The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Murphy J. Whiteley
Creo que me di cuenta demasiado tarde de que Mortimer no era el animal más adecuado para tenerlo como mascota. Un número considerable de sábanas y calcetines roídos después, decido que tengo que hacer algo. No sólo por toda la ropa que he perdido, sino porque no puedo seguir viendo como un animal que debería estar en libertad trata de adaptarse a un mundo que no es el suyo. Tampoco es que vivamos en el lugar con menos naturaleza del mundo, pero para que Alice no se arrepienta de haber permitido que me lo quedara me veo obligada a recluirlo la mayor parte del tiempo en una habitación, y noto que no es feliz. No deja de ser un conejo salvaje, no está hecho para esto. Me considero lo suficientemente poco egoísta como para no dejar que eso ocurra. Y no, en contra de lo que pueda parecer, mi primera idea no es dejarlo en libertad.

Sí lo es, en realidad, pero tras varios intentos fallidos en los que lo dejo por ahí para que huya a las profundidades del bosque y al día siguiente aparece en la puerta de casa, decido que lo mejor es empezar a vivir yo misma en el exterior. Ya me acostumbré a ello desde que comenzamos a vivir con más gente y se me hizo un poco incómodo el ambiente que había entre mamá, Ava, Derian y Ben. No entiendo al cien por cien la razón de ello, pero había ciertas situaciones en las que todo era especialmente denso. No me gustaba estar allí y Zenda estaba ocupada pegándose - o besándose- con Beverly, así que cogí a Mort y nos mudamos a la calle. Sólo pasaba por casa para dormir las ocho horas de rigor y volver fuera.

Mort y yo jugamos la mayor parte del tiempo. Por algún motivo me resulta muy cómico molestarle, así que escojo piedras que lo confundan y las lanzo lejos para que corra tras ellas. Me llega a parecer algo cruel así que yo misma acabo uniéndome al juego y hacemos una especie de carrera en la que siempre gana él. Tras unas cuantas horas corriendo, noto un pinchazo. Al principio pienso que es el típico flato y no le doy mucha importancia, pero al seguir jugando el pinchazo de hace más fuerte. No diría que es el dolor lo que se hace más agudo, sino la zona adolorida más amplia. Llega un instante en el que el pinchazo, como si de niebla se tratase, se extiende por todo mi torso y hace que sienta más frío del que ya hace fuera.

Camino lo más rápido que puedo - que no es mucho - hacia casa sabiendo que Mort estará bien y llamo a la puerta con urgencia. Me cuesta unos segundos darme cuenta de que la dejé abierta la última vez que salí y eso me hace temer que si nadie se ha dado cuenta es porque puede que no haya nadie en casa que pueda ayudarme. - M-má - Tartamudeo llamando a mi madre pero ni siquiera sería capaz de decir el volumen al que ha salido de mis labios. - ¡MAMÁ! - Caigo de rodillas y escucho mi propia respiración intentando abrirse paso entre la niebla que parece llenar todo mi pecho. Al apretar mi mano contra el corazón no noto nada. Definitivamente ya no puedo respirar y ni un poco de oxígeno llega a mis pulmones. Lucho por mantener los ojos abiertos pero todo se vuelve negro de un momento a otro. Lo último que escucho es el sonido de mi cuerpo chocando sonoramente contra el suelo.
Murphy J. Whiteley
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Hace unos pocos días que he empezado a mover algunas cosas que tenemos acumuladas en casa de Ben desde el incendio a nuestra casa ahora que después de haberse destruido vuelven a estar en pie. De todas maneras no hay mucho que trasladar puesto que la mayoría es ropa que apenas me cuesta un viaje y medio, libros y poca cosa más. Después de varios meses compartiendo lugar con cuatro personas más para un sitio delimitado para una, volver a tener espacio es algo que se me hace cómodo y molesto a la vez. No sabría describirlo con exactitud, pero creo que me he acostumbrado a disfrutar de compañía constante incluso cuando en ocasiones lo que más deseaba era tranquilidad. De igual forma no voy a negar el alivio que produce volver a gozar de algo de intimidad, además de que estoy segura de que en el fondo Ben también agradece haberse liberado de nosotros en ciertos aspectos.

Pero creo que, de todos, la que más se alegra de tener su espacio personal es Murphy. No la culpo, al principio para todos era extraño, incluso me atrevería a decir incómodo, convivir unos con otros en un lugar de doce metros cuadrados. Aunque tampoco podría describir que es lo que se le pasa por la cabeza porque está en esa época donde prefiere contarle sus problemas al conejo antes que a mí, y soy su madre. Admito que nunca he sido de ponerle reglas ni de decirle que es lo que debe de hacer, pero porque jamás ha necesitado que yo se lo diga. Creo que la independencia es algo que ha aprendido por sí sola a base de observarme a mí durante todos estos años, al fin y al cabo los niños no hacen más que copiar lo que los adultos hacen. Sin embargo, en ocasiones desearía que dejara de ser tan autónoma, pese a saber que solo yo soy la culpable de que se comporte de esa manera.

Estoy cargando con una caja llena de ropa de Murph de camino a casa cuando creo escuchar su voz a pocos metros de distancia. Al principio apenas acelero el paso por no diferenciar mi llamada en su queja, pero cuando doy la vuelta a la esquina y veo como su cuerpo cae de sopetón sobre la puerta, mi primer impulso es gritar su nombre de vuelta y tirar al suelo todo lo que llevo en las manos. Inconscientemente el pulso de mi corazón se acelera al ver a mi hija tirada en el suelo, y mis piernas se mueven en su dirección más rápido que mi cerebro es capaz de asumir la situación. El instinto me hace zarandear su torso en un arrebato de nerviosismo hasta que me percato de que por mucho que lo haga no va a despertar.

Son apenas unos segundos lo que tardo en trasladarla al interior de la casa y ayudarme de toda la fuerza que poseo para tenderla sobre la cama, apoyando sus piernas sobre una almohada para elevarlas ligeramente por encima de su corazón. Mientras intento comprobar el estado de sus pupilas con la inquietud corriendo por mis venas, una pequeña franja de segundos después que se me hacen eternos, ella parece abrir los ojos con lentitud, lo que me hace soltar un suspiro de alivio. - Hey... - Susurro, posando la mano sobre una de sus mejillas pese a saber que ni siquiera puede diferenciar su temperatura. - ¿Estás bien, Murph? ¿Sabes qué ha pasado? - Soy consciente de que no tiene la mejor salud del distrito, consecuencia de las pésimas condiciones en las que vivimos cuando no era más que un bebé, pero sigue siendo la primera vez que se desmaya de esa manera. - ¿Te duele algo? ¿Cuando ha sido la última vez que comiste? - Le hago tantas preguntas pese a saber que no debería abrumarla con ellas, en un intento de calmar el nerviosismo que me carcome por dentro. Frunzo el ceño cuando paso a comprobar su pulso y me fijo en que está bastante por debajo de lo que se puede considerar normal.
Alice D. Whiteley
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Murphy J. Whiteley
No sabría decir si tengo o no los ojos abiertos. Soy plenamente consciente de que los abro con fuerza, pero todo sigue siendo negro aún así. Llega un segundo en el que, de repente, todo parece carecer de importancia, incluido el hecho de tener los ojos abiertos o no, así que simplemente los cierro y me quedo dormida.

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Cuando me despierto no estoy segura de cuánto tiempo ha pasado. Podrían decirme que han pasado semanas y me lo creería exactamente igual que si me dijeran que han pasado segundos. Al ver el rostro preocupado y sorprendido de mi madre delante de mí opto más por la segunda opción. Me cuesta un poco recomponerme y sigo notando esa presión en el pecho, pero es mucho menor. No me gusta estar aquí acostada como si me estuviera muriendo así que me apresuro a levantarme. Sólo cuando lo hago me doy cuenta del error que ha sido, pues el dolor vuelve como un latigazo, advirtiéndome de que no lo vuelva a intentar. Me recuesto, exhausta, y el eco de la voz de mi madre resuena por fin en mi cabeza.

- Estoy bien, mamá, habrá sido un bajón de tensión o algo así - Sonrío levemente desde mi sitio y busco su mano al notarla en mi mejilla para apretarla en señal de tranquilidad. - No, no. Sólo estaba jugando con Mort y de repente me ha empezado a doler aquí - Al principio uso mi dedo índice para señalar el corazón, pero me acaba pareciendo más correcto usar toda la palma de la mano y describir círculos alrededor de todo mi pecho. - Pero seguro que no es nada - No estoy segura de a cuál de las dos pretendo convencer más con esa afirmación. Es la primera vez que me pasa esto y, definitivamente, no es normal.

Recuerdo la conversación que tuve con Zenda hablando precisamente de estas cosas. A ningún niño le ha pasado, que yo sepa, desmayarse por correr. Reprimo las ganas de llorar de la rabia y me centro en las preguntas de mi madre, que lejos de agobiarme me mantienen lejos de mis pensamientos y me ayudan a centrarme un poco más en lo que está pasando y no en las conclusiones, erróneas o no, que a mi cerebro le da por sacar. - Antes de salir a jugar tomé un par de manzanas - Eso de no haber comido queda descartado, y lo único a lo que me lleva eso es a pasar a opciones no tan simples y habituales. - No pasa nada, mamá, habrá sido eso - Digo, haciendo referencia a mi sugerencia de la tensión.
Murphy J. Whiteley
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Murphy es casi una copia exacta de cómo era yo a su edad, e incluso ahora seguimos teniendo rasgos tan parecidos que me es inevitable no distinguir su tez blanca como la nieve del color pálido en que se ha convertido su piel, en especial su rostro. Es normal que esté asustada, casi igual de normal que lo esté yo ahora mismo, pero cuando trata de levantarse tengo que posar mis manos suavemente sobre sus hombros para evitar que haga algún movimiento brusco. – Hey, hey, tranquila, no trates de levantarte por unos minutos, ¿quieres algo de agua? – Ejerzo una leve presión para que se vuelva a tumbar, volviendo a posar mi mano sobre su frente como si fuera a servir de algo. Me hubiera levantado a por un termómetro de no ser por que no quiero dejarla sola ni siquiera un segundo.

Podría tragarme lo del bajón de tensión, podría si fuera cualquier otra persona, o si fuera alguien que tiene una resistencia física mayor a la de mi hija, pero no, siendo ella mi ceño se frunce un momento hasta que bajo mi mirada hacia ella y en un intento de hacerla sentir mejor hago un amago de devolverle la sonrisa sin mucho éxito. Mi mano se dirige a su pecho sobre la suya cuando se toca la zona, acariciándola como si con eso pudiera hacer que el dolor que siente se desvanezca. – ¿Hace cuánto que ha empezado a dolerte? ¿Por qué no me llamaste antes, Murph? – Dejo que mi peso recaiga sobre la esquina de la cama para rodearla con un brazo. No puedo evitar sentirme culpable por no ser capaz de comprender su dolor y por no haber estado alerta, pese a saber que no puedo estar detrás de ella todo el día. – ¿Te sigue doliendo? – Murmuro, aunque sin atreverme a palpar su pecho en caso de que pueda agravar el daño.

Como médica, y como madre, se me ocurren infinidad de cosas que pueden ser el motivo de que se encuentre de esa manera, cada una más descabellada que la otra. No me lo dice, pero sé que por dentro está aterrorizada, aunque no creo que ni la mitad de lo que yo lo estoy, lo suficiente como para no permitirme pensar con racionalidad. La idea de que haya estado brincando y correteando por ahí con el conejo es la primera causa que siempre acude a mi cabeza, a sabiendas de que puede que no sea la verdadera. – Sabes que no tienes el mismo aguante que los demás, ¿has estado corriendo más de la cuenta otra vez? – Es algo que por mucho que se lo recuerde, siempre va a pasar de mí, hasta que pase algo como lo de hoy. – Debes tener más cuidado, Mur. – Deposito un beso sobre su frente con tranquilidad, a pesar de la seriedad que ha invadido mi rostro un momento.

Le aparto el pelo de la cara con suma suavidad mientras mantengo mi vista clavada sobre sus ojos. – ¿Hay algo que te preocupe? Estas últimas semanas… Sé que no han sido como a lo que estás acostumbrada, pero si necesitas hablar de lo que sea, puedes hacerlo. – Ha pasado de convivir con dos personas relativamente tranquilas a vivir en un sitio que ya es pequeño para una, imaginaros para cinco, el estrés puede haber agravado un corazón que ya de por sí es débil. Por no mencionar que apenas hemos hablado de como se siente ella con respecto a lo de Ben. Qué se yo.
Alice D. Whiteley
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