The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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En las noches de enero, los claros de luz en el cielo se ocultan tras los bloques resquebrajados de falso hielo que parecen las nubes cargadas de nieve, por sus quiebres pasa algún rayo de luna y se pierde en cualquiera de las esquinas de los callejones mugrosos del distrito doce, roza apenas mis botas en este puesto en las sombras, desde el cual mis ojos siguen al hombre que entra por la puerta con marcas de óxido del callejón que queda al otro lado de la calle, esa por la cual no pasa nadie a estas horas de la madrugada. Limpio la comisura de mis labios con la piel de mi pulgar y cruzo lo estrecho de la calle para pararme delante de la misma puerta. Saco del bolsillo de mi chaqueta la varita para abrirla con un único hechizo en vez de intentarlo por las buenas, entonces la guardo porque no tengo pensado usarla otra vez en lo que resta de este encuentro.

El camino al infierno debe ser tan negro como este pasadizo al que desciendo tras unos pocos peldaños metálicos que crujen por mi peso. El repiqueteo distante de alguna gotera explica la humedad bajo mis pisadas, huele a mierda tal como me lo esperaba y avanzo con mi confianza en esta oscuridad que inunda el corredor. Cada paso que hago sigue a la silueta del hombre que se detiene en un momento, el aire sucio de olores se carga del suyo cuando inspiro por la nariz y supongo que él también puede reconocer mi compañía. Mis pies se apresuran a llegar a él, la habilidad que tiene para desvanecerse sin necesidad de ser un mago, espero que esté limitada en este espacio de caza y logro empujar su cuerpo contra un pilar de metal, mi brazo cruzando su pecho, en la entrada a una estancia más grande similar a un galpón. Tomo un par de respiraciones al tener su rostro tan cerca, no por la corrida, sino por la adrenalina que está golpeando en mis venas. —Un poco tarde, pero…— susurro entre nosotros. —Feliz Navidad.
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Hermann M. Richter
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En una primera instancia, creo que el olfato me juega una mala pasada. Había tenido unos días algo nostálgicos con el recambio de año y no me sorprendía haberme encontrado evocando memorias de hace un tiempo atrás. Sin embargo, el aroma que inundaba mis fosas nasales no era el mismo de antaño pese a que la esencia principal seguía intacta, y eso me dió la señal que necesitaba para saber que no estaba sumido en ningún recuerdo. Decido que lo más sensato es ignorar su presencia por un tiempo, el necesario al menos para adentrarme en un terreno algo más conocido para mí. No sabía cuáles eran sus intenciones y por si acaso, era mejor prevenir cualquier arrebato que pudiera tener, cualquier trampa a la que quiera llevarme.

Me freno cuando me sé en un terreno más seguro y sonrío cuando su velocidad la lleva a empujarme contra la columna. Esperaba que lo hiciera, ansiaba ese tacto brusco cargado de algo que sólo podía provenir de ella. - ¿Un poco nada más? - Extiendo mi brazo hasta alcanzar su cintura y estiro un pie hacia adelante, enredándolo con el suyo hasta poder tironear de ella y voltearla para intercambiar nuestras posiciones. - Te extrañé Reba… Pero me enteré de que andas juntándote con nuevos amigos. - Aprovecho la diferencia de alturas para presionarla con todo el peso de mi cuerpo y bajo la cabeza hasta que la punta de mi nariz acaricia sus facciones, inspirando cada segundo su aroma hasta caer sobre su cuello, allí donde su pulso suena con tanta claridad que casi puedo saborearlo. - ¿Qué se siente no ser una marginada? Sabía que no tenías problemas en vender tu cuerpo, pero no que caerías tan bajo como para dejar que te utilicen de esa forma.
Hermann M. Richter
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Invitado
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Tengo que morder la sonrisa en mis labios cuando mi cuerpo responde a un tacto tan peligroso como familiar que invierte nuestras posiciones, como si eso pudiera devolverle algún tipo de poder que nunca ha tenido sobre mí. Busco su rostro con la poca luz que nos ofrecen las diminutas ventanas del galpón, quisiera decir que se ve mal, consumido por sus propios resentimientos, lo cierto es que su mirada tiene la misma arrogancia que le he conocido toda la vida y tantos años me dan el derecho de pensarlo como «toda una vida», aunque no diría que compartida, sino disputándonos que tanto podemos tomar del otro, que supere a lo que nos arrebatamos. —Nunca me han faltado amigos, ni creo que— susurro al subir por el corte de su mandíbula y retiro con una caricia de mis dedos un par de mechones castaños para acercarme a su oído, —eso haya sido un problema alguna vez. No esperas exclusividad después de todo este tiempo, ¿verdad?— me burlo de él.

Mi piel se ha hecho insensible a palabras como las suyas, de la misma manera en que mi cuerpo aprendió a no retroceder ante el avance, a encontrar en roces así un nuevo campo de batalla en el que no seré quien declare la retirada. —Ya estuve bajo, lo más bajo que pude estar alguna vez. Y nos encontramos allí, ¿no?— mi voz desciende por su garganta con la sonrisa escuchándose en el tono que uso. —No he hecho más que subir desde entonces, ¿es eso lo que te molesta? ¿Verme tan arriba con mis nuevos amigos desde los lugares en los que te arrastras y escondes?— murmuro en una provocación suave, son las puntas de mis dedos las que presionan su nuca. —¿Te importa la exclusividad al pensarme con los hombres de la cúpula del ministerio? ¿Con quién? ¿Con Magnar Aminoff?— pregunto, un nombre que a ambos puede hacernos reír porque el traje de presidente es su atuendo presente, los dos podemos recordarlo como uno más de los criminales del norte que siempre han tenido los galeones para colocarlos en la palma de mi mano o entre las sábanas al retirarse al acabar, las mismas en las que se recostaba luego, si hasta puedo reconocer que hay cierta complacencia entre hombres que compiten entre sí de compartir. Pero suele haber un tabú en todos los que fueron pulcros alguna vez. —¿Con tu hijo?— tanteo, —¿quieres que te cuente lo mucho que ha crecido tu hijo?
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Hermann M. Richter
Fugitivo
Puedo sentir como sus dedos serpentean al recorrer mi mandíbula, delicados y rápidos cuando avanzan por la piel hasta llegar a mi cabello y despejar mi oído. No hacía falta, podía escucharla a la perfección incluso aunque su boca no estuviese a centímetros de mi rostro, tentándome no con su cercanía pero sí con sus palabras. Provocantes y peligrosas como toda ella. Bajo una de mis manos hasta su cintura y clavo allí mis yemas para despegarla de la pared sin separarla de mi cuerpo. - ¿Exclusividad en qué? Si me interesara solo tu cuerpo me basta con buscar alguna prostituta barata, ¿acaso crees que es eso lo que estoy reclamando? - Podrían haber pasado años, pero no creía que hubiera dejado tanto en este tiempo de no vernos, ¿no?

- Touché, Reba… Touché. - No la había conocido necesariamente en aquella ocasión, mi primer recuerdo de ella se remontaba a otras épocas, unas en las que yo había sido mi propio demonio mientras jugaba a ser salvador, unas en los que la vida misma todavía no nos había enseñado lo desgraciada que en verdad podía ser con algo de imaginación. - ¿Sabes lo que me molesta? El que creas que en tu inteligencia te haz hecho con la cima del mundo cuando solo te has subido a una silla tambaleante. Te creía capaz de muchas cosas, pero jamás de vender tu mente por un par de monedas de oro y un título que acompañe tu nombre. ¿Cómo debo llamarte ahora? ¿jefa? ¿comandante? - Su tacto eriza los vellos de mi nuca, y me retuerzo en el agarre mutuo. ¿Cömo es que aunque pasen los años todavía puedo recordar su sabor como si ayer mismo hubiese estado degustándola?

- Así que es al regazo de Aminoff al que te has subido para llegar a dónde estás… - La imagen que se me pinta si hace que mi pulso se acelere, más que nada porque no creo que una sabandija como esa pudiera merecerla. Rebecca era demasiado mujer para alguien como él. - ¿Ha crecido? La última vez que lo ví seguía siendo un niño que usaba mis enseñanzas contra mí, como si sus palabras pudiesen afectarme. Mi hija ha crecido con más agallas que él, y con una mejor derecha incluso. - Me sonrío al recordar el cómo mi sola presencia había perturbado su pequeño nido feliz. - ¿Es que también lo has escalado a él? No creo que pueda hacerte retorcer de la misma manera. ¿O fue solo un escalón para llegar hacia tu querido presidente? - No me resisto, caigo en su juego y acabo por usar mis dientes para mordisquear su yugular con suavidad. - ¿Ha qué has venido, Reba? No creo que seas tan ilusa como para pedirme que me entregue…
Hermann M. Richter
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La sonrisa que se va insinuando en mis labios tiene ese sesgo jocoso con el que me burlo de él, podemos mantenerlo divertido unos minutos más como si fuera una plática banal de conocidos, porque nos conocemos muy bien, y no como si estuviera a nada de poder hundir mis uñas en la garganta del hombre más buscado por Magnar Aminoff, el chico Black sabemos bien dónde se encuentra. —No vamos a engañarnos entre nosotros— susurro, —ninguna prostituta barata basta si lo que buscas es reemplazarme— lo digo con una pretensión arrogante que no usaría con otra persona, en el fondo de todos estos callejones mugrosos, el precio de todas las prostitutas es similar y nos pagan con monedas, nada me ha hecho nunca ser especial entre ellas. Pero así como le doblaría la muñeca a cualquiera que en estos días quisiera ponerme una mano encima por los viejos tiempos, puedo demorarme un poco más en lo entretenido de descubrir que sigue reaccionando a mi cercanía y, cuando el tacto se torna una costumbre vacía a la que la piel se insensibiliza, también es agradable, sin dejar de ser peligroso, recuperar esa sensación casi olvidada de estremecimiento que acopla mi cuerpo al suyo en un abrazo estrecho que burla los límites físicos. Son otros de los que no nos movemos.

Mi carcajada choca contra su oído, es breve, despectiva. —Jefa, comandante, líder, general, cómo prefieras. Siempre que no olvides que tengo la autoridad que me coloca muy por encima de ti— lo digo con la modulación precisa y arrulladora de cada palabra, defender esa placa que menosprecia imponiéndola es lo que hago desde que me dieron un puesto en el ministerio, si le jode a alguien, se la coloco delante de la cara, del primero al último de los aurores que mire con prejuicios al escuadrón y también a cualquier criminal de estos distritos que apele a alguna amistad de mi parte. A él, en particular, le hablo con la confidencia de quien conoce las distintas instancias de mi decadencia en el norte. —¿Esperabas que entre la oferta de Magnar y la idea de quedarme revolviendo basura, elegiría esta última? No escupas sobre mi inteligencia, hace mucho que pasé la frontera de que haría y que no haría por unos pocos galeones de más— digo, no hace falta que le repita que no hace falta engañarnos entre nosotros, los dos sabemos que tan hondo podemos hundir nuestras manos en el lodo.   —¿Qué si estoy en una posición inestable?— repito, ladeo mi rostro sin alcanzar a encontrar sus ojos. —Lo sé, estás entre los bastardos que lo hacen inestable, pero a estas alturas deberías saberlo… voy a pelear por mantenerme ahí, tenga que…— arrastro el dorso de mi mano por su nuca para que mis uñas la rocen, —marcar, arrancar la piel de quien sea.

El repaso de los conocidos me hace tener que contener la risa, la cual se ahoga en el jadeo que debo esconder en su cabello, del que tomo mechones con mi mano al acercarlo. Decido compartirle parte del morbo de la cúpula del ministerio para su propio disfrute. —Magnar Aminoff se coge a la yegua más pura entre sus ministros, debe ser algo del complejo de haber sido el bastardo marginado de Jamie Niniadis. Tu hijo también tiene quien iba seguido a su oficina a chupársela, que ya la ha colocado en la isla ministerial, ya ves… sin mencionar a otro par de ministros que se pasan de una oficina a la otra, ellos sí más del tipo conservador que solo se follan entre puros. También en la cúpula les gusta jugar sucio… y luego estamos nosotros— lo susurro con una sonrisa falsa, como si esa palabra pudiera llegar a abarcarnos. —Y tu mención a Mae… no, Phoebe… es tan oportuna y parte de la respuesta que me pides. ¿Así que has visto a tus hijos hace poco, no? ¿Tenías curiosidad por saber qué fue de ellos? Porque, mira lo que son las ironías de la vida, hubo un tiempo en el que fuimos cercanas con Mae en estos distritos, curiosamente el mismo tiempo que dediqué a cuidarla a tu hija, fue el que debería haber usado para criar a la nuestra. ¿De ella te gustaría saber algo? No, no creo— me contesto a mí misma con una risa hueca, —pero necesito hablarte de ella, de la ironía más grande, de que tuviste una hija criada como una bruja purista y tal vez algún día la veas, no, ojalá algún día la tengas apuntándote con su varita— lo deseo con vehemencia, —y no dudará en matarte, porque ella es auror y tú eres el bastardo sin magia que quiere quitarle todo lo que tiene.
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Hermann M. Richter
Fugitivo
- Comandante entonces, una pena que no me hayas pedido en otros momentos, cuando estabas encima de mí de mejores maneras. - Cedo y me burlo simplemente por el placer de hacerle saber que su título me importaba poco. Ella seguiría siendo Reba en mi haber, y si la respetaba, lo hacía como una igual. Como la escoria que supo ser a mi lado, actuando de las maneras convenientes y peleando contra esa estúpida moral que a veces creía poseer. Se estaba engañando, su pelaje podía relucir y oler a perfume caro si quería, pero una zorra jamás podría pasar por una simple perra callejera, no importaba que ahora tuviese un bonito collar y una placa que lucir. ¿Qué no daría yo para poner mis manos sobre esa correa y poder tironear hasta tenerla sometida a mis pies…? pero este no era el momento ni el lugar. Ya llegarían tiempos mejores, y procuraría estar pisoteándola cuando eso suceda. - Yo no soy el que insulta tu inteligencia… Solo me preocupa tu alma mercenaria, esa que en algún momento te va a dejar en la absoluta miseria. Y sí, amaría ser el bastardo encargado de hacer eso. ¿O qué? ¿Vas a decir que preferirías caer ante un niño al que todavía no le salieron pelos en las bolas? No me hagas reír... - Kendrick Black y todos sus seguidores no eran más que unos hippies idealistas jugando a ser revolucionarios. El único momento en el que hicieron algo bien fue cuando tiraron abajo su maldito ministerio, había aplaudido esa vez. Era una pena que hubieran dejado abandonado a su rey en el tablero, negociar un par de fichas no tenía gracia si no iba acompañado de un juego de poder.

Me permito suspirar bajo sus toques, sediento de ella pero sabiendo que el proceso tortuoso de retarnos mutuamente era mucho más satisfactorio. Lo demuestro cuando, mientras me va contando toda la interna de los estúpidos en el poder, vuelvo a llevarla contra la pared, bajando una de mis manos y apretando su muslo, invitándola a acercarse mientras que mis dientes siguen degustando su piel poco a poco, en roces minuciosos, medidos… - El único que sabe jugar sucio ahí dentro es Magnar Aminoff. El resto no tiene idea de lo que es usar las manos si es que no están alrededor de sus pollas o de sus varitas. Me gustaría verlos tratar de limpiar sus uñas, sólo para descubrir que la mugre ya forma parte de la carne. - Mi hijo se refugiaba en sus leyes, Weynart en sus peones, Helmuth y Leblanc eran tan imprescindibles que a nadie le importaba si estaban o dejaban de estar, y Jensen simplemente era una perra adiestrada que movía la cola mientras escalaba pisando cadáveres que ni siquiera le pertenecían. - ¿Y eso debería importarme? Si querías que fuéramos una gran familia feliz podrías habérmelo dicho Reba… - Me río contra su pulso, entendiendo mejor ahora el por qué del carácter de Phoebe. La niña a la que había dejado no podría jamás haber inspirado algo de respeto en mí si no fuera por una mujer como Reba que la guiase. Una pena que hubiese vuelto corriendo a las faldas de su hermano.

Me separo de su cuello cuando nombra a alguien que casi creí olvidada. Pero la recuerdo, no físicamente, pero sí el concepto de su existencia. - ¿Otra bruja? A estas alturas voy a creer que es mi sangre la que está mal… Pero me causa más intriga el hecho de que tú sí sepas de ella, ¿no la habías abandonado para que le pertenezca a otros? ¿O es que hablas de la experiencia? ¿A tí sí ya te tuvo a punta de varita? - Me río, y trato de visualizar a una niña a la que rara vez pensé. - Dime cómo es, por favor… De tí y de mí, solo puede salir una fiera dispuesta a todo. ¿Es por eso que trataría de matarme? Porque los aurores tienen esa moral tan vomitiva que no va con ellos eso de asesinar de buenas a primeras. Solo nuestra genética se encargaría de producir a alguien que muerda antes de enseñar los colmillos.
Hermann M. Richter
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Ya entonces nuestras posiciones estaban claras sin que hiciera falta un título— susurro con una curva capciosa en mis labios que se pierde al continuar con una conversación que quiere hurgar en mi misma, en toda mi mierda interna, esa que conozco tan bien y se place en hacer un repaso porque también la conoce. Sostengo su mirada para que pueda mirar más allá de lo que ve ahora, de esta cara limpia de los moretones que solía dejarme vagar como una puta chantajista del norte, y pueda encontrar algún recuerdo casi olvidado de cómo fue que me conoció, para que encuentre su respuesta por su cuenta. —Eso no va a pasar, no voy a volver a la miseria, aunque tenga que arañar paredes con mis garras para sujetarme, no volveré— se lo prometo con todo sentimiento y entonces sí una sonrisa desmedida llena mi boca. —No quieres ser quien me arrastre de regreso, porque volvería a colocarme encima de ti—. No pretendo subestimarlo, lo que no quiero es que me subestime a mí, y el recordatorio de que no caigo sin dar pelea debe bastarle, también me ha visto levantarme después de éstas para que sepa que a este punto lo único que interrumpiría mis esfuerzos serían la muerte.

No me avergüenza haber caído frente al niño que se le escapa a medio Neopanem entre los dedos, el día que te topes de frente con él, hablemos. Si es que te dignas a mostrar la cara, en eso el niño te ha ganado por adelantado…— se lo apunto, ya que estamos en esto de remarcarnos cobardías que en vez de repelernos, nos devuelven al círculo vicioso de un tacto al que mis manos responden con posesividad mientras hablamos de la basura ajena porque no es mejor que la nuestra y lo insto a acercarse haciendo presión en los lados de su cadera para que recuerde que pese a todos los límites físicos que podamos saltar como una valla baja cada vez que nos encontremos, hay otros que de hacerlo nos devolverían a lugares que ninguno de los dos quiere volver a visitar. —Por eso me gusta jugar del lado de Magnar— recalco y dejo implícito que eso me excluye de jugar de su lado, lo que más me conviene solo Magnar me lo ofrece y conoce bien las reglas del juego como para estar casi segura de que vamos a ganar. Inestables, volubles, hay muchos sentados en sus sillones de ministros. Mientras el principal no tambalee y haya un par que nos atengamos a su manera de jugar, esto es algo que podemos sostener.

¿Contigo?— me carcajeo en su cara. —Tus antecedentes son pésimos, los míos no son mejores—. La coincidencia de haber abandonado a una hija actúa como un espejo en el que también podemos encontrarnos. —Dejemos las fotografías felices a tus hijos que están por ahí comprando ropa para bebés…— ruedo los ojos al hacer el comentario, disimulo en mi voz el quiebre de pensar en Phoebe con su vientre de embarazada en una compensación al hijo que una vez perdió, por mi culpa, aunque culpa sea algo que me costó demasiado sentir. Es fácil relegar ese sentimiento cuando en el aire que respiro encuentro un olor que me embarga, anula mis sentidos y también mi consciencia, porque es de alguien como yo que no se rinde cuentas a la mañana siguiente sobre la sangre seca en sus manos y eso me lleva a pensar en la chica rubia del ministerio, en su cadáver y el de su hermanito. Eso es lo que somos, inesperadamente ha nacido una hija con toda nuestra esencia contaminada. —Otra bruja— repito, hay un regodeo en mi tono, como en todo el desprecio que le muestro al desear que Alecto sea quien ponga fin a la amenaza que su progenitor está colocando sobre nosotros. —Se ve como ellos, me han dicho también que es una auror de molde, sabe mantenerse en su sitio…— en los intentos de charla de Monroe para colaborar entre escuadrones, claro que he aprovechado para hacer preguntas discretas. —Pero— coloco mi mirada encima de su hombro, no quiero que nada delate mi simpatía hacia ella, —dale una razón lo suficiente fuerte y cruzará todos los límites como una furia—. Froto su cuello con el calor de mi palma al mostrarle una sonrisa burlona. —¿Orgulloso?— más que culpa, siento lástima por esa muchacha por ser hija nuestra. —Podría matarte ahora mismo, lo sabes, ¿verdad? No me importa lo que quiera Magnar, no te tiraré dentro de ninguna de sus celdas para que sea él quien se entretenga a tu costa. También había pensado…— sigo en un murmullo, —había pensado probar una poción en ti, con todas las probabilidades de que fueras una prueba fallida y murieras envenado. Pero… lo pensé mejor.
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Hermann M. Richter
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- ¿Arrastarte a la miseria? Me conoces Reba, mis motivos no son tan unipersonales. - Moverme para perseguir una sola persona, un solo objetivo de entre todo lo que podía lograr no era algo que me generase ningún tipo de interés. Mi ganancia, aquella en la que podría sentirme en verdad victorioso, no venía de someter a una sola persona y dejarla a mi merced. Esas podían ser consecuencias secundarias, pero jamás el fin de todo lo que venía cultivando desde hace años.  - No te arrastraré a ningún lado, pero sí me encargaré de llevarles la miseria. ¿Recuerdas ese viejo dicho? Pues en este caso las montañas irán a Mahoma. - Aquí no necesitaba que ellos tuvieran iniciativa, y tampoco me quedaba escondido y estático como les había pasado a los del miserable distrito catorce Tiempo, estrategia, y movimientos medidos. No me gustaba demasiado el ajedrez, pero había aprendido a jugarlo por necesidad.

- ¿No te avergüenzas? Es escurridizo, no te lo negaré, pero el solo hecho de pensar que has podido caer ante él… No creí que te sentara bien eso de estar de rodillas. - Se me escapa un gruñido contra la curvatura de su cuello en el momento en el que siento la presión que ejerce sobre mí, y me permito odiarla un poco porque hace que extrañe el tenerla cerca, con la libertad que podíamos darnos al sabernos la misma escoria. No me dejo engatusar por completo, y vuelvo como puedo al hilo de conversación. - No creas que un niño me ha ganado solo por querer evaluar mi terreno primero. Además, ¿no te ha gustado mi primera aparición televisiva? Hasta me esforcé en incluir fuegos artificiales como ambientación. - Había sido una jugada peligrosa, y no había salido impune de eso. Pero tenía que rearmar y reagrupar mis estrategias en base a los nuevos agregados. Había esperado demasiados años para ponerme en marcha, no iba a dejar que todo se echase a perder por tratar de apresurarme a los hechos. Este era un nuevo tablero y era la primera vez que se jugaba de a tres. - Puedes preferirlo todo lo que quieras, eso no cambiará el resultado. - Él iba a caer, sin importar cómo eso es lo que pasaría.

Trato de no sonreirme cuando habla de los bebés que puedan o no tener mis hijos. Ya he pensado que me falta conocerlos aún, y que no dentro de mucho me gustaría hacerlo. Es un capricho personal, así que debo ser aún más cuidadoso siendo que, probablemente, mi presencia no sea tan sorpresiva como la primera vez. - No me malinterpretes, nunca podría estar orgulloso de una bruja que trabaja para el sistema siguiendo ese tipo de creencias. Sin embargo… No me vas a culpar de sentir curiosidad, ¿o sí? - Era irónico que las madres de mis hijos fuesen criaturas tan opuestas, pero allí dónde Penny había sido débil y manipuladora, Reba se mostraba cínicamente honesta y egoísta. - ¿Es que ahora quieres mi cabeza? ¿Qué tanta confianza tienes en tí misma como para creer que podrías matarme o envenenarme? - Le sonrío. - O mejor aún, ¿qué tanta confianza te tienes como para andar contándomelo?
Hermann M. Richter
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No, tus motivos nunca son de ese tipo— contesto con una risa seca, —eres más bien de algún tipo de altruismo equivocado y perverso— me mofo, que he conocido personas que se precian de su nobleza como si fuera la ropa más elegante con la que cubrirse para ocultar sus daños a otros y lo que tiene Hermann, que también vive para las grandes causas, es que esas causas pretenden joder a todos por igual. Seré la primera en decir que, a mi parecer, eso es justicia. Debe ser culpa de mi vena nostálgica que pensar así me devuelva esa sensación de que, aunque me niegue con todas mis fuerzas volver a cualquier pozo de miseria, hubo un tiempo en que pudimos entendernos. Quizá porque toda mi vida, cualquier persona que se ha parado delante de mí, quiso con su moral menospreciarme, y él, que fue el más moralista de los moralistas, al actuar como espejo es el único que me hace sentir bien conmigo misma por contraste con lo canalla que puede ser.

También cuando trata de rebajarme por remarcar mi caída en una pelea, no hace más que alentar mi arrogancia. —Sé que lo que estar de rodillas, suplicar, rogar, arrastrarme, el favor más bajo lo he cumplido…— escupo cada palabra con una sonrisa socarrona, como si tuviera algo de enorgullecerme de todo esto, tal vez sí. —Pero busca, a ver si la encuentras, a alguna persona que haya podido ponerse de pie luego de haber pasado más de una vez por eso— lo digo con un dejo de indiferencia, que no es algo de lo que espero que se me reconozca mérito, si decirlo en cada ocasión es solo material de desprecio para los demás y puesto es que todo lo que tengo que dar para explicarme a mí misma, acepto ese desprecio. Pero entre nosotros, tal sentimiento es más ligero que compartir un mínimo de alcohol, no nos afecta porque nos hemos vuelto insensibles a la hostilidad del otro. —Y es eso lo que me hace alguien de quien deberías cuidarte, siempre— se lo recuerdo con las puntas de mis dedos trepando otra vez por un lado de su cuello y deteniéndose para poder presionar mi pulgar en su yugular. —Lo reconozco, estuve muy impresionada con tu repentina aparición, los gases alucinógenos ayudaron al efecto de sentirme consternada de volver a verte— en un doble sentido que no haré anécdota para sus oídos.

Tengo la esperanza de que la curiosidad que pueda sentir hacia una chica con nuestra sangre mezclada, sea la misma que la impulse a ella a ir en su caza por saber que su padre es quien atenta contra todo lo que es y tiene. Eso le daría algún sentido a todo, ¿no? Uno que renuncié de encontrar, me concentré en sobrevivir a entender por qué seguía con vida. Esto me hace abrir los ojos a una esperanza que me vuelve inesperadamente optimista y me llena de un júbilo que consigue que me muestre tan imperturbable de amenazarlo mirándolo a los ojos, es lo que hago, encuentro una satisfacción muy profunda de poder ser la persona que puede mirarlo a los ojos a escasos centímetros con la posibilidad real de que muera él o muera yo en este momento y el conocimiento sereno de que seguiremos con vida. —Porque es lo que hago, asesino personas. Es todo, no hay nada de mí por fuera de eso. Yo misma acepté mi muerte hace muchísimo tiempo y solo estoy esperando que se cumpla, así que mientras espero que así sea, voy encargándome de que otras se cumplan…— murmuro, cubro un lado de su garganta con la palma de mi mano, donde una vez hubo una herida abierta derramando sangre. —Pero la muerte es solo una circunstancia, casi siempre un alivio. Se trata de todo lo que hace a esa circunstancia o incluso que haya algo peor que la muerte… en verdad, me sentiría muy complacida de que sea la menor de tus hijos, la única que ha tenido todos los privilegios de ser bruja, la que te asesine. Es el único acto de justicia que tengo la esperanza de ver… y eso que soy una mujer sin fe—. Hago de mi contacto una caricia sobre la piel de su garganta. —Siempre es un gusto volver a verte. No importa que tan lejos veas que haya llegado, sabes que soy de las personas que no saben dejar atrás el pasado…— necesito recordarlo para tener presente todo lo que soy, qué tomo de los demás y que doy a cambio, ser consciente de que esto es lo que es para mí, nada distinto, nada mejor. Aprovecho el agarre de su cuello para poder acercar su rostro y cubrir su boca, exigiendo más de lo que tenemos para dar, así también regresa la consciencia de que siempre seremos insuficientes para el otro. Insisto en este recordatorio al no darle tregua para que se cuele una respiración, robo todo el aire que puedo hasta que soy quien se aparta, muerdo su labio inferior sin hacer verdadera presión al acabar el beso. —Espero que pases una feliz navidad— le deseo con burla al soltarlo y hacerme a un lado para escapar de un contacto que nos ha dejado un penoso prontuario en común.
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