The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
Tengo hambre. No es extraño viniendo de mí, pero lo que me complica la situación es que esto es muy diferente a cuando vivía en mi propia casa. Me giro en la cama y chequeo el reloj que destila un suave brillo en la mesa de luz, indicando que son la una de la madrugada. En casa, simplemente me levantaría y empezaría a hurgar las alacenas en busca de lo que pudiese encontrar para calmar la ansiedad. Aquí, me siento una mezcla de invitado o intruso y, aunque Arianne no diga nada, no me parece de buena educación meter la cabeza dentro de su nevera en medio de la noche. Nos conoceremos hace años, pero hay algunos permisos que no puedo darme con ella como me los daba con Seth. Seth. Pensar en éste me hace apretar la mandíbula y hundir la cara de lleno contra la almohada.

Han pasado seis días y no he hecho otra cosa que sentirme como un parásito. No se lo he dicho a Ari, pero sé que lo sabe. No duermo mucho o duermo en enormes cantidades, no hay un término medio. No dejo de hacerme las mismas preguntas una y otra vez, sabiendo que no voy a conseguir una respuesta y, sin embargo, no me detengo. Tampoco hemos hablado del tema, supongo que porque no tenemos nada que decirnos. Da igual. Son la una de la madrugada, si sigo pensando en esto voy a terminar con un cuadro depresivo en el cual no quiero hundirme como un idiota. He aprendido a vivir con mis errores en el pasado, de seguro podré hacerlo en el presente.

Me decido por una idea un poco tonta y, a la vez, muy propia de mí. Prendo la lámpara, bajo los pies de la cama y me paro a rebuscar hasta dar con unos pantalones, los cuales me coloco con algo de torpeza producida por el horario. Tras pasar una camiseta por mi cabeza, me calzo con lo primero que encuentro, apago la luz y me muevo por el pasillo, sabiendo que, si no son mis pasos, los gruñidos de mi estómago acabarán por fastidiar en toda la casa. Me detengo frente a la puerta del dormitorio de Arianne y mi mano vacila en el aire, dudoso de interrumpir la intimidad de su noche. Tengo que decirme a mí mismo que no sea un idiota y suspiro, llamando tres veces con un suave golpeteo antes de empujar con cuidado la puerta y buscar su figura en la penumbra — ¿Ari? — le llamo en un murmullo, ubicándola gracias a mi buena vista y el movimiento que me indica que no está dormida — ¿Recuerdas nuestra cena en el tren? — es una memoria demasiado lejana, pero hay cosas que no se olvidan. Sé que no puede ver la sonrisa que tironea una de mis comisuras, pero estoy seguro de que tiñe el tono de mi voz — Estaba pensando en repetirla, pero en la playa. ¿Qué dices? — es tarde, nadie va a fastidiarnos. Algo que amaba de vivir frente a las playas del cuatro cuando era niño, era que podía hacer cientos de travesuras nocturnas y nadie lo notaría — Sé que a los dos nos vendría bien.  
Benedict D. Franco
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Frotó sus ojos con el dorso de la diestra, dejando a un lado un par de papeles llenos de garabatos que, de no ser porque ella misma los había escrito, hasta se le presentarían imposibles de descifrar. Tenía demasiadas cosas en la cabeza y no era capaz de centrarse en su trabajo, no le gustaba llevarse documentos a casa pero, en cierto modo, era una forma de abstraerse de la situación que la rodeaba, una bofetada de realidad que la advertía de que su vida no había cambiado tanto, que seguía teniendo una serie de responsabilidades de las que debía ocuparse; y mucho más porque si no lo hacía, y lo hacía de forma incorrecta, quedaría demasiado extraño por su parte.

Gruñó por lo bajo. Tenía varias sentencias que redactar y otras tantas vistas que preparar para el lunes; pero su mente estaba por todo menos por la labor de obedecerla. Un puchero involuntario se apoderó de sus labios antes de darse por vencida y abandonar el escritorio con una ingente cantidad de documentos esparcidos sin un orden lógico, no para los demás. ¿Cuántos días habían pasado? Los claros ojos de la rubia se dirigieron hacia la puerta de la habitación, escudriñándola durante unos segundos que bien podrían haber sido minutos u horas.

Miró el reloj por última vez, apagando la luz y dejándose caer sobre la cama con los brazos extendidos hacia ambos lados. En el fondo estaba cansada, mucho más cansada de lo que le hubiera gustado. Cerró los ojos, dejando la mente completamente en blanco, o al menos intentándolo porque se tornó del todo imposible. ¿Cómo podría dormir con todo lo que estaba pasando a su alrededor? Prácticamente les había prohibido la entrada en casa a su madre y su hermano, sin contar con el hecho de que estaba escondiendo a un traidor, humano y licántropo. Un combo doble. Además se sentía demasiado culpable por su situación; si no hubiera aceptado ir las cosas no estarían de aquel modo. Si ella se sentía extraña no quería ni pensar en cómo se sentiría él. Volvió a gruñir segundos antes de que la puerta se abriera y una cabeza se asomara al interior de la habitación.

Habría estado solo un par de minutos en la oscuridad, pero sus ojos ya se habían adaptado a la penumbra. Aun así no pudo evitar sobresaltarse, ¿había llamado antes? Parpadeó confusa, incorporándose en la cama y buscando a tientas el pequeño interruptor de la lámpara. —¿Qué?— fue lo único capaz de mascullar con algo de sentido, aunque no lo tuviese en absoluto. Consiguió encender la luz, recorriéndolo entonces con la mirada y percatándose en que, aunque le había preguntado, él ya estaba más que preparado para salir. Volvió a regresar su mirar hasta el reloj y luego a él. —¿Quieres que me ponga a preparar cupcakes a esta hora?— la pregunta emergió de su boca antes de que su cerebro procesara toda la información e intentara de relacionarla con algo de coherencia.
Arianne L. Brawn
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
Aunque una parte de mí se encoge en reacción a su pregunta, la otra no puede evitar sonreír un poco, en parte con gracia pero en parte con culpa por haberla molestado — Creí que no estabas dormida — confieso en tono de disculpa. Mi cuerpo hace un amague a retirarse, pero en lugar de eso me recargo contra el marco de su puerta y doy unos golpecitos quedos con los nudillos en la misma. No es la primera vencedora que molesto a mitad de la noche y no puedo evitar preguntarme si será la última. Cuando salí de la arena, era común el pasar las noches en la cama de Amelie para no sentirme solo y asustado. He visto a Arianne en lo que parecía ser su peor momento e irónicamente aquí estamos, una vez más en medio de la noche, aunque muy lejos de ese tren y de esos pastelillos. Asumo, por su mención de los cupcakes, que los recuerda.

Me atrevo a dar unos pasos hacia delante, pero no me acerco demasiado. Incluso meto las manos en los bolsillos dos segundos antes de esconderlas detrás de mi espalda como si tuviese trece años una vez más, no muy seguro de cómo expresar mi idea sin sonar completamente ridículo — No estaba pensando precisamente en cupcakes. Además, sabemos que de los dos, yo cocino mejor — me doy falsos aires de grandeza que acaban en una sonrisa divertida y sacudo la cabeza, revolviendo involuntariamente algunos rizos — No, en realidad pensé en ver lo que hay en la alacena, juntar algunas cosas e irnos de picnic nocturno. Ya sabes, para calmar un poco las neuronas. No me vas a decir que no fue una semana de mierda — sé que le preocupa, que no intente contradecirme y convencerme de lo contrario. Puede que no nos hayamos visto por años, pero al fin de cuentas, nos conocemos.

Es la primera vez que me tomo el atrevimiento de poner un pie más del debido en su dormitorio, así que no me contengo al echar un rápido vistazo alrededor antes de volver a ella, aclarando mi garganta en un carraspeo — Sé que la falta de muffins y pijamas romperían con la tradición — que fue solo una vez hace una eternidad, pero ya qué — pero algo que he aprendido es que, en la noche, nadie se fija en quienes solo están pasando un buen rato. Además, no es como si no tuviésemos una coartada en caso de que algo suceda — soy esclavo, ella es una jueza respetada de la sociedad, como que funciona. Me encojo de hombros, girando mi torso en dirección a la puerta en un claro gesto de que, si lo desea, me marcharé y no seguiré molestando — Solo era una sugerencia — ¿Tiene que trabajar temprano en la mañana? Posiblemente sí y tampoco quiero ser el causante de algún problema en su ámbito laboral. Ya suficiente he hecho.
Benedict D. Franco
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Estaba rompiendo todo el orden y las rutinas que había construido a lo largo de los años; y lo cierto es que no estaba del todo segura de si le gusta aquello. Frotó su frente, cerrando los ojos con fuerza en un intento de disolver el telo que se había instaurado en sus ojos, volviendo el rostro hacia él con cierta confusión más que clara dibujada en cada milímetro de sus facciones. Ya no era del tipo de dejar entrever lo que estaba pasando por su cabeza, de dejar que sus gestos o expresiones fueran mejores que sus palabras; pero parecía que la costumbre de tenerlo cerca se había instaurado con demasiada rapidez. Rió por lo bajo, dejándose caer, de nuevo, de espaldas sobre la cama y apoyando el antebrazo sobre su rostro. —¿Quién te ha dicho semejante mentira?— comentó en relación a que él cocinara mejor que ella. Ni en sus mejores sueños.

Asintió con la cabeza. Estaba tan relajada en aquella postura, y su voz sonaba tan baja, grave y lejana, que bien podría quedarse durmiendo mientras lo escuchaba. —Ha sido una semana de mierda— reconoció antes de darse cuenta de sus palabras. Prensó los labios, incorporándose con una mueca de molestia. —Mejor dejémosla en que ha sido una semana novedosa— trató de arreglar su desliz al haber corroborado sus palabras con tanta premura. Trató de levantarse, trastabillando inicialmente pero consiguiendo recuperar el equilibrio. Había estado tantas horas sentada que no sentía las piernas como suyas, simplemente estaban allí pero no le respondían como debieren. Arregló su camiseta, dando un par de vueltas sobre sí misma, y chasqueando la lengua. Bueno, no estaba en contra de un picnic nocturno en el jardín, no le hacía mal a nadie el hecho de que tomaran algo de aire fresco, y lo cierto era que años atrás su casa la había asfixiado, después de acostumbró, pero con el desorden que la rodeaba las paredes había vuelto a acercarse peligrosamente las unas a las otras.

Se sentía nerviosa, dando vueltas por su habitación en busca de una chaqueta mientras escuchaba su voz de fondo. —Ajá…— comentó abriendo el armario y tomado una chaqueta deportiva tan larga que cubría incluso sus pantalones cortos cuando la tuvo puesta. —“En la noche nadie se fija en quienes solo están pasando un buen rato”— recitó sus palabras en voz alta a la par que remangaba ligeramente las mangas de su chaqueta. —Tus palabras son terriblemente… malinterpretables— puntualizó permitiéndose reír acompañado de un suave meneo de cabeza. —Además, si nos ven “pasando un buen rato”, y luego ponemos la excusa de que eres mi esclavo, la consecuencia no distaría de ser muy diferente—. Torció el gesto, acercándose hacia él y alzando la mano para empujarlo fuera, pero dejando la mano caer antes de que lo tocara, esbozando una diminuta pero amable sonrisa.

—Creo que hace mil años que nadie ordena el jardín trasero por lo que puede haber cualquier cosa allí— pronunció dando por hecho que era allí donde irían. Aunque en realidad no estaba segura de si aquello se podría catalogar como picnic.
Arianne L. Brawn
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
No necesito que nadie me lo diga. Solo lo sé — la pico, moviendo mis hombros con la seguridad propia de un caballo a pesar de la sonrisa que delata mi estado bromista y poco serio. Se me pincha un poco ese aire, culpa de una realidad que ambos conocemos y que ella secunda en pocas palabras. Novedosa, claro. No sé si elegiría ese término, pero se lo acepto sin chistar y me conformo en contestar con una mueca perezosa. He terminado viviendo en su casa como un intruso y aún no entiendo cómo es que no me ha lanzado algo por la cabeza para que me marche, pero en parte se lo agradezco. Novedosa. Si tan solo esa palabra fuese suficiente para su descripción.

La sigo con la mirada un momento hasta que siento que es un poco incorrecto, especialmente porque sé que puede ser incómodo el tener la vista de alguien más mientras buscas algo de abrigo. Me concentro en mirarme la mugre de las uñas, esa que todavía no puedo sacar del todo por muchas duchas que pueda darme, hasta que su burla me hace sonreír y mover mis ojos en su dirección, a pesar de no levantar el rostro — Tú me entiendes. Además, no hay humor para esas cosas — bromeo con fingido tono dramático — Para que sepan que soy muggle, tendrían que revisarme y es muy fácil el inventar una excusa cuando los aurores están cansados — no llevo ropa de esclavo, no estoy tan descuidado como uno y mi compañía debería ser alguien de fiar. Digamos que debería tener mucha mala suerte como para toparme con alguien que, a mitad de la madrugada, decidiese que soy sospechoso y preguntase por mi varita o por chequear mis muñecas. Y siendo honestos, tengo la buena suerte de que normalmente la gente no quiere meterse conmigo.

Me separo del marco y alzo mis manos con gracia ante ese empujón que no llega a serlo, dando algunos pasos hacia atrás hasta que quedo en medio del pasillo y puedo apartarme para hacerle lugar — Como ya dije, había pensado en la playa, pero el jardín servirá. No eres de las que pone gnomos de cerámica, ¿verdad? — ridiculizo, puesto que apenas y he asomado la nariz al patio. Me apresuro a ir detrás de ella mientras bajamos las escaleras y, en pocos minutos, ya estoy encendiendo la luz de la cocina, cuya blancura me hace parpadear. Con un gesto que pide permiso, abro las alacenas y empiezo a revolver dentro de ellas — Cuando vivía en la isla, tenía toda una reserva de esos pastelitos de chocolate que venían en bolsitas de plástico. Twinies, o algo así se llamaban — es una anécdota muy al pasar, pero creo que viene al caso. Saco un paquete de lo que parece ser galletas y lo apoyo en la mesada — Todavía no sé cómo jamás he tenido problemas con las caries. ¡Ajá! — me siento en pleno triunfo cuando mis dedos se topan con una lata de papas fritas y la bajo con entusiasmo, chequeando que esté completa. Ya satisfecho, cierro las puertas y me acerco a ella para pasarle ambos aperitivos — ¿Cuál era tu golosina favorita? — es una pregunta tan banal que siento que está fuera de lugar y, aún así, suena correcta.

Le doy la espalda para hurgar en su nevera y saco una botella de jugo de naranja, dando por finalizada nuestra búsqueda de alimentos — Esto es mucho más fácil que ir a cazar. Al menos, había que tener algo positivo en todo esto — a pesar de mi tono cansado, me es imposible no notar como puede haber sonado, así que me giro hacia ella con una sonrisa ligera — Lo siento. Tú sabes a lo que me refiero — disfruto su compañía, claro que sí, y estoy más que agradecido con ella. Solo que desearía que la situación fuese un poco diferente.
Benedict D. Franco
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Bajó la mirada hacia sus pies, cerciorándose de que toda la indumentaria estaba en su lugar. No estaba mal ir con pantalones cortos cuando no iba a salir de casa, por lo que no se molestó en tener mayores pensamientos en relación a lo que vestía o no. Asintió con la cabeza, no queriendo darle demasiadas vueltas a tal asunto. Si pensara en todo con sumo detenimiento, lo cierto es que sus pies no habrían cruzado el portal de casa desde el mismo día en el que se encontró con Benedict en el distrito doce. O puede que antes. No sería de extrañar, ¿acaso no había pasado casi dos años completamente encerrada en casa con anterioridad? Un escalofrío erizó su piel, precipitándose a frotar sus brazos con aire distraído.

Bajó un par de escalones aún terminando de ajustar las deportivas en sus pies cuando tuvo que girar el rostro hacia él. —¿A la playa?— No estaba segura de si él había dicho en voz alta que quería ir allí o si solo lo pensó; pero, desde luego, la rubia no recordaba su mención. Aunque si se paraba a pensar tenía cierto sentido puesto que, ¿quién iba a molestarlos en el jardín trasero? Nadie estaba tan interesado en ella, y no sospechaba de su persona, como para tener en su ruta de control rutinario la casa de la distante Arianne Brawn. Prensó los labios durante unos segundos, caminando en dirección a la cocina y viéndolo ir de un lado hacia otro sacando y metiendo bolsas desde de los estantes, examinando todo lo que allí había guardado de a saber cuánto tiempo atrás. Solía comer y cenar fuera, por lo que no se sorprendería si encontrara latas caducadas de años atrás. —Cualquier cosa con chocolate estaba correcta para mi— contestó de modo automático, sin pararse a pensar demasiado en si había tenido alguna preferencia en el pasado; habían demasiadas cosas de su pasado que prefería no cargar al presente. —Podemos aparecernos en la playa, si quieres— acabó pronunciando a la par que él se cruzaba frente a ella para abrir la nevera.

Lo cierto era que no tenía demasiadas ganas de ir a la playa en aquel momento, en general era reacia a tener que salir a la calle más veces de las estrictamente necesarias, pero quería ser amable con él. A fin de cuentas ella era la gran razón por la que toda la situación se había desarrollado de aquel modo. Si se hubiera negado rotundamente, quizás Benedict habría estado decepcionado, pero seguiría con su gente. A salvo. Al menos relativamente. Sonrió con tristeza, retirando su claro mirar del paquete de galletas y regresándolo hasta él. Aun así asintió con la cabeza, tomando las patatas fritas ente sus manos y percatándose de que estaban en estado de consumo.

Estiró los brazos para tomar parte de los alimentos que él había escogido, ofreciéndole la diestra para que la tomara y se aparecieran juntos. No tenía que explicarle nada, ya lo habían hecho antes y estaba segura de que la usó en más de una ocasión junto a Seth. Su mano quedó extendida en el aire, ligeramente temblorosa pero segura. —Advierto que será una zona de mi elección— se permitió agregar con una ínfima sonrisa dibujada en los labios. Ya tenía en mente el lugar al que quería ir; lo podía visualizar con los ojos cerrados, e incluso con ellos abiertos.
Arianne L. Brawn
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
Mis ojos se van hacia arriba, en gesto de cualquier persona que intenta rememorar lo que ha dicho hace tan solo unos minutos — Sí… estoy bastante seguro de que te dije de ir a la playa — al menos, creí que eso era lo que había salido de mi boca cuando entré a su habitación — Si no quieres, sabes que no hay problema. El lugar no es lo importante — acá lo que en verdad tiene peso es el pasar un rato sin pensar en las cosas que han pasado en los últimos días, llenar mi estómago (y el suyo también, pero no sé cuánta hambre se supone que tiene) y solo dejarnos ser por unos minutos. La playa es un decorado extra, el cual me gusta pero es prescindible si ella así lo desea.

No sé por qué, pero no me sorprende el chocolate. Digo, me fascina, pero creo que hay una especie de patrón — Creo que no he conocido ni una sola mujer que no le encante el chocolate. El día que alguna me diga que le gustaba, no sé, las gomitas de frambuesa, no podré creerlo — supongo que somos clásicos. El chocolate es una de las pocas cosas en el distrito catorce que sé que levanta el ánimo de cualquiera, muy posiblemente porque es un lujo que podemos darnos cuando robamos una buena cantidad y lo distribuimos para que todos puedan darse el gusto. Hay gente que dice que soy un dramático, pero con los años he aprendido que la comida cumple un papel fundamental en la felicidad de las personas, en especial en aquellas que no lo tienen todo.

Quiero decirle una vez más que no es necesario lo de ir a la playa cuando insiste, pero su mano en el aire me deja en la situación de ser un vueltero y decir que quiero ir al jardín trasero, o simplemente tomarla. Odio aparecerme, siempre me deja el estómago revuelto, así que suelto un suspiro de resignación cuando acomodo las provisiones para la noche en un estado de seguridad en mis brazos y tomo su mano. Mis dedos aprietan los suyos con la necesidad de un punto firme cuando mi cuerpo se sacude y, casi como un cachetazo, el aroma del mar se me mete en las fosas nasales y el viento nocturno y marítimo me revuelve la cabeza. Los segundos que me tomo en soltarla son los mismos que me cuestan el abrir mis ojos, esos que he cerrado con fuerza por culpa de la molesta sensación de aparecerme. Mi curiosidad me lleva a mirar a nuestro alrededor, doblando un poco el torso para poder abarcar un mayor campo de visión — ¿Por qué este lugar? — pregunto, entornando un poco la mirada para acomodar mi vista a la poca luminosidad, ayudada por la luz de la luna — Tú eres la guía aquí, Ari.
Benedict D. Franco
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Golpeteó con los dedos sobre la encimera, mientras sus ojos seguían todos y cada uno de sus movimientos. Era extraño tener a alguien abriendo todos los armarios y rebuscando en su interior; extraño pero sorprendentemente cómodo. Incluso sentía aquella incomodidad cuando era su madre la que trataba de ordenar los productos que le traía a cada y ella observaba desde el mismo sitio en el que se encontraba en aquel momento, pero no se sentía de aquel modo mientras veía que él lo hacía. Una pequeña sonrisa triste se dejó en ver sus labios, dejando ir todo el aire entre sus labios, no moviéndose ni un ápice.

En algunos momentos le habría gustado decirle que no hacía falta que tratara de ser amable, o al menos que dejara de fingir que todo estaba viendo alrededor de ellos, pero se contenía de ello. La afilada lengua que había pulido con el paso de los años se quedaba en su boca, provocando cortes aquí y allá pero sin querer que él fuera el herido. Arqueó ambas cejas. —Nunca fui una persona que comiera demasiados dulces— acabó diciendo, ¿quedaría demasiado sana con aquello? —, con suerte me daban algo de chocolate porque mi madre tenía interiorizado que era beneficioso para la salud—. Que no consumiera con frecuencia otros dulces no quería decir que no lo hiciera, todos los niños traficaban con dulces varios cuando estaban en la escuela y era la hora del almuerzo.

Meneó la cabeza. Esbozando una sonrisa, aún con el brazo estirado hacia él a la espera de que tomara su mano y desaparecieran de allí. Movió los dedos, impaciente, pero no teniéndolo que hacer mucho tiempo puesto que sus manos se entrelazaron y, en apenas un suspiro, dejaron la seguridad de las cuatro paredes de la vivienda para dar con sus pies en la plateada arena. Aparecerse le era algo tan común que rara vez que paraba a pensar en cómo debían sentirse los demás cuando aquel gancho invisible tiraba de ellos con fuerza. Llevó las manos hacia sus brazos, tratando de sostenerlo al ver que mantenía los ojos cerrados, quizás tratando de aferrarse a algo en su mente. Lo soltó segundos después, dejando las cosas en al suelo y metiendo las manos en sendos bolsillos de su chaqueta.

La brisa marina, el sonido de las olas y el salitre olor no tardaron demasiado tiempo en llamar su atención. Hizo la cabeza hacia atrás, tomando una amplia bocanada de aire. No iba con frecuencia al mar, pero una de las cosas que tenía claras era que jamás sería capaz de dejar el distrito cuatro atrás. —Hacía muchos años que no venía aquí, pero sigue exactamente igual— comentó antes de escuchar su pregunta, permitiéndose, entonces, dejar de mirar a su alrededor y posarse sobre él. —Para llegar hasta aquí tienes que saber que existe—. Asintió ligeramente con la cabeza. No era más que una explanada que había surgido de la erosión en la roca y a la que solo se podía acceder por mar, y ahora por magia también. —De pequeña me ‘regalaron’ este pequeño trozo de tierra y, aunque no me gusta quien lo hizo, le guardo especial cariño—. Dejó su mirada vagar hasta que se decidió a caminar al frente, en dirección al agua.

—Eres la primera persona que traigo aquí— dijo —, aunque también es verdad que es la segunda vez que vengo así que podríamos haber acabado despedazados, pero mejor no pensar en ese detalle— se rió a la par que se agachaba para desatar sus zapatos y quitárselos. La última vez que estuvieron juntos en la playa ella prefirió ni acercarse al agua, ni a la arena, ni a nada en general. Había estado tan incómoda y rígida que bien podría haber tenido mil calambres al volver a casa.
Arianne L. Brawn
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
No puedo decir lo agradecido que estoy por su tacto, más allá de lo efímero que parece ser. Es una sensación agradable y familiar, esa que devuelvo con una sonrisa que pretende ocultar un "gracias" en su amabilidad. Tener los ojos abiertos me permite el chequear el lugar, empezando a descubrir un poco cómo es que luce el paisaje que ha provocado que nos movamos a su antojo. El olor del mar distrae, sí, pero el reflejo de la luna y la poca luz son suficientes como para que me llame más la atención el escenario que nos rodea. La oigo, pasando mi atención a ella una vez más. No sé por qué, pero sus palabras me generan un nuevo tipo de intimidad, uno que no puedo identificar con facilidad — ¿Cuántos años? — tiene todo el derecho a decir que no es de mi incumbencia, pero la pregunta sale por sí sola.

Me inclino para imitarla. Pronto lo que llevo en mis manos pasa a estar en el suelo y mis pies se encuentran descalzos, lo que permite mi silencio durante sus explicaciones. Es una tontería, pero reconozco cierta conmoción en el centro de mi pecho, allí donde sé que no me merezco esos tratos de su parte y dónde la culpa me hace sentir responsable. — O sea, es un lugar secreto... — es una resolución algo infantil. Paso de preguntar quién la trajo por primera vez. Si ella hubiera querido que lo sepa, lo habría dicho. — Tú sí sabes como hacer que un hombre se sienta especial — bromeo. Me atrevo a un suave empujón en su brazo, aumentando la risa al oír que bien podríamos haber acabado despedazados. Intento no imaginarlo y opto por tomar asiento, hundiendo los pies en la arena. Esa eterna y hermosa sensación.

Si tanto te gusta este lugar... — mi voz se mezcla con el sonido del paquete de galletas, ese que abro con un estruendo plástico en mitad de la noche — ¿Por qué tardaste tanto en regresar? — es una pregunta posiblemente sencilla, pero algo me dice que en realidad no tiene nada de simple. La miro, llevándome una galleta a la boca e intento sonreírle, aunque es más bien una mueca al verme obligado a disimular que tengo la boca llena — No me malinterpretes. Me gusta esto de ser el primero al que traes. Me hace pensar que me he ganado tu confianza, de alguna anormal manera. ¿Galletas? — le tiendo el paquete, porque al fin y al cabo, estamos aquí para esto. Un picnic y el mar.
Benedict D. Franco
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
El arrullo del mar era lo único capaz de tranquilizar su mente; por desgracia pocas eran las ocasiones en las que disfrutaba plenamente de éste. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta, balanceándose de forma casi imperceptible, hasta que giró el rostro hacia él, esbozando una pequeña sonrisa que duró el tiempo mínimo hasta que comenzó a tratar de ubicar la primera y única vez que hubo estado allí de pie. —¿Veintitrés años?— murmuró más para sí misma que como una respuesta para él. Sí, quizás habían pasado tantos años. En ocasiones tenía la sensación de que el tiempo transcurría en un suspiro, en otras ocasiones parecían los angustiosos segundos, que parecieron horas, en los que decidió saltar de un acantilado. —Sí, creo que son veintitrés años los que han pasado—. Se sintió mayor, recordaba un lugar de hacía tantos años, y en su momento había sido tan capaz como para recordar donde estaba y como era.

Jugueteó con la arena que se escurría entre sus dedos, clavando los talones con cierta nostalgia. Rió por lo bajo, balanceándose hacia un lado ante su suave empujón, no dándole mayor importancia al inesperado contacto entre ambos. En otras circunstancias habría retrocedido, incluso fulminado con la mirada a la otra persona, pero, simplemente, sonrió alejando su mirada de él y posándola sobre la luna. —Pensaba que ya te hacía sentir lo suficientemente especial— se permitió agregar con tono divertido. El solo hecho de que estuviera en su casa ya era algo especial desde su punto de vista, y mucho más teniendo en cuenta que nadie pasaba allí más de un par de horas seguidas. Se agachó, sentándose a su lado y estirando las piernas al frente; la arena picaba en sus piernas pero poco le importaba, es más, le gustaba.

Sacó las manos de los bolsillos, colocándolas sobre sus piernas a la par que observaba la lucha de Benedict con el paquete de galletas. Trató de no reír al percatarse de la cantidad de galletas que pretendía comer de golpe. Bien podría parecer que lo estaba matando de hambre o algo parecido. Su sonrisa se suavizó. La clara mirada de la rubia quedó prendada de las olas, viendo, gracias a la iluminación lunar, como éstas se desplazaban lentamente y rompían con sutileza en la arena. —No quería venir sola— habló después de unos largos minutos en los que su cerebro trabajó por encontrar la verdadera razón —, tenía miedo de odiar este sitio si venía sola—. Prensó los labios, esbozando una pequeña sonrisa después de ello. Odiaba a su padre, lo odiaba incluso más que a las personas que la mandaron a la Arena, más a que alcohólica de su madre o toda la situación que la rodeaba; pero aquel lugar la había enamorado desde el inicio y no quería destrozar su recuerdo por culpa de ese hombre. Meneó la mano en señal negativa a su invitación, inclinándose a un lado para alcanzar una bolsa de patatas, abrirla y tomar un par que metió en su boca sin dudar.

—¿No crees que esto se siente demasiado normal?— preguntó de súbito, dejándose caer de espaldas sobre la arena y apoyando la bolsa sobre su abdomen. —Nada se sentía normal o natural desde hace tiempo— reconoció sin pudor alguno.
Arianne L. Brawn
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
Veintitrés años suena a toda una vida, lo remarco con el silbido que se escapa entre mis labios. No se lo remarco, al menos no en palabras, porque sé bien lo que el paso del tiempo suele ocultar en las personas. Me centro más en este momento de breve risa, de simple contacto. Ladeo un poco la cabeza para mirarla, regalándole la sonrisa que eleva mis pómulos y me hace ver, por dos minutos, como alguien cuyas preocupaciones han muerto — Me haces sentir especial, claro que sí. En especial porque soportas que me afeite justo en el momento en el cual necesitas el baño antes de ir a trabajar — bromeo, sabiendo lo extraña que es esa estampa. Sucedió solo dos veces y en ambas estaba demasiado dormido como para recordar el horario, pero no deja de causarme gracia algo tan simple como ello. Supongo que jamás imaginé interrumpir la rutina de nadie, al menos no en el distrito cuatro, en un baño completamente funcional.

Puedo escuchar su voz por encima de las galletas, así que intento masticar con mayor lentitud en un intento de regalarle toda mi atención. Trago con lentitud y relamo las migajas de mis labios, dudoso de si abrir la boca o no. Hay miles de razones para odiar un lugar físico, pero ninguna es agradable, lo sé por experiencia — Sé que no estás sola, pero… ¿Lo odias ahora? — si puede venir conmigo, puede hacerlo sola. Las sombras que nos hacen temer todos los días son poco terroríficas cuando las ves por primera vez y, con el correr de los días, te das cuenta de que fue un miedo sin sentido. Pero no se lo digo, solo espero que lo sepa. Arianne es una mujer inteligente.

Su negativa hace que apegue el paquete a mi pecho y mantengo el silencio en lo que ella se hace con las papas y se recuesta en la arena. Aprovecho a echarle una ojeada, sintiendo que es mucho más pequeña que yo, pero ese análisis se esfuma al oírla. No puedo contestarle de inmediato, al menos que un resoplido cuente como respuesta. La imito al echarme hacia atrás y recuesto mi espalda a su lado, clavando los ojos en el cielo más estrellado que he visto desde que abandoné el catorce. El arrullo del mar es suficiente como para congelar mis sentidos, así que para cuando abro la boca, siento que ha pasado una eternidad — Siempre me ha gustado lo normal — confieso en un murmullo. Apoyo la bolsa sobre mi abdomen y meto un brazo debajo de mi cabeza, usándolo de almohada — Lo normal no causa problemas. Tú siempre me hiciste sentir normal, incluso aunque fuese todo lo contrario. Debe ser porque puedo ligarte a algo más… bueno, hogareño — el cuatro siempre fue sinónimo de “hogar”, estar aquí en su compañía es cuasi un sedante. Mis ojos son los primeros en girar en su dirección antes que todo mi rostro, tratando de sonreírle a pesar de la penumbra — Pero sí. Esto es lo más “normal” de toda la semana. Gracias por eso — el brazo que se mantiene a mi costado se toma el atrevimiento de moverse un poco sobre la arena, rozando sus dedos con los míos en un intento de caricia de agradecimiento, antes de retroceder y sujetar el paquete de galletas sobre mi panza. Sabía que dejar la casa nos vendría bien, aunque no sabía cuánto.
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Rodó los ojos. Su presencia había provocado que perdiera gran parte de la intimidad que le proporcionaba  vivienda pero también era cierto que las horas que allí pasaba eran más bien escasas y tampoco estaba interrumpiendo, en excesivo, el ritmo de vida que había llevado durante los ocho años precederos. Algunos días se sentía incómodo tener que llamar a la puerta del baño antes de entrar, otros conseguía que su vida se sintiera tan normal que la hacía sonreír. Siempre había querido una vida llena de aventuras, novedades y cambios, ahora solamente quería tener tranquilidad a su alrededor, rodearse de cosas, y personas, que la hicieran sentir cómoda y normal. Tomó pequeños puñados de arena, dejando que ésta escapara lentamente entre sus dedos y se deslizara por sus piernas hasta acabar de nuevo en la playa.

Puede que en otro momento hubiera podido conocer su situación, al menos la que se encontraba con mayor presencia en su vida, pero había pasado demasiado tiempo como para que siguiera siendo así. ¿Acaso alcanzaba a saber una quinta parte de todo? —Un poco— reconoció —, pero estar con alguien más mantiene mi mente ocupada— concedió, asintiendo tenue con la cabeza. Hablar, saber que alguien más estaba a su lado, conseguía que su mente no viajara al pasado y arrastrara al presente recuerdos que prefería, a poder ser, mejor olvidar para siempre; esconderlos en la parte más profunda de su mente y que nunca más volviera a aparecer. —Es algo de lo que prefiero no hablar—. Esbozó una tensa sonrisa. Sabía que él no iba a preguntar más allá de sus palabras, pero prefería dejar claro el límite que podía sobrepasar.

Cerró los ojos unos segundos, dejando que toda la normalidad se asentara, deseando que lo hiciera para siempre. Su mano viajó hasta la bolsa, tomando un par de papas y comenzando a masticarlas pocos segundos después. Sonrió con ironía. A ambos les gustaba lo normal pero estaban lejos de haber tenido una vida mínimamente normal; el mundo se cebaba con demasiada crueldad. —Creo que te he causado más de un problema en el tiempo que nos conocemos—. No tenía que pensar solo en lo acontecido días atrás, si iba más atrás en el tiempo podía encontrar un par más. Alzó ambas cejas, girando el rostro hacia él y encontrándose con su mirada; giró el rostro con nerviosismo, frotándose los ojos con la palma de la mano, sin recordar que segundos antes había estado jugando con la arena, por lo que parte de ésta picó en sus ojos. Parpadeó con urgencia, incorporándose justo después de que él rozara su mano y comenzando a tratar de limpiar estas en la chaqueta para poder frotarse los ojos, aunque supiera que no debía hacer aquello. Escondió el rostro tras las mangas de su chaqueta. —No recordaba este tipo de inconvenientes— pronunció con torpeza, parpadeando con cierta frecuencia bien para sacar la arena, bien para quedarse ciega, no estaba segura. —Supongo que esto lo hace más normal porque siempre hay alguien que acaba así— agregó retirando los brazos y mirando hacia el cielo queriendo calmar el escozor.
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
Siempre voy a comprender lo que es no querer hablar de ciertas cosas. Hay temas que han quedado muy hundidos en mi memoria, recuerdos que sé que están y que he superado pero que intento evitar para no revolver en un cajón sensible. Lo que ha pasado en los juegos, la gente que he perdido y las culpas que me persiguen son manchas que llevaré siempre conmigo, en la piel y en las entrañas. Si existe un infierno, no me sorprendería terminar en él; he mentido, traicionado y matado, personas que quise dejaron este mundo por mi culpa y yo llevo casi dos décadas viviendo tiempo prestado. Por eso mismo, mi respuesta se limita a levantar rápidamente un pulgar en su dirección y dar por finalizado el tema. Si ella desea hablar algún día, lo hará. Yo no seré quien insista.

¿Hablas de problemas como el escándalo televisivo? Por favor, lo he superado hace una semana — bromeo con fingida seriedad, esa que se rompe por culpa de la sonrisa de medio lado que me tironea la boca. Nuestra relación nunca fue sencilla, empecemos por el hecho de que nos conocimos gracias a que ella era mi pareja de baile en una coronación espantosa. Todo parece tan lejano que lo siento ajeno. Sin embargo, aquí estamos, tantos años después y compartiendo comida como si nada hubiese ocurrido. Es su forma repentina de moverse lo que me saca un poco de onda y clavo los codos en la arena para impulsar mi torso hacia arriba. ¿Se ha comido un bicho o qué diablos? Es el movimiento de sus ojos el que me da una idea de lo que ha pasado y me tengo que agarrar el abdomen para lanzar la carcajada que retumba entre las rocas y el océano, como una feroz interrupción en una noche tan calma.

¿Estás bien? — es mi primera estúpida pregunta: es obvio que no, no está bien aunque dudo que sea de vida o muerte. Apoyo el paquete en el suelo y me incorporo hasta sentarme, mordiéndome los labios para retener las risas infantiles que brotan de mí por cuenta propia y hacen temblar mis hombros. Mis manos vacilan en el aire, pero mi gesto acaba en una expresión de permiso — ¿Puedo…? — tengo que ser cuidadoso al tomarme el atrevimiento de sujetar su rostro entre mis dedos, acercándome lo suficiente como para soplar suavemente sus ojos en un intento de ayudarla — Mi madre hacía esto cuando me caía en la arena, se supone que ayuda — me explico, posiblemente en un intento de no sentirme tan idiota. Con otro soplido algo más firme, le aparto el pelo de la cara y dejo caer mis manos, a pesar de que mi expresión escrutadora sigue fija en ella, entornando los ojos como si estuviese buscando un diagnóstico acertado muy mal actuado — Mmm… No. No vas a perder la visión ni a tener un derrame por culpa de una improvisada salida a la playa, como toda una radical. Creo que podemos decir que estás fuera de peligro — al menos, no con estas tonterías.
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Sus ojos permanecieron fijos en la pequeña luna que iluminaba el espacio en el que se encontraban. Lo cierto es que no se había parado a pensar, al menos no en demasiadas ocasiones, en el hecho de que él no era totalmente humano. Ni siquiera pensaba con la importancia que debiera en aquel importante punto de la persona que se encontraba tumbada a su lado sobre la arena. Esbozó una pequeña sonrisa como respuesta a sus palabras antes de cometer el error más clásico que existía cuando alguien se encontraba en la playa.

En ese momento solo había querido esconder su rostro; una incomodidad poco conocida la atacó cuando sus ojos conectaron, y por aquella simple razón había preferido alejarse de ello. Trató de parpadear, intentando evitar restregar sus ojos para no empeorar las cosas mucho más, sintiéndose imbécil con aquel error. Al final todos eran humanos y cometían errores cuando no sabían dónde meterse o que hacer al verse en una situación desconocida y llena de inseguridad, incluso ella que de cara a los demás parecía falsamente impenetrable se mirare por donde se mirare. —No te rías— lo acusó tratando de golpearlo con la pierna pero sin dar en el blanco. Frotó las manos en su chaqueta en un intento de sacar los restos de arena que pudieran quedar y así poder tocarse la cara sin riesgo, siguiendo con la cabeza mirando hacia el cielo como si aquello lo pudiera solucionar. Un quejido interrogante surgió de su garganta, intentando enfocar su mirada en él cuando sus manos la tomaron por el rostro antes de que pudiera retroceder.

Se quedó completamente paralizada, como si se tratara de un pequeño animal al que acababan de apuntar directamente con un foco de luz de pleno en los ojos. Alzó las manos para colocarlas sobre las de él pero las dejó a medio camino cuando sopló y la sobresaltó, despertándola por completo y provocando que se removiera para alejarse ligeramente de él. —Gracias— masculló con nerviosismo. Sentirse tan… indefensa no era algo a lo que estuviera acostumbrada, y tampoco le gustaba demasiado. Tragó saliva, carraspeando y manteniéndose inmóvil ante su escaneo. Terminó de limpiarse las manos, antes de frotarse los ojos ligeramente de nuevo, volviendo a meterlas dentro de los bolsillos de la chaqueta puesto que no sabía qué hacer con ellas. Seguía sintiendo el escozor pero, al menos, no tan fuerte como antes. —Mira lo que has hecho, ahora me he convertido en una radical— trató de bromear con cierta timidez en su voz.

Cruzó las piernas, tratando de taparlas con la chaqueta, y mirando al frente para así tratar de evitar encontrarse nuevamente con la mirada de él. —Deberías decirme los momentos en los que quieras salir, tiene que ser complicado estar todo el día  encerrado— comentó de súbito, encogiéndose en el lugar y haciéndose cada vez más pequeña —, y supongo que tampoco te gusta tener que estar allí— con cada palabra que pronunciaba su voz se apagaba poco a poco. Ninguno de los dos había sacado el tema en relación a lo sucedido hacía solo unos días, pero era algo presente en el día a día de ambos puesto que ambas rutias y vidas se había acabado solapando de algún modo. —No soy del tipo de persona que pasa mucho tiempo fuera de casa— no al menos literalmente, ya que la mayor parte del tiempo estaba fuera de casa trabajando, pero no se refería a aquel tipo de salidas —pero si quieres salir pues…— torció el gesto, liberando una mano que enredó en su cabello, rascándose la parte posterior de la cabeza —deberías decírmelo con algo de antelación y no aparecer en mi habitación como si fueras un fantasma, de verdad que no me gustan nada los fantasmas— habló con cierta rapidez al final, sorprendiéndose a sí misma ante el hecho de haber hablado tan seguido sin siquiera proponérselo.
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
El “no te rías” es todo lo que necesito para cometer el infantil acto de seguir riéndome, incluso cuando amaga a una patada que no me hace nada. Estoy lo suficientemente entretenido como para pasar por alto su postura, mucho más tensa que la mía, y centrarme en el modo que tiene de bromear — Odio decírtelo — le contesto, acomodando mis talones en la arena para poder ser capaz de abrazar mis rodillas — Pero en el fondo eres una radical, solo que te gusta ocultarlo — la sonrisa que le dedico delata mi chiste, pero sé que en una parte creo que ella no pertenece a este sistema, sus costumbres y creencias. Puede que trabaje en el Wizengamot, pero estoy seguro de que ese no es su lugar en el mundo.

El cambio de tema me toma por sorpresa y me encuentro un poco descolocado. Apoyo el mentón en una rodilla y alzo uno de mis hombros — No quiero molestarte. Tenías una vida antes de que yo llegase a arruinarla — no quiero sonar dramático ni pesimista, pero no puede decirme que esta situación es ideal. Los dos sabemos que lo hemos complicado, que todo esto es incluso peor que cuando tenía que contener sus miedos en cuanto salió de la arena. Al menos en ese momento estaba segura, pero ahora podrían condenarla por mi culpa. Quiero decir algo al respecto, pero es lo último lo que hace que la mire de soslayo con una vaga sonrisa — ¿Le temes a los fantasmas? — pregunto, en un tono entre incrédulo y burlón — No creo que alguien muerto pueda hacer mucho daño. Pero si te molesta, ya no lo haré. Prometo dejarte notitas para pedirte una salida a medianoche — aprieto mis labios en una risa que resuena vagamente en mi garganta y clavo los ojos en la oscuridad que me dificulta en descubrir dónde termina el océano y dónde comienza el cielo. No puedo evitar echarle un vistazo a la luna, agradeciendo su posición para no tener que complicar las cosas. Tendré que irme en algún momento, porque no puede haber un hombre lobo en el cuatro dando vueltas. Mucho menos cerca de Arianne.

No entiendo cómo lo soportas — acabo declarando de súbito, sin siquiera mirarla — Tienes todo el derecho a entregarme para salvarte y aún así no lo haces. Quiero decir… lo entiendo, pero tampoco te culparía. Los dos sabemos que aquí tú estás más comprometida que yo — mi vida en este país se acabó hace tiempo. Se supone que ella todavía tiene esperanza.
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Se sintió tentada de rodar los ojos pero, en su lugar, alejó su claro mirar de él, enfocándolo en el mar y apoyando ambas manos sobre sus rodillas, lo más alejadas posible de la arena que le fue posible. Un escalofrío la recorrió, provocando que apretara las piernas contra su cuerpo, tirando más aún, si era posible, de las mangas de la chaqueta.

Ella no era nada. No estaba a favor de lo que sucedía bajo el gobierno pero tampoco estaba en contra. ¿Acaso no había acabado ella en la arena por el hecho de que su padre adoptivo había sido un rebelde? Un cambio de tornas que se había escapado de las manos hasta convertirse en lo que era en la actualidad; una locura vengativa sin sentido. Cerró los ojos con fuerza, sintiéndose mal por tener aquellos pensamientos mientras Ben estaba sentado a escasos centímetros de ella. Todos los años dentro de Wizengamot no habían sido como le hubiera gustado; por sus manos pasaron temas de todo tipo, siendo siempre huidiza cuando de humanos se trataba. No quería estar etiquetada en un bando o creencia, intentaba que solo fuera otro medio de supervivencia sin pensar demasiado en lo que había detrás de todo ello. Siendo una autómata. —Tenía una rutina— lo corrigió casi de inmediato. Una vida eran palabras mayores. Dejó ir todo el aire de sus pulmones, tratando de alejar viejos pensamientos que iban y venían a su cabeza cuando les apetecía.

Estiró el brazo, tomando un par de patatas de la bolsa y lanzándoselas. —No me asustan, solo no me gustan— acusó. Quizás existió una época en la que la asustaban, acosaban y torturaban con recuerdos demasiado vívidos, pero, por suerte, ya era una parte de su vida que había conseguido controlar con el paso de los años. Apoyó la frente sobre sus rodillas, riendo por lo bajo ante la inverosimilidad de la situación; una que no habría aparecido en su mente ni en un millón de años. Era mayor que él pero, por el contrario, parecía menor en demasiados aspectos. Junto a otros se asemejaba a alguien adulto en el que los demás podían buscar experiencia pero cuando se encontraba junto a Ben, simplemente, siempre se había sentido pequeña.

Giró el rostro, quedando con la mejilla aún apoyada, y lo observó desde aquella distancia, incluso teniendo que entrecerrar un poco los ojos para poder verlo con claridad. Apretó más las manos entorno a sus piernas. —¿Para salvarme?— preguntó alzando ambas cejas. Ella no era más que alguien que caminaba por las calles porque no tenía más remedio que hacerlo, ni siquiera le gustaba mirar a su alrededor por miedo a lo que pudiera encontrarse. —Ya condené una vez a demasiados para salvarme— agregó. No quería tener más losas con nombres y apellidos sobre su espalda, y mucho menos los suyos.  —Además, nunca pensé que podría volver a sentirme cómoda estando tan cerca de otra persona— siguió hablando, señalando con una mano el espacio que los separaba, escudriñándolo con la mirada antes de regresar la mano a su lugar. —Quién sabe. Quizás no estoy haciendo esto por ti sino que, egoístamente, me estoy aferrando porque me hace sentir bien— reconoció arrugando los labios. ¿Estaba mal sentirse bien con la situación que acontecía? Desde luego que no era lo indicado.
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
La miro como si estuviésemos hablando de obviedades. Salvarse, como cualquiera haría en su situación. Evitar ser ejecutada por alguien que se ha escapado del gobierno por los últimos quince años. Me rehúso a hacer algún reproche por sus palabras, porque sé que es un terreno escabroso donde no quiero entrar con ella. Los dos sabemos lo que opino de su trabajo, lo que pienso que hacen en el ministerio y que no comprendo cómo es posible que siga en ese lugar y pueda soportarlo. Creo que se me frunce momentáneamente el ceño, pero la expresión no se demora en tomar un tinte más suave por sus siguientes palabras — ¿Te sientes cómoda conmigo? — no sé por qué me sorprende. Quizá sea porque siempre creí que había cierta barrera, o tal vez es porque nunca lo ha expresado en voz alta. No estoy acostumbrado a que Arianne hable de lo que siente, así que eso debe ayudar a mi desconcierto.

La boca del estómago parece achicarse unos segundos con un escalofrío un poco desconcertante, el cual soy incapaz de identificar. Sí puedo notar como me acomodo para estar cerca de ella, imitando el movimiento que abraza mis piernas y me permite verla mejor, ladeando la cabeza que apoyo en una de mis rodillas. Es tan blanca que mirarla en la poca luz se me hace sencillo, el cabello rubio solo sirve de ayuda — ¿Tenerme usando tu baño te hace sentir bien? — intento bromear sobre una charla que no sé cómo mantener, porque no soy bueno en este tipo de conversaciones. Una de mis manos vacila en el aire, pero acaba estirándose con un temblor hasta rozar el contorno de su brazo, hasta que puedo sentir mis nudillos tocando los suyos. No sé bien el motivo por el cual lo hago, pero se siente como si fuese lo correcto. Al fin de cuentas, para bien o para mal, seguimos aquí. Hemos estado juntos en el pasado y el presente nos encontró de nuevo. Seguimos siendo esos niños del cuatro que lo perdieron todo. Por dos segundos, hasta recuerdo cómo eran las cosas el día que la encontré en el hospital de la isla de los vencedores y tuve que obligarla a salir de su habitación para tomar una merienda juntos. Cuando enrosco mis dedos entre los suyos, hasta se siente como un deja vú.

No es egoísta. No es como si yo la estuviera pasando mal — confieso con un murmullo que agrava mi voz, a pesar de que la expresión de mis facciones delatan una pequeña sonrisa que no estoy seguro de que pueda ver. Tiro de su mano cuidadosamente, acercándola un poco a mí en busca de confianza, esa que a veces no estoy seguro que sea recíproca — Estaré siempre agradecido por tu bondad hacia mí, Ari. Fuiste… eres de las mejores personas que he conocido. Siempre lo creí. Temí por lo que te habría sucedido en el pasado y ahora me es imposible no pensar que puedes acabar en problemas por mi culpa. Quizá llevarte al catorce fue mi error, pero… — raspo un poco mis labios con unos dientes nerviosos y empujo un poco el interior de mi mejilla con la lengua, hasta que la hago chasquear — No me arrepiento de nada.
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
Incluso ella misma estaba sorprendida ante el hecho de sentirse cómoda en su compañía; casi había olvidado cómo la era la sensación de estar tranquila junto a alguien, sin el constante temor de que se acercaran demasiado a ella y tuviera que alejarse. No se sentía mal por ser de aquel modo, era algo que vivía dentro de ella  y a lo que, por suerte o por desgracia, ya se había acostumbrado; pero, en ocasiones, siempre surgía una excepción que confirmaba toda regla. Y quizás la suya había aparecido sin siquiera darse cuenta de ello. Asintió. —No me extraña ese tono de sorpresa— apostilló con una diminuta sonrisa divertida en los labios. —Es como… si pudiera volver a ser un poquito la persona que era antes— encogió ligeramente los hombros, entrelazando con más fuerza sus manos.

Inclinó el cuerpo hacia él, golpeando sus rodillas con las contrarias por apenas un segundo antes de regresar a su posición inicial. Era extraño encontrarse con alguien cuando llegaba de Wizengamot, bajaba a la cocina o salía de su habitación. Extraño pero no desagradable. Ni siquiera tenía una razón para ello, simplemente había surgido de aquel incontrolable modo. Retiró el rostro, apoyando el mentón sobre las rodillas y enfocando su mirar en el mar y la tenue luna que los acompañaba en la noche. Suspiró, removiéndose en el lugar cuando un escalofrío la recorrió obligándola a bajar la mirada hacia sus manos. Sus dedos titubearon antes de acabar entrelazándolos con los de él. Sus músculos se tensaron, dejando atrás su postura relajada e irguiéndose. Enterró un poquito más los pies en la arena, dejando que su tacto, el sonido de las olas y el olor a salitre la relajara aunque solo fuera un poco.

Resultaba irónico que minutos antes le hubiera dicho que estaba cómoda a su lado pero que su cuerpo se tensara al mínimo contacto; hasta a ella le resultaba irónico, pero no podía controlar algo que llevaba tantos años a su lado. Prensó los labios, acabando por arrastrarse lentamente por la arena hasta quedar cerca de él, rozando sus rodillas con las contrarias y apoyando el brazo contra el suyo. Tragó saliva, no sabiendo donde llevar su mirada hasta que acabó bajándola, enfocándola en sus pies sin saber muy bien que decir. Atrás había quedado la persona acertada en aquel tipo de conversaciones y ahora solo quedaba la que cuando debía hacerlo no encontraba las palabras indicadas. Dejó ir todo el aire que quedaba en sus pulmones, encogiéndose en el lugar. —Siempre soy yo la que acaba poniéndote en peligro— susurró —, por eso siento que es egoísta no arrepentirme o sentirme ‘cómoda’ con esto, porque de nuevo he hecho que te veas envuelto en una mala situación— movió cuidadosamente la mano que aún tenía entrelazada, apoyándola en el espacio que quedaba entre su rodilla y la contraria.

—No soy demasiado buena con las palabras— acabó murmurando —Me alegro que nos volviéramos a encontrar. Quizás no soy la mejor compañía, tengo mil defectos y soy complicada de tratar…— sonrió ligeramente, meneando la cabeza hacia los lados —pero gracias por haber confiado en mí— su voz fue apenas un hilo de voz.
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Benedict D. Franco
Consejo 9 ¾
No sé si me gustaría ser la persona que era antes. A veces, echo de menos a ese Ben, pero al mismo tiempo sé que sigo siendo la misma persona en el fondo de mi pecho. No se lo digo, estoy más centrado en cómo su cuerpo se siente mucho más cerca y su calor empieza a contagiar al mío, haciéndome sentir un poco más pequeño y cercano. Puedo sentir mi respiración lenta entre mis labios entreabiertos, tratando de mantenerme casual ante el tacto de nuestros brazos, algo inesperado, aunque no tanto como la sensación de mis tripas que me recuerda a algo familiar, que por alguna razón conecto con la terraza donde Amelie y yo compartimos un picnic hace una eternidad. Paso saliva suavemente y uso la mano que tengo libre para llevarme un nuevo bocado a la boca, pero increíblemente, ya no tengo apetito.

Ari… — intento sonar calmo, a pesar de que sé que una parte de mí demuestra una sonrisa desganada que trata de mostrarse divertida — Las malas situaciones del pasado ya no importan, éramos niños. Y en cuanto a lo del catorce… — sé que no debería pronunciar ese nombre en voz alta, pero si mal no me ha explicado, nadie puede escucharnos aquí. Aún así, bajo el volumen de mi voz — Fue mi idea. Solo quería compartirte un poco de mi vida y me salió el tiro por la culata. Pero… ¿Cuándo no ha sido así? — desde que tengo memoria, la vida se ha reído en mi cara una y otra vez. Cuando pensé que daría un paso hacia delante, las circunstancias siempre me llevaron a dar dos hacia atrás. Permito que nuestras manos se posen en la arena, pero la sujeto lo suficiente como para que nuestras palmas compartan calidez entre los granos, clamando que lo que sale de mi boca es real. Porque hemos tenido nuestros desacuerdos y desencuentros, pero nadie puede negar que siempre fuimos un buen equipo.

Su lista de defectos, por extraño que suene, me hace reír un poco — Y roncas. Puedo oírte desde mi dormitorio — agrego como si fuese una cuestión de verdad preocupante, tratando de disimular el tono jocoso. En un acto involuntario, dejo que mi cabeza se recargue un poco en la suya al empujarla con mi frente con suavidad, buscando que regrese sus ojos hacia mí. Porque necesito que me mire, al menos para que me crea — Siempre confié en ti. Pasé años teniéndote en la lista de las personas de las cuales deseaba saber si seguían con vida. Deberías dejar de ser tan dura contigo misma… — obviemos que lo digo yo, el experto en la autocrítica — Pero si vamos a andar con agradecimientos… bueno, gracias por dejarme entrar en tu vida una vez más — como si fuese sencillo, con el historial que me cargo. Eso dice más de su persona de lo que ella jamás podrá ver o admitir. Estoy lo suficientemente cerca como para que su respiración me pique en la nariz y hago un mohín por ello, no reparando en el modo que tiene mi torso de inclinarse hacia delante. No es hasta que me siento demasiado cerca de sus labios que algo me impide avanzar, levantando mis ojos a los suyos como si recién ahora pudiese notar que están ahí. Es una sensación incómoda, especialmente porque me obligo a enderezarme un poco y tratar de disimular el movimiento al apoyar mi cabeza sobre la suya, regresando la atención al mar. No me contengo y suspiro — Si quieres, podemos regresar a la casa — sugiero en voz baja. Quizá, no soy el único con el estómago cerrado.
Benedict D. Franco
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Arianne L. Brawn
Consejo 9 ¾
La mayoría de las personas se gastaban la mayor parte de su vida buscando, sin descanso, a ciertas personas. Otras las encontraban por casualidad. Y luego estaban aquellas que las tenían cerca pero nunca se fijaron en ellas hasta que acababan perdiéndolas, o incluso entonces tampoco lo hacían. Siempre se catalogó en el tipo de persona que no buscaba a nadie, y quizás era porque ya había encontrado, o tenía, lo que necesitaba pero no era capaz de percatarse de ello. Parpadeó confusa, mirando automáticamente hacia ambos lados cuando habló regresando después su mirada hasta él. Sus labios se fruncieron apenas unos segundos, dejando ir un suspiro que sonó más fuerte de lo que le hubiera gustado. —No trates de responsabilizarte solo tú de lo que pasó, compartámosla— pidió presionando ligeramente su mano en torno a la contraria. No era una mala idea, quizás el hecho de que ella hubiera accedido con tanta facilidad y  fue que no hubiera advirtiera a los demás de su presencia fue lo que desencadenó la tensa situación que aconteció.

Prensó los labios pero, aun así, una diminuta sonrisa se dejó asomar en sus labios, provocando que bajara la cabeza, meneándola hacia los lados con gesto incrédulo a la par que divertido. —¿Cómo tratas así a tu arr…?— comenzó a preguntar, volviendo el rostro hacia él encontrándose directamente con sus ojos y sin ser capaz de terminar la frase, quedando las palabras atoradas en su garganta. Tragó saliva con dificultad, notado como algo se removía dentro de ella y la aprisionaba. Mantuvo los ojos abiertos, temerosa de parpadear y dañarlo o perderse un solo instante de aquel momento.

No recordaba cuando tiempo había pasado desde la última vez que alguien le dijo que no era su culpa todo lo que pasaba a su alrededor, que dejara de culparse por el pasado y tratara de crear un mejor futuro sin una nueva retahíla de remordimientos. Tampoco la última vez que sintió aquel tipo de calidez abarcando su pecho, la extraña pero agradable picazón que adormecía sus extremidades. Su mano se movió, con nerviosismo, en torno a la contraria, tratando de aflojar la unión, separarse aunque solo fuera unos minutos para, así, recobrar la compostura y poder alejarse a tomar una profunda bocanada de aire que parecía no querer discurrir por sus pulmones. Tomó pequeñas respiraciones que no la saciaban en absoluto pero la mantenían allí; inmóvil, petrificada como nunca. Una sensación agridulce la abarcó cuando se separó de ella, alejándose también automáticamente en busca de recomponer de nuevo su espacio personal.

Estiró con cuidado las piernas, alejando su mirada de él y enfocándola en sus pies en un intento de distraer su mente pero, sobre todo, de tranquilizar los acelerados latidos de su corazón. —Creo que si ahora mismo tratara de regresar a casa no llegaríamos enteros— habló cuando consiguió reencontrar su voz después de unos minutos de silencio. —¿Puedes… quedarte así en silencio unos segundos?— preguntó en un susurro, permitiéndose disfrutar de su contacto durante el tiempo pedido hasta, finalmente, separar sus manos.

La boca del estómago de la rubia se cerró mientras se alejaba de él, incorporándose del suelo y sacudiendo la arena de sus ropas. Observó el mar, la luna y se embargó de todo lo que la rodeaba antes de agacharse lentamente, clavando las rodillas en arena e inclinándose hacia él. Pasó los brazos sobre sus hombros, entrelazando las manos sobre su nuca y acercando su cuerpo al de él antes de cerrar los ojos con fuerza, visualizando las cuatro paredes de su casa y deseando que fuera lo único que ocupara, por complicado que resultare, su mente en aquel instante.
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