lamento, no voy a pasarme la noche hablando sobre mi hija. Ya lo solucionaré — jamás tuve intenciones de volverme ese tipo de padre y es demasiado tarde como para sumarme preocupaciones, por pequeñas que sean. A veces no comprendo cómo mi lista de asuntos pendientes puede variar desde ser un empleado del gobierno con misiones confidenciales a un sujeto que anda preguntándose si será adecuado el aceptar una pijamada organizada por una preadolescente en su casa. Y eso que aún sigo siendo joven — Solo dime qué quieres de cenar — no espero a que me dé una respuesta que ya estoy soltando su mano para bordear la mesada y meterme de lleno en la cocina. Con total impunidad abro la heladera y meto la cabeza dentro, me ahorro el preguntarle hace cuánto tiempo que llevo viendo el mismo tupper ahí metido y la cierro para abrir la alacena — Puede ser pasta con alguna salsa rápida para quitarnos la cena de encima, al menos que quieras que despliegue mis dotes culinarias — esas que los dos sabemos que no poseo. Puedo manejarme, pero jamás he tenido la necesidad de aprenderme muchas recetas o trucos gastronómicos. Tomo el primer paquete de espagueti que encuentro y se lo enseño, dando el paso largo que necesito para llegar a ella e inclinarme cerca de su oreja — Al menos que no tengas mucha hambre y prefieras no ver la televisión conmigo, que hay algo que quiero sugerirte, si prometes no pegar el grito en el aire o echarme de tu casa — tengo que bajar un poco el paquete que me cubre la cara para besarla por debajo del lóbulo de su oreja. Es extraño como la vida nos da mil vueltas. Jamás me interesó la cotidianidad en la casa de una mujer, hoy me encuentro con la tarea de cocinarle y ni siquiera reprocharlo; tal vez, esa sí sea señal de que estoy envejeciendo. O de que ella es más peligrosa de lo que pensé.
Hans M. Powell
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Invitado
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Tiro de mis labios en una sonrisa que se extiende por mi rostro, me divierte como la broma de una salida para interrumpir la rutina se vuelve una cita en toda regla. Podemos seguir contando los pendientes que nos quedaron, a pesar del vértigo de mi memoria cuando trato de evocar en orden todas las cosas que nos colocaron en este sitio, hay un par de comentarios o de situaciones aparentemente sin sentido, que puedo recordar con una nitidez asombrosa. La posibilidad de una cita me hace repetir palabras que creo haberlas dicho antes. —Las citas son el protocolo para conseguir un poco de sexo, a la primera o a la tercera. Y nosotros no las necesitamos, ¿no? Es un trámite que nos ahorramos— lo descarto con un movimiento de mano en el aire y un mohín, como si se tratara de otro embrollo burocrático que se evita de ser posible. La manera en mis labios se curvan hacia un lado deja ver que sigo tomando las cuentas pendientes como un chiste. —Si cuento los meses de demora estaría colaborando contigo en mi perjuicio— señalo, mi dedo índice en alto para marcar un punto. —A menos que yo también gane algo si te cobras esos intereses— aclaro.

Se escapa una carcajada suave de mis labios cuando asume la tarea que le corresponde en mi trato improvisado, por más que rechazo mi sugerencia de redondo por un detalle que considero menor. Su cara está en todos lados, mal que le pese. Se lo puedo reprochar, pero lo que dice después tiene más sentido que todas las ideas frívolas. — Entiendo— asiento con mi barbilla, fui una «niña de papá» alguna vez. —Estaría bien que puedas darle algo personal, que tenga que ver con ustedes dos y nadie más. Es difícil trasladar el vínculo de un padre y su hija a algo material…— digo, echando un vistazo al estante de colecciones que está contra una de las paredes. — Pero debe haber algo de ti que puedas compartirle— concluyo. Y aunque diga que no quiere seguir hablando de su hija como un tema impuesto, me niego a dejarlo ahí. Me sujeto a sus dedos para no dejarlos ir. Porque no creo que sea cierto lo que ha dicho hace un rato, de que conozco a Meerah mejor de lo que él podría conocerla, son distintas aristas de una misma persona. —Hace un tiempo, ella me preguntó por ti. Quería conocerte a través de mí…— le cuento y me encojo de hombros. —Eso no es posible. Te diré lo mismo que a ella, lo que ustedes conozcan del otro no lo conocerá nadie más. Y ser padre e hija… es un vínculo demasiado especial si se construye, te ata muy fuerte y no se rompe jamás.

Suelto su mano cuando se pone de pie,  recargo mi espalda en el borde de la mesada y coloco los codos para apoyarme, volteando hacia él para verlo moverse en la cocina y dejo que con una libertad conveniente para mí, busque y rebusque lo que haya de comestible en esta casa para armar un plato decente. —Pasta está bien, si quieres agregar un poco de sabor a la salsa sé que hay condimentos que me trajo mi madre en la alacena. ¡Ah! No abuses del curry, un poco estará bien, pero si pones de más no vamos a poder dormir…— lo prevengo. —Quizás es mejor dejarlo para otra ocasión— decido por los dos. Sin hacer amago de incorporarme, continuo: —Ya que no pensaré ideas ni haré nada, dime si necesitas ayuda. Ya sabes, puedo señalarte desde aquí donde están las cosas y avisar si huelo que algo se está quemando…—. Le cedo toda la propiedad de mi cocina para que nos salve del hambre con sus dotes culinarias que al menos son mejores que las mías, se retirarme y reconocer las virtudes ajenas cuando no tengo mérito propio. —Si tengo hambre…— digo, mi voz por encima de la suya cuando se acerca y escucho el inicio de la oración. El resto atrae irremediablemente mi atención, me conduce con ojos ciegos a lo que sea que pasa por su mente, la mía abandona todos los temas recientes en nuestra conversación para irse por otros rumbos, acompañando la caricia de sus labios contra mi piel sensible. — ¿Qué puede ser que me impresionará tanto?— pregunto a punto de una risa, aprovecho su proximidad para ascender por su cuello con mi mano y atraerlo de manera que mis ojos queden bajo los suyos. —No sé si estás a punto de sugerirme una nueva postura o vas a obligarme a que sea yo la que cocine. Porque voy a indignarme mucho si es lo segundo…— advierto, buscando rápido un acuerdo. — A menos que sea una combinación de ambas cosas, también nos queda pendiente que cocines sin ropa. Podemos negociar una cena en vez de tostadas como debía ser...— murmuro, sonriendo cerca de su boca. —Bien, ¿de qué se trata?— dejo que sea quien hable.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
¿Pasar tiempo conmigo no es un premio en sí mismo? — el tono cargado de egocentrismo se pierde en la sonrisa que indica el chiste, casi retándola a que diga algo que me regale la oportunidad de burlarme de ella u ofenderme con tal de fastidiar. Lo olvido, tan pronto como las preocupaciones sobre Meerah se hacen lugar en una habitación donde no tendrían que entrar ese tipo de problemas y me hacen suspirar porque no tengo absolutamente nada para darle, al menos no propio — Un libro de leyes es una pésima idea… — intento contestar a su sugerencia con palabras poco serias, las que me llevan a ganar algo de tiempo. Pero ella me atrapa, me obliga a mirarla con nueva atención y arqueo una de las cejas porque no sé si quiero saber lo que esas dos hablaron de mí sin tenerme presente. Al final, solo me resigno con un suave bufido — Eso no quita que ahora mismo no sea lo suficientemente fuerte como para poder solucionar este pequeño dilema, pero supongo que gracias. Al menos no me siento tan desastroso — y eso que lo intento, al menos desde hace meses. Sé que no es el trabajo de mi vida, pero estoy en ello.

Intento seguir sus indicaciones haciendo una lista mental y la mueca que le hago deja bien en claro que no soy un excelente creador de salsas, pero puedo hacer el intento — Confío en que tus conocimientos en el área de la comida quemada sean de utilidad para mi misión de esta noche — por si las dudas, alzo una mano en señal de paz y agradezco de que no esté cerca de los cojines del sofá para evitar algún ataque volador. El modo que tiene de apresurarse para asegurarme que tiene hambre me hace reprimir una sonrisa, algo que no consigo del todo al tener que presionar mis labios con un tirón en las comisuras. Al menos, se toma mi advertencia con humor y apoyo cuidadosamente el paquete sobre la mesada, pero mantengo la mano sobre el mismo y el brazo estirado al encontrarme con el agarre en mi cuello que me aproxima a ella. Estoy seguro de que mis ojos se abren en toda su extensión por un segundo, acompañados de la sonrisa pilla que decora mi boca en un pispás — Ya te he dicho lo peligrosa que eres, ¿verdad? — murmuro, moviéndome lo suficiente como para acomodarme un poco más cerca de su boca — Ahora que lo dices, esto es demasiado caro como para dejar que lo manche algo de salsa — uso la mano que tengo libre para pellizcarme el chaleco, pero en vez de quitarlo la tomo a ella por el mentón con sumo cuidado — Es una tontería. Ahora que las cosas se calmaron, estaba pensando en tomarme dos o tres días lejos de la capital. Unas rápidas vacaciones que no tengan nada que ver con nada — ni norte, ni juntas, ni pensamientos que no me dejen dormir. Acaricio distraídamente el lunar que tiene junto a la boca y suspiro, bajando un poco la mirada en un intento de armar mejor el plan en mi cabeza — ¿Quieres venir conmigo? — antes de que diga alto, la suelto para levantar un dedo delante de ella que pide un segundo — No significa compromisos ni nada raro, pero sería agradable dejar de esquivar las cámaras de seguridad por un rato. No tenemos ni por qué dejar la habitación — y nos conozco demasiado como para saber que eso es exactamente lo que jamás haríamos.

Excuso el escape de la propuesta que yo mismo he soltado al robarle un beso veloz de los labios y me alejo, aferrándome al paquete de pasta que llevo conmigo y apoyo en la otra mesada — Solo piénsalo, es solo una idea — saco la varita del delgado estuche que cuelga de mi cinto y hago los movimientos necesarios que simplifican la tarea de cocinar. Pronto, el fuego está encendido, el agua se encuentra hirviendo y solo me preocupo por meter los fideos que considero una cantidad adecuada para dos personas; de segure sobre o falte, porque jamás tuve ojo para estas cosas. En cuanto me dispongo a proseguir con la salsa, cumplo mi palabra y el chaleco vuela hasta caer sobre su cabeza, lo que me hace sonreírle con burla — Te tocará quitar el resto — siseo, dándole la espalda para meterme de nuevo en la alacena. Bajo frasco tras frasco hasta que tomo uno que contiene lo que debe ser orégano o provenzal, por lo que abro y olfateo en mi intento de dar con el nombre. El aroma es demasiado fuerte, me hace arrugar la nariz y buscar una etiqueta que no tiene — ¿Esto es otra de las cosas que te trae tu madre? — sé que su familia tiene una tradición hindú y eso significa que los condimentos son mucho más fuertes, así que asumo que un poco de esto le dará sabor y no me hará ningún daño que me condene a encerrarme en el baño. Con un segundo fuego prendido y un golpe de la varita, los ingredientes comienzan a mezclarse y me volteo hacia ella, apoyándome en el mueble justo al lado del horno — Ahora solo queda esperar que los fideos no me queden crudos, aunque sería una buena excusa para que se te quite el hambre y pasar directo al postre — bromeo. Solo por capricho, me hago con una cuchara y pruebo un poco de la salsa, me relamo y, como no le siento mucho sabor, le meto un poco más de esa cosa verde. ¿Que tan mal puede hacer?
Hans M. Powell
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Invitado
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Me río de las palabras que el ego pone en su boca. —¿Estás esperando un halago de mi parte?— me burlo. Sabemos que eso no va a pasar, pese a que su compañía se ha vuelto una constante en mi rutina y reírme a su costa en la intimidad me salvó de estar horas sobre una mesa de trabajo para tener mi mente ocupada en algo que no sean los pensamientos frustrantes que a veces me abruman. —Un libro de leyes es lo mismo que le regales una nueva máquina de coser— resoplo y pongo los ojos en blanco. —Hablaba de algo tuyo, algo personal… que no le has mostrado a nadie más— procuro explicarme juntando paciencia por lo complicado que se hace expresar mi punto, innecesario puesto que el tema está zanjado. Suavizo mi expresión para decirle con voz queda, casi como un suspiro:—No eres un desastre—. Puede que su manera de empezar con Meerah es cuestionable desde muchos aspectos, cuando la conocí di por hecho de que la figura de su padre sería siempre un secreto indescifrable, que había un hombre en algún lugar del mundo que no tenía intención de volver a ella, lo que era una presunción equivocada. Tal vez sea porque conozco ciertas cosas que no debería saber, que le digo que no lo está haciendo mal y puedo entender que a veces las personas solo necesitan tiempo para llegar a ser alguien que al volver sobre sus pasos, puede hacer las cosas mejor.  

El susurro queda suspendido en el aire, se pierde en el intercambio que sigue en el espacio de la cocina. Hago un movimiento indiferente con mis hombros cuando nos recuerda mi reputación en el área, si mi fama de quemar comida hace que él asuma a la primera la responsabilidad de la cena, no voy a quejarme ni a tratar de defenderme.  —Prometo que estaré pendiente y si veo que salen llamas, soplaré desde aquí— me ofrezco. Me reafirmo en mi posición cómoda en la banqueta al estar libre de más tareas por esta noche, y el tratar de adivinar qué plan tiene en mente me entretiene al no tener nada más que hacer, juego con las posibilidades que mi imaginación propone. Puedo hacerme una imagen muy clara de mi propia sugerencia, no necesitamos ir muy lejos para cumplirla. Por eso la visión inesperada de una isla perdida en algún océano que desconozco sobresalta a todas mis ideas. ¿Qué? Si lo hubiera dejado en que pensaba irse de viaje en unos días, me podía ver diciéndole lo bien que le vendrían unas vacaciones por lo estresado que se le nota a veces y le preguntaría a donde iría, por mera curiosidad. Mis labios se separan, pero no logro articular palabra para contestar a su invitación. Se van curvando en lo que es una sonrisa nerviosa, creo que estoy a punto de estallar en carcajadas por lo insólito de esto. Me detiene a tiempo porque creo que podría decir una tontería, tiene una razón bien pensada como argumento al que no puedo rebatir tan fácil. No lo tengo que hacerlo al menos por dos segundos, lo que dura el roce de su beso.

Si es solo una idea y no una invitación formal, ¿te enojarás si digo que no?— tanteo, no se desde cuándo tengo reparos de decir algo que pueda ofenderlo cuando antes lo provocaba con toda intención de sacarlo de sus casillas. —Si de todas formas no saldremos de la habitación, podrías venir aquí esos dos o tres días…— me escucho decir y tengo que reconocer que eso suena mucho más raro que un viaje que nos aleje del resto del mundo. —Sin compromisos— aclaro de inmediato con una media sonrisa. Recojo en el aire su chaleco cuando lo avienta y mi humor se sobrepone a la vacilación que me provocan sus giros inesperados en los que me siento en jaque, que sabe bien que me hacen saltar del susto. Comienzo a sospechar que le gusta asustarme, exponerme a mis miedos. —¡Genial! ¡Es una cena-show! Esas son de mis favoritas— bromeo, disimulando mi manera de estudiarlo con atención por más que esté de espaldas con un tono que sigue el juego. —Se me ocurren varias maneras de colaborar con la diversión—. Dejo el chaleco sobre la mesada, tardo en dirigir mi mirada hacia los frascos que está olfateando. No uso ni la mitad de las especias que trae mi madre, quien tiene la esperanza de que aprenda al menos una receta por amor a la tradición. Tengo comida guardada en la heladera de la que no tomo ni una cucharada, por culpa de recurrir a platos más rápidos para saciar el hambre inoportuna. Y, ¿qué tan malo es saltarse una cena de vez en cuando? Estoy dudando de esto por la sugerencia implícita que deja al final. Bajo del taburete para colocarme a su espalda mientras prueba la salsa, rodeo su cintura con mis brazos haciendo poca presión en el agarre, y me muevo para que mi rostro aparezca en su campo de visión. —Sigo teniendo hambre, pero… ¿quieres jugar a algo?— propongo con una sonrisa tramposa que no escondo. —Juguemos a los aciertos. Por cada cosa que yo adivine de ti, te quitarás una prenda. Por cada cosa que tú adivines de mí, yo me quitaré una. ¿Fácil, no?— toqueteo uno de los botones del frente de su camisa. —Tu color favorito es el azul— digo, el brillo en mis ojos es delator. — ¿Acerté?—. Lo suelto para darle el espacio que puede necesitar para participar del juego, mis ojos cayendo sobre el frasco abierto del que sirvió un par de cucharadas para volcarlo sobre la salsa. Cuando reconozco de qué se trata, lo recojo con mis dedos. —Esto no es de Mo…— digo, —Me lo dio una chica en el mercado, una vez… tuvimos una charla entretenida sobre… en fin, una pareja que se tenía que fugar para casarse o algo así…— me hago la desentendida y carraspeo un poco. —Es algo para el estrés, creo.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
A pesar de que lo medito un segundo, me doy cuenta de inmediato de que tengo la respuesta a mano — No, no tengo por qué enojarme. Si tú no vienes, haré lo que más quiero hacer: dormir. No tienes idea de lo que extraño dormir sin despertadores — me doy cuenta de inmediato que sueno como si fuese un moribundo en el desierto en sueños vivaces sobre un oasis de aguas cristalinas. Han sido meses a la miseria y sé que mi cabeza tiene menos paz que mi cuerpo, el saber que puedo desactivarla por unos días me llena de una inmensa y casi infantil ilusión. Lo que sí no me espero es lo que dice a continuación y eso me vale mirarla como si hubiera enloquecido — ¿Me quieres en tu casa por dos o tres días seguidos? — la incredulidad ahoga un poco el tono de mi voz y no contengo la risa que sale con algo de aire — Y creí que yo estaba sugiriendo algo delirante… — pude haber recibido muchas sugerencias de su parte, pero no me esperaba algo que suene tan… bueno, tan.

Por suerte, sus bromas regresan lo normal entre nosotros y muevo mis cejas con intencional diversión — ¿Ah, sí? ¿Qué ideas son esas? — me hago el desentendido, como si no conociera cómo funciona su cabeza en casos como este, en los cuales siempre nos encontramos como si el terreno ya conocido tuviese el descaro de obligarnos a recorrerlo una vez más. La oigo acercarse antes de que pueda sentir como me abraza, llevándose mi atención al mover la cabeza en busca de sus ojos, los cuales no tardan en aparecer en mi campo de visión. Hay algo en su sonrisa que me dice que debería preocuparme, pero en lugar de eso, solo le devuelvo el gesto — Me recuerdas a mis años de estudiante — acoto, por alguna razón me ahorro la historia de mi compañera de clase que tenía una extraña fascinación con el strip poker; por suerte, puedo decir que para ese entonces ya no salía con Audrey y estoy libre de culpas. Me basta mover la cabeza en un gesto que primero parece dudoso y acaba siendo afirmativo, pero la sonrisa que me pinta su suposición no es para ella, sino para mí mismo. ¿De verdad soy tan obvio y clásico? — Momento. ¿Qué clase de azul? — intento retrucarla para no sentir que he perdido tan rápido, aunque no puedo mentir y decir que esto me molesta.

El verme libre hace que me mueva para chequear el estado de los fideos y estoy probando uno (que queda, ridículamente, colgando de mi boca) cuando me fijo en el frasco que me señala — ¿Tú, hablando fugas y casamientos? Sí que debías estar estresada — me ahorro el preguntar sobre el mercado, algo me dice que entraremos en temas que hemos ignorado por semanas para no arruinar absolutamente todo en un abrir y cerrar de ojos. Me relamo al tragar completamente y meto el dedo en el frasco para que la especia quede en mi yema, lo que me da permiso a ponerla sobre mi lengua. Tiene un sabor que sé que conozco, pero que no logro identificar y tampoco es tan fuerte como para hacerlo a la primera — le puse bastante, pero creo que no se siente mucho. Debe ser culpa del curry — el cual no quise utilizar mucho en base a su consejo, pero parece que no ha servido de mucho. Aprovecho a tomar una cuchara, mojarla con algo de salsa y tendérsela para que pruebe por su cuenta — Ya me dirás si es un asco. Si es contra el estrés, tampoco podemos quejarnos mucho — se lo dejo en las manos para ser libre de quitarme los zapatos y las medias, muevo mis dedos descalzos contra el suelo y le sonrío con la inocencia de la malicia del triunfo — Dos por uno, jamás dijiste qué prendas debía quitarme — le señalo. Que intente ganarme en eso.

Apagar el fuego, tomar los platos, servir la cena. No me cuesta mucho el poner un cubierto dentro de uno de los platos y se lo tiendo, aferrándome al otro para encaminarme en dirección al desayunador, donde me acomodo dispuesto a cenar — Veamos… — murmuro, mezclando la pasta con la salsa en movimientos que delatan que acabo de darme cuenta de que tengo hambre — Tenías una mascota cuando eras una niña — clásico, pero creo que jamás he hecho muchas preguntas al respecto de su pasado. Tampoco quiero meterme en ello, pero creo que esta es una inocente. Me llevo un buen bocado a la boca, lo suficientemente generoso como para inflamarme las mejillas y la observo con expectación, ignorante a la sensación de la salsa tiñendo mis labios.
Hans M. Powell
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Levanto mi dedo índice como si estuviera pidiendo la palabra al tomar detalle de la expresión de su rostro. —¿Puedo decir que me ofende un poquito el que demuestres más placer por la idea de dormir? Porque tu cara es un poema, toda una oda al placer de dormir ocho horas seguidas. Sonó hasta excitante, se me erizó la piel— digo con una sonrisa que se me sale de las mejillas, y me resigno al decir: —Si es lo que necesitas….— así parece, lo entiendo a medias. Para mí, algunas noches son demasiadas cortas, pero ¿dormir tres días seguidos? No podría. Estaría de pie al segundo día queriendo caminar medio Neopanem, con más energía en mi cuerpo de lo que yo misma puedo soportar, no estoy hecha para tener mi mente adormecida. Por eso muevo mis hombros cuando mi propuesta choca con su sorpresa mayúscula. Vamos, no era para tanto… Yo aquí tratando de que mi propio asombro no me haga caer de la banqueta, y él se toma la libertad de mostrarse todo rey del melodrama. —No, ya no quiero. Retiro mi invitación— me volteo para quedar de perfil así no lo miro. —Aclaraste que solo quieres dormir y si ese será tu plan por tres días, puedes reservar una suite en algún hotel del cuatro. Yo aquí no te quiero para esas cosas— me muestro tajante sobre esta condición de mi territorio, si bien hemos tenido nuestras excepciones a esta imposición.    

De más está decir con qué intenciones nos volvemos a ver una y otra vez, nos entretenemos redescubriendo un desafío en el que conocemos los movimientos del otro, que sabemos cómo va a acabar y del que no nos aburrimos, todavía. El que haga la cena siempre es un gesto que se agradece, pero no está entre las razones por las que terminé cediéndole un lugar en mi casa. —¿Qué es eso de… «mis años de estudiante»?— lo remedo, a punto de reírme y estrechando el abrazo a su cintura. —¿Cuántos años tienes? ¿Cincuenta? No te pongas en plan nostálgico…— lo reprendo en broma, prendiéndome más de la cuenta de lo que fue un comentario al pasar de su parte. —No tengo nada de qué quejarme de esa época mía, pero no es un tiempo al que regresaría contigo. Pasaron cosas desde entonces, nos trajeron hasta aquí, no siento que esto pueda comparar con algo que ya pasó…— froto su brazo en una caricia y soy quien se pone en un modo que da pena, ayuda en el que esté a medio cubrir por su espalda. —Cuando seas un viejo que sigue yendo a la oficina y llega religiosamente a las siete, algo te hará decir «me recuerdas a un verano, del año sesenta y ocho»—. Lo libero de mis brazos, hablo inmediatamente sobre mis palabras anteriores para que queden guardadas debajo de nuestra charla, para que no volvamos sobre ellas. —El tono azul, azul. No trates de ponerme pegas, es el azul y acerté— me declaro triunfal sobre esta primera racha.

Contengo una carcajada al verlo probar los fideos y me cruzo de brazos para poder observarlo a gusto, me pongo a la tarea de enmascarar mis pensamientos al evocar la charla con Soa. Prefiero comerme los fideos crudos antes que reconocer ante él que fui yo la que inventó una historia de ese estilo. —Solo estaba pasando el tiempo…— murmuro, mis ojos puestos en cualquier sitio por encima de su hombro para no cruzarme con su mirada y que pueda leerme. Probar las especias es la distracción que necesito para que dejemos esa anécdota que oculto con la vergüenza que siento por pocas cosas, me acerco para sujetar su mano que sostiene la cuchara y pruebo la salsa en varios intentos, así puedo examinar el gusto. —Eh… podría ser peor— Tengo una bien conocida experiencia en fracasos culinarios que me hace hablar con autoridad en la materia, un mejunje de hierbas es algo que mi estómago podrá soportar.

Uso la cuchara limpia para acusarlo, fingiéndome gravemente indignada por su reinterpretación de las reglas del juego. —Bien jugado, Powell. Bien jugado— se lo concedo, en tanto pienso cómo tomaré revancha. Lo sigo a la mesada para sentarme frente a él, enrollo los fideos en mi tenedor en un remolino interminable, doy prioridad a mi respuesta en vez del hambre que estruje mi estómago. —No, nunca tuve mascotas— contesto y hago un mohín con mi nariz al sonreír. —Que aburrido… ¿puedo inventarme una mascota imaginaria para poder participar del juego?— bromeo, pero no burlaré mis propias reglas. —Cuando era niña quería un perro, un labrador negro. Tenía un nombre pensado, Tesla. Hablaba de todas las cosas que haría con él… pero con mis padres vivíamos en un departamento similar a este. Apenas podían conmigo saltando por todos lados. ¿Un labrador? Ni hablar— niego con mi mentón y mantengo toda mi ropa en su sitio. Doy unos golpecitos a mi mentón al pensar en mi próximo acierto, el que espero ganar. Estoy tentada de curiosear sobre su infancia, pero también quiero anécdotas vergonzosas de su adolescencia. Qué dilema. —La primera vez que lo hiciste, la chica se colocó arriba— digo, el tenedor cargado cerca de mis labios que se ensanchan en una sonrisa renovada. —Te pueden las chicas con carácter— arrastro mis palabras y lleno mi boca con la pasta.
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Quiero retarla a sobrevivir a mi rutina sin ansiar por unas cuantas horas extra de sueño, pero su modo de describirlo es suficiente para que mis palabras sean reemplazadas por una risa. Hago un puchero como si sintiera pena por su ofensa — De acuerdo. Una suite en el cuatro será. Ya te contaré luego lo grande, cómoda y silenciosa que era esa cama — muevo mi rostro como si estuviese resignado en una pseudo ofensa, incluso pecando de un tono solemne. No puedo tomarme en serio ni lo que digo, así que me mastico el labio inferior en un intento de no reírme. Que infantil. No tanto como la risa que se me escapa cuando se burla de mi expresión, haciendo que me encoja un poco a pesar de no sentir vergüenza alguna — No habríamos congeniado en esa época — aseguro, ignorante a cómo era en su juventud pero asumiendo que los años nos han cambiado a todos — Ya sabes, hablaba de cuando tienes unos pocos veintis y desnudarte es lo más divertido que puedes hacer cuando te retan a los juegos de verdades o consecuencias — que además, jamás terminaban porque acababas por olvidarlos a la mitad.  La idea de mí mismo siendo un anciano me produce un gesto algo horrorizado, a pesar de que la sonrisa sigue firme en su lugar — Diré que lo pasé junto a una morocha con manías algo extrañas y que quería quitarme la ropa cada cinco minutos — su acusación sobre mi escape del tono azul me hace poner un puchero que clama que lo que dije tiene toda la coherencia, pero no se lo discuto. Eso puedo concedérselo, una vez.

¿También pasas el tiempo viendo películas de romance? — plantar esa imagen mental es suficiente como para que tenga que contener la risa una vez más, porque por alguna razón la visualizo en compañía de una caja de pañuelos, chocolate y un gato gordo imaginario. La razón vuelve a mí en la expectación por que mi salsa no sea totalmente incomible, casi me disculpo cuando sus palabras no son al cien por ciento positivas — Si vomitas en unas horas, prometo sujetarte el cabello para limpiar la culpa — como para añadir más imágenes ridículas a la ecuación. No me siento tocado por la acusación de su cuchara, solo me burlo de ella con una sonrisa suficiente. En lo que ella responde, me las arreglo para tragar con el escándalo que me hace desear haber traído un vaso de agua — Por mí, puedes inventarte tres — no me molesta perder en algo como esto, pero no voy a quejarme si decide ignorar sus propias normas. Me encuentro sonriendo con gracia ante la idea que me regala de una Lara pequeña, a la cual puedo imaginar perfectamente como un saltamontes insoportable — En mi casa teníamos prohibido ese tipo de mascotas. Mi padre decía que no quería mugre y mamá que no nos haríamos cargo, así que nos regaló una tortuga — es una anécdota que no recuerdo haber contado hace mucho tiempo, pero se escapa de mi boca sin siquiera meditarlo. Cuando suelta su segunda ronda, tengo la boca llena, así que reírme no es una opción. Tengo que dejar el cubierto en el plato y darme algunas palmadas en el pecho para poder comer un poco más rápido y evitar atragantarme — ¿Acabas de hacer dos en un turno? ¿Estás haciendo trampa? — me paso el dorso de la mano por la boca y descubro los manchones rojizos, por lo que me relamo — La segunda es cierta, sino no sé que hago aquí — declaro con total impunidad — Y en cuanto a la primera… Depende, ¿hablamos de que ella se hizo cargo enteramente o que estuvo arriba en algún momento? Porque recuerdo que fue muy patético para mí el no saber cómo empezar — no era el adolescente más experto en cuestiones de mujeres, siempre lo he admitido. Estaba enfocado en mis estudios y hablar con chicas ocupaba un lugar secundario, las experiencias fueron armando el resto — Estaba por cumplir diecisiete, ella tenía veinte, haz las cuentas sola — creo que la idea es un poco obvia. No hablaré del bajo rendimiento de esa noche.

Tanteo mi pecho y busco los primeros botones, tironeo de dos hasta que me detengo y bajo la mano. El cinto hace un pequeño chasquido al ser desabrochado y tiro, lo levanto en alto y lo dejo caer al suelo — Tienes un amor de infancia. Todos los tuvimos — casi suena a que la estoy acusando. Me acomodo contra la mesada, dispuesto a atacar el plato mientras hable — Te advierto que no pienso desnudarme hasta que tú lo hagas — me lleno la boca y le sonrío con los labios apretados. Sé que me debe quedar alguna laguna legal con prendas por ahí.
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Que la disfrutes, estaré esperando tus aburridas anécdotas de esa cama grande y silenciosa— exagero mi indiferencia como un falso ademán de sentirme ofendida. Es válida la comparación que hace de nosotros con un par de adolescentes, a veces nos movemos entre las peleas sin sentido que tenía a los trece años con otros chicos y al contacto para el descubrimiento de un cuerpo distinto que nos hacía consciente del propio, de las sensaciones calladas hasta entonces que despertaban cuando provocábamos una reacción en el otro. —Puede que no— estoy de acuerdo con él, estaba un poco perdida en esa época, atrapada en mi propia tormenta de la pubertad, de habérmelo cruzado, hubiera seguido de largo. No me detenía en nada ni en nadie en ese tiempo. —Espera, ¿qué? ¿Acaso desnudarse no sigue siendo lo más divertido también a los treinta?— pregunto alarmada, lo miro como si estuviera preocupa por él. —Necesitas esas vacaciones, urgentemente. Esa oficina está matando tu sentido de la diversión, está consumiendo tu alma y te hace hablar como un anciano— me mofo de él. Mi sonrisa es un quiebre en mi cara de espanto, deja ver que solo estoy bromeando. Hago el recuento de mis virtudes con él. —Tenía manías extrañas, quería desvestirte cada cinco minutos y te hacía cocinar una salsa sospechosa. ¿Podrías incluir en alguna parte de tu relato que era emperatriz? Agradeceré el gesto— acoto.

Yo quería dejar pasar el tema, no sé cómo hace para hacerme sentir en evidencia, descubierta en mi afición de mirar una única y ridícula película en la que un hombre anciano cuenta a su esposa desmemoriada la historia de su amor. Maldito, Hans. — ¡Claro que no!—. Una sola no cuenta como toda una colección, no tengo novelas rosas debajo de mi cama si es que va a empezar a requisar. —Tal vez alguna cuando las hormonas lo necesitan, ¿quién no? Necesito tener una razón real que justifique porque me dan ganas de llorar de pronto, ¿ok?—. No sé por qué le estoy contando esto, me pongo a la defensiva de inmediato. —¿Sabes qué? No voy a hablar de esto contigo. El día que por mala suerte sepas lo que es un caos hormonal, vuelve y lo charlamos— zanjo el tema de esta manera. El que tenga la boca cargada de salsa también me viene bien para enmudecer por un momento, cambiar de tema cuando vuelvo a hablar. —Hecho— acepto su oferta, de esa manera estará obligado si es que por desgracia llega a pasar. Si descargo toda la cena el lavado, me hará sentir mejor hacerlo parte del momento asqueroso y será garantía de que recuperaré mi humor.

Pese a su generosidad de tener tres mascotas imaginarias a mi disposición, tomo el relato más real de los que tengo, por más que no me da la chance de avanzar en el juego. —¿Una tortuga? Pensé que dirías un pez, los peces son limpios. Viven en el agua… no sé porque imagino a una tortuga dejando manchitas de barro al moverse por la cocina…— comento su anécdota de niño que me sorprende porque no tenía la obligación de compartirla, elijo dejar correr la mención a sus padres, al menos tiene recuerdos que rescatar de una infancia que se truncó y lo llevó hasta donde está en el presente. Me echo hacia atrás cuando me acusa de hacer una doble tentativa de acierto, relamo mis labios para limpiar la salsa al contestarle: —La segunda iba desprendida de la primera y era una afirmación, no estaba buscando una confirmación—. Su respuesta no tiene desperdicio, es lo que me esperaba porque nadie ha tenido una primera experiencia que sea coronada con laureles. Como todas las cosas en la vida, con la práctica se mejora, dejando las idealizaciones y siendo realista, también los malos encuentros se vuelven experiencias de las que aprender. Puedo reírme por lo bajo de su yo inexperto de diecisiete años, y no me atajo al decir: —Siendo honesta, estaba a punto de decir que seguro fuiste el último virgen de tu grupo de amigos. Pero diecisiete es una buena edad—. Todavía me cruza la sonrisa en el rostro cuando lo veo tantear sus botones, y al cambiar la camisa por el cinto, dejo mi tenedor a un lado de mi plato y con toda la seriedad de haberlo pillado en falta, golpeo la palma contra la superficie de la mesada. —¡Eso es trampa! ¡El cinto no es prenda! Es accesorio— le reclamo. —Exijo que sea una prenda— me sostengo en mi lugar, decidida a que cumpla. Conozco mi juego, no va a venir a salirse con las suyas. Casi puedo decirle con toda seguridad que no tuve un amor de la infancia, me escucho negarme incluso antes de soltar palabra. Pero si la condición para que colabore con esta partida, es que yo también me desprenda de algo, no se diga más.

¿Hasta qué edad consideras infancia?— pregunto y descuido mi plato de fideos para ir soltando los botones de mi camisa. —No tengo recuerdos de alguien en especial cuando era niña, salvo de un pequeño pelirrojo que tenía un par de centímetros menos que yo. Lo maltrataba mucho, ¿tal vez me gustaba, no? Siempre dicen esas boberías a los niños de que si se pelean mucho es porque se aman en secreto. Pero yo era en verdad mala con él, no creo que cuente. A Riley lo conocí después, tal vez él sea mi amor de la infancia. Pero la primera vez que sentí que un niño tenía todo mi corazón fue cuando tenía doce, casi trece años. Armaba unos robots caseros que me encantaban, lo admiraba un montón. Creo que ahora trabaja en tecnología para la salud…—. Antes de acabar la hilera de botones que me faltan, me saco la camisa por arriba y la dejo caer al suelo. —Una vez nos besamos y ahí me di cuenta que no me gustaba, así acabó mi primer amor— concluyo, guardándome la continuación del relato. Me recargo sobre la mesada para servirme otro bocado de pasta y me tardo unos momentos en pensar algo más, tiempo que uso para calmar mi estómago con la comida. —Veamos…—, quiero que sea algo fácil para hacerle perder. —Lo que más te gusta de mí es mi lunar.
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Teníamos un jardín y la tortuga se la pasaba afuera. Era una especie de norma — me encojo de hombros, los detalles tan banales de mi infancia son cosas en las cuales no suelo pensar y me sorprende el darme cuenta de que los recuerdo muy bien. No puedo decir que fue una mala niñez, el problema estuvo cuando las cosas se torcieron en dirección a la desgracia. Su aclaración sobre sus afirmaciones me tiene sin cuidado, no es algo que tuviera que ocultar, así que sacudo la mano para que no le dé importancia. Lo que sí me toma por sorpresa es lo siguiente y me tiene abriendo la boca con diversión, debatiéndome entre sentirme ofendido o no — ¿Cómo debería tomarme eso? ¿Estás presentando una queja no formal sobre mi desempeño? — bromeo, sé que si no funcionaramos en ese nivel, no estaríamos aquí. Quedó en claro más de una vez que lo que nos unió en primer lugar, fue la piel.

Me hago el desentendido dos segundos, en los cuales me quedo callado mientras como con la sorna en los labios — No vas a dejarme pasar esa... ¿Verdad?— sé que no lo hará, en especial cuando parece muy dispuesta a contestar lo que he dicho y parece haberse tomado muy a pecho mis palabras. Empieza a desnudarse, pero los movimientos de sus manos son opacados por sus palabras. No pensé que tuviera una historia tan larga, estoy seguro de que mi respuesta sería mucho más breve: me gustó una niña en tercer grado, le envié una carta y me rechazó, fin del comunicado — Que historia dramática, te dije una vez que eres una romántica encubierta — apoyo el plato vacío sobre la mesada y me tomo el poco fino descaro de pasar un dedo para chupar algo de salsa, dándome por satisfecho. No puedo decir que ha sabido tan mal — ¿Tu lunar? ¿Cuál de todos tus lunares? — finjo demencia, me rasco mi propio lunar en el cuello y le sonrío a medias — Jamás pensé en eso. Creo que lo que me gusta es la combinación, tienes una boca que me encanta y el lunar le da su toque — no sé si es porque siento que he sido honesto o porque se lo debo por lo del cinturón, pero desabotono lo que queda de la camisa, muevo mis brazos y la dejo caer al suelo. Las pastas debieron estar pesadas, porque siento un extraño calor subiendo por mi garganta y me relamo al reconocer la boca algo pastosa.

Por alguna razón, parpadeo con fuerza y me siento lento al mover la banqueta para estar más cerca de ella — Piensas que soy sexy — creo que no se lo estoy preguntando, es una afirmación cargada de seguridad. Paso las manos por sus muslos hasta rodearla con los brazos, apoyo el peso de mi torso en su banqueta y sonrío vagamente cerca de sus labios, entornando los ojos al querer enfocar los suyos en la cercanía — Pero lo que más te gusta de mí es mi cabeza. Y mi... — lo pienso un momento, haciendo memoria de sus gestos — ¿Cabello? — ahí sí que me arriesgo, lo demuestro en mi modo de reír entre dientes al inclinarme para besar el lunar con el cual ella me ha acusado — Si me he equivocado, al menos déjame quitarte la ropa por mi cuenta — al menos que no sienta el mismo hormigueo que yo en los dedos, pero ese no se siente tan familiar.
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Este de aquí— paso mi pulgar por el lunar en el que acaba mi comisura, el que ha besado en un par de ocasiones y otras tantas veces ha rozado en una caricia. Su respuesta hace curvar mis cejas en un gesto insinuante, no esperaba que su explicación se volviera un cumplido que me sorprende y me hace sentir satisfecha, como si acabara de redescubrir una parte de mí misma en el espejo. —Supongo que gracias—. Siendo justa, si lo que le gusta es mi boca, no hubo acierto. Pero no seré quien ponga reparos y lo detenga cuando emprende la tarea de sacarse la camisa, en tanto a mí me queda medio plato de fideos por acabar. Los enrollo todo lo largos que se puede para acabarlos en unos pocos bocados que van ensuciando mis labios con la salsa, y mi risa es contenida por el progreso de quedar ambos a medio vestir. El tenedor tintinea contra el borde al plato al abandonarlo con unos espaguetis que llenan el fondo, para girar hacia él en mi banqueta cuando escucho su susurro cercano.

Podría haber ganado su ronda de quedarse con esa primera afirmación, si no pensara que lo es no dejaría mi cena tan a la ligera, para poder arrastrar mis manos precisamente por su cabello. Tengo la confusión momentánea de creer que cuando se refiere a su cabeza, está halagando a su inteligencia, y su aclaración de que tengo una supuesta fascinación por sus mechones que no se deciden si son castaños o rubios, me saca una carcajada que queda retumbando entre los dos. —No lo sé…— musito, me cuesta hallar mi voz para hablar. El calor de sus manos sobre la tela que cubre mis piernas subió a mi pecho para extenderse en un ardor al ser envuelta por sus brazos alrededor de mi cintura desnuda. Busco sus labios sin encontrarlos cuando pasa cerca del lunar. —Puedo hacer una excepción al juego— cedo. Pero no espero a que lo haga en esta posición incómoda. Me suelto de sus brazos para poder quitarme los zapatos y que caigan al suelo, entonces desciendo de la banqueta para tomarlo de la mano y que mis pies descalzos nos conduzcan al sillón. Apoyo mis manos en sus hombros para hacerlo sentar, parándome en medio de sus rodillas, y vuelvo a hundir mis dedos entre los mechones de pelo que salen en puntas. —No sé si lo que me gusta es tu cabello o hacerlo un desastre…— murmuro en un arrastre lento, que sigue a mis pensamientos en igual velocidad. Siento más erráticos los latidos de mi corazón, como si todavía no se decidieran si van a empezar una carrera o harán de cada pálpito una agonía. —Un último acierto a cambio de las prendas que te quedan— negocio, no sé si es por la expectativa que siempre me marea, mis pensamientos se van envolviendo en niebla. —Te gusta que esté arriba— sonrío para él.
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Hans M. Powell
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Mis cejas se mueven con expectativa ante las excepciones, sabiendo que pronto dejaremos las normas a un lado. Ni siquiera llegó a agradecer por ello, que tengo que echarme hacia atrás para dejarle el espacio que le permite sacarse los zapatos y levantarme de mi sitio. Creo que debería preocuparme la facilidad con la que siempre la sigo, jamás pongo reproches cuando me acomoda en un sitio como el sofá y mis ojos buscan observarla desde abajo como si fuera una perfecta visión — Creo que es ambas cosas. Jamás me quejaré de que lo hagas un desastre, si te interesa saberlo — echo un poco la cabeza hacia atrás por el paso de su mano entre mis mechones y le sonrío suavemente. Pongo mis manos en los bolsillos traseros de su pantalón y me enderezo aún sentado, arqueando mis cejas en su dirección — Me quedan dos, espero que sea un acierto que las merezca — pero lo que apuesta me hace ensanchar la sonrisa, esa que ahoga una risa apenas audible — ¿No fue siempre un poco obvio? Aunque eso depende...— me inclino hacia delante, rozo su ombligo con mis labios y dejo salir un largo suspiro — Me gusta hacer lo que quiera contigo, tanto como me gusta que hagas lo que quieras conmigo. Es un empate.

Apenas y me doy cuenta de que he apoyado la frente en su vientre y respiro con pesadez. Hay algo acelerado en mí, los ojos pican y cuando me muevo, mis extremidades se sienten de plomo. Saco las manos de sus bolsillos y las dejo caer, acabando con los brazos colgando a lados de mi cuerpo y recargo mi mentón en su panza para poder mirarla — ¿Siempre fuiste tan alta o te estoy viendo de muy abajo? — no sé de dónde sale esa pregunta, me hace reír brevemente y de un modo algo más agudo de lo normal — ¿El curry o algo de todo lo que agarré, tenía alcohol? Me siento... — ¿Extraño? No sé cómo explicarlo. No entiendo si me muevo lento o rápido cuando me separo un poco y le desabrocho los pantalones, aunque pronto recuerdo que no eran los suyos sino los míos los que tenía que sacar. Me disculpo en un murmullo y me echo hacia atrás para apoyarme en el respaldo, bajo el cierre y tiro de la prenda con más fuerza de la habitual.

No sé cómo es que termino sentado con los pantalones a medio bajar, tal y como si hubiera quedado tendido en un inodoro, y noto que tengo que parpadear para enfocar la mirada perdida. Levanto una mano, la abro y cierro delante de mí y se la enseño como si hubiera descubierto algo completamente nuevo — ¿Alguna vez pensaste en la cantidad de veces que te toqué en este tiempo? Es una locura. Un día me odias y al siguiente puedo reconocerte entera — las palabras se me salen solas, supongo que es por eso que me vuelvo a reír y me froto los ojos con los nudillos cual niño soñoliento — No puedo creer que eres tú, estoy en tu casa y siempre me tienes sin ropa. Y pensar que... ¡Puf! — ruedo los ojos con gracia y hasta uso mi lengua para hacer un ruidito que parece un gas. Alzo las manos y las muevo, como si buscara tranquilizarme y tomar aire — De acuerdo, quizá sí fue demasiado curry — y solo por callarme, busco estirarme para besarla. Es un intento fallido, porque la risa me vuelve a brotar y me echo hacia atrás, cubriéndome la cara con las manos para ahogar el sonido. No sabía que un afrodisíaco podía ponerte tan idiota.
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Peino su cabello hacia atrás con mis dedos, limpiando su rostro que miro desde mi altura y el calor que me provoca su declaración de empate se funde con la sensación placentera de que todo mi cuerpo se está relajando a su toque. Su respiración contra mi piel me causa cosquillas, lleno el poco espacio entre nosotros con mi risa que suena ronca, mis manos caen de su cabello lentamente sin que encuentre la voluntad para devolverlos a donde estaban y descienden hasta sus hombros, de los que me sostengo porque el mareo se vuelve más real. Nada tiene que ver con la manera en que siempre tiene de dejarme en vilo, esta vez me cuesta encontrar sus ojos con los míos. Cuando lo hago, trato de responder a su pregunta sobre la diferencia de estaturas, tomándola más en serio de lo que debería. —Tendrás que aceptarlo así, porque esta noche te toca estar abajo—. Todavía le queda cumplir con su parte del juego, y siendo honesta, no veo la diferencia de que sea mi pantalón o el suyo el que primero toque el suelo. Me río de su equivocación, con un humor más marcado. No logro interpretar su siguiente pregunta, ocupada en quitarme el pantalón con una lentitud que no es intencional, sino culpa de la poca colaboración de mi mente en ordenar mis movimientos. —Tu salsa era rara…— lo digo como una broma, pero sí es cierto que tenía un sabor que el hambre perdonó.  

La ropa se enreda en mis pies y tengo que dar un paso con cuidado para salir del lío, me falta su hombro como sostén. Me río de mí misma al tambalearme. Un extraño júbilo llena mi pecho, tengo carcajadas fáciles subiendo por mi garganta y estallan contra su cuello cuando aprovecho su postura para acomodarme sobre su regazo con mis piernas a los lados de su cadera. Nada de lo que dice puede ser tomado como un chiste, pero lo hago. Busco su mano, la que usó para referirse a lo mucho que conoce y reconoce de mi cuerpo, y hago coincidir nuestras palmas para medir la diferencia del largo de nuestros dedos. Parpadeo un par de veces hasta enfocar mi mirada y poder asombrarme de que hasta el tono de nuestra piel sea tan diferente. Mi sonrisa se extiende tanto cuando toca echarle la culpa al curry, nuestras bocas erran en encontrarse y vuelve a temblarme los hombros por la risa de regodeo. —Eso quiere decir que no dormiremos esta noche— digo, sabiendo que es lo que le advertí antes, pero me requiere de un esfuerzo mental recordar nuestra charla de hace minutos. Me dirijo a su garganta para presionar mis labios donde su percibo su latido y a medio trayecto, me rindo dejando caer mi frente en su hombro. No paro de reírme, que tengo que pasar una mano por mis párpados para tratar de aclararme. —Si te quedas conmigo unos días, no hace falta que traigas ropa—. ¿Por qué vuelvo al tema del viaje? —Todas las comidas tendrán curry y no te darán ganas de dormir, lo prometo. ¿Por qué no te quedas conmigo?— suelto una carcajada que no se corresponde con la pregunta, me recargo contra su pecho y me quedo escuchando el sin sentido de sus latidos.
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Hans M. Powell
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No tengo quejas sobre estar abajo ni a su crítica de la salsa que hice con tan poco esmero, no recuerdo un sabor demasiado extraño pero sí algo picante por toda la porquería que intenté incluir a pesar de no saber ni para qué servía. Tiene un modo raro de tocarme, no distingo las razones y estoy seguro de que jamás estuve tan consciente del tacto de sus dedos, como si aquel sentido se hubiese incrementado al cien por ciento. Se acomoda sobre mí y el calor que me regala con su peso me hace sentir la pereza de la comodidad, estiro mis dedos junto a los de ella y mis ojos se detienen ahí como si fuese el detalle más importante en esta habitación — Tienes manos pequeñas … o tal vez las mías son muy grandes — o son las dos cosas, o son sus dedos, o no tengo idea, solo lo dejo caer. Creo que ni me escucha y no me importa, porque regreso los ojos a ella cuando afirma que no dormiremos esta noche — ¿Pensabas dormir? Siempre creí que es lo último que hacemos. Siempre cogemos, dormimos un rato y a la mañana siguiente o escapamos o seguimos cogiendo — ni reparo en lo burdo que estoy sonando, lo tomo como una verdad implementada entre los dos, pero igualmente me río. Creo que es porque ella no deja de hacerlo. Sentir que cae sobre mi hombro es la excusa que tengo para rodearla con un brazo y dar algunos toquecitos con los dedos en la línea de su columna — ¡Sabía que querías que me quede contigo! — la acuso como si hubiese ganado la lotería, con una sonrisa tan ancha que no sé si me entra en la cara. Hasta me río porque me imagino a mí mismo con una boca más grande que el tamaño de mi rostro — ¿Es eso? ¿No te atreves a decirme que me quieres en tu casa sin dormir y comiendo curry por días? Porque puedo hacerlo. Hay muchos platos a los cuales se les puede comer curry y estoy seguro de que nos queda un rincón en este departamento donde no hayamos tenido sexo — Y si no lo hay, pues da igual, me lo inventaré

Muevo la cabeza en busca de su boca pero me encuentro con su cuello, así que le doy un suave mordisco o, al menos, lo que yo considero “suave” — Creo que tendrás que… — me muevo un poco para sacudir los pies y quitarme lo que queda del pantalón, provocando que ella se mueva al estar encima mío. Los rebotes me hacen reír a carcajadas, seguro de que mis mejillas han tomado cierto tinte rojizo — Mira, intenta enfocarme — uso dos dedos para señalar mis ojos en señal de que me mantenga la mirada. No sé por que, pero vuelvo a sacudir las piernas en un intento de que ella rebote una vez más y me lanzo hacia delante, abrazándome a ella al detenerme — Tendríamos que tener nuestra propia isla de curry. Todo sería mucho más fácil — es un pensamiento salido de la nada, que poco tiene que ver con el modo que tengo de desabrocharle el sostén y tirarlo a un lado — ¿Te quedarías conmigo en la isla del curry? — me hundo poco a poco en el sofá, empujándola con las manos en su espalda para conseguir que ella quede sobre mí, por lo que tengo que soplar sus cabellos para que no me den en la cara en cuanto quedo completamente recostado y la acomodo encima con una extraña pero lenta facilidad — Ahora me quedas lejos. Voy a tener que besarte así — beso mis dedos y los pego con algo de brusquedad en su boca, lo que me quita una nueva risita. Hay algo que está mal, pero por alguna razón, mi cerebro se niega a pensarlo con claridad y a aceptarlo como un problema.
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Abro mi mano haciendo que sus dedos se extiendan con los míos, para luego tratar de entrelazarlos, entonces su mano se escapa del agarre y me quedo examinando mi palma, como si buscara entre las líneas la marca invisible que suele dejar su roce. Sean grandes o pequeñas, puedo decir que nuestras manos han recorrido todo lo que podían de la piel del otro, mis dedos guardan esa memoria y saben encontrar los mismos caminos para bordear su garganta hasta su nuca, de la que me sostengo para hacer el intento de que mi mirada logre enfocarse en sus ojos que percibo un tanto enrojecidos. No puedo decir nada, porque mi distracción es fácil y estoy más pendiente de cómo se mueven sus labios, de la simpleza con la que relata nuestros hábitos. —¿Y qué hay de la vez que te quedaste a dormir pidiendo un poco de paz mental?— pregunto y debe ser la extraña euforia que también me hace sonreír por eso, que lo hace un motivo para burlarme de él. —No siempre estamos uno encima del otro…— murmuro, aunque sé que no miente. Incluso en el estado de confusión mental, encuentro la verdad en lo que dice y que debo admitir. —Pero discúlpame si lo prefiero así, si aún no puedo cansarme de ti. No soy la chica con la que puedes dormir con la ropa puesta— lo digo, por más que me cueste encontrar la coherencia que une a una afirmación con la otra, que sé que está. —Necesito sentirte, sentir…— suspiro al tirar de los mechones de su nuca para alzar su rostro, subiendo en desorden por todo su cabello, y notándolo tan suave que se transforma en agua que se escapa entre mis dedos, no puedo atraparlo y mis manos terminan por caer en la nada. Recuesto mi frente sobre la suya, y me uno a su sonrisa por más que implique admitir mi derrota, porque no hay punto discutible en el plan que propone. —Te quiero en mi casa y no habrá centímetro de ninguna pared que nos quede sin recorrer— murmuro, cuando la habitación se está volviendo para mí un escenario en el que todas las formas que nos rodean se alteran.

Lo único real parece ser su cuerpo debajo del mío y el sillón que se hace más grande, se expande para abarcarnos. La presión de sus dientes contra mi garganta me saca un grito mudo, noto que mi mano da un tirón a su cabello, y dejo caer mis parpados para que la sensación cosquillee libremente por mi piel. Con los ojos cerrados me privo de ver sus esfuerzos por retirar la ropa que queda de su cuerpo, pero mi cuerpo responde mejor por instinto a sus movimientos. Tengo que usar el sillón para hincar mis rodillas y alzarme sobre él cuando nos reacomodamos de modo que quede tendido. La gula que siento de aprovecharme de toda la piel que está al alcance de mis manos es indescriptible, que la imagen sorprendentemente vívida de tenerlo en una isla de afrodisíacos logra sacarme un gemido de anhelo imposible. —Me quedaría contigo hasta lamer la última gota de curry que hay en ti…—. Una sonrisa que se funde en esa fantasía que no podrá ser real cruza todo mi rostro y percibo el toque de sus dedos en un falso beso. Siendo parte de su risa, envuelvo con suavidad mi mano alrededor de su muñeca y recorro cada dedo con mis labios para atraparlos dentro de mi boca, humedeciéndolos con la imitación de un beso más profundo. Saboreo como si estuviera cumpliendo mi promesa anterior, pero lo suelto para guiar su mano, en un andar lento que va desde mis pechos y llega hasta mi vientre dejando el rastro de saliva con sus dedos. —Te tocará tener que besarme así por todos lados— digo, mis respiraciones haciéndose cada vez más errantes y torturándome a mí misma al sostener la distancia entre su desnudez y la mía, conduciendo su mano al límite de la última prenda interior. Incapaz de continuar prolongándolo, me remuevo entre sus piernas para desprenderme de lo que queda en un desorden al que no podré dar nunca algo de sentido y cambio la expectativa por la prisa de mis manos al retirar los centímetros que hacen falta para desnudarlo, solo lo necesario, de manera que puedo buscarlo con más torpeza de la que hemos tenido jamás para finalmente hundirme en él.  Me demoro en esa sensación mucho más tiempo del que debería, tengo que pestañear de la confusión al darme cuenta que no me muevo. Coloco una mano sobre su pecho en una reacción rápida para impedir que haga algo. —Quédate ahí— suspiro al cerrar los ojos otra vez —Quiero sentirte—. Me tardo un minuto en lograr que mi cuerpo reaccione, que recuerde cómo funciona esto y lo haga.
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Hans M. Powell
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No encuentro las palabras, no porque no sepa lo que quiero decir sino porque no tengo idea de cómo decirlo y eso, viniendo de mí, es de lo más extraño. Ella, como muchas personas, me ha llamado charlatán en alguna ocasión; la labia ha sido mi espada desde que tengo memoria. Pero en esta ocasión, posiblemente culpa del desorden mental que se me ha formado, solo puedo mirarla con la concentración y calma que creo que no he utilizado en mucho tiempo y, si lo hice, no lo recuerdo. Porque también necesito de ella, porque sentirla me brinda una paz que puedo comparar con lo que la gente normalmente llama felicidad y recorrer cada rincón de su casa suena a algo que me gustaría hacer en esos tres días — Me quedaré contigo entonces — prometo. Creo que no se me oye bien, me encuentro hablando en susurros sin notarlo, como si fuese un pacto secreto. Descubro entonces que es una promesa que anhelo cumplir, por penoso que suene.

Siempre hubo algo encantador en escucharla suspirar, ahogar la respiración como si con el tacto fuese capaz de llegar a cada parte de su alma. El sofá no es demasiado grande pero lo siento eterno, ni me percato como una de mis piernas acaba colgando por un costado en busca de hacerme de mayor espacio. Sé en segundos que me quedaría por horas en esta posición, con su imagen elevándose sobre mí y la cabeza ladeada sobre uno de los cojines para verla mejor. Sus palabras me arrebatan una sonrisa perezosa y pícara, sedienta de las ideas que va plantando en mi mente de una manera un poco gráfica, la cual se ensancha con agradable sorpresa por culpa de la sensación de sus labios en mis dedos. Mi mano se siente sumisa con el recorrido que ella misma marca y casi que puedo sentir cada poro de su piel, no sé si muy lento o demasiado rápido — ¿Por todos lados? — repito su condición como si tuviese que meditar su propuesta, aunque sé muy bien que jamás pondría alguna pega a ello — Es un sacrificio que estoy dispuesto a aceptar — mis dedos se enroscan en el borde de su ropa interior, pero que se mueva con ese desespero hace que levante las manos en el aire y trate de estirar el cuello para ver lo que está haciendo. Lo siento antes que todo, me descubro conteniendo el aliento hasta soltarlo en un suave jadeo y siento mis músculos relajarse ante el cosquilleo producido por su calor. A pesar de que tengo la intención de moverme, su mano en mi pecho me retiene y apoyo cuidadosamente las mías en sus muslos, casi pidiendo permiso al haber hecho ese movimiento a pesar de su orden. La miro con un movimiento de mis cejas que delata la expectativa, sintiendo que se demora un momento en reaccionar y estoy por preguntarle si recuerda cómo se hace, hasta que comienza.

Le regalo su petición, hay cierta fascinación en tomar sus manos y sostener sus dedos como si esa fuese toda la contención que necesitamos al perdernos el uno en el otro. Siempre nos dejamos llevar, es algo impuesto entre nosotros desde el primer día en el cual se nos ocurrió que esto podía ser posible, pero hay algo diferente en esta ocasión. Debe ser porque mi mente parece estar en un universo paralelo y hay partes de mí que siento flotar, pero cada detalle me parece una locura exquisita que, ojalá, pudiese recordar a la perfección. Es un deleite, incluso cuando en algún momento, la rodeo con un brazo para enderezarme, buscando la cercanía de su boca con un frenesí que me obliga a girar, empujándola sobre el sofá. Lástima que no es eterno, porque nos siento caer al suelo con un ruido sordo que yo no oigo, pero posiblemente ha molestado a los vecinos del piso de abajo. No me importa, porque estoy abrazado a ella, envuelto en sus piernas, cuando me río en su oreja de manera tal que mi torso tiembla al encorvarse sobre el suyo, sin importar si la estoy aplastando o no. Me acomodo en ella y limpio su rostro con mis manos, empujando los mechones de cabello negro que me interrumpen la visión de su cara, encontrándome con sus ojos y una sonrisa sobre su boca — Eres el mejor error que he cometido en mi vida — bromeo, apenas reconozco esa voz ronca como la mía. Me interrumpo para relamerme y mis labios buscan los suyos, estrechándola con la urgencia de su cuerpo, porque el suelo es nuestro territorio, porque respirarla es un vicio y porque por esta noche pertenezco aquí. Entre sus piernas, entre mis brazos, en su interior, hasta que la consciencia nos valga.
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Una vez que comienza, no es algo que podamos parar. Puede llevarnos con pereza, en una candencia lenta que caliente nuestra sangre, esa por la que corre restos de un condimento que funciona como afrodisíaco doméstico. Y que no necesitamos, porque encontramos una intensidad distinta a cuenta de nuestro deseo, un apremio de mi cuerpo por tomar más y más rápido de esa necesidad suya que es semejanza de la mía. Con nuestras manos sosteniéndose y en mi posición a medias erguida desde la que puedo sentirme como la autoridad en este sillón, la que marca los cambios de tiempo y hasta dónde podemos llegar, olvidando todos los recaudos por culpa de la siempre reprobable excusa de que se siente demasiado bien como para caer en una locura que puedo abrazar. Nos siento unidos de un modo en el que rechazo la idea de que esto deba concluir, a pesar de que tengo la piel consumiéndose de las ansías por la falta de sus manos también exigiendo. Por eso respondo cediendo a su agarre que me hace voltear en el sillón y me encuentro envuelta en un abrazo caótico al caer al suelo. Somos un lío en el que se funde su piel con la mía.

A su risa no puedo contestar de la misma manera, mi respiración se ha hecho tan pesada que jadeo con la mirada perdida, desconozco el lugar en el que nos encontramos porque la sala no se parece a la mía, toda la situación se siente irreal por más que su peso me recuerda que estamos aquí y ahora. Me cuesta hacer centro con mi mirada en su rostro, pestañeo al escuchar lo que me dice y por un instante vuelvo a cerrar mis párpados, dejando que sus palabras caigan sobre mí para penetrar por debajo de mi piel. —Uno que volvería a cometer— murmuro a modo de respuesta, en un susurro cercano a la sonrisa de sus labios, que se inclinan para un beso que llega para arrasar con mi aparente abandono. Tomo sus hombros para hacerlo girar sobre la alfombra, reivindico mi posición y me impongo con la agresividad de la que alguna vez me acusó, tan caprichosa como para salirme con la mía y decidida a establecer mis maneras. En el desastre que hacemos, nuestras manos se encuentran y se desencuentran, siento como en esta partida incansable de ver quien recorre más kilómetros de piel nos demoramos lo que parecen horas. Su boca es a lo único que puedo volver repetidas veces como un puerto seguro en medio de esta tormenta que cuando concluye, nos trae una calma imposible de predecir.

Me recuesto en el hueco que queda en medio de su pecho y su brazo, agotada pero sintiéndome incapaz de dormir. Tengo los ojos abiertos, pero no puedo atrapar una imagen definida entre todo lo que nos rodea. Mis respiraciones se mantienen erráticas, agudizo mi oído para tratar de escuchar cómo son las suyas. Me reacomodo contra su pecho de modo que mi oído quede sobre sus latidos y marquen un ritmo que mi corazón pueda imitar para serenarse. —Lo que acaba de pasar no es real— musito. —Se siente como si hubiera algo raro, en el lugar, en nosotros…— trato de explicar el por qué mi mente no logra concentrarse, que todo a mi alrededor parezca tan mutable como son los montajes de un sueño. Esa comparación me hace sonreír. —Debe ser un sueño— decido, es la mejor explicación. —Demonios, no tengo suficiente con todo el sexo entre los archivos de tu oficina entresemana, que ahora también sueño con esto…—. Como si no tuviera suficiente de él, como si nunca lo tuviera.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Desde que esto empezó y se nos fue de los dedos, he sentido que Scott es un torbellino que ha decidido pasar por mi vida para dejar todo hecho un desastre. Ahora mismo no podría describirlo mejor, porque sé que somos un manojo envuelto de brazos, piernas y labios con una indescriptible necesidad del otro, como si cada toque fuese insuficiente. Hay cierto encanto en desear a alguien al punto en el cual nada parece ser suficiente, porque te empuja a perderte en cada roce que provocamos, como una ceguera de la cual ninguno puede escapar sin tener que ir a tientas sobre el opuesto. Nunca he pensado que su suelo fuese tan cómodo o que la batalla de nuestros cuerpos se pudiera volver tan demandante, pero aquí estamos, en nuestro propio escándalo que, espero, no haya salido de estas paredes.

Tengo los ojos fijos en el techo como si quisiera reconocer las formas que se arman en éste y estoy relamiéndome lentamente, en busca de la extraña sensación que tengo en los labios, como si estuvieran hinchados y dormidos. Siento como se acomoda contra mí y paso el brazo a su alrededor para acomodarla, usando el contrario para rascarme el pecho, el cual sube y baja con fuerza a pesar de que ella haya decidido que es el mejor sitio para acomodarse. Tardo un segundo en reaccionar a su voz y muevo la cabeza en un intento de verla, aunque solo me encuentro con la coronilla de su cabeza y un vago refilón a su nariz. Me río, despacio para evitar molestarla en su aparente cómoda posición y vuelvo la vista al techo — Si fuera un sueño, algunas cosas tendrían otra proporción. Especialmente ciertas partes del cuerpo — bromeo, descubriendo que apenas tengo voz, lo que me obliga a carraspear — Tienes que admitir que lo de la sala de archivos fue una de mis mejores ideas — acaricio su hombro en un toque ligero, pero no me es suficiente y me acomodo para usar la mano libre como impulso para obligarla a alzar el mentón y buscar sus labios. Es un beso suave, casual, que se termina en un suspiro que delata que, por fin, he logrado calmar un poco los latidos alocados que estaban martillando mi pecho.

Tengo que poner la mano que no la rodea bajo mi cabeza, lo que me permite alzarla un poco y tener una mejor visión del panorama — Pero hay algo raro, eso lo admito. ¿Tú también sientes que el piso se mueve o el techo va a caer o que hay demasiado silencio cuando hace segundos era todo ruido? — bajo la voz como si estuviera contándole un secreto y abro los ojos con un espanto que no siento — Además, siento que me he olvidado de algo, pero no sé qué es. Tienes un chupón ahí — mi capacidad de concentración demuestra que está en un muy bajo nivel cuando señalo su cuello, cerca de la zona de su clavícula. Me estiro para tocar la mancha rojiza con mis labios y los dejo allí, suspirando con fuerza — Ya sé que comimos hace un rato… pero estoy muerto de hambre. ¿No comerías una pizza o un pastel entero ahora mismo? Aunque puedo comerte a ti. El chocolate de seguro sabría genial contigo — no sé por qué, pero me río ante la idea y me separo para poder verla a los ojos, sintiendo los míos cansados y picantes — La única vez que me sentí así, fue cuando… — me interrumpo, porque recuerdo que he probado ciertas cosas cuando era un estudiante y quedaron muy en el fondo de mi memoria. Ladeo la cabeza, echando un vistazo entre ceñudo y divertido en dirección a la cocina — Estás segura de que solo tenías especias… ¿No?
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Tardo en comprender su broma porque en el letargo de mi mente, por causas que poco tienen que ver con el sosiego que sigue al sexo, pienso en que ciertas extremidades de mi cuerpo también se sienten extrañas, no sé si en cuanto a proporción, pero se mueven más lento o no responden a mis órdenes. Puedo culpar al desenfreno que ha servido de excusa cuando buscamos explicaciones sobre otro tipo de cosas, siempre volvemos a lo mismo y lo tomamos como una razón válida. Deslizo mi mano por su pecho en un descenso lento cuando interpreto sus palabras de una manera diferente, no puede ver mi rostro y mis cejas que se arquean al contestarle: —¿Ah, sí? ¿Sabes mucho sobre anatomía en los sueños?— pregunto, ni que tuviéramos quince años y usáramos la imaginación para compensar la falta de experiencia, ideando fantasías que de ninguna manera se ajustan a la realidad. Me surge una duda que dejo de lado para opinar a su comentario. —Nunca mejor dicho que de la necesidad surgen las mejores ideas—. Muevo mi mano mucho más abajo, deteniéndome cuando encuentra mis labios en una caricia tan suave que no colabora para hacer desvanecer esa sensación que estoy flotando en un espacio infinito.

Cruzo una pierna por encima de su cadera para poder acomodarme a su cuerpo, comparte conmigo esa percepción de que esta sala es un juego de nuestras mentes por sus cambios insospechados, conozco cada mueble y esta noche me resultan ajenos. Me río tan fuerte como creo que no he dejado de hacer en la última hora por cada detalle que describe. —Es el caos, Hans. Todo el caos del que siempre hablamos atrapado en este lugar— apuesto por mi segunda teoría delirante de la noche, después de la primera que lo reducía todo a un sueño. No tengo idea de que se ha olvidado, ni tengo cabeza para pensar por él, soy piel que tiembla a su suspiro al inclinarse para besar la marca que me ha hecho y por inercia me echo hacia atrás, animándolo a continuar su exploración. Escucho su parloteo sin sentido sobre la comida cuando no hace poco nos llenamos el estómago de pasta, pero si tengo que ser honesta, reconozco el hambre cuando lo menciona. Debe ser el agotamiento de nuestras energías, pero recostarme sobre él no me induce al sueño. También me pregunto qué mierda tenía la salsa de especias, porque no me engaño sobre una posibilidad más ridícula, pero posible para explicar el estado de nuestras mentes. Me sonrío cuando busca mi confirmación de que el curry era el único de los peligros que debíamos evitar esta noche, y hasta donde vi, alguien sabiéndolo puso unas cucharadas de más.

Espera aquí— le ordeno, abandonándolo desnudo en la alfombra. Bordeo el sillón para llegar hasta la puerta de la heladera y de su interior saco una de las reservas elaboradas por mi madre. Vuelvo a donde está para sentarme y abrir el tupper, de su interior extraigo con mis dedos una bola escarlata bañada en caramelo para ofrecérsela. —Es gulab yamun—explico, tomando una para mí y mojando la sonrisa que se va extendiendo por mi rostro al observar con atención su expresión al probar el dulce. —No es chocolate, pero…— lo dejo inconcluso, me encojo de hombros y no le doy importancia. Tampoco voy a salir a estas horas a comprar un pastel, y menos aún hacer algo tan simple como un bizcochuelo. El único de los dos en quien tenía un poco de confianza para que hiciera algo comestible, acabó mezclando hierbas. —Ya se nos pasará— es todo lo digo, cierro momentáneamente mis ojos mientras degusto el gulab yamun y trato de buscar la claridad entre las confusiones de mi mente. — ¿Alguna vez soñaste conmigo?— inquiero cómo al pasar, lo miro con mis cejas curvadas para enmarcar la pregunta y la que no esconde mi picardía en esa consulta es la manera que tienen mis labios para curvarse hacia un lado.
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