The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Marzo, 2460

Todo por aquí apesta, pero creo que puedo empezar a acostumbrarme a ello. Las ropas que llevo conmigo son un par de talles más grandes de lo que deberían y me acomodo el gorro sobre un pelo generalmente bien acomodado, más allá de que hace poco volví a cortarlo debido a la prolijidad que mi jefe insiste en que debo tener. Obviando que no tengo las uñas mugrosas y que mis dientes se ven bastante sanos en comparación al resto del mundo, puedo decir que no llamo demasiado la atención. La gente del norte está muy ocupada en sobrevivir como para fijarse en otros que no los fastidian, aunque temo verme como un punto fácil en caso de asalto. Bueno, por suerte tengo mi varita conmigo y dudo mucho perder un duelo en un lugar como este. Si algo poseo, es una buena formación de la cual no todo el mundo puede jactarse.

Jugueteo con la fotografía cargada de pliegues en el bolsillo de mi abrigo mientras mantengo la mirada gacha, buscando la figura que me fue señalada en un mercado a pocas cuadras de distancia. Según ese señor robusto que vendía carne de dudosa procedencia, hay una boticaria en esta calle que podría darme alguna pista sobre niñas desaparecidas. Se me revolvió el estómago al considerar la opción, pero en el bajo mundo los prostíbulos son moneda corriente y tal vez alguien por allí pueda decirme si una persona como mi hermana llegó a ese punto con total de sobrevivir. A estas alturas, después de unos cuantos años, no me importa demasiado lo que haya hecho con tal de volverla a ver. No es difícil para mí empezar a bailar con la desesperación.

Pienso que quizá debería haberme ensuciado un poco más cuando la mujer que detengo intercambiando algunos frascos en una esquina oscura se fija demasiado en mis mejillas rosadas y la falta de una barba descuidada. Con toda la amabilidad que soy capaz de poseer, saco la fotografía vieja de mi hermana y se la enseño, a lo que ella responde con una sacudida de la cabeza. No faltan las preguntas y las insistencias, seguidas de negativas de una mujer que empieza a retroceder al verse incomodada por mi presencia y, para cuando me quiero dar cuenta, ya me anda acusando de fastidiarla en su horario de trabajo. No puedo siquiera sobornarla con algunas monedas porque se aleja, arrastrando los pies y balbuceando groserías, por lo que suspiro con resignación. De verdad, no comprendo cómo es que algunas personas pueden sobrevivir en este lugar, cuando sus actitudes no hacen más que irritarme.

Doblo la foto con la suavidad del cariño y la meto una vez más en el bolsillo, donde tintinean algunos galeones. Quizá es mi agotamiento y mi creencia de que he hecho otro viaje en vano hasta aquí, pero doy unos pocos pasos y le tiendo el dinero a una muchacha sucia que se encuentra sentada en la esquina, apenas echándole un vistazo. Estoy dispuesto a darme la vuelta y marcharme de una vez, cuando algo en sus facciones hace que me detenga y entorne la mirada — Disculpa… ¿Nos conocemos? — por si las dudas, observo a ambos lados de la calle desierta, la cual empieza a tornarse oscura por la cercanía de la noche — Creo haber visto tu cara en… ya, no importa — porque posiblemente esté viendo fantasmas. Acomodo mi sombrero con un movimiento de la cabeza que pretende pedir disculpas por el fastidio y sacudo la mano, tanto despidiéndome como descartando la posibilidad. Tal vez, darme por vencido sería lo sensato.
Hans M. Powell
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Mirielle A. Beaumont
Fugitivo
Desde el incidente con Agnes, cuando intenté robarle una naranja en mis inicios como ladrona sin demasiado éxito con el sigilo y la discreción, se podría decir que nuestra relación ha ido mejorando notablemente. Ella ni siquiera estaba enfadada por el hecho de que intentase robarle, sino por las formas en las que lo hice, según sus palabras "suponiendo que era idiota". Al principio me sorprendió la naturalidad con la que se trataba el hurto por aquí, pero aprendí que cuando literalmente todo el mundo lo hace, el concepto cambia diametralmente. No es que a los tenderos no les importe que les robes, pero se convierte en una especie de trueque. Nadie tiene dinero para pagar lo que venden, pero siempre hay algo que les interesa de ti.

Las monedas por aquí no sirven para nada, sólo necesitas algo que ofrecer y saber que si robas o intentas robar a alguien, les deberás algo. En mi caso mi juventud fue la moneda principal de cambio. Para Agnes, era más bien la salud que ésta conlleva en teoría. La desnutrición y el agotamiento no ayudaban mucho, pero siempre tuve muy buena vista y eso era precisamente lo que le faltaba a la anciana. Me convertí en sus ojos, una especie de empleo por el que al final del día me daba lo que podía para que comiera algo. No puedo decir que sea lo más entretenido del mundo, pero las horas pasan más rápido si tu punto de referencia es el primer pedazo de pan que has comido en meses.

Un día más, me coloco en mi punto estratégico, sentada fingiendo ser une mendiga más a la puerta de la calle comercial del once. No es difícil pasar por tal, mi cara está repleta de suciedad y mis harapos viejos y raídos solo me añaden más credibilidad. Empiezo a pensar que, aunque me guste pensar que es solo un papel, en realidad nada me distingue de los mendigos de verdad. Tiene pinta de ser un día como otro cualquiera, pero aquí todos nos conocemos, y cuando llega alguien nuevo la voz se corre rápidamente. Ya había escuchado por la mañana que un joven había llegado al distrito haciendo preguntas, pero no lo había visto con mis propios ojos hasta ahora. Si su intención era pasar desapercibido se ha dirigido a la persona incorrecta. Evie, la boticaria, tiene más carácter que educación, y no suele tratar con demasiada hospitalidad a la gente nueva. No sé quién o qué es lo que habrá llevado al chico forastero hasta ella, pero no puedo evitar soltar una risa entre dientes cuando se rinde en su intento tras una breve discusión.

La risa desaparece cuando el joven se da la vuelta. Ha crecido mucho, pero lo reconocería en cualquier parte.

Hans Powell se aleja del puesto de Evie, con una expresión de frustración y agotamiento que llega incluso a darme pena. Me pongo la capucha de lo que queda de mi capa, tapándome media cara con ella cuando me doy cuenta de que su rumbo es justo mi dirección. El corazón comienza a latirme deprisa, tanto que puedo escuchar el ritmo acelerado con el que trato de distraerme para no pensar en que Powell me haya reconocido. Pienso en Phoebe, en la cantidad de veces que la he escuchado hablar con cariño y nostalgia de su hermano. Pienso en qué haría ella si le tuviera delante, o en qué le gistaría que hiciera yo. Pienso en las razones por las que está aquí, y en lo idiota que he sido por no poner el oído a su conversación con Evie. Pienso en todo ello cuando Hans se dirige directamente hacia mí. - No... Yo no... - Ni siquiera cojo las monedas que veo brillar en la palma de su mano. - Lo siento, ha debido de equivocarse - Me levanto de un salto y camino a prisas en la dirección contraria a la de él, doblando una esquina para poder pararme y pensar con calma sin que me vea. Él también se aleja, y es el momento que uso para acercarme a Evie y preguntarle qué quería. Por suerte me llevo bien con ella, así que me confiesa lo que ha ocurrido.

Evie me conoce bien, pero también conoce muy bien a Phoebe. Todos por aquí lo hacen, aunque por otro nombre. Hans ha venido aquí con una foto de ella y la boticaria la ha reconocido enseguida, pero lo ha negado ante él alegando que es un desconocido y que sus intenciones no le han parecido buenas. Según su descripción, iba demasiado limpio como para ser de fiar. Le doy las gracias con un beso en la mejilla mientras me pide que cuide de Mae, que es como creen que se llama. Ya ni siquiera sé por dónde ha ido el mayor de los Powell, pero recorro todas las calles que se me ocurren hasta que doy con una capa lo suficientemente nueva como para saber que es él. - Eh, espera ¡Espera! - Ni siquiera sé por qué hago esto, pero me acerco y giro su hombro para que me mire, justo antes de dejar caer mi capucha y mirarlo con una vaga sonrisa. - Hola, Hans. Ha pasado mucho tiempo.
Mirielle A. Beaumont
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No me sorprende que niegue de inmediato lo que digo, a veces creo que el norte nos hace ver cosas que en realidad no están ahí y la desesperación de ver al menos un rasgo que me recuerde a mi hermana me juega una mala pasada cada vez que tiene la oportunidad. Pero esta mujer parece querer escaparse como ya han hecho varias, levanto ambas manos en señal de que no pienso tocarla ni tengo deseos de molestarla — Yo solo preguntaba. No tiene por qué… — pero no llego a decir más, sus pasos son rápidos y los míos se tornan vacilantes en lo que le pido que aguarde un momento, cosa que no sirve demasiado. ¿Para qué me esfuerzo, a decir verdad? ¿Estoy haciendo mal en vivir en el pasado, rebuscando en los rincones con tal de dar con una persona que quizá apenas se acuerde de mí? ¿O qué pasaría si jamás sobrevivió a los años en soledad? Me gusta jactarme de mi inteligencia, pero a veces sospecho que no la poseo tanto como digo.

Me queda al menos media hora de luz, lo que me lleva a buscar dar un último rodeo antes de pensar en aparecerme en mi casa, donde puedo dejar todo esto atrás por unos días y volver a ser la persona que se mete entre un montón de papeles y corbatas. Estoy girando una esquina cuando no llego a reaccionar a la voz familiar, girándome gracias a su tirón para encontrarme con un rostro repentinamente descubierto que me toma por sorpresa. Sí, quizá se deba a que menciona mi nombre y tengo que mirarla mejor en mis intentos de recordar dónde he visto esos ojos, hasta que ciertos recuerdos parecen replicar en mi nuca — ¿Maribel? — sé que ese no era su nombre real, tardo un momento en memorizarlo y la sonrisa que le dedico es una mezcla de burla y nostalgia que ni siquiera sabía que sentía. Porque recuerdo las veces que he cambiado el nombre de una niña que jugaba con mi hermana y que lucía mucho más pequeña, pero sus ojos siguen igual de grandes.

Giro la cabeza para chequear que nadie se fija en nosotros, sé que el norte no es el sitio más amable para tener conversaciones en medio de la calle y hago el amague de tomarla del brazo, aunque solo queda en eso porque no me atrevo a tocarla — ¿Vives aquí? — murmuro en su dirección y muevo mi brazo para que avance conmigo — Creí que… bueno, jamás pensé en dónde te habrías metido. Pasaron… muchos años — y con ellos, demasiadas cosas, tantas que soy incapaz de enumerar y que sospecho que no hará falta. Si ella vive aquí en el norte, tal y como indica su aspecto mugroso, el tiempo le habrá pesado más que a mí — ¿Tienes un sitio donde podamos hablar a solas? Es importante — dudo que ella pueda ser de ayuda, pero si voy a aferrarme a la esperanza, nunca es tarde para hacer preguntas.
Hans M. Powell
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Mirielle A. Beaumont
Fugitivo
No sabría describir las miles de emociones simultáneas que siento al ver a alguien tan ligado a mi infancia en frente de mí. Aunque sí recuerdo esa infancia como una época relativamente feliz y despreocupada, creo que es precisamente por ello que ahora mismo lo veo como algo lejano. Tanto, que no me siento en absoluto identificada con aquella niña que buscaba cualquier excusa para tener algún contacto con el hermano mayor de su mejor amiga. Aquella era la mayor preocupación de una niña que no sabía que no tantos años después estaría luchando por conseguir un pedazo de pan enmohecido que llevarse a la boca. Curiosamente, lo que sus crecidas facciones no logran conectarme con la nostalgia de recordar mi infancia, se encarga de hacerlo su error al recordar mi nombre. Me río suave durante unos segundos, acabando en una sonrisa melancólica que se tarda unos cuantos instantes en desaparecer de mi rostro. Me enfadaba mucho cuando Hans no recordaba mi nombre, pero lo hacía aún más que me llamase por el nombre de otra. Y ahora es lo más parecido que he escuchado a una broma honesta en meses. - Ya puedes dejar de fingir que no te sabes mi nombre, Powell - Digo en tono satírico, bajando un poco el tono al pronunciar su apellido.

Hace tiempo que dejó de darme vergüenza, así que asiento cuando pregunta si vivo aquí. - Así es. Hogar, dulce hogar - Y, como en una especie de broma, una rata pasa a centímetros de nosotros justo cuando estoy pronunciando el final de la frase, lo que deja en evidencia su ironía mucho mejor que mi mueca de desagrado. - ¿Y qué hay de ti? ¿Cómo te ha ido todos estos años? - Parece una simple y obligada pregunta cuando te reencuentras con alguien, pero de verdad tengo curiosidad por saberlo aunque su aspecto me dé una pista de que al menos no ha acabado tan mal como yo. Su petición de hablar en un lugar más tranquilo me la esperaba, pero lo que no me esperaba es el repentino miedo que siento por ella. Ni siquiera entiendo la razón, pero sé de qué va a hablarme y temo las respuestas que yo pueda darle y lo que desencadenen. Me doy cuenta de que estoy tardando demasiado en responder y me apresuro a hacerlo en un tono más urgente de lo que me gustaría. - Ehm... Sí, sí. Sígueme - Miro a mi alrededor porque Phoebe no puede andar lejos, y no sería extraño que nos la encontrásemos.

Como si estuviéramos haciendo algún tipo de negocio turbio, callejeo por donde sé que no habrá nadie hasta llegar a un angosto paso en el que apenas caben dos personas, con lo que imagino que nadie querría venir aquí ni siquiera a fisgonear lo que hacen los demás. Hago un gesto a Hans para que pase primero, y antes de pasar yo misma doy otro vistazo para asegurarme de que mi amiga no anda por aquí, cosa que dudo porque precisamente he escogido este lugar por ello. - Bueno, tú dirás - Me encojo de hombros y alzo una ceja, inquisitiva. Puedo presuponer cuáles serán sus preguntas, así que antes de que las haga ya estoy pensando en las posibles respuestas que voy a darle. Apostaría todo lo que tengo, que no es mucho, a que ninguna de ellas será la que busca.
Mirielle A. Beaumont
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No me caben dudas de que estamos en la misma sintonía cuando mi apellido suena en sus labios, pintando una sonrisa divertida en los míos, la clase de gestos que no suelo demostrar en un lugar como éste. Recuerdo reacciones muy diferentes en Mirielle Beaumont, como caprichos de niña ofendida o silencios ruborizados que en su momento me hacían rodar los ojos o caer en las burlas. Éramos muy distintos, pero puedo ver el reflejo del pasado en dos personas extrañas que se han topado en una casualidad inesperada — Ya veo — acoto al apartar mi pie del camino de una rata, lo que hace que me acomode el abrigo en un gesto incómodo que busca alejarse de los gérmenes de los roedores que no pueden tocarme — Pues… bien. Tengo un trabajo decente en el ministerio de magia, así que no puedo quejarme — sé que no es el lugar ideal para hablar de mis estudios de abogacía, esos que me dan suculentos sueldos al poder desenvolverme con mayor rapidez que algunos colegas de más edad. Dudo mucho que mis casos lleguen a oídos norteños, así que de momento me encuentro a salvo y no es que desconfíe de ella, sino de cualquier asaltante que pueda moverse a la redonda.

Su duda me deja pendiente, hasta que me veo siguiendo su figura con una confianza casi ciega, si no fuese porque meto las manos en los bolsillos y rozo el mango de mi varita. Es solo una sensación de seguridad, nada más. La basura del suelo hace que camine con cuidado y en más de una ocasión giro la cabeza en busca de alguna figura que venga detrás de nosotros, pero para cuando me quiero dar cuenta estamos en un sitio muy mal iluminado, cuyo espacio reducido me parece tan idóneo como incómodo. Me aclaro un poco la garganta y acepto su invitación con un movimiento de la cabeza, agradezco ser lo suficiente delgado como para poder meterme en el callejón hasta que mi cadera choca con el alto de un cesto de basura — Mucho más íntimo que la casa del árbol, te lo concedo — bromeo en sarcasmo. Tengo que recargar mi espalda contra los fríos ladrillos para poder mirarla en la cercanía, percatándome de que la diferencia de alturas es algo menor que en los años en los cuales ella era una pulga — ¿Por qué estás aquí, Mirielle? — sé que suena invasivo, no espero que lo tome como tal — No he llevado la cuenta de quienes desaparecieron y quienes no con el cambio de gobierno, lamento que la vida te haya puesto en este lugar. Pero verás… sé que recuerdas a mi hermana.

Porque si yo sigo en su memoria, Phoebe también. Las he visto ser uña y carne durante años, en esas épocas donde su presencia me fastidiaba antes de añorarla al verme privado de ella. Ni hace falta que saque la fotografía, me centro en buscar en su mirada algún signo de reconocimiento — Si te fuiste del sur hace años, tal vez sabes algo de ella. Cada vez que creo tener algún dato certero, acabo en un callejón sin salida… — lo cual es un poco irónico cuando le echo un nuevo vistazo a nuestro alrededor. Un gato se mueve entre la basura y se aleja entre el espacio de nuestras piernas, pero apenas me fijo en él — ¿Nunca más tuviste contacto con Phoebe, en todos estos años? — espero no sonar tan desesperado, pero sé que fallo en el intento.
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Mirielle A. Beaumont
Fugitivo
Apenas puedo mirar a Hans a la cara, pero por motivos muy distintos a los del pasado. Esta vez no es el rubor de mis mejillas ni mi trémula voz lo que hace que evite el contacto visual, sino la envidia que siento al saber cómo le ha tratado la vida. No es esa envidia tóxica que te corroe, sino simplemente el sentimiento de duda, de preguntarme por qué dos personas que estaban en el mismo sitio y en el mismo momento han acabado en lugares tan opuestos como sus situaciones. No creo que sea justo, pero también sé que él no tiene la culpa. La tienen todos los que piensan que son superiores, todos los que un día fueron repudiados por ser distintos a nosotros y que ahora aprovechan esa diferencia para fingir que pueden hacer con nosotros lo que quieren, para justificar que por no poseer cierta habilidad he de morir de hambre, de frío o de soledad.

La nostalgia que había sentido en un segundo desaparece dando paso a esa impotencia que decido no mostrar. Conozco poco a Hans pero no creo que sea mala persona, seguramente él se sienta peor que yo al ser consciente de lo que separa nuestros modos de vida. No le haré sentir culpable por tener la buena fortuna que tanto hubiera deseado para mí, pero es algo que nos aleja hasta el punto de no reconocerlo ni a él ni a mí misma. - Me alegro de que te vaya bien - Digo apretando las comisuras de mis labios en una media sonrisa. No pretendo que piense que no es cierto, porque realmente me alegro muchísimo de que la injusticia no haya llegado a él, pero tampoco fingiré una alegría exaltada que no siento. Aprovecho el momento siguiente a mi intervención para darme la vuelta de forma que no puedo analizar mis gestos hasta llegar a la verdad, encaminándome hacia el callejón que tengo en mente.

Una vez allí, a pesar de que no dejo de estar alerta, me siento más cómoda que en medio de la calle. - La madera medio podrida tenía su toque acogedor, pero nada como la humedad de un buen adoquín - Sigo su broma, tomándome con humor toda esta situación que hace años no me hacía tanta gracia. Es lo que tiene el ser humano, tan fácil nos acostumbramos a lo bueno como a lo malo. Miro a mi alrededor cuando va al grano, no por miedo a lo que pueda pasarme, sino para evitar algunas preguntas y algunas personas concretas. Parece que ambos estamos pensando en la misma, pero con fines opuestos. Carraspeo antes de contestar sus preguntas. - Bueno, aunque te parezca mentira creo que es el mejor lugar donde podría estar ahora mismo. Es una cloaca pavimentada, pero siento que es mi casa - Al fin y al cabo, no tengo otra, y menos una en la que el sentimiento de hogar sea provocado no por las paredes que te rodean, sino por la gente que aprecias. - Sí, por supuesto que recuerdo a tu hermana -Nuevamente no tengo el valor para mirar a la cara a la persona a la que voy a mentir.

Phoebe me ha hablado de su familia, me ha hablado de cómo y de por qué acabó aquí. La he visto tratar con todas sus fuerzas de contener las lágrimas en frente de mí y la he escuchado soltarlas por la noche. Tenía ocho años, era tan solo una niña que se vio sola. Me cuesta imaginar las razones por las que Hans ha tardado tanto en venir hasta aquí, porque ahora que lo hace, ya es tarde. No quiero mentir, pero me cuesta poco tomar la decisión de omitir algunas verdades en un impulso egoísta del que me acabaré arrepintiendo. - Hace tiempo que no sé nada de ella, lo siento - Digo mirando al suelo. Por otra parte, mi intención no es preocuparle. Es posible que ni siquiera sepa si su hermana está viva, así que le concedo eso. - Vino aquí hace unos años, al once. Estaba bien, dentro de lo que cabe, ya sabes, pero acabé perdiendo su pista - No dudo en que las preguntas no tardarán en llegar, por lo que me doy un tiempo para ir preparando respuestas.
Mirielle A. Beaumont
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No tengo intenciones de insultar lo que considera su hogar, pero el movimiento de mis cejas deja en claro que opino que podría estar mejor. ¿Quién se conformaría con un un mundo sucio, gris y frío, cuando hay millones de oportunidades allá afuera? Y sin embargo, no son todos merecedores de ellas, lo aprendí a las malas. Opto por no decir nada al respecto, se lleva mi atención el que el reconocimiento llegue a su rostro y la confirmación que ya sabía me acelera el corazón, porque a veces siento que Phoebe no fue más que un fantasma. ¿Cómo el mundo siguió girando cuando dejó de estar en mi vida, como un sueño que se transformó en pesadilla y que he cargado por tanto tiempo? Porque no queda casi nadie que la recuerde como yo y aquello me hace sentir que estoy aferrándome a algo que debería dejar ir, incluso cuando sé que no podría cerrar ese capítulo sin darle un final.

Conozco las expresiones humanas, trabajo con ellas. Tomo el valor para tomarla del mentón y la obligo a mirarme a los ojos, los suyos son tan grandes como los recuerdo. ¿Es timidez, es duda, es miedo, es desconfianza? Veo muchas cosas en ellos, pero no sé de qué se trata. La gente del norte es así, un libro borroso, han visto más cosas que muchos de nosotros y están obligados a los tratos más bajos que yo estoy defendiendo en busca de una venganza hacia alguien que no forma más parte de mi vida — ¿Aquí? ¿Dónde exactamente? — la suelto para poner ambas manos en sus hombros, creo que he recuperado algo del color en el rostro con la ansiedad brillando en los ojos y haciendo que me humedezca los labios al sentir la garganta seca — La he rastreado, pero lo único que conseguí es que existió una Phoebe Powell en el Prince cuya dirección era inexistente, tanto como sus datos personales. ¿Cómo es posible que parezca ser invisible? ¿Sabes algo de eso? — quizá la aprieto algo fuerte, me obligo a aflojar el agarre porque no quiero asustarla ni tampoco que alguien nos vea y crea cualquier otra cosa.

Estoy… desesperado, Mirielle — la declaración me hace hundir los hombros, pierdo la postura a la cual todo el mundo se está acostumbrando cuando me conoce. Es el peso de los años, esos que intento fingir que no han existido, que me meten en deudas que no sé cómo voy a saldar en medio de una carrera contra el tiempo — Ya no sé a dónde ir o a quién preguntar. ¿Sabes si tenía algún destino, dónde podría estar escondida? — porque los lugares más oscuros son algunos que no quiero tocar, no toleraría que ella hubiese terminado ahí. Y, sin embargo, si debo bajar hacia ellos, lo haré.
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