The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Recuerdo del primer mensaje :

Acabo con mis tareas en el taller y en el baño coloco unos minutos mis manos bajo el chorro de agua, viendo como las manchas se desprenden de mi piel y se convierten en un remolino oscuro que se traga el lavado. Podría usar un hechizo, pero hay algo en la insistencia de limpiar mis manos frotando las palmas y los dedos, que afloja mis hombros y el peso de mi espalda. Hasta que se esfuma, todo. Cargo mi ropa en una mochila y antes de abandonar el edificio, me decido a pasar por la cafetería a buscar un café que necesito para calmar mi cansancio. Es temprano para la mayoría de los empleados, a los que todavía les queda unas horas antes de poder ir a casa y algunos a sus lujosos apartamentos en el Capitolio. Cada hora que paso en este lugar es para mí como meter la cabeza bajo el agua, y no es hasta que estoy fuera, que siento como todo el aire regresa a mis pulmones. Debo aguantar unos minutos más mi respiración hasta conseguir mi taza de café.

Estoy en retirada cuando en una mesa veo un rostro conocido. Cuando murió mi padre busqué en cada cosa que dejó un poco de él y en las personas que lo conocían, todo lo que él ya no podría decirme. Con el tiempo acepté que nada me lo devolvería, que no había dejado nada para mí en las cosas que seguían existiendo a mi rededor, que las palabras de otros no eran las suyas, y que todo lo que sabía de él lo podía encontrar únicamente en mis recuerdos. Pero no tomo una salida alternativa para evitar a Lackberg, mis pies conocen el camino hacia él como cuando tenía quince años o veintidós. Coincidir con él siempre me acerca como una fuerza gravitatoria, estoy buscando otra vez algo que sé que no voy a hallar.

Coloco primero mi taza sobre la mesa y después retiro la silla hacia atrás para quedar sentada frente a él. —Ha pasado un tiempo, Ivar— lo saludo. El uso de “señor” acompañado de su apellido lo fui descartando a medida que crecía, me habré vuelto un poco más impertinente que cuando era niña, porque no se me viene a la cabeza nadie a quien trate con honores. Suelto mi mochila en la silla vecina y estiro mis piernas por debajo de la mesa para tomar una postura cómoda, la necesito para soportar un rato más en este sitio. El café se siente caliente cuando envuelvo la taza con mis manos, pero no lo bebo, algo me retrasa. —¿Cómo sigue el trabajo con niños?— es tan ambigua mi pregunta. Niños, he aquí la cuestión. Demasiados niños huérfanos, marginados y esclavizados en este mundo. Odio cuando mis pensamientos se tornan tan graves y mi cuerpo no responde, sigue aquí, sentado con una taza de café y hablando con un conocido.
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Invitado
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Es una suerte que siga habiendo mujeres como yo— interrumpo su perorata de que los hombres del mundo son así, me prendo de la elección de esa palabra para sostener mi postura. El campo de la mecánica lleva un par de décadas abriendo sus espacios a la irrupción de las mujeres y no seré el mejor ejemplo, pero hago mi aporte también, como para que quiera darme un consejo de resignación. Tuve que formar carácter desde que era una niña si quería hacerme un lugar, se me reconoce como agresividad lo que en otra persona podría ser llamado autoridad. Cada quien se defiende con sus modos.

Si Ivar Lackberg no tiene para mí más que pretensiones, es hora de retirarme. Es mi rutina de todos los días en este ministerio verme atravesada por expectativas ajenas, con poco espacio para trabajar en las mías, y se vuelve un tanto cansador al final del día. Los atisbos de esperanza también se apagan, entonces palabras sueltas vuelven a reavivar esas chispas. Ivar me retiene con su agarre, pero lo que me mantiene a su lado es la intriga que me provoca saber cuál fue el proyecto en común que tenía con mi padre y por la naturaleza distinta de sus profesiones, sé que no era laboral. Se me está escapando entre los dedos algo tan frágil de sujetar, me aferro a ello con fuerza. Si encontré el consuelo en mis sueños después de perder a mi padre, rememorando escenas cotidianas una y otra vez, ¿por qué no cubriría y protegería con mis manos algo igual de vago e impreciso?

Se rompe el contacto de su mano alrededor de mi brazo, pero no la sujeción que consigue con su voz. Observo su semblante por el rabillo de mi ojo, trato de detectar la trampa camuflada, no creo poder confiar en él por las mismas razones que a mi padre le hubieran llevado a poner las manos en el fuego diciendo su nombre. Puedo escuchar la voz de mi madre retumbando en mi mente, siempre tan oportuna como mi consciencia, diciéndome que son los pasos de hombres como Lackberg los que nunca debo seguir con la ingenuidad de una niña. Es un espejismo, al final de todo esto no está lo que busco. Pero mi madre nunca ha logrado impedir con sus recomendaciones que camine sobre las líneas de fronteras inestables. —De acuerdo, tendremos una charla honesta. Hasta entonces, Ivar— me despido, y soy la primera en salir de la cafetería, abandono la conversación como si no hubiera nada más que decir, no esta vez, no en este sitio.
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