The Mighty Fall
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PRIMAVERA de 247521 de Marzo — 20 de Junio
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Jolene W. Yorkey
Mentor
Creo que es la primera vez en mucho tiempo en el cual las calles están desiertas, salvo la plaza principal, donde los juegos están siendo proyectados para la vía pública con la intención de entretener a aquellos que han salido de la comodidad de sus hogares y de, también, perseguirnos allí a donde vayamos. Casi todos los agentes se han marchado gracias a aquellos rumores que me fueron confirmados cuando Lyon se marchó antes de que el sol saliera, disparado al once para retener toda la avalancha de rebeldes que se han presentado y, por lo tanto, el centro de entrenamientos está casi vacío si no fuesen por los mentores y sus equipos. La luna se encuentra en lo alto mientras repaso los últimos hechos en mi cabeza, desde la muerte de Dalerick a la de Dominique, a la de mi hermana y la de mis abuelos. Paso una vez más la hoja que me muestra la fotografía del expediente de Erígone, lanzando un suspiro cansino mientras la leve brisa nocturna de verano me aparta el cabello del rostro, hasta que escucho la alarma del reloj que llevo en el bolsillo para indicarme que es la medianoche. Salto del borde de la azotea, donde me he encamarado para que nadie me busque, y regreso a la panta del ocho. No he estado en otro lugar los últimos días que no sea mi habitación, por lo que se encuentra desordenada y repleta de papeles arrojados por el suelo.  Arrojo los expedientes sobre la cama, que rebotan y hacen una extraña sombra en la pared contra la luz del velador, para después patear uno de los mapas que he trazado mentalmente de la casa de gobierno y ponerme a hurgar hasta encontrar una hoja en blanco. Levanto la vista para observar el escritorio, donde ya reposan tres sobres gruesos; aliso el papel con las manos y me siento, tomo una pluma y comienzo a escribir. ¿Cómo le dices a tu hermano que lo sientes, después de tanto tiempo? ¿Cómo le explicas todas tus locuras, tus errores, tus aciertos, las cosas que creíste poder compartir y que fueron robadas? Cuando no lo pienso las palabras salen solas y el reloj todavía no marca la una cuando estoy doblando la hoja, metiéndola dentro del último sobre para cerrarlo y escribirle un último nombre en el dorso.  “Querido Lyon”.

Tomé muchas decisiones a lo largo de mi vida, la mayoría sin pensar y la otra mitad, causadas por pensamientos pesimistas. No es la primera vez que hago algo que sé que me costará la vida o la libertad, pero hay veces que todos los caminos conducen a un mismo sitio y cuando me quiero dar cuenta, ya no hay marcha atrás. Apilo las cartas una sobre otra, casi riéndome de la cantidad de tonterías que hay en ellas. “…Honestamente, Jeremy, siempre me fascinaron tus ojos…” “ … ¿Recuerdas, Andy, el calor que hacía el día en el cual te arrojé a la laguna?...” “… Katie, siempre ocupaste el lugar de Eri, gracias por poder volver…” . No sé cuántos recuerdos hay en ellas ni cuantas confesiones de todas las cosas que me guardé. Los miedos, los rencores, las bromas fáciles e incluso las cosas que me dan vergüenza. Las explicaciones que no voy a poder darles porque, pase lo que pase, hoy ya no podré regresar. Tal vez porque los perdí varias veces, pero pensar en no volver a verlos es casi un resentimiento.

Me coloco la chaqueta pesada y ajusto el cinturón en mis caderas, colocando uno a uno el juego de cuchillos de plata que llevan mi nombre. Peino mi cabello como si quisiese demorarme una eternidad en ello y deslizo la pulsera en mi muñeca; si arrojan mi cuerpo en algún sitio y se pudre con el tiempo, tendrán aquello con lo que siempre van a reconocerme. Me cuelgo el ligero morral con mis planos y pocas pertenencias,  tomo los sobres, echándole un último vistazo a aquel dormitorio y saliendo en silencio, cerrando la puerta con cuidado para no alertar a nadie. Mi primera parada es el dormitorio de Lyon,  el siguiente al mío y donde sé que volverá alguna vez. La cama está hecha, la persiana está alta y ni necesito prender la luz para ver lo que estoy haciendo. Dejo su carta sobre la cama y me marcho tan rápido como he llegado, porque no hay nada que ver aquí. El problema comienza cuando llego al ascensor. Me toma un largo rato decidirme a apretar el botón del siete y, cuando las puertas se abren en la silenciosa planta, noto el nudo del estómago que amenaza con traicionarme. Meto los otros sobres en el morral y avanzo con el perteneciente al leñador en las manos, silenciosa como el fantasma que soy, hasta abrir la puerta del cuarto, que hace un pequeño sonido que ocasiona que me muerda la lengua, pero Jeremy no se despierta. Puedo verlo perfectamente en la oscuridad, con el cabello rubio ligeramente iluminado por la luna y un semblante que lo hace parecer años más joven; incluso puedo decir que estoy viendo al chico que vivía en el siete y me contaba chistes para hacerme reír. Coloco con cuidado la carta en su mesa de noche y me demoro al menos cinco minutos en observarlo, cuando me recuerdo a mí misma que no tengo tanto tiempo. ¿De verdad él se pensó que no lo quería? ¿Qué clase de idiota no podría haberlo visto?

Llego a la planta del seis del modo más torpe que puedo,  chocando con uno de los sillones que me olvidé que existían y quedándome un momento aguantando la respiración, pero creo que nadie ha escuchado. El cuarto de Andy, sin embargo, me es tan familiar como para poder recorrerlo con los ojos cerrados y me demoro un momento porque tengo que retener las ganas de reírme de sus ronquidos. No sé por qué ahora mismo se me da por reírme, tal vez por lo familiar de la situación en un contexto tan diferente. Apoyo la carta junto a su almohada, rogando para mis adentros que le haga caso a mis palabras escritas y que cuide a la lechuza, a los gatos y al bebé que no tiene la culpa de nada. Ni siquiera lo miro para chequear que no se levante cuando me pongo a hurgar en sus cosas, hasta que doy con lo que estoy buscando. Una vez, cuando recién iniciábamos con nuestras tareas de mentores y Jeremy no se sumaba a nosotros, pasamos horas analizando las cámaras de seguridad de algunos sitios públicos gracias a su enorme cerebro y mi aburrimiento. Fue divertido ver a algunos guardias sacándose los mocos y a Orion Black durmiéndose sobre su escritorio, pero ahora mismo esta pequeña Tablet tiene otros planes – lo siento, Andy. Seguro puedes comprarte otra – murmuro, aunque sé muy bien que no puede escucharme porque la única respuesta que obtengo es un leve ronquido. Si se enterase lo que estoy haciendo, de seguro me odiaría el resto de mi vida por haberme ido sin él para cubrirme la espalda. Se supone que así trabajamos…¿no? Como un equipo.  

Antes de salir pateo un crayón que se encuentra en el suelo, como una ironía de las horas coloreando, y solamente puedo pensar en eso cuando me encuentro en la puerta de la habitación de Kathleen Jhonson. Ella no es mi amiga, ni mi hermana y se supone que la he odiado desde el primer momento en el cual la vi del brazo de Anderson. A veces más, a veces menos, pero siempre existía ese rencor. ¿Por qué entonces me cuesta más abrir la puerta? Tal vez porque la última carta tiene cientos de disculpas, cientos de consejos e incluso cientos de palabras extrañamente amables y sinceras para venir de mi parte. Cuando me armo de valor e ingreso, me doy cuenta de cómo pasó el tiempo porque la panza de Katie se asoma incluso debajo de todas las mantas. Ni siquiera me fijo si Jeremy le entregó el cuento y la muñeca. Dejo el sobre a su lado, la observo dormir hasta que creo que pasaron siglos y me marcho.

Salir del centro de entrenamientos es mucho más sencillo de lo que pensaba. De hecho, estaba pensando excusas o métodos para silenciar al guardia, cuando me encuentro que se encuentra dormido en su puesto con la televisión encendida en los juegos. Sacudo una mano frente a su cara una y otra vez hasta que me encojo de hombros, saliendo al frío exterior y comenzando a temblar casi de inmediato. No tomo un auto, tampoco me apresuro. Cada paso cuenta y soy consciente de cada una de mis respiraciones, que provocan vapor que se pierde en la noche. Nadie se fija en una niña menuda caminando sola por la calle, porque aquí a nadie le interesa el resto de las personas al menos que estén conectadas a ellos mismos. En algún momento de la noche llego a la casa de gobierno y no me sorprendo al ver las luces encendidas en algunas habitaciones. ¿Quién puede dormir con una rebelión en el distrito once que trabajar?  Me escondo entre unos matorrales que bordean el camino de ingreso y el show comienza. Mis dedos se deslizan sobre la Tablet con mucha menos confianza y precisión que los de mi mejor amigo, porque solamente me atrevo a tocar aquello que recuerdo y reconozco, hasta que finalmente las pequeñas ventanas se abren enseñándome las cámaras de seguridad del edificio que se encuentra a mis espaldas. Sonrío; bingo.

Casi puedo escuchar el tumulto de los guardias a kilómetros cuando las cámaras de seguridad se congelan y dejan de funcionar. ¿Cuánto tardaran en descubrir que la imagen ya no continúa grabando y se ha quedado estática? ¿Cómo no se darán cuenta que se cayó su sistema de seguridad? No me molesto en esperar y averiguarlo, porque ya estoy bordeando la residencia. Trepo uno de los paredones, lo salto y caigo con gracia en el jardín trasero, aguzando el oído y sintiéndome satisfecha cuando no se dispara ninguna alarma. Mientras corro, me doy cuenta de que la adrenalina me corrompe y solamente me fijo en las ventanas; me deslizo por una, acabando en las enormes cocinas. No sé cómo me las arreglo para no tirar nada, pero soy invisible mientras avanzo por la casona. Parece que no hay nadie, salvo por algunos murmullos que me llegan de lejos y siempre me ocupo de tomar la dirección contraria. ¿Esa respiración pesada es la mía? ¿Esos nervios al aire me pertenecen?

Creo que me he perdido, porque hace mucho que no vengo a este sitio y solamente lo he hecho una vez, pero cuando estoy por darme la vuelta reconozco el horrible color de las paredes y, a lo lejos, la enorme puerta que estoy buscando. El despacho del vicepresidente. No me sorprende que no haya guardias, porque o deben estar en el once o porque mi padre está en alguno de los salones superiores, intentando arreglar los muchos problemas que azotan al país. En efecto, ingreso sin ningún problema y la habitación se encuentra tenuemente iluminada por una lámpara; hay algo en el aire que me pone los pelos de punta, pero no retrocedo, porque la voz de Evans me retumba en los oídos y mis ojos solamente ven la nieve manchada de sangre hace ya casi tres años. Cuelgo el morral en el respaldar y me dejo caer con total despreocupación en el enorme sillón detrás del escritorio, recostándome en él como si yo fuese la que maneja todo el poder ahora mismo. Espero, espero hasta que mi cerebro deja de pensar y me despierto más ahora que nunca, hasta que me canso de respirar y de añorar, hasta que la paciencia se esfuma y mis dedos golpetean los apoyabrazos con ansiedad. Finalmente, la puerta se abre y una sonrisa torcida se muestra frente a aquellos ojos que odio – Hola, papá – saludo con una fría y falsa bienvenida, dejando en claro solo una cosa: estos son mis juegos.
Jolene W. Yorkey
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Invitado
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Aquel día me encontraba en la oficina de seguridad, con Stephanie en los juegos me ocupaba de supervisar a los agentes de la paz. Mire las cámaras de seguridad mientras los demás trabajadores pasaban por detrás de mi sin embargo una pequeña luz roja se encendió en uno de los puntos principales de los edificios, el detector de movimiento había captado movimientos cerca de mi despacho por ende cuando las cámaras enfocaron el sitio una figura femenina estaba sentada en mi silla, alce una ceja detectando en seguida de quien se trataba.-Vaya, ¿quien la dejo entrar?.-mire a todos los presentes pero ninguno de ellos dijo palabra alguna, camine hacia atrás para ir hasta donde mi hija estaba.-No quiero a nadie conmigo, esto debo solucionarlo yo, sin embargo estén alertas, por favor.-camine rápido hasta el área afecta, lo que menos me esperaba es que tal vez ese día seria el ultimo suspiro que daría.-

Mientras caminaba ajustaba bajo la manga de mi saco la varita mágica que me había sido entregada por James Black cuando subí al poder hace unos cuantos años, la misma solo me obedecía a mi, fui elegido por ella y tarde años en comprenderla y aprenderla a usar pues sabia que no se dejaba controlar por otros magos, era peligrosa tanto como su amo. Cuando llegue ante las puertas del palacio o mas bien torre que me correspondía la abrí lentamente para pasar dentro mirando a Jolene sentada en mi silla, le clave la mirada como ella lo hacia sobre mi.-Jolene, ¿qué haces aquí hija?.-pregunte sin mas, capas había pasado algo malo, algo que tal vez necesitase mi interrupción de inmediato, no era fanático de ser su padre pero tampoco la detestaba al punto extremo, no se ella tenia un algo que me hacia recordar a mi madre, aunque tarde en años en aceptar que matarles no fue la mejor decisión de mi vida, la imagen viva de Jolene era mi tormento en vida y al mismo tiempo me alegraba aunque jamás lo demostraría.-

Sin embargo, olía problemas que sabia eran pesados, mire a los guardias de la paz afuera de la oficina por ende alce mis manos para que las puertas se cerrasen de un solo portazo con magia mas bien, sabia que algo pasaría, lo presentía, era mi hija y aunque no estuve con ella mucho tiempo el instinto de padre me lo advertía, era como la reencarnación de mi hija muerta.-Dejemos tanta dulzura de lado, ¿qué deseas en el Capitolio?.-se escuchaban las patadas de los agentes tratando de abrir la puerta, sin embargo eso no seria posible, mi magia cerro la puerta pero también la protegió de cualquier hechizo que alguien le hiciera, solo se abriría si yo moría y claramente eso no pasaría o eso creía yo. Tenia ambas manos de cada lado de mi, listo para cualquier cosa, este era mi campo de juegos, estas eran mis reglas, tenia las de ganar aquí y claramente no me rendiría.-
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Jolene W. Yorkey
Mentor
No le respondo, sino que me limito a sonreír levemente como si su duda fuese la cosa más estúpida a responder, porque sé que la refutación  está en su cerebro, bien escondida detrás de todas las cosas que le deben dañar la conciencia. Noto cierta impaciencia corriendo por mis nervios, aunque no me muevo de mi sitio y dejo que el cierre la puerta, dejando a sus guardias del otro lado, lo que en el fondo agradezco. Ya me he cansado del público. Lanzo un suspiro pesado, moviendo ligeramente la cabeza de un lado al otro sin despegar los ojos de la alta figura de mi padre, lo que me recuerda que he venido a cometer un acto que probablemente, me cueste absolutamente todo… lo poco “todo” que tengo. Estiro la mano para meterla dentro del morral que cuelga del asiento y saco los expedientes que Evans me entregó, sacudiéndolos frente a él y dejándolos caer sobre la mesa.

- Ya casi te olvidaste que trabajo en el Capitolio en tiempos de Juegos – respondo con sarcasmo, arqueando las cejas; él debería recordarlo más que nadie, puesto que me presenté voluntaria para vengar a su hija, a la cual él no movió un dedo para quitarla del medio en la lucha entre la vida y la muerte – solamente quiero aclarar algunos asuntos pendientes. Y todo comienza con esto – pongo un dedo sobre los documentos, dándoles suaves golpecitos. No le quito los ojos de encima; quiero ver cada una de sus reacciones, quiero ver como su mente va conectando ideas para descubrir que hago finalmente en este lugar. Los cuchillos en mi cinto, ocultos bajo mi abrigo, parecen chillar y arder – quiero que me digas la verdad y nada más que la verdad, si es que tienes un poco de honor después de toda la mierda que hiciste – ladeo ligeramente la cabeza, entornando los párpados para mirarlo de forma acusadora – pensé cosas horribles de ti toda mi vida, pero no me gustaba pensar que eras un asesino.
Jolene W. Yorkey
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Alce la mirada sobre lo que hacia sobre mi escritorio, tome aquello entre mis manos, para abrirlo mirando la foto de mi hija mayor, cambiando totalmente el rostro, recordando aquello, aquel día donde todo paso, aquellos recuerdos como tormentas de cuchillos vinieron a mi mente, cerré la carpeta para observar a Jolene, sabia que estaba enojada, sabia yo mismo merecía morir, pero no me quedo otra opción, debía hacerlo, debía matar a Erigone, de lo contraria James hubiera ido por ellos para matarlos o peor desterrarlos del Panem. Mire la nada, se que no fui el hombre mas ejemplar como padre, fui una basura sinceramente, pero cosas como esas eran necesarias al menos para alguien como yo.-Es verdad, yo la mate, ordene su ejecución en el campo de batalla, ella no tenia ganar esos juegos.-le mire, sentía la furia de mi propia hija mejor que nadie. Camine unos pasos con ese expediente en mano y lo tire al fuego de la chimenea, supuse que hubo un traidor, nadie tenia acceso a los documentos de seguridad de Staphanie, mire a mi hija con la postura firme.-

-Esto se debe terminar de una vez, por años has intentado averiguar que paso, si la verdad de mi boca quieres escuchar entonces tendrás que matarme, por que no diré nada.-sabia por que no podía decir nada, tenia un juramento sobre mis labios, magia negra avanzada que si abría la boca me mataría, le mire alzando mis manos para que una delgada varilla se hiciera presente, de un color oscuro pero poderosa, magia.-El secreto de que tu padre es un mago no debería sorprenderte, y quien sabe si tu no lo eres también, Jolene. Podrías haber sido grande como los demás del Panem pero elegiste aliarte a esos malditos rebeldes, ¿por amor?, el amor no tiene terreno en estos días, todos y cada uno de ustedes son cerdos entrenados para el matadero..y siempre sera así, hija.-alce mi varita, apuntando a ella, directo sobre su pecho, era hora de pelear.-Depulso!.-ordene, de la punta de la varita, un destello rojo salio disparado sobre el pecho de hija lanzandola contra el muro.-
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Jolene W. Yorkey
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El rostro de mi padre se oscurece, se tensa, pero en sus ojos no veo ni el arrepentimiento ni el dolor. Ni siquiera se toma la molestia de negarlo, sino que lo afirma y aquello logra que mi corazón se estruje hasta el punto de que el dolor sea agudo e insoportable. Él pierde el tiempo lanzando los documentos al fuego, pero las llamas no van a llevarse las verdades que alimentan. Una risa desganada brota de mis labios...¿acaso me lee la mente? Me fijo en la varita que se coloca entre sus dedos y me estremezco ligeramente. La idea de que yo sea una bruja logra que se lleve toda mi atención otra vez y clavo las uñas a los mangos del sillón, notando la tensión que se acumulca en mis músculos - yo no conozco la magia, no de la misma forma que tú lo haces - señalo, arqueando las cejas. Le miro con asco, porque la idea de haber estado con "los grandes" jamás me atrajo, pero es una sola palabra la que se lleva toda mi atención - ¿Amor? ¿Te olvidaste que también me quitaste la libertad de saber lo que es eso? - porque él amenazó a todos los que me llegaron a importar, porque por su culpa me envolví en un mundo que no me permite amar.

Cuando apunta con la varita, doy un salto para levantarme del asiento y la silla golpea contra la pared, mientras que mi mano revolotea para alcanzar una de mis dagas. De todas formas no soy lo suficientemente rápida y el hechizo me da en el pecho, llenándome de calor e impulsándome hacia atrás. Siento la piedra golpear mi espalda y caigo al suelo con un ruido sordo, intentando tomar bocanadas de aire. Parpadeo y antes de que me de cuenta de lo que sucede o que llegue a recuperarme, me impulso hacia delante, trepando sobre el escritorio rápidamente y saltando sobre él. Me trepo por el cuerpo de mi padre, logrando colgarme de su espalda y, a pesar de que forcejeé o que es mucho más grande que yo, logro clavar la daga en su espalda. No sé si es un corte profundo, probablemente ni lo sienta, pero la sangre comienza a brotar mientras mis dedos se aferran a la tela de su ropa para no caer.
Jolene W. Yorkey
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Vio como pego contra el muro, los agentes de la paz intentaban abrí la puerta que no lograría pasar mi muro, miro como se cuelga de la espalda y empiezo a forcejear con ella para sacarla de mi espalda sin embargo la daga atraviesa mi piel para originarme una herida sangrante. La empujo al piso al fin para sacarme la daga que tenia en la espalda tirándola contra el muro que queda clavada. Me saque el saco notando mi camisa blanca llena de sangre, observe a Jolene para ir contra ella pero algo me hizo detenerme, era como ver la imagen de mi hija muerta delante, no era posible, los medicamentos que tomaba borraban esos efecto de mi, pero logre dispersar esas malditas alucinaciones.-Crucio!.-musite de lleno, generando un destello oscuro que impacto sobre Jolene, era el peor de los maleficios, la magia mas cruel que existía, el dolor de las mil cuchillas enterrarse en su carne le generaba el peor de los dolores.-¿Te piensas que lograras algo?, no te devolverá a Erigone que me mates, solo generaras una guerra sobre inocentes, mi muerte despertara la furia del Capitolio, lo sabes bien.-murmure, para dejarla libre de la tortura.-

Camine de un lado a otro para mirar todo mi despacho, apreté mis puños, estaba enojado conmigo mismo, estaba furioso con esta situación, pero aun así sabia que dar batalla no tenia sentido, ya había consumado muchas vidas, ya había lastimado a muchos inocentes, no era mi intención en realidad, siempre quise una buena vida, ser rico, tener una buena clase social pero todo se me subió a la cabeza, cegado por el poder cometí errores irreparables.-Hazlo.-me agache para caer de rodillas, lanzando la varita lejos de mi.-Hazlo de una buena vez, por mas que peleemos nada tendrá sentido.-la mire desde donde estaba, para observar el techo del despacho, mi mente estaba cegada por todo, si, estaba rindiéndome por que bien sabia de nada servia pelear algo que no tenia sentido.-James vino a mi ese día de los juegos, me dijo que si no ejecutaba a Erigone mataría a mi familia.-le mire mientras sentía que las muñecas empezaban a arderme, claramente me mate ella o no la maldición lo haría.-Tuve que hacerlo, ordene que la mataran, así logre salvarlos a ustedes. No era tan desalmado como parecía, o si?; nunca quise casarme con tu madre, nunca la ame, me obligaron a hacerlo, cuando nacieron ustedes pensé que así seria feliz pero no fue así, no quería esa vida por eso los abandone. Llámame egoísta, pero no podía hacer una vida que no quería hacer, no de esa manera.-la mire.-Mátame...libérame de este tormento...venga a Erigone...-musite tomando la daga para dársela.-Después de todo eres una Yorkey...haz lo que viniste hacer..-mire mi mano empezándose a poner negra.-Hice una promesa bajo una maldición, callarme o moriría..¿curioso no?, la magia que tanto odie ahora me mata..-la mire a los ojos.-Eres mi vida imagen en muchos aspecto, lo siento..por haber generado males en tu existencia..sin embargo..así deben ser las cosas.-susurre mientras cerraba los ojos, abriendo mis brazos para que lo hiciera, al fin de cuentas, todo llego a su fin.-
Anonymous
Jolene W. Yorkey
Mentor
Forcejea, caigo al suelo y por un momento me siento desarmada, aunque sé que tengo una fila de cuchillas de plata aguardando por ser usadas en mis caderas. Los guardias gritan del otro lado de la puerta y le ordenan al vicepresidente que abra la puerta, pero él no lo hace; antes de que yo pueda moverme, un grito desgarrador rompe el ambiente y mi piel se encuentra en carne viva. ¿Qué es este sufrimiento y por qué no acaba nunca?  Me retuerzo, porque mi piel se quema, cuchillos invisibles me desgarran y no me doy cuenta de los alardidos que se escapan de mis labios. Que pare, que pare ya... apenas puedo respirar y todo se ha reducido a un dolor que agita mi mente, pero el maleficio ha acabado. La sala me da vueltas frente a los ojos, los pasos de Teseo Yorkey se acercan hasta situarse cerca de mí y por un momento, creo que esto es todo, que hasta aquí he llegado y que las cartas que dejé de despedida tienen una función que cumplir. No me he despedido de Mariol... de mamá...

Ya sé que nada de esto devolverá a Erígone de la tumba pero la idea de que él ande entre los vivos y ella no, me produce náuseas. Espero, espero el golpe que nunca llega, pero entonces veo aquello que nunca creí ver: mi padre se arrodilla frente a mí y lanza su varita lejos. Teseo Yorkey siempre encuentra el modo de llenarse de excusas, de charlas, de cosas que no entiendo ni que creo querer entender. Por un momento, mientras que sorprendentemente se disculpa, me acuerdo de cómo era él cuando no estaba quejándose en los tiempos en los cuales vivimos juntos. Recuerdo que alguna vez me ha arropado y creo que fue él quien me dio mi primer cuento de hadas; es una lástima que acabara haciendo de mi vida una pesadilla. Me cuesta entender que se está muriendo, que me tiende la daga para que le ponga fin a su agonía y, por un instante, opto por dejarlo pudrirse. Pero por algún motivo, me pongo de pie lentamente, sin abandonar la mirada de aquellos ojos que Erígone heredó y que tantos malos recuerdos despiertan. No sé cuanto tiempo lo miro desde mi altura, saboreando que sea él quien se inclina. Acabo por tomar la daga que chorrea sangre - Yo no soy tu viva imagen. Yo no pienso que hayas sido valiente. Y yo no pienso que sea tu hija - porque sea cuales hayan sido sus motivos, él no nos protegió de los males, sino que los hizo mil veces peores. Nos hubiera dejado morir.... nos hubiera dejado morir a todos. De manera ronca, mis labios imitan el sonido de un cañón, aquella nota tétrica que retumba cada vez que un tributo cae en los juegos. Y estos son los míos. Y la daga de plata corta el aire, destellando ante el reflejo del fuego de la chimenea, para darle paso a la sangre que brota del cuello de Teseo Yorkey. Los ojos negros parecen abrirse un momento con sorpresa, antes de quedarse vacíos.


Solo hay un cuerpo donde antes había un vicepresidente y en mis manos solo chorrea sangre donde en años anteriores me gustaba llevar flores. Los gritos de los guardias continúan, pero no resultan relevantes, porque solamente tengo ojos para el hombre que yace muerto a mis pies. Entonces observo el despacho, las riquezas que valieron la felicidad completa de mi familia y no quiero estar aquí ni un segundo más. Es como una pesadilla, mis movimientos son rápidos pero parecen pesados; tomo mi morral, lo cuelgo y, dejando un claro mensaje, clavo la daga ensangrentada que lleva mi nombre, justo en el centro del escritorio. Miro la puerta, sabiendo que la magia se ha muerto junto a su creador y no tarda en abrirse. Un grupo de guardias ingresan armados, pero solo alcanzan a ver una cabellera rubia que los bordea, o eso sospecho, porque parecen más impresionados por el cuerpo del hombre que por la niña pequeña que se escabulle por los rincones. Cuando se percatan de mí, los oigo trotar y gritar a mis espaldas. Alguien dispara, pero no me da. No sé a donde voy, ni sé lo que hago; solamente me doy cuenta de que bajo escalones, cruzo puertas y llego a un eterno pasillo. Lo atravieso con el corazón en la boca, hasta ingresar a una habitación oscura cuya entrada rezaba las palabras "transladores de emergencia". Lo primero que veo es una bota vieja sobre uno de los tantos estantes, por lo que me lanzo sobre ella. Lo último que veo antes de sumirme en un remolino de colores, es un grupo de agentes ingresando en tropel y notando que me han perdido.

Caigo sobre la hierba helada y la luna llena es quien me saluda en medio de un sitio que reconozco como un bosque que nunca he pisado. Me quedo tendida, admirando que estoy viva, recordando que ya no tengo libertad, ni padre, ni apellido ni amigos.
Jolene W. Yorkey
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