The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Invitado
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Estoy corriendo hacia la puerta de la cafetería después de aparecerme en la esquina más cercana que conocía, con miedo de sufrir una dispartición por los nervios con los que cargo en estos días y me tienen con los pelos parados en puntas, cuando el teléfono en mi bolsillo tiembla. Lo saco de inmediato para checar que no sea una de las secretarias diciéndome que Señor Altas Expectativas sumó algo más a su pedido de café, que ninguna de ellas se le ocurriría jamás ofrecerle del brebaje marrón asqueroso que hacen pasar por la oficina en vasitos de plásticos, y por eso me hacen ir a buscar a un barista. ¿Qué puede querer ahora? ¿Un hipogrifo arcoíris tal vez? ¡Es que ese hombre nunca está conforme con nada! ¡El otro día tuve que hacer un informe sobre especies de tortuga! ¿Alguien me puede explicar para qué?

Pero no es un mensaje de alarma de ninguna de esas mujeres, sino de mi tío que me pregunta qué tal me va en mis primeros días de trabajo en el ministerio, y no quiero mentirle como hago con mi madre cuando me pregunta lo mismo por las mañanas. Mi tío en parte es el culpable de que me haya metido en leyes. No, es el culpable absoluto. Y estoy haciendo cualquiera cosa, menos aplicar lo que sé por ese estúpido título de abogado. Por debajo de toda la jerarquía de secretarios del ministerio de Justicia, por debajo de los pececitos que no hacen más que nadar en el acuario incrustado en una de las paredes, más abajo del último escalafón, estoy yo. Haciendo un pedido de café y aprovechando esos minutos para limpiar las manchas de suciedad de los formularios que me seguían levitando al salir, y que al chocarme en la acera al frente del ministerio con un auror, acabaron en el charco mugroso que dejó la llovizna de esta madrugada.

Ignoro el mensaje de mi tío y estoy de regreso en la oficina al cabo de unos minutos, reacomodándome el cuello de la camisa, que la corbata me la he guardado en el bolsillo del saco hace poco más de una hora porque me ahorcaba. Una de las secretarias me aborda, todavía me confundo el nombre de la una con la otra, pero no creo que haya problemas con eso, porque aquí parece que nadie sabe el nombre de nadie. Yo por las dudas me doy la vuelta si escucho un grito, sea el nombre que sea. He reaccionado incluso cuando alguien gritó: ¡Laura! Y sí, acerté, también me estaban llamando. No sé si es que es todos en este sitio en serio necesitan de mi ayuda o solo se abusan, que entiendo que estén tapados de proyectos de reformas legislativas, y es que solo a mí me puede pasar que cuando consigo trabajo en el ministerio, cambiamos de gobierno después de quince años, pero cuando me piden que sea yo quien entre a la oficina a dejar el café, tengo que mirar por encima de mi hombro para checar que no le están hablando a nadie más.

Entro con los movimientos de un mimo, no quiero cambiar de lugar ni la pelusa de polvo que vuela en el aire. Cumplo con mi cometido de llegar hasta el escritorio y hasta me permito echar una mirada al lugar, busco alguna foto de la amiga de mi hermana que me dijo que era hija de Hans Powell. Ahora que conozco cómo suena la voz de su padre a través de tres paredes de distancia, me da ganas de decirle a Charlie que la invite otra vez y la llevaremos a comer algodón dulce, que ese sujeto puede ser de miedo. Y no soy consciente de que tanto miedo puede causarme, hasta que escucho que la puerta se abre y se me cae la taza de las manos. No tengo tiempo de sacar mi varita del bolsillo, que vuelvo a colocar la tapa de la taza vacía y la planto sobre la mesa, y las hojas que se mancharon las meto debajo de otras.
Anonymous
Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Tengo que pedirle a Lollis que cierre el pico una vez más y poco me falta el pellizcar sus morros con los dedos a ver si con eso lo entiende. Solo alzo un dedo y ni la estoy mirando como para saber de todos modos que ha rodado los ojos, porque tengo puestos los míos en la reforma contra la cual la mitad de los presentes está despotricando. Veamos, es la clase de ley que hará que el mundo se dé vuelta, porque resulta que Magnar Aminoff planea darle derechos a las criaturas mágicas y eso explica muy bien qué es lo que pensaba darles a cambio de sus servicios. Es obvio lo que está haciendo, está poniendo incluso a los renegados del norte de su lado y eso cierra puertas a los rebeldes gracias a su nuevo populismo. Más de uno que ha sufrido por las leyes de Jamie Niniadis estará agradecido y yo no sé muy bien cómo sentirme al respecto de esto. Creo que voy a tener un tic. No, momento, ahí está el latido de ojo. Ya lo tengo.

Como mi conjunto de colegas está empezando a paniquear, doy un punto final a esta reunión dando un golpecito a los papeles y anuncio que tendré que tomar una decisión a solas, algo que crea una nueva ola de quejas que no pienso escuchar porque ya estoy saliendo a toda velocidad de la sala de juntas. Que pesadilla. En lo que cruzo los pasillos en dirección a mi oficina, me masajeo la frente en un intento de conseguir un poco de lucidez y calma. No puedo rechazar esta ley, es base en el plan de la nueva estructura de gobierno y sé muy bien que va a agitar las aguas de ambos lados. ¿Cómo puedo decorarla para evitar que las cosas se salgan de control? ¿Cómo mantener una regulación decente entre ciudadanos que hasta ahora fueron expulsados de nuestra sociedad? Sabía que la guerra nos estaba jodiendo a todos, pero creo que hasta ahora no había reparado de a qué nivel.

Estoy saboreando un café reparador cuando abro la puerta pesada de mi oficina sin prestar atención a ninguna de mis secretarias, encontrándome de lleno con la presencia del muchacho nuevo en medio de la habitación. No, no tengo idea de cómo se llama, después del atentado de septiembre y la cantidad de despidos de personas sospechosas de traición el ministerio se está llenando de gente nueva y soy incapaz de recordarlos a todos. Aún sigo llamando a la segunda asistente "Josephine número dos". — Estas aquí por el café, ¿no? — cuando tenía como su edad y acababa de llegar al Capitolio, tuve exactamente su mismo trabajo y mi predecesor, el vejestorio que despidieron hace casi un año, me detestaba. Debería agradecer que a mí me da igual su existencia, porque su trabajo podría ser mucho más tedioso — Dime que no olvidaste el azúcar otra vez. ¿O ese no fuiste tú? — cierro la puerta detrás de mí, cruzo la amplia habitación con grandes zancadas y lanzo los papeles sobre el escritorio. Ni siquiera le echo un vistazo a la cantidad de trabajo acumulado y empiezo a abrir y cerrar cajones en busca de algunos archivos que me serán de utilidad ahora mismo. Le chasqueo los dedos por encima de mi hombro, aún regalándole la vista de mi nuca — ¿Tienes el informe del personal que pedí hace dos días? — fue a él, estoy seguro. Alguien tiene que poner un poco de orden con todo el cambio de abogados que desfiló por este piso en las últimas semanas.
Hans M. Powell
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Invitado
Invitado
Estoy rogando en mi interior que no se note el revuelo de las hojas sobre su escritorio, para que la mancha pase desapercibida y que no se dé cuenta que la taza que acabo de dejar sobre el escritorio está vacía. ¿Y en serio se acuerda lo del azúcar? ¡Si no sabe ni el nombre de sus secretarias! Yo tampoco, pero es diferente. —Ah, no, ese no fui yo— miento. — Fue Max, un poco más bajito que yo, más trigueño. Pero creo que renunció ayer…— balbuceo, para explicar la repentina desaparición de a quien echo la culpa, por si se le ocurre llamarlo. No sé cómo recuperar el vaso de falso café sin llamar su atención, a ver si puedo salir de la oficina antes de que se cumpla el minuto bajo su mirada.

¿El informe de qué? ¡Ah, maldición! Es el que tengo a medio hacer en la mesa que me dieron, en la que no puedo quedarme más de diez minutos, sin que alguien del departamento me pida que vaya a comprarle lo que sea o respire en su lugar, que todo lo que sea un gasto extra de energía me toca hacerlo a mí. —Ah, creo que era el informe en el que estaba trabajando Max…— ya que lo he mencionado, con la conveniencia de que renunció, puedo desligarme de todas mis irresponsabilidades y atribuírselas a él. Y es que hubiera hecho el informe, por tedioso que fuera, si contaba con el tiempo. ¡No puedo si me tienen buscando café! O es que no estoy habituado a nada de esto, al horario de oficina, a estar corriendo con cada chillido de las secretarias y la corbata que me ajusta la garganta. La sensación de que me estoy ahogando en este lugar es tan real. Y llevo… unos pocos días.

Si me da una hora o dos, puedo terminarlo— prometo, para demostrarme a mí mismo que puedo con esto, y meto la pata descubriéndome en mi falta. —Es que tuve una confusión con algunos apellidos, la gente que está renunciando antes de que de la despidan por todo esto de las examinaciones y la que va muriendo— lo digo con tal gravedad, hasta que me aclaro. —¡Muertes naturales! Ayer nos enteramos que Jon Pasinski murió al atragantarse con una gragea. Sabía a pepino, pobre—. ¿Se notará que estoy nervioso? Espero que no, cierro los dedos alrededor de la taza para disimular el temblor. Pero si en el fondo y detrás de todos los rugidos que escucho salir de esta oficina, Powell es tan dulce como su hermana Phoebe, no tengo nada de qué preocuparme, solo me dará palmaditas en la cabeza.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Abro mi boca en señal de un “ahh” mudo que no llega a expresarse y asiento con la cabeza, aunque es un gesto dudoso porque no recuerdo a ningún Max con esa descripción. Sé que es imposible para mí el conocerme cada uno de los rostros de este departamento y es probable que se me pasen más seguido de lo que me gusta admitir, pero tampoco soy idiota — ¿Y por qué él hizo tu trabajo o el de mis asistentes? — cuestiono con una mirada de sospecha, aunque tampoco voy a ponerme quisquilloso con el tema. Es simple, yo solo quiero que cada uno cumpla su rol y que éste se encuentre realizado, el resto me da completamente igual. Con el tiempo y la experiencia, uno aprende que ciertas cuestiones en el trabajo se encuentran sobrevaloradas.

Es una suerte que estoy de espaldas, porque no sé si quiero que vea la manera que tengo de rodar los ojos con exasperación cuando sigue echando culpas con la inmadurez de un niño recién salido del Royal. Bueno, quizá yo he tenido su puesto hace tiempo, pero no recuerdo haber sido tan irresponsable. Si cometes un error, trabajas el doble para repararlo. Si no lo consigues, pasas una semana sin dormir hasta que las cosas vuelven a funcionar como deberían, es el sistema básico de nuestro reloj personal. Al menos, con su cháchara se vende solo y me ahorra esa parte del sermón, uno que mastico cuando cierro el cajón con una pila de archivos en las manos — Pues envíale flores a la viuda y procura que las grajeas que llegan como bocadillos al departamento no sean de pepino, ¿no? — lanzo las carpetas sobre mi escritorio y evito mirar la pila que he formado entre la cantidad de papeles que traje y sumé en el último segundo. Sospecho que no me demoraré en necesitar anteojos.

Meto las manos en los bolsillos de mi pantalón y me tomo la molestia en mirarlo de piez a cabeza, fijándome en la corbata demasiado ajustada como para haber sido hecha por alguien acostumbrado a esos nudos y los nudillos que se le están poniendo blancos de la presión que pone sobre la taza de café — ¿Qué edad tienes? — pregunto, en uso de mi tono pausado. He leído su expediente cuando solicitó este pequeño puesto, pero no puedo estar en todos los detalles — Sospecho que eres lo suficientemente mayor como para afeitarte y usar desodorante por necesidad, ¿no es así? Pues bien, déjame que te explique un poco cómo funcionan las cosas por aquí — sin hacer uso de mis manos que siguen ocultas, pero sí de mi mentón, le señalo la silla que está delante de mi escritorio — El ministerio siempre ha funcionado como una maquinaria, una en la cual sus piezas deben ser las correctas para que todo el sistema no se eche a perder. ¿Qué hacemos cuando una tuerca se sale de su sitio o se oxida? Se repara o se descarta. Si quieres sobrevivir aquí, debes saber cual de las dos vas a ser: ¿El que mejora su rendimiento o el que es desplazado? — levanto dos de mis dedos para que pueda ver las opciones y, sin más, tomo asiento al acercar la silla — No me importa quién se tragó una grajea de pepino o cuántos amigos imaginarios te inventes para zafar de tus responsabilidades. Si te digo que debes entregarme un informe en un plazo determinado, lo haces aunque tengas que venir arrastrándote por un poco de café y horas de sueño que, de todos modos, no te has ganado. Y no hablemos de que no eres capaz de hacer una tarea tan simple… — le quito la taza de la mano con algo de brusquedad y me basta girarla para demostrar que sé muy bien que no tiene nada de líquido dentro — Ahora, si no puedes darme un informe, al menos dime dónde fue a parar mi desayuno. Al menos que quieras que me aprenda tu nombre por tus incompetencias y no por tus aciertos.
Hans M. Powell
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Invitado
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Estaba… ¿haciendo pasantías?— sugiero, no miento con la destreza que se esperaría de un abogado, lo mío tiende más al atropello de mentiras blancas que improvisamos en mi familia para salirnos de algún lío. De algo que siempre me he preciado es de ser el más responsable y maduro en mi casa, a veces un poco más que mis propios padres, soy el que da los sermones sobre hacerse cargo y no caer en tonterías. El problema es cuando comienzo con la seguidilla, no puedo parar, una mentira sigue a la otra para esconder la primera y hacerse cargo no es tan sencillo, no puedo ver a ninguno de los ministros como simples hombres cuando los tengo enfrente. Están a esa distancia en la que los comentarios banales se escuchan sobre flores para viudas y grageas de pepino suenan con la suficiente autoridad como para hacerme agachar la cabeza, sé que eso es lo que tengo que hacer. ¿Discutir? Ni siquiera tenga una razón válida para hacerlo.

El tirón de orejas que no he recibido en la vida por parte de mi padre, me llega de parte del ministro. —Veintitrés años, señor— respondo escuetamente, lo suficientemente alto como para que se me escuche, pero reservado en cuanto a lo que pueda decirme sobre esto. ¿Qué soy un niño? ¿Qué vuelva a segundo curso del Royal? ¿El típico discurso de quién comienza diciendo que ha vivido más…? Si no me equivoco, no pasa de los treinta. Si hacemos cuentas rápidas, pese a que nos dedicamos a las leyes, no a las matemáticas, no estamos muy lejos en edad. Me paso una mano por el borde de la mandíbula para comprobar si me afeité esta mañana, y sí, lo hice. Por otro lado, me contengo de checar si me puse desodorante, su introducción no tiene nada que ver con mi higiene personal al final de cuentas.

Mi espalda se queda erguida por la tensión al ocupar la silla que está delante de su escritorio y me muerdo la lengua para no contestar a su pregunta: quiero ser la tuerca que se repara, la que mejora su rendimiento. Porque a la larga, si quiero un lugar aquí, si lo que quiero es cambiar toda la mierda desde adentro, porque he visto que desde afuera quien piensa diferente es arrojado a una hoguera ardiente, tengo que aprender a sobrevivir. Mentir sobre el café, hablar sobre sus propiedades invisibles o que a esta especialidad la llaman café fantasma, está descartado. —Se me cayó sobre los papeles, ministro— reconozco con un suspiro desganado y muevo con mis dedos el desorden del escritorio para que a la vista quede la mancha marrón. Antes de que me lo diga, comienzo a recoger esos papeles con la punta de mis dedos. —Los limpiaré, secaré y plancharé, lo prometo. También iré a buscar otro café, en menos de media hora. Y no me iré a casa hoy hasta terminar el informe del personal—. No importa que no tenga que dormir, que deba tirarme debajo del escritorio si hace falta. —Quiero ser la tuerca que mejora su rendimiento, señor Powell— reafirmo, llamándolo por todos los nombres que se me ocurre para que vea mi obediencia. —Haré lo que sea que me pida para quedarme y en el menor tiempo, lo juro.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Veintitrés. Cuando yo tenía su edad, Meerah ya existía y, aunque no estaba cerca de ella, mi vida estaba demasiado centrada en mi carrera como para comportarme como un crío. Mis notas en el Royal fueron lo suficientemente buenas como para ingresar al ministerio en cuanto me gradué, aunque mi trabajo era incluso más humillante que el suyo. Recuerdo muy bien como un grupo en particular de abogados siempre me desorganizaban los papeles y las agendas a propósito, algo que me ha valido más de un sermón y horas extra de trabajo. En ironía, uno de ellos murió en el atentado, otro fue despedido y los dos restantes siguen trabajando en el mismo escritorio hace más de diez años. Es bueno saber que de mi parte jamás van a recibir un ascenso, por mucho que me besen los pies cuando recuerdan que ahora sus sueldos dependen de mí. Y veo en este muchacho la misma tensión que yo colocaba en los hombros en esos años, cuando todavía tenía que aprender el funcionamiento de este lugar lleno de pirañas, al punto en el cual deseo que le toque un grupo de insoportables que le enseñe a ser más hábil, más pillo y, sobre todo, más listo. Esa es la clave.

No me sorprende la mancha de café, solo me horroriza — Dime que no ha sido sobre mi redacción de la nueva ley de traslado de criaturas mágicas — no es de las más importantes, pero sí una de las más tediosas. Apenas alcanzo a echar un vistazo y no puedo reconocer el título, porque él ya se encuentra recogiendo los papeles y, sí, sé que podría limpiarlo yo con un movimiento de la varita, pero se lo dejaré a él principalmente porque es un problema que ha causado y, por otro lado, para ver que tan incompetente o no puede ser — Contaré los minutos. Cortado, dos de azúcar — aclaro, aunque estoy seguro de que ya lo sabe. Acepto su promesa del informe y antes de que pueda decir algo al respecto, su declaración me asalta quizá no por sorpresa, pero sí demasiado rápido. Al menos, parece no ser tan idiota — Es bueno escucharlo, para inútiles tengo una larga lista de personas que fueron despedidas y otra de nombres que serán despedidos en las próximas semanas. El cambio de personal es importante en estos tiempos, supongo que lo sabes — no solo por el informe, sino porque todo el país lo grita a los cuatro vientos. El aire ha cambiado.

Estiro un poco el saco, tironeo un poco de mi postura para acomodarlo y muevo mi cabeza a ambos lados de mi cuello hasta hacerlo tronar — ¿Qué querías ser cuando fueses grande? — parece una pregunta salida de la galera, pero tengo un punto — Siempre es importante el saber el final de las historias para saber qué camino tomar para llegar a ellas, lo mismo sucede con la vida. ¿Tienes alguna meta en particular? — si desea aprender y está dispuesto a escuchar, uno siempre puede empujar en la dirección correcta. Creo que eso es lo que diferencia a un jefe de un líder.
Hans M. Powell
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Invitado
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Mi pánico es tal que hago girar las hojas con dedos torpes para poder leer los encabezados principales, algo dice sobre criaturas mágicas y quiero que esta tortura acabe de una buena vez, mi suerte no hace sino empeorar, como si hubiera sido mordido por un mackled malaclaw nada más entrar a la oficina del ministro. ¿Si me tomo un felix felicis al salir de aquí podré resolver todos los líos minúsculos que están tomando el tamaño de calabazas gigantes con las que me cuesta hacer malabares? —¡Lo limpiaré! ¡Lo juro! ¡Quedará como nuevo!— exclamo, en lugar de confirmarle que se trata efectivamente de esos documentos, mejor una promesa de que podré solucionar esto y no hará falta que me incluya a la lista de los que recogerán sus cosas en el transcurso de la semana para meterlas en una caja y salir por la puerta chica del ministerio.

La piel de mi nuca se estremece cuando me remarca la relación que hay entre la limpieza de personal que se está haciendo y las nuevas políticas que se llevarán adelante, aprieto la mandíbula, es lo que me digo que debo hacer. Aguantar, que vendrán tiempos jodidos para todos, se trata de aguantar y chocar los dientes, que tiempos malos también los hubo antes y algún día cambiarán. Mi única preocupación es que se me relacione con la Red Neopanem, lo que no creo que pase porque no tenía un rol a voces en la radio, tampoco vivía en el loft, era más bien el chico que le llevaba información y no, no es que reniegue de lo hice, todo lo contrario, solo espero mi año sabático tras terminar el Royal pueda seguir tomándose como tal. Me trago la pregunta estúpida de «¿yo?» al oír lo que sigue, lo que hago es cuadrarme de hombros y actuar con la seriedad que de fuerza a mis respuestas.

Quería trabajar en tribunales— contesto, —Mi tío es abogado, cuando tenía trece años nos llevó a un amigo y a mí a un juicio una vez. Me gustó el trabajo de defender a alguien, de hacer cara a un juez y convencerlo—. Todavía recuerdo como una emoción palpable en mi piel, ese vistazo a lo que era el ambiente de trabajo de mi tío, que luego me enteré que fue el mismo al que pertenecía mi abuelo… muggle. Pero reconozco que lo que más me impresionó fue que era algo distinto a lo que conocía. —Y… mis padres son mecánicos, crecí en su trabajo. Necesité en algún momento tomar un camino que me diferenciara de ellos…—. Porque no sentía que fuera igual a ellos, tenía mis propios conflictos por resolver, omito por completo mi descubrimiento de la fotografía. Confesarle que un poco más descubrí que ésta era mi vocación, podría descalificarme para el puesto en su despacho. —Quiero ser juez del Wizengamot—. No vacilo, ni siquiera pestañeo. No hay el menor temblor en mi voz. Es lo que quiero, es por lo que resistiría todo, espero poder resistir. Espero poder pararme allí algún día y tomar una decisión diferente a la última vez que quemaron a un par de rebeldes en una plaza.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No, no me contengo, ruedo los ojos hasta mi nuca y mi exasperación se sale hasta por mis poros porque, aparentemente, tiene más torpeza que bigote. Ya, con una sacudida de la mano y la otra colocada por un momento en mi frente, doy a entender que espero que lo limpie si no quiere conocer el lado poco amable de mi paciencia. A veces me pregunto si la gente es estúpida (suelo responderme que sí, sí lo es) o simplemente disfruta con ver como me exaspero hasta que no tengo otro remedio que ponerme en el papel del jefe que todos esperan que sea. He intentado que este departamento deje de funcionar como el hazmerreír del ministerio, trabajo que se me ha facilitado gracias a los fallos de Riorden en el último año, pero tener internos como el que tengo delante solo me complica las cosas. Tendré que mantenerme calmo, es lo único que puedo pedir.

Mi silencio no se debe solo a que le estoy permitiendo contar su historia, sino también porque reconozco ciertos detalles en la misma que me suenan demasiado familiares. Cuando yo era niño, mi padre solía pasearme por su oficina y me explicó muchos de los funcionamientos legales que me hicieron tener cierto respeto por las normas, incluso cuando admitía que muchas de ellas estaban mal. Siempre admiré el orden, la pulcritud con la cual muchos abogados trabajaban como para sonar convincentes, incluso cuando los casos parecían ser un laberinto imposible de solucionar. Mi padre era listo, pero cuando empecé a crecer y notar que mis intenciones infantiles de dedicarme a profesiones imaginarias quedaban atrás, no tardé en saber que quería estudiar leyes; en especial cuando el gobierno cambió y me encontré con la posibilidad de defender lo que siempre vi débil. Eso sí, me sonrío sin poder contenerme cuando menciona que sus padres son mecánicos — Vaya, qué combinación — bromeo con un arrastre en la voz, seguro de que no va a comprenderlo. Curiosamente, hay un bebé por ahí dando vueltas que tendrá una mezcla muy similar dentro de su extraña familia.

Bueno… — reprimo el bostezo que delataría mis pocas horas de sueño y lo recorro con la mirada, buscando algún ápice de debilidad en una persona que parece que no puede siquiera cargar con un café — Siempre he creído que cualquier persona en la pirámide del ministerio es completamente capaz de subir escalones, siempre y cuando sepa lo que quiere y lo que está haciendo. Te cruzarás con muchos idiotas ineptos, de verdad. Creo que la mitad de las personas que trabajan en esta oficina lo son, pero no puedo despedir a todos cuando mi predecesor los mantuvo por años, tú me entiendes — sería una larga lista de papeleos y gastos que ahora mismo no podemos realizar — Lo más importante es el saber y el saber que tú sabes. Si te muestras confiado, los demás te creerán cualquier cosa, solo no peques de vanidoso. Está esa pequeña línea… — la dibujo con dos yemas unidas y dejo caer una vez más la mano — Mira, muchacho. Este es un estanque lleno de pirañas y tú deberás convertirte en una. Solo los mejores llegan al Wizengamot y si quieres mi aprobación, deberás demostrar que vales más que los otros cientos que matarían por la oportunidad que te estoy dando. Esta misma mañana una de las abogadas vino a hablarme de que su hija recién egresada se moría por un puesto conmigo y, debo decirlo, sus calificaciones eran impresionantes. ¿Por qué no debería tomarla en tu lugar? Al fin de cuentas, nadie es imprescindible aquí, al menos que ganes respeto y popularidad. Ahora mismo tú estás al fondo, pero si haces lo que te pido, si hueles para dónde te lo ordeno, quizá te enseñe. Y ya veré en estas semanas que tan buena piraña puedes ser y si no me es conveniente llamar a Scarlett Menken, ¿de acuerdo? — creo que no he dejado nada demasiado librado al azar. Si quiere pertenecer aquí, que se lo gane.
Hans M. Powell
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Más que combinación, es una contradicción. De mis padres se puede decir que tienen una nobleza inquebrantable, si no fuera por esta, serían criminales buscados por la justicia en estas fechas porque sus imprudencias y tendencia a romper las reglas ha hecho que me sienta el adulto entre ellos cuando tenía cinco años, recordándole que estaba mal hacer tal o cual cosa, que había maneras en que los adultos debían comportarse y ellos no lo estaban haciendo. Si tuviera que describirles este día en la oficina del ministro Powell creo que lo harían una anécdota para Navidad, se mostrarían mucho más orgullosos que de mis calificaciones al acabar el Royal. Froto mi frente para controlar esa vena mía de Meyer y poner un alto a las torpezas que harán que me saquen de aquí con una patada del zapato lustroso del ministro. Sí, es cierto que este lugar me agobia. Sí, me he encerrado en el cubículo del baño a refunfuñar. Pero con las ideas claras de por qué estoy aquí y qué pretendo alcanzar, logran hacer que vuelva a centrarme.

¿Qué me cruzaré con muchos idiotas ineptos? ¿Por qué habla hacia terceras personas? Contengo el reírme con una carcajada seca, que había creído que el idiota inepto era yo. Procuro que nada en mi rostro altere mi expresión vacía, esa que dice que lo estoy escuchando y que voy a seguir a pies juntillas todas sus indicaciones, lo que me sorprende es que venga algo así como un consejo. ¿Qué demuestre más confianza? ¿Qué no peque de vanidoso? Bien, sí, supongo que puedo moverme entre esos puntos. Que me pida que me transforme en piraña está un poco difícil, hice el intento de ser un animal y surgió ser un zorro. No puedo estar mutando de una cosa a otra todo el tiempo. Tendré que ver qué tomo de las habilidades de mi forma animal y usarlas para sobrevivir a las pirañas, que hasta las más pequeñas y recién graduadas del Royal quieren entrar a este estanque con pretensiones. —Sé que cometí errores de novato—, de primer curso del Royal, ok. —Pero si voy a equivocarme, prefiero que sea en esta instancia. Aprenderé todo lo que puedan enseñarme, aunque me lleve tiempo, soy aplicado y lo haré cada vez mejor, más rápido.

¿Respeto? ¿Popularidad? ¿Eso es lo que se necesita? Debería comenzar por saludar a cada una de las secretarias por su nombre correcto entonces, voy tomando nota mental de cada punto, también sé algo sobre que una sonrisa simpática y un par de regalos en forma de golosinas de vez en cuando hacen al trabajo en equipo, no basta solo con tener una cara de muñeco que agrada. ¿Así que quiere una piraña? Pues seré más que eso, seré un pequeño tiburón. No lo digo porque no quiero parecer vanidoso. —Sí, señor. Le demostraré que puedo sobrevivir en este estanque— se lo aseguro mientras me pongo de pie, que si me quedo a hacerle charla no me alcanzará el tiempo para cumplir lo que prometo. —¿Necesita algo más? Me pondré a trabajar en esto y… cortado, dos de azúcar, de acuerdo— repito más para mí, que para él. Será mi nuevo mantra para sobrevivir a lo que se viene.
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