The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Zoey A. Campbell
Jefe de Área en Salud
12 de septiembre

No conseguía recordar cuanto tiempo había transcurrido desde la última vez que realizó guardias, no al menos tantas seguidas. El cansancio la acompañaba en todos y cada uno de sus pasos; y el problema no era solo el que atenazaba su cuerpo, sino también el que persistía en su cabeza. Había estado tratando de mantener la calma, ocuparse de la ingente cantidad de heridos que fueron trasladados hasta allí una vez que consiguieron sacarlos del Ministerio. Y Riorden no estaba entre ellos. Ni entre los heridos, los supervivientes o los muertos. Simplemente no estaba en ningún lugar conocido. Cerró los ojos con fuerza, frotándolos con el dorso de la mano y dejándose caer sobre el sillón de la sala de descanso. Se había alternado entre el despacho y aquel sillón durante los tres últimos días, por lo que su espalda estaba completamente destrozada. Tampoco podía decir que consiguió descansar alguna de aquellas horas, simplemente acababa tumbada boca arriba mirando el techo y con miles de pensamientos golpeando su cabeza. Miró su reloj, golpeando con un dedo la superficie de éste antes de levantarse. Era el momento de volver a casa.

El mareo por la aparición aún la acompañaba, el cansancio acumulado jugaba en su contra, por lo que tardó un par de minutos antes de sentirse capaz de seguir caminando. Prensó los labios, encaminándose en dirección a su nueva casa, en la Isla Ministerial, donde estaba vivía por una razón que, en aquel momento, no era constante. Porque nadie sabía donde estaba él. Dejó ir todo el aire de sus pulmones antes de abrir la puerta y entrar en la mansión. No podía decir que la odiaba, pero tampoco que amaba estar dentro de ésta después de lo ocurrido. Se sentía culpable. Tendría que haber estado allí también, se habría agarrado con uñas y dientes a Riorden, no habría dejado que se lo llevaran, lo atacaran o se atrevieran a espetarle una palabra más alta que otra pero, en su lugar, había visto en directo todo lo que ocurrió. Cada minuto, cada segundo retransmitido en directo. Y ella, mientras tanto, viéndolo desde el sofá de casa junto a Lëia y Maeve.

Dejó su chaqueta y bolso a un lado, caminando hasta el comedor y permaneciendo inmóvil frente al sillón, apoyando solamente las manos sobre el respaldo pero quedándose allí parada, en completo silencio. Estaba agotada. Una buena ducha y unas buenas horas de sueño eran exactamente lo que necesitaba; tranquilizar su mente para poder pensar con claridad o, mejor, poder dejar de pensar por un tiempo. Lo necesitaba.
Zoey A. Campbell
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Lëia A. Campbell
Se suponía que la noche del festival sería una reunión de chicas para ver la transmisión, comentarla y pasar un buen momento. Durante toda la tarde, Lëia se había encargado de cocinar varios aperitivos para una picada, como plato principal Maeve había decidido tacos, así que también preparó las tortillas y los acompañamientos, para luego decorar el delicioso postre de café, vainillas y crema. Sin olvidarse de la bebida, uno de los elfos la ayudó con la creación de unos mojitos sin alcohol.
Con todo colocado perfectamente sobre la mesa, la ojiazul empezó a untar su tortilla con la mezcla del guacamole y allí quedó. No pudo probar bocado y menos parpadear, las imágenes que la televisión mostraba opacaban por completo su hambre y la conversación que tenía con su mejor amiga.
No pudo reaccionar hasta que su madre se desmayó y allí si, entre las dos tuvieron que socorrerla.

Odiaba con todo su ser la enorme mansión y ahora que nadie estaba presente, sólo quería arrojar piedras a las ventanas y rayar con pintura todas las paredes. Muy madura.
Liliane, la esclava de su padre, le insistía con que debía comer, pero tal y como dejaba el plato sobre su mesa de luz, así se lo llevaba de regreso a la cocina luego de un par de horas.
Estaba muy preocupada por Riorden y aunque sabía que su progenitora estaba ocupada por trabajo, no verla durante tantos días seguidos, la ponía peor ¿Acaso se estaba ocultando de ella? ¿Iba a perder a otro padre?

Desde que se había quedado sola, vistiendo su pijama de unicornios purpuras, se acostó en la cama matrimonial del lado de Riri y abrazada a las almohadas, durmió todo lo que pudo...Y no fue mucho.
Al abrir los parpados, la imagen de uno de los elfos sosteniendo una taza de chocolatada para ella, le comentó que Zoey estaba en la casa.
Se quitó las mantas, ignoró el delicioso aroma del cacao y corrió escaleras abajo hasta llegar al salón, donde su madre zombie le partió el corazón.  —¿Mamá?— Preguntó y se lanzó para abrazarla.
Estaba toda despeinada y no se había lavado los dientes, pero aún así permaneció aferrada a la silueta de su mejor amiga adulta.
Al soltarla, levantó la mirada y se asustó un poco de las enormes ojeras que tenía. —¿Mamá? ¿Ya encontraron a papá? ¿Qué harán ahora? ¿Lo están buscando? ¿Cómo podemos ayudar?— Y todas las preguntas salieron de golpe, no podía controlarse. —Quiero ayudar, por favor, tenemos que encontrar a Riri.
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Zoey A. Campbell
Jefe de Área en Salud
Una parte de ella siempre había odiado las guardias porque conllevaban pasar un tiempo alejada de Lëia pero, en aquella ocasión, su mente había actuado de un modo completamente diferente al que estaba acostumbrada. Desconectó por completo. Sus pensamientos solo se enfocaron en su trabajo, tratar a las personas ingresadas  y a los heridos, no pensar en todo aquello que la pudiera distraer o herir. Y pensar en su hija lo hacía en aquellos momentos. Egoístamente la había alejado de su mente, sus pensamientos y su presente. Siempre que su rostro se dejaba entrever lo peor llegaba hasta ella. El cerebro era algo horrible; dejaba que las personas se atacaran a sí misma, las bombardeaba con todo aquello de lo que se querían aislar.

Las rodillas de la mujer flaquearon durante uno segundo en el que sus manos se aferraron en torno al respaldo del sillón, tratando de mantenerse erguida y sintiendo como sus dedos se engarrotaban por la fuerza ejercida. Exhausta era una palabra que se quedaba demasiado corta para definir la situación a que se estaba viendo avocado su cuerpo. Separó una de las manos, frotándose los ojos con el dorso de ésta a la par que dejaba ir todo el aire que quedaba en sus pulmones. En aquel momento no era alguien especialmente agradable a los ojos; sus ojeras estaban demasiado pronunciadas y su postura encorvada dejaba más que a la vista el hecho de que no había dormido bien durante los últimos días y seguro adolecía de algún malestar. Pero, aun así, se había tenido que mantener activa con los pacientes, positiva y agradable con todos ellos. No tenían la culpa de nada de lo que había pasado, ellos mismo también estaban heridos tras todo lo ocurrido en la celebración.

Decir que escuchó las apresuradas pisadas tras ella sería mentir, también que no le dolió en todos y cada uno de sus huesos el repentino abrazo. Sus brazos permanecieron abajo hasta que se dignaron a alzarse para rodear a la figura de su hija, acarició con lentitud sus castaños cabellos antes de cesar y alejarse de ella cuando la misma lo hizo. —Demasiadas preguntas— fue lo único que alcanzó a responder, meneando la cabeza hacia ambos lados en un intento de sacar los interrogantes del interior de ésta. No trató de alcanzar a su hija ni de acercarse a ella, simplemente permaneció de pie con las pocas fuerzas que mantenía. —¿No crees que si pudiéramos ayudar en algo lo habría hecho yo ya?— pronunció con un hilo  de voz. —He estado ocupándome del hospital, tratado de escuchar cualquier cosa sobre él pero…— suspiró con cansancio. Sentía que si seguía hablando no sería agradable, se derrumbaría. Y por ello había soportado todas las guardias posibles, para alejarse de ello.
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Lëia A. Campbell
Sí, tal vez estaba muy exaltada junto su pobre madre agotada por todo el trabajo, pero aún así no pudo calmarse. Había pasado días sin información, sin sus padres y no podía creer todo lo que decían en los medios de comunicación. Necesitaba más.
Al alejarse del abrazo, observó cómo su progenitora se mantenía en el lugar y a diferencia de ella, Lëia tomó asiento sobre uno de los sofás, pegando las rodillas al pecho al pisar el borde de los almohadones con sus pies descalzos. —Entonces nadie están haciendo lo suficiente, porque claramente papá todavía está perdido.— Replicó sin maldad alguna, no quería discutir con su mejor amiga durante la horrible situación que estaban pasando, sin embargo estaba harta de que la mantuvieran fuera de todos los temas importantes que la rodeaban.

La castaña frunció el ceño preocupada y clavó las uñas en la piel de sus piernas al rodearlas en un abrazo. Que Riorden estuviera perdido no era lo que en verdad le daba miedo, si no el que lo estuvieran torturando o impidiendo una visita médica, ya que en los vídeos de transmisión se lo veía muy herido. —¿Crees que los rebeldes lo matarán? Como Hero perdió a su papá...— Preguntó en casi un susurro, de hecho, no estaba segura de que su madre la haya oído.

Su labio inferior comenzó a temblar sin control y para ocultar el ataque de pánico momentáneo, escondió su rostro apoyando la frente sobre las rodillas. Las lagrimas volvieron para empapar su rostro, se sentía tan culpable, le había prestado mayor atención a unas malditas cartas y no al hombre que la había cuidado, protegido y amado desde que era una  regordeta bebé. Si hubiese aceptado ir al festival con él, podría haberlo ayudado y jamás permitido que se lo llevaran de esa forma.
Al sentir un empujón entre sus piernas, abrió los ojos y notó como William intentaba desesperado recostarse sobre su vientre. Pobrecito, no le había prestado atención en los últimos días y estaba preocupado.
Lëia comenzó a sentirse peor, bajó las piernas al suelo para atrapar a su precioso hurón en un fuerte abrazó. Trató de consolarlo, cuando una idea se formó en su mente y terminó saltando lejos de la comodidad del sillón, apartando las lagrimas. —Cuatro ojos más en la búsqueda serán de mucha ayuda, le pediré a Maeve que venga conmigo.— Le comentó a su progenitora mientras se encaminaba hacia su dormitorio, sin dejar de acariciar el suave pelaje blanco de su mascota.
Lëia A. Campbell
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Zoey A. Campbell
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Sabía que no era justo, pero prefería mantener a Lëia aislada de todas las noticias o informaciones sobre Riorden, temerosa de que el desenlace fuera el peor imaginable y su hija se enterara ella sola de ello, sin tener un hombro o un apoyo a su lado en el momento dado. Los pensamientos pesimistas desbordaban su cabeza, no dejaban cabida a otros positivos por más que lo intentara, eran mucho más fuertes que los demás. Observó a su hija alejarse de ella, siguiéndola con la mirada pero no moviéndose ni un ápice. Volvió a apoyar las manos sobre el respaldo del sillón más cercano, en silencio durante unos instantes. —Alexandra…— susurró sin saber con qué otras palabras acompañar su nombre. No dudaba de que estaban haciendo su trabajo, a fin de cuentas no solo era alguien leal al régimen sino también uno de sus ministros, pero también estaba molesta por no tener la más mínima información sobre el paradero de su marido ni ser sabedora de cómo avanzaban las cosas.

Se acercó hasta ella, cesando en su caminar cuando la escuchó. Quedando petrificada en el lugar durante unos segundos que bien podrían parecer horas. —No quiero que vuelvas a decir eso— pronunció. No era una petición, era una especie de orden que no pudo controlar que surgiera de sus labios antes la insinuación de su hija. Era cierto que era una opción que aparecía en su cabeza más de lo que le gustaba, pero el hecho de que alguien la pronunciara en voz alta no era algo que estuviera dispuesta a soportar ni con lo que lidiar. —Riorden es fuerte— agregó en un tono que pretendió sonara más calmo, cercando las distancias entre ambas y acuclillándose frente a ella. Sintió un tirón en su pecho, como si alguien se hubiera apoderado de su corazón y lo estuviera apretando con saña, cuando no fue capaz de consolarla, pronunciar alguna palabra de ánimo o abrazarla. No fue capaz de hacer absolutamente nada, solo quedarse allí con las rodillas dobladas observándola pelear con sus propios demonios.

Se retiró hacia atrás, reincorporándose con cansancio, sintiendo sus piernas quejándose y gritando por un merecido descanso. Pero las cosas no podían quedar ahí, habría sido un milagro que así fuera. Abrió la boca para pedirle que desayunara algo con ella antes de que se fuera a la cama, quedándose las palabras atoradas en su garganta ante la súbita declaración de intenciones de su hija. —¿Qué?— fue todo lo que pronuncio. Asombro, frustración e incertidumbre. —Vuelve aquí, Alexandra— ordenó desde el lugar —¿A dónde crees que vas?— cuestionó, obligando a su cuerpo a moverse y alcanzar a su hija antes de que llegara a subir las escaleras. —No vais a ir a ningún sitio, ni tú ni Maeve— advirtió. —No pienso perder de vista a otro miembro de esta familia—. Si tenía que contactar con los padres de Maeve para que controlaran a su hija también lo haría sin lugar a dudas.
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Lëia A. Campbell
Lëia hundió los hombros decepcionada y abrazando sus piernas, apoyó el mentón sobre las rodillas. Observó a su madre caminar con lentitud hacia ella, sin embargo cuando se detuvo y la regañó, el tono de voz que utilizó fue seco, frío y la tomó por sorpresa, tanto que sus ojos se abrieron demasiado y su boca formó una "o" perfecta.
En lugar de sentir compasión por su agotada progenitora, frunció el ceño y mordió el interior de su mejilla aguantando las ganas de hacer un berrinche cual niña pequeña. Estaba luchando exactamente contra eso y tenía que demostrar que ya no iba a poder controlar todo lo que hacía o decía. —Sé que papá es fuerte.— Replicó colocando un mechón de cabello detrás de la oreja.

Las ganas de pelear se esfumaron cuando las lagrimas comenzaron a caer empapando su rostro y lo único que la sacó de aquel pozo de preocupación, fue el juguetón de William, quien intentaba recostarse sobre sus piernas y para obtener su atención, mordía las medias de lunares rosas.
La niña lo tomó con cuidado entre sus brazos para acariciar el suave pelaje y al mismo tiempo levantó las pestañas oscuras hacia su madre, todavía tenía esperanzas de que le dijera algo, incluso con el detalle más diminuto se conformaba, siempre y cuando, dejara de querer mantenerla en la ignorancia.

Contuvo el aliento y el sollozo, quería darle una oportunidad más para conversar, pero claro que Zoey no la aprovechó y guardó silencio.
Sin dejar de observar a la mujer arrodillada junto a ella, el pensamiento comenzó a formarse en la cabeza de Lëia y no se detuvo.
Saltó fuera del sofá completamente furiosa y caminó hasta el inicio de las escaleras donde su madre la detuvo. Jamás había estado tan nerviosa en toda su vida, ni siquiera cuando con Maeve hicieron explotar cada una de las macetas de la huerta del colegio. —Iré al norte a buscar a papá.—Respondió, sujetando al hurón que se retorcía entre sus brazos intentando escapar.
Las amenazas y ordenes no sirvieron de mucho, pues la niña estiró las piernas  y comenzó a subir pisando escalón por medio. —¡Mírame!— Gruñó desde la puerta de su dormitorio y la estampó con bastante fuerza. Sujetó la varita entre sus manos, realizó un conjuro para bloquearla y sin perder el tiempo, tomó su pequeño bolso y lo llenó de cosas que podría necesitar.
La vestimenta era de menor importancia, pero aún así se quitó los pijamas dando saltitos y se encajó unos pantalones de jeans, zapatillas y una camiseta vieja que Riri le había regalado al no utilizarla más.
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El mero hecho de comprender su preocupación no significaba, ni de lejos, que la rubia fuera a dejar que su hija actuara sin pensar, mucho menos que pensara en aquel tipo de ideas locas que no tenían ni pies ni cabeza. Los estaban buscando y no daban con ellos, ¿pensaba acaso que ella podría sola? No, más importante, ¿había pensado en cómo debía de sentirse ella al escuchar que se quería marchar de aquel modo? No la había criado de aquella forma, no para que no pensara ni tres segundos y fuera capaz de herir a los demás sin pensarlo dos veces. Todos estaban cansados y con los nervios a flor de piel, pero aquello no les daba derecho a reaccionar así.

Su cansado cuerpo aún podía reaccionar a aquel tipo de estímulos, por ello tardó poco en acortar las distancias e interponerse entre su hija y las escaleras que llevaban al piso superior, cruzando los brazos bajo el pecho y observándola detenidamente en completo silencio. —No irás a ningún sitio. Ni siquiera sabes dónde está realmente. ¿Crees que el mundo es bonito? ¿Que saldrás y todo el mundo será amable y querrá ayudarte?— cuestionó seria. Pocas eran las ocasiones en las que había usado aquel tono de voz con ella, las razones para hacerlo jamás se habían dejado ver hasta ese preciso instante en el que no las esperaba. —¡Alexandra!— alzó la voz cuando su hija la rebasó y cerró la puerta con sequedad.

Se obligó a subir las escaleras tras ella, tratando de girar el pomo de la puerta en repetidas ocasiones, con insistencia. —Abre inmediatamente la puerta o atente a las consecuencias— advirtió con un tono que trató de ser sereno pero no alcanzó a ello. Estar castigada sería demasiado benévolo para el comportamiento que estaba teniendo. Golpeó la puerta con la mano, suspirando con fuerza antes de caminar al final del pasillo y avisar a Lilianne que trajera inmediatamente al elfo; ellos podían entrar en cualquier lugar aunque estuviera bloqueado por lo que entraría allí y sacaría a su hija. —Alexandra— volvió a llamar con la poca paciencia que le quedaba, indicándole al elfo con la mano para que entrara allí.
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No tenía tiempo para continuar discutiendo con su madre, pero aún así, mientras se movía de lado a lado cargando en su bolso las pertenencias que debía llevar con ella, como por ejemplo su cepillo de dientes, levantó la voz una vez más. —¡Ya no soy una niña, estoy harta de que me ocultes cosas!— Tal vez estaba exagerando bastante la situación, pero la adrenalina e ira corrían por sus venas y no podía calmarse.

En cualquier momento su madre llamaría al elfo, estaba segura, por lo tanto tomó asiento al borde de la cama y anudó los cordones de sus zapatillas. Posteriormente se abrigó y colgó el bolso cruzando las tiras por su pecho.
Todo listo, ahora sólo debía programar el traslador...¿Pero hacia dónde?
Los golpes en la puerta no ayudaron a sus nervios y tuvo que cambiar la dirección varias veces antes de estar completamente segura de su siguiente destino.

Se paró en medio del enorme dormitorio, debía ayudar a Riri aunque a cambio obtuviese un castigo eterno, porque no, no podía perder a nadie más. —Volveré con papá, lo prometo.— Gritó para que Zoey la escuchara a través de la puerta, odiaba dejarla así, era su mejor amiga...Pero ya estaba cansada de parecer una estúpida, una ingenua, cuando no lo era. —Lo siento.— Se disculpó y justo cuando escuchó las pisadas de alguien más acercándose, se estiró y tocó el traslador.
Segundos después, al abrir los ojos, se encontraba en el norte.
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