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  • The Mighty Fall
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    OTOÑO de 247421 de Septiembre — 20 de Diciembre


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    Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

    Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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    En la habitación se respira un aire vacío de la agonía de los últimos meses, la ventana entreabierta deja salir lo que queda de esa presencia que ocupó casi todo el espacio. Doblada en el bolsillo de mi abrigo queda la fotografía de una niña que no pudo retener a su padre en ese abrazo que envolvía su cuello con bracitos delgados y la sonrisa en sus mejillas marcadas es un fantasma que también se va desvaneciendo, antes de que la imagen se esfume entre mis dedos, me encamino hacia el mercado donde espero encontrar a quien se merece al menos recuperar este recuerdo. Dressler se encargó como un favor más de los muchos que les debo, de rastrear a la familia del hombre que tuvimos que despedir juntos, y al parecer a quien pudo enviar un mensaje a través de una señal cifrada fue a la esposa, citándola en el mercado en el Doce donde todavía se cruzan repudiados y ciudadanos con cierta impunidad, bajo los ojos de aurores que se hacen los desentendidos respecto a las compras, pero que no pierden detalle del movimiento en general. No pretendo más que intercambiar un par de palabras necesarias con esta mujer, sobre las que siento cierta obligación, que fue lo que me impulsó a abandonar mi casa esta mañana para empezar, cuando nada en el clima general que se respira en el destino me invita a querer mezclarme con la multitud.

    Tengo entendido de que Dressler aparecerá en algún momento, no soy su jefe así que no tiene que cumplir una cita fija conmigo, pero me había dicho que andaría por el mercado y no necesito muchas explicaciones para saber que traerá parte de su mercancía, a la que también me interesa echarle un vistazo. Desperdicio media hora de mi vida fuera de la carpa maltrecha de la mujer con arrugas en las manos, que se dice vidente y arroja una carta tras otra sobre su mesa, regalándole tragedias y amores a sus clientes que se van conformes con el destino condenado que les predijo. De todos los negocios de fachadas apagadas del mercado, precisamente para no llamar la atención más de lo debido, este puesto es el más idóneo para que una mujer que no conoce de estos lugares pueda identificar el punto de encuentro. Teressa tiene la amabilidad de ofrecerme una de sus banquetas bordadas con colores chillantes y me quedo sentado a su lado como un mayordomo aburrido, escuchándole recitar una calamidad tras otra. Estoy dándome por vencido en mi espera cuando una mujer se para delante de nosotros más decidida que otras, y empezaré a creer realmente en el don de Teressa, porque se pone de pie con la excusa de que irá a dar un paseo, con sus arcanos todavía dispersos sobre el mantel violeta.

    De todos los puestos es el más inofensivo para que una mujer ciudadana sea vista, así que asumo el puesto que me ha cedido la vidente para sentarme en su inestable sillón que le sirve como trono de autoridad y entre las figuras que han quedado tiradas, coloco la fotografía guardada después de alisarle los bordes. Los rostros de la niña y el hombre con sus nombres enlazados debajo, quedan superpuestos a la carta que muestra a una pareja envuelta en una nube, con la presencia de un ángel que los abarca con sus brazos. —Lamento mucho lo de su marido, si le sirve de consuelo sufrió demasiado y el descanso le era necesario— murmuro, volviendo entonces a los rasgos de la mujer, en los que no me detuve cuando la vi llegar, y que al mirar con detenimiento son un golpe a mi memoria, porque una vez me encontré con una mirada similar, unos ojos negros capaces de abarcar toda la luz del mundo y es que en la inocencia de ser joven había creído que existían criaturas así, la perdida temprana de esa ilusión es la que nos forma para esta realidad de guerras continuas. Y por un instante, después de todos estos años y tan cerca del final irreversible que nos toca a todos, puedo volver a ver un atisbo de ese brillo. —¿Nos conocemos?— vacilo.
    Anonymous
    Mohini R. Khan
    Es otro mensaje cifrado el que llega a mi puerta, lo que me mantiene con la espalda erguida en el asiento de una de las sillas del salón, que ahora soy yo sola la que está sentada a la mesa que una vez estuvo repleta de conversaciones banales, intercambios de una vida constituida por tres participantes formando una historia juntos. Quizás es ese recuerdo mezclado con la nostalgia que siento de repente al contemplar el hueco vacío de enfrente, lo que me lleva a aferrar los bordes del papel fino, al punto de que estoy a punto de partirlo a la mitad en lo que trato por todos los medios de que no sea mi alma la que termine rompiéndose. Solo soy capaz de aguantar las lágrimas durante unos segundos más, los que tardo en llenar mis pulmones de aire como si esa acción fuera lo que me induce a expulsar el llanto en la intimidad del silencio, en la soledad misma en la que me he quedado. Y no me refiero a la partida de mi hija a una vida plenamente suya, ni a la muerte de Lawrence, sino a mí misma, por permitir interponer necesidades básicas a otras, como la del derecho a ser amado, a ser recordado por personas que en su día formaron parte esencial de uno mismo.

    Esta vez no cometeré el mismo error, a pesar de considerarme una persona que no suele cometerlos en primer lugar. En esta ocasión tengo que aceptar que el juicio me ha nublado de otros sentimientos que podrían haberme llevado a disfrutar de cosas que ahora puedo dar por muertas, a sabiendas de conocer que lo que está muerto no puede morir una segunda vez. No hay arrebatos de cobardía, ni pensamientos de último momento que me lleven a desaparecerme de las calles del distrito doce, camino con las manos metidas en los bolsillos rozando la madera de mi varita, barbilla en alto de un modo que hace dudar de si soy la misma persona que la de hace unas horas, esa que tenía dificultad para siquiera levantarse de la silla sin que el mundo se le viniera abajo. Porque pretendo ocultar mis faltas aun cuando soy consciente de que la vida no regala segundas oportunidades, que no las regala o que nosotros no estamos dispuestos a aceptarlas porque somos lo suficientemente orgullosos como para caer en la equivocación de que no la necesitamos. La vida le regaló una segunda oportunidad a Lawrence, y yo no estuve ahí para recibirla, tomé mis manos y las aparté al segundo de obtener el regalo que es la vida.

    No me hace ningún bien estar aquí, tanto por la situación en que se encuentra mi hija como por la gente que recorre estas calles con la mirada puesta en cualquier rostro extranjero. Ya ni hablemos de las miradas acusadoras de las personas que me ven entrar en el mercado negro del distrito con las mejillas rellenas, un abrigo de calidad y el pelo limpio recogido. Quizás debería haber pensado en eso a la hora de adentrarme en los suburbios del norte, pero tampoco tengo intenciones de mostrarme de otra forma. Me freno frente al puesto indicado en el mensaje, con ojos que delatan desconfianza porque no soy una profunda creyente en las adivinas, a pesar de haber incluido a una en mi familia hace poco. Ni siquiera me fijo en las cartas que yacen sobre la mesa improvisada, la mujer vidente se lleva toda mi atención cuando deja el asiento para alejarse los metros suficientes como para que mi mirada tome un nuevo interés. Espero a que hable, analizando su figura aun con la susceptibilidad brillando en mis pupilas, más sus palabras tienen la reacción de obligarme a pasar saliva para tragarme el sabor agrio que empieza a acumularse en mi paladar. — ¿Cómo conoció a mi marido? — es la primera pregunta que le hago, apenas moviendo mis pies del sitio, sin pestañear. — Voy a necesitar de una explicación extensa, si no le importa, ¿cree que este es el lugar apropiado para tener esa clase de conversación? — tengo entendido que hay oídos en todas partes, de ambos lados del tablero al que se juega. — No, lo siento, ha debido de confundirse con alguien más. — respondo escueta, sin darle mucha importancia porque no es el asunto que he venido a tratar, aunque sí me quedo analizando sus rasgos por un tiempo más de lo normal.
    Mohini R. Khan
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    Invitado
    Invitado
    Los años no pasan benevolentes sobre nosotros, su voz llega a mí y el reconocimiento es tan pálido que no parece real, lo atribuyo a mi mente que está tratando de buscar lo que se ha perdido, en esa búsqueda constante que somos de lo que siempre se nos escapa, de lo que nunca podrá ser, de lo que tuvimos, porque nunca valoramos lo que tuvimos, siempre algo más, nunca lo que tenemos. No conozco aún personas que vivan intensamente el presente y sostengan en sus manos la fragilidad de este tiempo. Si las hay, son personas afortunadas, porque la mayoría de nosotros estamos condenados a los ecos distantes del pasado, como si nos llamara, aunque esos llamados se apagaron hace tanto. Regreso a este momento, a la voz de esta mujer de rasgos que alcanzaron una armonía con la madurez. —No diré más de lo necesario, nada que la comprometa— aseguro con un asentimiento quedo del mentón. —Atiendo a personas enfermas en el norte, no le mentiré diciendo que tengo el título de médico, como puede ver no hay escuelas para profesiones así en estos distritos—. Entrelazo mis manos encima de las cartas al inclinarme sobre la mesa y descubro que tiene una pata inestable por debajo del mantel, así que controlo cuánto peso deposito encima, también modero qué tanto me acerco a la mujer, pese a su semblante me sigue causando curiosidad. —Su marido vino a verme cuando entró a las últimas fases de su enfermedad, demoró un par de años más, pero lo cierto es que ya venía conviviendo con esta desde que…— dudo en cómo decirlo, —las dejó a ustedes. ¿Tiene una hija, verdad?—, sé que la tiene, por eso se les pidió que fueran a verlo y no lo hicieron, ¿quién se arriesgaría a visitar a un mago traidor que colaboraba con rebeldes en estos tiempos? Solía pensar que la familia valía esos riesgos, no parece ser así.

    Tengo en mis labios la pregunta repetitiva de si nos conocemos, porque hay algo en sus rasgos que está distrayéndome, me cuesta concentrarme en la razón por la que le pedí hablar, cuanto antes cumpliera con esto, mejor. Es parte de una responsabilidad que asumí al vincularme con personas que se mueren solas, atormentados por sus culpas, dejándome al cuidado de su último respiro. Esa última palabra que escapa de sus labios, cuando su pecho convulsionado encuentra la calma, en el suspiro más profundo que nos vacía enteros y se alcanza cierta paz por la ausencia absoluta de dolor. —Era una enfermedad neurodegenerativa, estaba… matándolo hace años, muchos años— digo, si algo habrá sabido era de sus tratos con rebeldes, si mal no me equivoco tenía una amistad con un traficante muggle y las últimas veces también visitó con un primo al que reconocí entre los más buscados por los carteles de todo Neopanem. Pero su enfermedad era su secreto, el que se decidió a romper demasiado tarde o tal vez no. —Hereditaria— acoto, preparándola para lo que vendrá después. —Lawrence tenía una ascendencia muggle muy marcada, tengo entendido que por parte paterna eran todos muggles y su madre era una bruja mestiza. Su enfermedad no era mágica, no sé qué tanto podrían haberle ayudado los sanadores, quien le dio el diagnóstico fue un médico muggle antes de que derrocaran a los Black y entonces…—. Este hombre tomo las cartas que tenía en mano, y si me preguntan, hizo la peor de las jugadas. No soy quien para opinar, claro, dudo que esta mujer pueda interpretar adecuadamente los gestos que se me escapan involuntariamente de reprobación a su marido, siendo que tampoco estoy limpio de faltas como padre. —Ese diagnóstico es resultado de una prueba en el que se tiene el 50% de un «» y el 50% de un «no». La suerte, en su estado más puro. La enfermedad se pasa de padres a hijos, indiferente del sexo. Lo más importante de todo es que sepan que podrían ser portadores y que tomen la decisión de hacerse esa prueba— concluyo, dándole el tiempo que necesita para asimilar por su cuenta lo grave de lo que acabo de decirle. Llevo años en esto como para saber que también hace falta ser claros. —Su hija puede ser portadora de esa enfermedad.
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    Mohini R. Khan
    No sé que tanto fiarme de las palabras de un hombre que me ha citado aquí con la escasa protección de la carpa que envuelve a este mercado que lleva montado desde hace años. Puedo decir con la seguridad de que mi marido está muerto que él solía frecuentar lugares como este, lo que no termina de convencerme de que esta conversación vaya a ser una buena idea. No obstante, en esta ocasión, así como puse a mi hija por delante de mis decisiones, ahora es momento de dedicarle ese mismo afecto a mi marido, ese recuerdo pasado que me tiene parada frente a la pequeña mesa detrás de la cual se resguarda el hombre que se postula como mesías. Le permito ser el que hable porque para eso he venido, para escuchar y si acaso, obligar a mi garganta a que no se cierre, ahora que siento los músculos de mi garganta tensarse alrededor de mi cuello. Por un momento creo que me he quedado muda, cosa que no suele pasar en mí ni aunque sea el fin del mundo, porque siempre tengo comentarios para todo. No esta vez. — Lara. — mi voz suena cortada cuando pronuncio su nombre, casi resulta un quejido ahogado al tratar de contener la compostura.

    Siempre he sido una mujer de fuerza expresiva, un semblante que no se ha roto ni en los peores momentos de mi vida, porque me considero el pilar firme que ha mantenido las paredes de mi hogar durante años, la figura a la que todos acuden cuando la tormenta se siente eterna bajo las nubes. Puede que yo misma tenga la culpa de mostrarme de ese modo, de solo permitir quebrarme en la soledad de mi habitación, que incluso estando Lawrence con vida sentía la necesidad de aislar mis sentimientos para cuando estuviera sola. Supongo que tiene que ver también con la forma en la que he sido criada, padres demasiado dogmáticos y con cabeza cuadrada. Por eso siempre supe que no querría lo mismo para mi hija, que estaría ahí para ella incluso si eso significaba que tuviera que encerrarme en la cocina a soltar otras emociones después de un día duro. Y aun así, pese a todo lo que pude hacer por mantener a mi familia por el buen camino, le fallé al otro pilar importante que también dirigía la ruta.

    Si no digo nada es precisamente por eso, porque estoy tratando de asimilar lo que dice de una forma en la que no se me rompa la expresión en mi rostro. Siento mi respiración algo más pesada que de costumbre y estoy segura de que he aflojado el agarre de mi varita dentro de mis bolsillos sin quererlo. — ¿Neurodegenerativa? ¿Podría explicarme de qué enfermedad se trata? Lo siento, yo… no conozco mucho sobre medicina, muggle o mágica siquiera. Mi marido y yo… bueno, siempre fuimos más de números. — Intento, por todos los medios, de que no suene el temblor en mi voz tanto como lo estoy sintiendo en mis dedos. Porque pienso en todo lo que estaría sufriendo Lawerence, lejos de casa, sin nadie que lo busque o siquiera se preocupe por él, mientras yo me negaba a creer que seguía vivo, como si con eso pudiera evitar rememorar recuerdos que habían quedado cuidadosamente guardados en lo más profundo de mi memoria. Podría haberle acompañado en sus últimos momentos de vida, podría haber tratado de encontrar a alguien que sí tuviera un conocimiento más acertado, a pesar de que algo en mi interior decide creer las palabras de este hombre. Podría haber hecho tantas cosas, que no me hubiera importado su partida y sus mentiras con tal de volver a sentir su corazón vibrar a mi lado, incluso si hubieran sido los dos últimos latidos de su existencia. Pero no lo hice, y es por lo que voy a tener que cargar con ello toda mi vida.

    La inquietud que me recorre a continuación mucho tiene que ver con mi difunto esposo, pero no tanto como el hecho de que creo entender sus palabras. Digo creo entender porque a una parte de mí le encantaría no hacerlo, borrar esa información concretada con datos estadísticos, y que no obstante los retira para contrastarlos con otra variable. No me gusta el término que utiliza, trabajo con números y la suerte es una percepción de la realidad que se salta esas reglas por las que firmemente se rige el mundo. Todo tiene una explicación lógica, una solución que por difícil que sea de encontrar, aparece después de todo. Pero no la suerte, ella hace lo que quiere con lo que tiene, y como es evidente, yo no voy a permitir que mi hija sea una con quién juegue a la ruleta de la fortuna. — Está queriendo decirme que mi hija tiene una probabilidad del cincuenta por ciento de desarrollar la enfermedad que ha matado a su padre, que sus hijos lo harán también y así en adelante hasta que… qué. — porque yo no entiendo de medicina, pero si tengo que ponerme yo misma a investigar una cura contra ella, creedme que no tardaré en ponerme la bata y acudir al laboratorio de Silas Jensen si hace falta. Con una calma que no siento en el cuerpo, la expresión de alarma delatándose en mis ojos cuando poso mis manos sobre la mesa inestable para inclinarme hacia él, le observo desde más cerca, percatándome de que sí hay algo que reconozco en esos ojos, pero que si no lo comparto en voz alta es porque tengo otra cosa que decir. — Por favor, tiene que haber una solución para esto. Esta enfermedad… ¿q-qué es lo que hace? Entiendo que usted no tiene los medios para tratar con sanadores, pero yo sí si es lo que hace falta. Dice que… mi marido murió a causa de esta, ¿es posible que pueda ser erradicada si se diagnostica con la anticipación suficiente? — sé que pido muchas cosas, las cuales salen atropelladas por mi boca al hablar, pero siento que no he terminado de lidiar con un problema que ya tengo otro llamando a mi puerta. — Quiero más datos, más información, la necesito. Se trata de mi hija, ¿usted tiene hijos? — ruego, a sabiendas de que podría estar buscando información más validada por mano de un médico cualificado, pero es a lo que me aferro al conocer que esta es la última cara que vio mi marido antes de morir.
    Mohini R. Khan
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    Aún tengo el fantasma de la muerte persiguiéndome desde que vimos partir al papá de Lara. Hubiese preferido no saber, que sea solo un tipo del norte como tantos otros que ha muerto por no conseguir atención médica adecuada... Pero no, no fue así y ahora no me puedo quitar el sabor amargo de la boca. Quizás es por ésto que Adam se pone tan poético y sentimental a veces, porque desde que ocurrió lo único que quiero hacer es correr al Capitolio y abrazar a mis hijos, para que sepan que me tienen y que no planeo morirme en un futuro cercan, que estoy sano y ellos también lo están, pasar tiempo en familia.

    Pero no puedo hacer eso, así que pongo todo mi empeño en localizar a la familia del hombre y luego de eso salgo tan rápido como puedo de la cabaña que tan mal me ha puesto. Me distraigo consiguiendo algunas cosas, un par de teléfonos y artículos que nadie echará de menos pero me permitirá conseguir un par de galeones en el mercado del doce. Lo más inteligente de mi parte sería dejar pasar el día e ir cuando la reunión de Adam haya terminado, pero no sé si es mi lado morboso o qué pero algo me lleva a querer estar presente cuando la señora Kahn reciba la noticia.

    Veo como se reúnen a dos pasillos del que yo me encuentro y voy acercándome a ellos lentamente, con la capucha cubriendo mi cabeza para no llamar la atención. Incluso tomo uno de esos aparatejos que te permiten escuchar a distancia y me hago una idea del punto de la conversación en el que están. Dejo el aparato en su lugar fingiendo estar poco satisfecho con su funcionamiento y luego me acerco hacia donde está la pareja. Demonios que Lara es igual a su madre.

    - Sí tiene, yo soy su hijo - bromeo a modo de presentación con una sonrisa y le doy una palmada en el pecho al viejo - Georgie Hunt, fui quien la contactó - me presento tendiéndole la mano. Creo que necesito un par de lentes porque la depresión que hay en sus rostros no podía captarla de lejos, así que solo hago unas señas para darles a entender que estaré por aquí cerca por si me necesitan y me doy la vuelta para volver a los puestos.

    Saco mis productos de mi bolso y se los tiendo al comprador sin estar prestándole verdadera atención. Me cuesta un poco, pero entre el barullo puedo oír la conversación de Adam y Mohini, me concentro en ella.
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    Asiento con un movimiento seco del mentón, el nombre de su hija no me es indiferente porque lo leí al pie de la fotografía que el hombre guardaba, en cambio el nombre de su esposa me sigue siendo ajeno. No las mencionaba durante sus consultas, en el último tiempo era incapaz de articular un sonido. En mi mente he fijado a esta mujer como "la señora Scott", que eso mismo actúa como un obstáculo que se interpone a mis recuerdos. Es tal la desolación en su rostro que creo verla palidecer, si bien su piel sigue siendo un par de tonos más oscura que la mía, y por impulso que surge de alguna parte, que disfrazo de un gesto de consuelo, abro la palma de mi mano para ofrecersela por encima de la mesa de esta adivina que dejó sus arcanos tirados, así como la suerte acaba de colocar a esta mujer en una situación en la que las cartas fueron barajadas y tendrá que buscar la manera de jugar con ellas. —Es la enfermedad de Huntington, muchos de los primeros síntomas pasan desapercibidos, pero van afectando la vida y las relaciones de estas personas, sus emociones, se hace difícil convivir en familia— explico, como me pidió que lo hiciera, —el deterioro físico va apareciendo después, se vuelven incapaz de lo cotidiano y en el último tiempo, tienen una dependencia absoluta con su cuidador. Sé que su hija es jóven, es posible que con el conocimiento de esta enfermedad se replantee ciertas decisiones— digo, es casi la misma edad que tienen mis hijas, y no logro recuperarme aun de la muerte injusta de Kayla, como para atravesar el dolor desgarrador de tener que despedir lentamente a una hija a quien la fuerza de su espíritu lo va abandonando.

    Sí, así funciona. Si ella obtiene un positivo, sus hijos si los tiene, serían potenciales portadores, y en verdad, espero que sea un negativo...— musito, no miento en mi mirada que le expresa la pena que siento por ella, siempre creeré que la peor de las crueldades posibles es decirle a quien dio vida a un hijo, que esa misma vida se está consumiendo. —No hay una cura, no a mi alcance al menos. Le aconsejo que hable con su hija cuando tenga la oportunidad y se sienta con la fuerza de ser su apoyo, porque lo necesitará. Busque un buen sanador, y siempre puede volver a buscarme si necesita información sobre medicina muggle— es lo que tengo para ofrecerle, se siente tan poco. Una angustia aguda me embarga por su pregunta, mi mirada se quiebra al querer contestarle. La interrupción de quien hizo posible este encuentro me quita la posibilidad de contestar con la verdad, se presenta como mi hijo y por la mirada que le lanzo espero que entienda que su sonrisa está fuera de lugar. Se retira así como se acercó, a una distancia en la que puedo ver como vuelve a sus oficios, vendiendo lo que ha tomado prestado de otras personas. —Tuve una hija, falleció siendo poco más que una niña. También la crié solo, como entiendo que usted lo hizo con Lara. En serio, lo lamento. Sólo me queda decirle que busque un buen médico, en el Capitolio los habrá y...—, trago con fuerza y procuro encontrarme con sus ojos, mi mano queriendo tomar la suya. —Lo siento de veras, Mohini.
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    Mohini R. Khan
    No proceso lo que me está diciendo, juro que mi cerebro está captando todas sus palabras, pero él mismo parece que las filtra y las envía directo a un túnel cuyo destino final es el de un agujero negro que se las traga sin darme tiempo a ponerlas en conexión. Soy consciente de que ese agujero también está creciendo en mi pecho, ahí donde se aloja mi corazón hay una parte que se quiebra, y no estoy muy segura de si es por lo que suelta que empieza a tener efecto en mi interior o que soy yo la que está resquebrajando sus paredes con un cuchillo imaginario. Porque la culpa me carcome y no encuentro otra manera de lidiar con ella que la de querer poner en mí misma lo que personas como mi marido han sufrido. Sé que su corazón está roto, me corrijo, estaba roto, porque quiso despedirse de su familia, de su hija, pero el mío estaba cegado por el egoísmo que no quiso verlo, cuando hubo un tiempo en que no necesita ver de nada, solo necesitaba sentirlo para saberlo. Me pregunto cuándo fue que eso cambió. Probablemente cuando me di cuenta de que su regreso no traería nada bueno para una hija que ya hacía tiempo se había acostumbrado a vivir sin su presencia, que por eso hacemos las madres lo que hacemos, buscamos no dañar a nuestros hijos independientemente de quién salga lesionado, incluidas nosotras. Es en este momento que me percato de que yo escogí por mi hija antes que por mi marido, y si no me desplomo aquí mismo es porque sigo pensando por ella.

    Soy consciente de que no estoy hablando demasiado, el mutismo no es propio de mí, a pesar de que ahora parece que es una de mis características más notables por como me presento. Carraspeo, lo siento necesario cuando me digno a elevar la voz, la misma apenas llega a formularse hasta que bien empiezo la frase. — Sus hijos y los hijos de sus hijos… ¿todos podrían ser portadores de ese gen? Si ella lo tiene, se lo pasaría a sus hijos, y así en adelante, ¿es eso? ¿así funciona? — no es que no entienda de genética, es que estoy tratando de ponerle un orden a todos los pensamientos que se pelean en mi cabeza de forma que me es imposible colocarlos en una fila organizada. Pienso en mi hija, en la suya, esa que está creciendo en su vientre y que cada día se vuelve un poquito más real. Ni siquiera me paro a mirar mucho al hombre que se nos acerca pese al apretón extraño que siento en el pecho, su presentación también me pasa desapercibida cuando empiezo a sentir que me falta el aire. Creo que he perdido algo más que el color en el rostro, he perdido la noción sobre cualquier cosa conocida, y solo atino a dirigirle una mirada que pasa a centrarse en el hombre pelirrojo cuando interrumpe. — ¿Cómo… cómo decía que se llamaba? — me encuentro un poco desorientada, eso voy a reconocerlo, pero no recuerdo el que haya mencionado su nombre, lo necesitaré si las respuestas que encuentro no son las indicadas.

    Lo lamento. — es lo único que me atrevo a murmurar sobre su hija, a pesar de que no me gustaría ser a la que se lo dijeran, en mi cabeza solo hay lugar para una cosa. — ¿Murió acompañado? ¿Sabe si sufrió? — porque creo que no podría soportar la respuesta, me decanto por ignorar mis intentos de remover en la herida que he creado. — Sé cómo se debe ver esto, una mujer que no atiende al llamado moribundo de su esposo… No voy a darme excusas, pero mi hija, Lara, daría lo que fuera por ella, hay ciertos riesgos que una madre no puede tomar con tal de protegerla, como padre espero que lo entiendas. Por eso quiero agradecérselo, por ser quién cuidó de Lawerence cuando yo no estuve, porque estuve cuidando de su hija, y lo seguiré haciendo. Solo… me gustaría mantener el contacto, buscaré un médico, haré todo lo que me ha dicho, pero si no encuentro el modo… — no, en mi cabeza esa no es una opción, que no termine la frase es una manera de retractarme sobre mis propias palabras. — Se tomó muchas molestias por un hombre que ni siquiera conocía, le agradezco por eso. — mis ojos pierden algo de brillo con eso último, pero no puedo desmoronarme ahora, simplemente no puedo.
    Mohini R. Khan
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    Asiento en silencio para darle la confirmación de que esta es la herencia que ha dejado su esposo a su hija y a sus nietos, también a sus bisnietos, salvo que un negativo concluya el legado. —Así es— digo con un suspiro, tendré que decirlo todas las veces que haga falta en lo que dure su confusión, que es natural en estos casos, nadie se toma a bien y tiene todas las respuestas cuando le dicen que la única familia que les queda, podría morir. Es comprensible que su mirada se ciega a todo lo que le rodea, que tanto Dressler como yo seamos para ella voces que le llegan de alguna parte, que apenas repare en nosotros. No le puedo pedir que vea un poco más allá del dolor que la embarga en este momento, aunque conozco el sentimiento y no es dolor lo que siente aún. Cuando se recibe el golpe, lo primero es el aturdimiento, el dolor está, pero es una sensación anulada. Al desaparecer el aturdimiento, es que el dolor que para entonces ya se extiendo por todo el cuerpo, lo que nos estremece todos los nervios y comienza la agonía, que con un positivo continuaría, se haría peor, un calvario en vida. —Adam— contesto, desapegado de ese nombre que no pertenece, menos aún en este instante en que reconocerla me hace más consciente de mí mismo como nunca. —Adam Rothemann— es el nombre que le va a servir si pregunta por mí en el mercado.

    Tendría que serle honesto, a la larga podría ser una experiencia por la que también le toque pasar, pero no quiero seguir siendo la persona que lastima a Mohini. —Yo lo estaba cuidando cuando sucedió, y todo lo que sintió fue paz, como la que no sentía desde hacía años. Murió deseando que ustedes lo perdonaran, no sé si por acciones o por esta enfermedad, espero que puedan hacerlo, ya pagó sus faltas en vida, todo lo que se merece es paz— murmuro, buscando en mí la comprensión del abandono a un moribundo y en verdad lo entiendo, los muertos y los ausentes no tienen derecho a importunar, nadie puede criticar que se coloque a los vivos por delante al tomar una decisión. Lo triste es que al final todos los caminos se encuentran en el mismo punto, la vida y la muerte están separadas por un velo muy fino, los vivos y los muertos conviven todos los días en este mundo, por culpa de la memoria, la maldita memoria. —No conocía a Lawrence, lo acompañé porque es lo que hago. Nadie merece morir en soledad, créeme cuando te digo que esa es la peor muerte de todas— susurro, retiro mis manos de las suyas para toquetear las cartas que han quedado sobre la mesa y le doy la vuelta a la que está encima de todas, para encontrarme con la figura de un ángel que anuncia un juicio.

    »Merecemos morir viendo los rostros que amamos, sosteniéndonos a la mano de un amigo o con el alivio en el pecho de que lo hemos dado todo, de que lo hicimos porque era en lo que creíamos, que entre la multitud se encuentran quienes le dan sentido a nuestras decisiones. Porque la muerte nunca es justa, pero puede ser amable, darnos en un último segundo todo por lo que valen años de vida— pienso en voz alta, lo hago para evadir todo el tiempo que pueda una cuestión que podría dejar ir, se abren dos caminos para mí y tengo que tomar una elección. Si no me reconoce puedo marcharme sin más o puedo forzar la verdad. Agradezco a la vida este momento que me dio en el cual puedo volver a verla, como una persona distinta a la que la abandonó, aunque siga sin ser una persona mejor. Su familia incluso después de todos estos años volvería a maldecir sobre mi cabeza y a señalarme como inadecuado, con razones entendibles. —Mohini…— musito, me demoro un segundo eterno, —perdón—. Lentamente abandono la mesa para ponerme de pie, coloco mis palmas sobre el mantel y la miro con la intensidad que no puedo ocultar porque estoy en lucha con mis palabras, que no dicen todo lo que quiero decir. —Es lo que Lawrence quería decirte, y aunque no lo dijo, sé que también quería decirte que te amó hasta el final.
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    Mohini R. Khan
    Adam Rothemann. Hago una nota mental con su nombre, pero no creo que me sea siquiera necesario, no cuando es el del hombre que vio por última vez a mi marido con vida. Sé que se me ha grabado en el cerebro de inmediato, a pesar de que no establezco ninguna relación con su figura más allá de que su rostro termina por recordarme a alguien que conocí. No se lo digo, probablemente me esté queriendo aferrar a algo conocido cuando parece que todo lo que ha sido de esa manera en mi vida se ha convertido poco a poco en desconocido. Porque pensaba haber visto a Lawerence en una última ocasión, cuando no lo había sido, creía que estaba muerto cuando la verdad es que aun le quedaba tiempo para dar su último respiro. No le reconozco, pero tampoco me reconozco a mí misma. — Gracias, Adam, por todo lo que has hecho por él, por mi marido, el que no haya estado para él en su peor momento es algo que cargaré por el resto de mi vida. — porque aunque quiera decirme que es lo que hace, sé que en el fondo no tendría por qué haberlo hecho, y eso me produce cierta satisfacción en el pecho dentro de lo miserable que me siento, porque aun existe gente en este mundo que daría lo que tiene por alguien que no conoce, que solo ha tenido la desgracia de caer en una y verse solo en ella. — Pero ahora me toca cuidar de mi hija, es todo lo que he querido siempre, lo crea o no. — repito, nunca parece suficiente a pesar de que en mi cabeza es todo en lo que puedo pensar estos días.

    Agradezco el contacto, aunque no lo parezca por la expresión chupada de mi rostro. Ya lo he dicho con anterioridad, pero las lágrimas no será algo que una persona vea de mí, pero sí puede verse como resisto esa misma presión en mis ojos, porque al final somos lo que somos, y no podemos hacerlo solos. Nos necesitamos mutuamente para resistir lo que vino y lo que vendrá después, lo que dejamos atrás y lo que estamos por recoger. Si se me escapa una lágrima no es porque esté rompiendo mis principios, sino porque hacerlo con un extraño no se me hace tan pesado como de hacerlo con alguien que pueda conocer de lo que pretende ser una fuerte fachada. Aun así, me aseguro de apartar el agua que cae veloz por mi mejilla de un manotazo que me hace mirar hacia arriba, apartando la vista de los ojos claros del hombre por un segundo. No soy capaz a responder a lo que dice, porque no creo que este hombre sea consciente del amor que nos teníamos el uno por el otro, de como nuestras miradas se compenetraban en una cuando estábamos en la misma habitación, no tiene idea de como era el ver a un padre compartir su felicidad con su hija, una que vio crecer hasta que las mentiras se toparon con nuestro camino. Toda una mentira que no me costaría olvidar si la hubiera conocido desde un principio, porque para tragárselas se necesita hacerlo del tirón, no más de diez años después cuando la misma ya se ha hecho demasiado grande como para poder atravesarla. — Espero que él también haya sabido perdonarme, por no darle una última oportunidad. — sé que en la vida tenemos ciertas oportunidades que no debemos dejar pasar, yo lo hice con esta, pero no volveré a cometer el mismo error.
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    Tal vez…— murmuro, siendo generoso con ella en mi intento de consolarla porque se trata de ella. —Tal vez hay un lugar para cada uno donde debe estar, cumpliendo con lo que debe hacer— opino. Suele suceder que son lugares que colocan a dos personas en extremos de la vida en los que nunca se cruzan, con una distancia inabarcable en medio, por más que alguna vez hayan coincidido, de eso hace tantos años que el olvido se encargó de borrar las evidencias. Hemos sido colocados en los sitios que debíamos ocupar, nuestras decisiones hicieron su parte para marcarnos posiciones. —No te lamentes por no haber estado con tu marido esos días, no has hecho más que mantenerte al lado de tu hija y es lo mejor que podrías haber hecho por él—. Es una ciudadana con derechos en Neopanem, por amor al cielo, su marido era un repudiado por elección. Seguir su rastro hacia aquí la expone, podrían cuestionarle su andar y vincularse con otros exiliados, venir a cuidar de un marido moribundo la hubiera sacado del lugar que ha estado ocupando por años, que seguiré ocupando. Yo mismo, ¿quién soy para querer abrir un camino que vuelva a aproximarnos? Exhalo el aire por mis labios entreabiertos en un suspiro quedo, el contacto de su mano es tan real que es un contraste agradecido a los sueños vividos de mi pasado que se desvanecen al amanecer.

    Viejas normas me obligan a querer buscar un pañuelo para tendérselo, así tiene con qué disimular sus lágrimas, si necesita de una excusa para esconder su rostro, no me molestaría quedarme sentado por horas escuchándola llorar, lo haría porque la práctica me hizo un hombre paciente y porque cada gesto es un atisbo a la persona en la que se ha convertido. Sus ojos se ven más cautelosos, su mandíbula mucho más dura. Sus palabras son un océano profundo de interpretaciones posibles abarcado en un ruego tan breve de perdón, que respiro hondo para poder despedirme de ella con la tranquilidad que pueda darle al decirle que siempre, mientras se ame, el perdón a todo es un hecho. Lawrence la amó hasta su último respiro como para perdonarlo todo. La cuestión es cuando el amor se acaba, toda esa misericordia que otorgábamos a la persona amada se quita a capricho y se reemplaza con una justicia de ojos sin venda. —Una vez conocí a una muchacha, fue la primera vez que me enamoré en la vida, la abandoné cuando me enteré que estaba embarazada. No era más que un chico, un par de años más joven que ella, le había mentido sobre mi edad. Fui cobarde, egoísta. Estaba asustado porque su familia se oponía, tomé la salida que me mostraron…— relato, mi voz tan hueca que parece venir de otro lugar, tal vez de hace cuarenta años atrás. —Nunca la olvidé, esperaba que hubiera tenido una buena vida, que hubiera vuelto a amar, que tuviera otros hijos que acompañaran al primero. ¿Crees posible…?— vacilo, tengo que sostenerme a la silla con mi mano aferrándome al respaldo. —¿Crees posible que esa muchacha pueda perdonarme si fui quien acompañó a su marido enfermo? ¿Si fui quien cuidó del hombre que amaba?
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    No lamento el haber dedicado todo lo que soy a mi hija, me arrepiento de haberle dado esa imagen a mi marido, el de una mujer enfrascada en sus propias decisiones egoístas que no tuvo el valor de acogerlo cuando más lo necesitaba. Son muchas las preguntas que podría hacerme sobre lo que podría haber hecho diferente, pero somos humanos, al final todas nuestras acciones van dirigidas hacia la equivocación, porque de ellas sale el aprendizaje que utilizaremos más adelante. Es la lección que estoy tratando de enseñarle a Lara ahora que está formando su propia vida, una familia de la que me hago partícipe por sangre, pero también porque decido estar. La decidí por encima de Lawrence, y no es ahora que pretendo echarla a perder, después de todo lo que nos ha llevado hasta aquí. Sí, este hombre me confirma lo que he sabido desde hace años, que mi esposo murió, puede que no cuando lo creímos, pero el tiempo no cambia los hechos, cambia los remordimientos y las nuevas luchas internas, esas que se acumulan dentro de mi pecho a pesar de mantener el rostro lo más sereno que puedo.

    Mis intenciones no son las de alargar mucho más el encuentro, agradezco el contacto de sus manos y el detalle del pañuelo, pero lo que aquí nos concierne ya ha sido puesto sobre la mesa, de modo que doy un paso hacia atrás, casi agachando la cabeza a modo de despedida cuando es quién vuelve a hablar. Sus palabras no me pasan desapercibidas, claramente, me suenan extrañas, sí, pero no es nada a lo que no esté acostumbrada estos meses. Es lo que dice lo que me produce el volver a girar parte de mi torso hacia él, deshaciendo el paso que di con anterioridad para posar mis ojos oscuros en los suyos claros, un contraste tan peculiar que por un momento me siento idiota por no haberlos reconocido antes. Pero es evidente que no podría haberlo hecho, ¿cuántos años han pasado? Son demasiados como para ponerlos en orden, contando que me gustan las matemáticas, esta vez se me hace complicado el pensar un número concreto. — ¿Cómo…? — ¿cómo es posible…? ¿cómo ha llegado hasta aquí? Es lo que me gustaría preguntar, pero encuentro algo inconclusa esa pregunta, no daría pie a que entendiéramos la misma forma de contestar.

    Eso fue hace mucho tiempo… — digo en su lugar, tras una pausa demasiado larga que me obliga a recorrer las facciones de su rostro más allá de la extensión clara del océano que se extiende en sus ojos. — Eran otras épocas, tan solo éramos unos críos, ilusos e ingenuos, sin ningún sentido de la responsabilidad. — no sé porqué trato de excusarlo, quizás porque, en efecto, han pasado muchos años como para mantener un rencor que estoy aprendiendo a dejar con el tiempo. — Tuve a ese bebé, y lo quise por todo el tiempo que pude sostenerlo, como lo sigo queriendo, pero creo… creo que deberías pasar página, tal como yo lo hice. — ahora que somos adultos, que puedo mirarle de frente y decir esas palabras sin temor, es que reconozco que en realidad, la culpa siempre la he llevado arrastrada, la diferencia es que me he encargado de mantenerla bajo presión hasta que ha llegado un punto en el que globo se ha terminado por hinchar demasiado. — No es bueno vivir del pasado. — como tampoco lo es esperar a que llegue el futuro. No sé donde estará mi hijo, nuestro hijo, es un conocimiento que se sale de mi capacidad, pero creo que no podría soportar la información en caso de que no fuera favorable. Quizás… solo quizás la ignorancia en estos momentos me haga más cobarde, pero también más fuerte, porque eso significa que puedo mirar hacia delante a sabiendas de los infortunios que se viven cada día.
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    Sucedió hace tanto tiempo, un tiempo que ha quedado tan atrás por todo lo que vino después, puedo volver a reconocer a ese chico de quince años en mí porque la estoy viendo a ella, pero era un recuerdo perdido detrás de muchos otros, que no encontré en décadas porque otras heridas por ser de un dolor más reciente, opacaron el dolor de aquella. Y es cierto que el tiempo ayuda a la cicatriz, se ha cerrado para nosotros esa época, con todas las ingenuidades que teníamos de niños y las promesas que pude hacerle alguna vez, pero sus palabras tiran de los hilos de esa cicatriz y vuelven a abrir el corte. Parte de ser egoísta al imponer la despedida, de ser quien abandona, es el convencimiento a la propia consciencia de que se ha hecho lo mejor. Saber que la decisión que tomé diciéndome ser noble, confiando en que sus sobreprotectores padres podrían también extender ese sentimiento hacia un nieto que nació demasiado pronto, no hizo más que castigarla a perder a un primer hijo se suma a las culpas con las cuales ya cargo.

    Puede decir que hay que pasar página, que eso ha quedado demasiado atrás, pero me hunde en el sitio en el que estoy parado y se retuerce la voz en mi garganta haciéndome incapaz de encontrarla para pedirle tal vez perdón, una vez más. Comprendo en este momento como no lo hice hace tres minutos que una petición así es insuficiente, no cambia nada, el pasado está escrito con una tinta imborrable y somos el testimonio de todas nuestras malas decisiones y las que tomamos para procurar recuperarnos, como lo ha hecho ella. ¿Quién soy para demorarme cinco minutos más en la vida de Mohini Khan? Sólo un miserable sujeto que arrastra su pasado y sus arrepentimientos como cadenas, no hay día en que no piense en el pasado, y mientras tanto ella ha continuado, siguió adelante a pesar de todo y de cada situación ha hecho un capítulo por cerrar. Soy sólo yo importunándole, tirando sobre esta mesa de cartas de tarot un montón de recuerdos rotos, y me siento avergonzado, profundamente culpable por todo lo que pasó, no quiero hacer otra cosa más que huir, como lo hice hace tantos años que ya he perdido la cuenta. Somos dos personas en este presente de los que nada queda de aquel tiempo, ni siquiera un hijo en común, todo se ha desvanecido. —Búscame como Adam Rothemann en este Mercado si necesitas ayuda con lo de tu hija y— señalo a Dressler que ha quedado al alcance de nuestra vista, —si lo ves a él, sabrá llevarte a donde estoy—. Se me parte un poco el corazón al dejarla sentada frente a esta mesa donde se ha echado la suerte a un montón de personas y espero a que recoja la suya, para que otra vez tomemos caminos distintos, como supongo que es el final inevitable de todos los amantes equivocados. —Adios, Mohini— murmuro, si es que me escucha.
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