The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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The stakes are high, the water's rough • Hans
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Recuerdo del primer mensaje :

Como una bala cruza en limpio la arena húmeda y se estrella contra la marea agitada que avanza sobre la orilla, se pierde en la profundidad del agua gris hasta que su hocico rompe la superficie, seguido de su cabeza con sus orejas en puntas. Con sus patas empapadas nada de vuelta a la costa, todo su pelo pegado a un cuerpo menudo. Tengo que llamarlo con palmas porque no es obediente al nombre que me dijeron que tiene, el que trataron de inculcarle por un año. Cada vez que se zambulle al agua se me sube el corazón a la boca, me da miedo que sea devorado por un mar que en estos días se ve más feroz, pero como todo perro criado en el distrito cuatro, se mueve tan bien en el agua como lo hace al caminar sobre sus patas. Consigo que venga a mí, lo tengo al alcance cuando de repente se sacude entero para mojarme con gotitas sueltas el abrigo que me puse encima del pijama, tan grande que la redondez de mi vientre pasa desapercibido. Si me quejo de un poco de agua, eso es nada cuando el resto del camino a la casa lo hace metiéndose un par de veces más al mar y después revolcándose en la arena. Para cuando lo hago entrar por la puerta trasera de la cocina, no es la bola blanca que fui a buscar, sino un monstruo mojado y sucio que recorre toda la cocina hurgando con su hocico cada rincón.

El sonido que proviene de arriba de las escaleras hace que levante las orejas y su emoción es visible en su cola que se agita de un lado al otro. Escucha los pasos que van bajando los peldaños, no necesita de otra señal para aventarse fuera de la cocina, tan veloz que su víctima no podría verlo venir. A quien si se lo hubiera dicho por anticipado, quizá tal asalto del animal no habría sido tan inesperado, pero se suponía que era una sorpresa, por eso fui a la casa de mi vecino antes de las siete de la mañana y estoy revolviendo la alacena para encontrar el frasco de café que se me hace tan necesario como el oxígeno a estas horas. No sigo al perro, ¿para qué? Puedo contar hasta diez en voz alta hasta que venga por sus propias patas, siguiendo a un Hans que se habrá sacado el sueño con el sobresalto. —Nueve... ocho...— cuento. Me tomo el trabajo de batir el café en mi taza por el gusto de oír la cuchara contra la porcelana, mientras mi boca se abre para soltar un bostezo. —Siete... seis...— sigo, —cinco...—, y como puedo oír a Hans a unos pasos, apuro el conteo. —Cuatro, tres, dos...—. No puedo llegar a uno, que lo veo en el marco de la puerta a la cocina. —¡Feliz cumpleaños!— le muestro mi mejor sonrisa, pese al sueño con el que cargo y lo despeinados que están mis mechones por el viento de la playa, que todavía no me saco el abrigo porque sigo tiritando del frío.
Anonymous
Invitado
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Me trago una carcajada al cruzar mis brazos, le echo una mirada que habla por sí misma al arquear mis cejas. —Yo diría que muchas de las cosas que conseguiste fue por usar tu boca— apunto, y es así como despido a todas mis castas intenciones para que se vayan por la puerta trasera de la cocina, con una sonrisa que desafía a la suya. Reafirmo el amarre de mis brazos para mantenerme a una distancia segura — para él—, con mis manos aferrándose a la tela de la cintura, así no caigo en sus provocaciones y acabo por darle la razón en sus acusaciones infames. —No es cierto, también te veo como fuente de calor donde puedo acurrucarme, en este invierno en el que se me enfrían los pies— digo con un tonito falso de pura inocencia, y libero una de mis manos para presionar la palma en un lado de su cuello cuando lo veo estirarse para mirar por la ventana. —Tan caliente, siempre— musito, no reprimo la carcajada ronca que sale de mis labios, que se lo merece por estar haciéndose el desentendido.

Sí puede escucharte—, ¿o no? Sé que me escucha a mí porque lo leí, pero no quiero tener a un Hans desconsolado por la indiferencia de una de sus hijas en el día de su cumpleaños. Paso mis dedos por algunos de sus mechones largos para peinarlos hacia atrás cuando se inclina lo suficiente como para estar a altura del vientre, y aguardo a que pueda detectar el movimiento del bebé con mi ayuda, estoy siendo lo más precisa que puedo con los puntos en los que siento las pataditas. —Si era un cuento de cuando eras niño, no me equivoco al decir que es nombre de abuela. Casi que tienes treinta y cinco, ¿sabes?— digo, dándole un año más para redondear, como si me llevara una década una diferencia y no unos pocos tres años. —Usa tu imaginación. Trata de sentirla, son pataditas muy suaves y tienes que concentrarte— lo animo a que siga intentándolo, así como no me rendí en saber si era niña o niña cuando decidí que no me iría del consultorio sin saberlo. Dejemos fuera el hecho de que salí del consultorio sin saberlo.

¡No, Hans! ¡Espera! ¡Qué estás un año más viejo y yo estoy diez kilos más pesada que el año anterior!— grito, lo suficiente como para que la perra nos preste atención, pero no para hacerlo desistir a pesar de mi alarma porque nos vayamos todos a la mierda, bebé y frasco de galletas incluidos. Las tazas nos pueden seguir levitando, las galletas las llevo seguras conmigo. —Vas a doblarte la espalda así y andarás como un viejo quejica— comento, sujetándome de su hombro con una mano que se aferra con miedo de que caigamos rodando por esos escalones que vamos subiendo. —Por cierto, ¿has visto que te salieron más arrugas?— bromeo a su costa, aprovechando la cercanía para marcarle algunas líneas en su rostro. —Marlene no me gusta, es muy simple. Minerva… ¿qué tienes con los nombres anticuados? Se sentirá de ochenta años cuando tenga ocho. Tengo que reconocer que Mathilda suena mejor, ¿estás usando la táctica de proponerme nombres más feos para que me quede con el menos feo?— pregunto con una sonrisa, que siempre le juzgo por anticipado ciertas mañas.

La cosa que pasa zumbando a nuestro lado para llegar primera a la cima de la escalera casi nos hace perder la estabilidad y muerdo entre dientes una maldición. —Calla, que la perra no sabe de quién es cada cuarto. Puede que se meta en el de Meerah…— digo y reconozco que eso es bajo. De todas formas, si la molesta a ella, entonces sí la casa se llenará de griterío y lamentaré no haber esperado un poco más para traer mi regalo. —Bien, bájame…— pido, que si vuelvo a tener mis pies en el suelo puedo planear otra salida de escape. Dejo el frasco de galletas en uno de los peldaños para tener mis manos libres y poder posarlas sobre sus hombros, donde limpio rastros invisibles de algo con mis dedos. —Como hoy es tu cumpleaños, vamos a jugar a algo, ¿sí? Algo así como… un viaje en el tiempo— le explico, que estamos muy desabrigados para salir y enfrentarnos al viento helado de la playa, así que tomo su mano para encaminarlo al único refugio de la casa en el que se puede estar a solas, precisamente debajo de la escalera. Sacudo mi varita para darnos un chispazo de luz en el armario donde cabemos apenas y un par de cajas apiladas con cosas que me traje del distrito seis, objetos más personales que las otras que tengo en el taller. Por supuesto que no me olvidé del frasco, que recuperé antes de bajar, y lo coloco en mi regazo cuando me siento en el suelo con toda comodidad. —¿Cuántos años tenías la última vez que te metiste al armario con una chica? ¿Catorce? ¿Dieciséis? — bromeo, llevándome la primera de las galletas a la boca. Supongo que las tazas se han quedado levitando en el pasillo.
Anonymous
Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Tengo más de un reproche muriendo en mi boca, pero creo que el que más me preocupa es el de la edad —  No me sumes un año, muchas cosas pueden pasar hasta que cumpla treinta y cinco — que no lo quiero pensar como la mitad de la carrera hacia los cuarenta pero… sí, ahí se asomó la idea, de seguro mañana me encuentro canas — ¿Cómo se supone que la sienta? Tú no tienes todo este espacio y piel que te separa de ella — es irónico, porque sé que estamos cerca y aún así la siento intocable e inalcanzable. Lo que me queda es suponer que debo esperar hasta que su barriga crezca, que su cuerpo se encuentre incómodo dentro del reducido espacio y los piecitos se asomen en su máxima expresión, antes de que tome la forma de una persona real que llora, babea y sigue llorando. Obviemos de que carezco de imaginación, si no hay patadas, no voy a sentirlas.

Omito sus gritos y advertencias, aunque mi cuerpo no lo hace y sé que me balanceo más de lo normal, cuando antes esta tarea era de lo más sencilla. Vamos, que alzarla era la mejor técnica para nuestros encuentros entre los archivos del ministerio, rodeados de espacios reducidos y estantes no tan cómodos — Es por el estrés — le gruño, tengo que aguantarme las ganas de llevarme las manos a la cara para chequear que lo que dice es verdad, así que opto por entornar la mirada en su dirección — ¿Tan mal me veo? — y es una pregunta seria, quizá deba escuchar los consejos de mis secretarias y volver a reservar las sesiones de masajes que he dejado olvidadas. Al menos, algo de lo que dice me saca una sonrisa — ¡Minerva era una diosa romana más que importante! Aunque si nos vamos por ese lado… ¿Qué opinas sobre Juno? — que se salta con la tradición, así que me deja pensando — Mathilda me sigue gustando más. Podemos buscarle un apodo bonito — quizá, así ceda un poco.

¿Es muy cruel desear que Meerah sea la víctima de esta mañana o todavía se me permiten esas cosas? Acepto el ponerla de nuevo en el suelo porque creo que mis brazos y piernas me lo están pidiendo, además de que he aceptado hace dos segundos que cualquier intento de romanticismo erótico acaba de morir hasta nuevo aviso. Mi cabeza se ladea en curiosidad a su sugerencia, frunzo los labios y golpeteo sus caderas con las yemas de los dedos — ¿Te robaste un giratiempo del trabajo? — me mofo, aunque el comentario se me pierde en el aire, porque ella pronto tira de mí hasta que puedo seguir un poco la línea de sus ideas — Lara… ¿De verdad crees que entremos bien aquí dentro? — que no se lo voy a decir, pero ella tiene algo que está un poco más grande que de costumbre y es una buena barrera entre ambos. Aún así, cierro la puerta detrás de mí y me quedo apoyado contra ella, no muy seguro de caber si me siento en el suelo — Quince. Fue la primera vez que una chica me dejó tocarle los pechos — me ahorro el remarcar que acabo de notar que han pasado casi veinte años, lo cual me amarga más que divertirme ante historias de un adolescente inexperto y algo perdedor.

Como tengo las piernas más largas, me siento de manera que me abrazo a las rodillas para darle espacio y apoyo el mentón en una de ellas — ¿Y qué estamos haciendo aquí, Scott? ¿Necesitabas del espacio para volver a saldar una deuda? ¿O vas a contarme sobre quién te parece atractivo en el ministerio? — me quito una pelusa inexistente del pantalón y noto que aquí hace un poco más de frío que en el resto de la casa con acceso directo a la calefacción, así que me aprieto un poco contra mí mismo — Oye, hablando en serio. Lamento haber reaccionado mal a lo de los perros. Solo que fue un poco inesperado, tú me entiendes — por no decir que jamás se me habría cruzado por la cabeza semejante visión, cuando aún no sabemos cómo se supone que vamos a cuidar de un ser vivo completamente nuevo.
Hans M. Powell
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Invitado
Invitado
Sujeto su barbilla con mucho cuidado de no romper el frágil equilibrio que mantenemos, para así poder estudiar las arrugas que se van marcando en su piel, dando más expresividad a cada una de sus muecas. —No te ves mal, te ves más adulto— opino, con la autoridad que tengo por haberlo visto cambiar con los años y muy a prisa en este último, demasiado a prisa. Decir que es culpa del estrés es minimizar la manera en que el ministerio lo consumió con tantos atentados y reformas legislativas. —Ya no te ves como un muñeco de torta— digo a broma, tratando de atrapar su mejilla con mis dedos, pero el intento queda en nada porque es arriesgado a nuestra estabilidad y la discusión por el nombre nos tiene en otro tipo de pendiente. —Una diosa a la que adoraron hace muchísimos siglos, es un nombre viejo— reafirmo, pese a que lo estoy considerando y Juno me gusta, sin embargo pienso en Meerah que no quiere un nombre que evoque a alguien muerto, ¿no es lo mismo usar uno que evoque a una diosa? Se carga con cierta expectativa al bebé que va a nacer. —Mathilda Scott— pruebo el nombre, como siempre lo hago. —Tengo que reconocer que suena bien— murmuro, sorprendida de esto. —Mathilda Powell. No suena mal, tampoco…— admito, tiene cierta presencia, sin imponer una personalidad.

El nombre de la niña es una discusión que tendremos que postergar un día más, porque la perra temporalmente sin nombre con M se lleva nuestra atención con su carrera hacia las habitaciones. —No, todavía no me robé ningún giratiempos— contesto, dando la vuelta para que bajemos por la escalera hasta la puerta que se abre a un diminuto armario. —Si te agachas un poco, puedes entrar— le indico, haciendo presión con mi mano en su nuca para que lo haga así y su frente no se choque de lleno con el marco. Tengo la risa picándome en la garganta cuando trata de adecuar su tamaño al espacio reducido del interior, en cambio con mis privilegios de ser menudo puedo apropiarme de un rincón y que mi panza sea mi única preocupación por robar un poco más de espacio al aire entre nosotros. —¿Quince? Pues, bienvenido a tus quince otra vez— digo en un tono de celebración, moviéndome una vez que se recuesta contra sus rodillas como si lo cohibiera esto y no porque le falten centímetros para estar a sus anchas.

Coloco mis codos sobre sus rodillas, así ahorramos espacio. —¿Deuda de qué sería?— pregunto, y me acerco un poco más en un falso aire de confidencia. —¿Eso es lo que quieres saber? ¿Quién me parece el más atractivo? ¿Por qué creo que vas a aprovechar esta oportunidad para averiguar todos mis sucios secretos?— pregunto con un dejo burlón en mi tono y una sonrisa que se mantiene igual cuando menciona lo de los perros. —Sí, lo sé. Te asusta lo inesperado, en lo que tardas en acomodarlo a tu sistema… de alguna manera terminas encontrándole un orden a todo y te adaptas— digo. Doy unos golpecitos a sus rodillas con mis dedos. —Por mal que suene, ¿puedes abrir tus piernas?— pido, así puedo acomodarme en medio de estas y recostar mi espalda contra su pecho. —Y no te olvides de tu función como fuente de calor, por favor— agrego, encargándome de que sus brazos crucen por mi cintura hasta quedar sobre mi vientre. —Ahora, ¿qué hacías cuando tenías quince años?— pregunto, el frasco abierto lo suficientemente cerca, porque todo aquí está cerca también las cajas en pilas, que puedo sacar otra galleta para comerla.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Ojalá fuese estar de nuevo en los quince, podría tomar decisiones diferentes que me salvarían de algunos errores del presente. No quiero ponerme en pesimista y amargar lo que nos queda del día, me aferro a los comentarios bromistas que se me hacen un poco más suaves que cualquier tontería que pueda largar al respecto del paso del tiempo — No lo sé, de seguro hiciste algo que deba solucionar, de nuevo. ¿Qué tal está el vaso que rompiste la semana pasada? — lo cual ella podría haber solucionado pero yo fui más rápido con la varita, obviemos que yo sí puedo agacharme con facilidad. Se me acentúa una sonrisa de labios apretados que no se borra y arqueo una de mis cejas — No lo sé. ¿Qué oscuro secreto tienes que confesar? Los sitios pequeños y poco iluminados son los mejores para ello, quizá deberías empezar a soltar la lengua. Según tú, puedo ser muy persuasivo.

Si no me hubiese adaptado, jamás habría sido quien soy ahora. Una de mis virtudes en la corte fue el saber siempre el mantener la calma incluso ante los imprevistos, pero me he dado cuenta con el tiempo de que las sorpresas personales me pesan mucho más, en especial si están ligadas a factores que me importan — La prueba del primer día sigue estando vigente — le aclaro, solo por si las dudas agudizo el oído a ver si puedo escuchar a la perra, pero desde nuestra burbuja no oigo nada. Estoy con la concentración puesta en ello, es por eso que ni respondo y dejo que acople nuestros cuerpos cómo le dé la gana, algo que se ha vuelto demasiado normal entre nosotros desde hace algunos meses.

El sonido de mi garganta que vibra dentro de mi boca da a entender que estoy meditando la respuesta. Aprovecho esos segundos en abrazarla un poco mejor y estirar las piernas lo máximo que puedo, lo que me da un aspecto de grillo gigante — Aún vivía en el uno. Los Black seguían al poder, así que... escuela muggle. Me iba bastante bien, era delegado del curso y pasaba el segundo turno haciendo deportes. No era una vida muy especial o única, ya sabes. Empiezas a beber y todas esas tonterías — dicho en otras palabras, fui un cliché de adolescente, tenía el peinado y todo. Mi vida era sana, los excesos llegaron en el Capitolio muchos años después — Me gustaba Ophelia Hamilton. Conseguí que sea mi cita para el baile una vez — comento con gracia, aunque me ahorro el detalle amargo de que no volvimos a salir porque su prima murió en los Juegos Mágicos y sus ánimos se fueron a la basura.

Estiro la mano para quitarle una galleta y mastico, percatándome de un detalle — ¿Dejaste los cafés en la escalera? Van a enfriarse — además, sé que los dos necesitaremos de esa dosis de cafeína más temprano que tarde — Cuando yo tenía quince, tú tenías doce. ¿Qué estabas haciendo mientras tanto? ¿Eras la niña que se imaginaba que terminaría en un armario con un sujeto mucho mayor? — me quito las migajas al meterme el resto de la galleta para ocuparme la mayor parte de la boca, así soy libre de meter la mano bajo su ropa para colocar ambas sobre la curva de su vientre y brindarle algo de calor.
Hans M. Powell
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Invitado
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No le contesto a sus pretextos de deuda porque me ocupo en mordisquear mi galleta, que partida a la mitad uso para apuntarle, en un movimiento que me acerca a él todo lo insinuante que se puede ser dentro de un armario y con mi vientre de embarazada entre nosotros. La manera en que curvo mi boca en una sonrisa provocativa es el amago de otra broma. —¿Ah, sí? ¿Usarás tu persuasión para que te comparta mis secretos escabrosos?— es un susurro que choca con sus labios, no llego a rozarlos, pero tampoco me aparto. —Tendrá que ser una persuasión muy buena, porque a estas alturas conozco tus maneras y veo tus trampas desde lejos— musito en una mentira piadosa, que a los zorros hay que marearlos haciéndoles perseguir sus colas. Si juego a ser más astuta que él, puedo acomodarme con tranquilidad contra su cuerpo, sosteniendo sus brazos a mi alrededor y abrigándome así del frío que se cuela por lo frágil del material de las paredes.

Escucho por encima de mi cabello ese ruido que me hace saber que está pensando, sonrío a la nada mientras espero, el destello en la punta de mi varita que ha quedado en el suelo es la poca luz que tenemos y sirve para encontrar la boca del frasco. Por poco me atraganto con las migas al reírme por esa imagen que describe de sí mismo, que no está demasiado lejos de lo que imaginaba. —Eras tan chico del distrito uno— remarco, con mi mano subiendo por uno de sus brazos. —No me equivoqué al pensar que eras un niño bien cuando te conocí. Si hasta la chica que te gustaba tenía un nombre tan snob— me burlo, porque a veces se me olvida que tengo treinta años y soy la que cae en el engaño de creer que tenemos quince años. —Ophelia Hamilton— lo digo con un tonito socarrón, modulando cada sílaba con una falsa formalidad. —Eras el chico que los profesores siempre ponían de ejemplo, ¿no? Y conseguías lo que te proponías, incluso la chica para el baile. Ella es la chica del armario, ¿verdad?— asumo. No se me escapa ninguna carcajada, pero la risa está presente en mi voz al girarme para besar un lado de su mandíbula con una caricia breve, que vuelvo a pensar en las tazas de café. —Podemos recalentar el café luego…—, siento que la promesa de un desayuno en la cama fue un fracaso. Estamos encerrados en un armario con galletas.

¿Eso es lo que crees? ¿Qué andaba por ahí fantaseando con llevarme delegados de curso al armario de la escuela?— contesto con preguntas que lo ponen en la situación de confirmarme que eso es lo que pensó, lo que me hace reír contra su cuello al quedar casi de perfil a él, que sus manos sobre mi vientre no me dejan apartarme de su pecho. Pese a la sombra de oscuridad que cae sobre nosotros, puedo distinguir ese mechón que le cae por la frente y lo tiro hacia atrás con mis dedos. —No era tan así, aunque te cueste creerlo era una niña inocente. Trataba de llevar a los rincones bajo las escaleras o la mesa de la maestra al niño que me gustaba para poder dar mi primer beso, sólo un beso, nada más. ¡Y no sabes lo que me costó conseguirlo! Intimidaba un poco a los niños, sacaba buenas notas en matemáticas y competía con ellos en cualquier deporte. No me tomaba a bien perder, así que me iba a las manos. Y bueno, no es algo que guste mucho a los niños en general…— cuando lo cuento a esta edad me río por eso, en su momento me enojaba mucho y era mucho más menuda, un metro de pura furia con el cabello negro y largo. —Mientras tú ibas al baile con Ophelia Hamilton, yo chocaba mis dientes con un niño debajo de la mesa de la maestra y me daba un golpe en la coronilla al querer salir de ahí— trato de comparar, de vernos en ese entonces, en un tiempo imposible para ambos de imaginar que acabaríamos en este armario.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No hay nada que pueda decir para negar lo que ella afirma, sé que estaría mintiendo y hasta me sumo a su risa sobre mí mismo. Sé que viví una adolescencia cliché, al menos de puertas para afuera, antes de regresar a casa y encerrarme en el dormitorio para no conversar con mi padre. Quizá esa era la razón principal por la cual estaba anotado en tantas actividades y pasaba horas excesivas con la cabeza en el estudio; cuanto menos tiempo me cruzara con Hermann, menos tendría que sufrir de él —  No llegas a ser ministro a los treinta y tres recién cumplidos si no eras el estudiante modelo de tu curso. Te imaginarás que no era demasiado popular entre los otros chicos —  tenía carisma, pero la utilizaba para los adultos y no para los pares que consideraba demasiado idiotas como para perder el tiempo con ellos. A veces creo que algunas cosas no han cambiado mucho —  Y no. Ophelia y yo nos besamos solo un par de veces, eso es todo. La chica del armario se llamaba Evie Lenoir y fue… bueno, una experiencia diferente e interesante —  nada de romanticismo para ese entonces, las hormonas eran un poco más fuertes.

El café quedará para después, eso es obvio. Mi risa se escucha sonora en un sitio tan reducido, logra camuflar incluso el sonido de mi remera rozándose contra su abrigo al estrecharme un poco mejor contra el calor de su cuerpo —  No me sorprendería, te gustan los ñoños —  al menos, eso es lo que llegué a asumir desde que empezamos a contarnos sobre nuestro pasado. Muevo mi cabeza en reacción a su caricia, echándola hacia atrás al recargarme mejor en la puerta —  No me digas… —  no me cuesta burlarme de esa anécdota, la sonrisa se me pinta cargada de ironía porque puedo imaginarme a una Lara Scott infantil intimidando a los niños, no importa la altura. Resoplo con un ruedo divertido de ojos y saco una mano de su ropa para echarle un mechón de cabello detrás de la oreja, así puedo verla mejor —  No estamos muy lejos de lo que éramos entonces. Todavía hay un armario, de seguro alguno se golpea tratando de salir de aquí… ¿Quieres que también choquemos los dientes? —   chasqueo los míos cerca de su boca y robo un beso furtivo de ella, reprimiendo así la risa.

 ¿Alguna vez piensas en eso? —  debe ser porque estamos en un sitio reducido con poca luz, sino no me explico. Apoyo nuevamente la cabeza y muevo la mirada hacia la única fuente de iluminación, guardo un silencio personal antes de explicarme —  En que fuimos niños, tuvimos toda una vida antes de terminar aquí. Y a pesar de las diferencias, acabamos siempre cruzándonos con personas hasta que terminamos compartiendo un cumpleaños, una casa y un bebé. Sé que suena como una crisis existencial, pero me he estado cuestionando muchas cosas desde que supe que estabas embarazada —  supongo que las cosas cambian, los puntos de vista también, en especial cuando te das cuenta de que tu vida se ha puesto de cabeza. Apoyo el mentón en su hombro y respiro entre su cabello, hasta que me acomodo para hundir la nariz en su cuello, donde rozo mis labios — Tengo algo que contarte — susurro, temo que estas palabras abandonen la seguridad de este sitio — No quiero que te preocupes, pero… Riorden y yo no planeamos ser gobernados por Magnar en cuanto la guerra termine. Si estamos planeando una vida juntos, no quiero guardarte secretos, así que... ¿Qué piensas de eso?
Hans M. Powell
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Es una ironía que me saca un par de carcajadas que al final de todo acabé en un manoseo inocente dentro un armario con el estudiante estrella de la escuela, superándome a mí misma en mi gusto por los chicos nerds. Estamos a media vida de los recuerdos que evocamos, de esas primeras veces que serían parte de una colección de experiencias que vendrían después, que no me conformo a esta edad con el beso a hurtadillas que se dan dos niños de doce años y sigo su boca cuando se aparta después de un beso breve que borra el rastro de cualquier caricia torpe de hace años. —Puesto que tus manos ya las tenías debajo de mi ropa, creo que te estabas tomando en serio la representación de tus quince…— murmuro, en un tono que no es de queja, si tengo que hacerlo será porque las quitó, aunque eso me deja voltearme a medias para que una de mis manos se pose sobre su pecho y vaya bajando a lo largo de su camiseta. —Sí estamos lejos de ese entonces. Si a los treinta meto a un armario a un ministro que una vez fue delegado, no sería para un beso casto en los labios…— mi susurro se vuelve un ronroneo cuando mis dedos juegan con la cintura de su pantalón del pijama. —El problema es que los chicos se ponen altos con los años y si pido que te pares me preocupa que choques tu cabeza con el techo— aligero mi voz con una broma que lo deja en paz, porque retiro mis manos para volver a apoyar mi cabeza allí donde quedó la marca de calor de mi palma.

Uso los segundos de silencio que deja después de su pregunta para que mi contestación no sea inmediata, porque sí lo pienso. No es algo que haya pensado plantearlo en voz alta, porque mi mente por lo general es un torbellino de posibilidades que no tienen orden y que en su mayoría no llego nunca a verbalizar. También comparto esa incredulidad de que hayamos dado tantas vueltas para terminar en este punto, pero en mis cavilaciones llegué un poco más allá. —Solía pensar…— reconozco en un tono lento, —en qué hubiera pasado si cuando nos conocimos, con un par de tragos de por medio para poner las condiciones de mi deuda, hubieras acabado en mi cama diciendo algo así como que eso no altera los términos. ¿Entonces no estaríamos aquí porque no habría con qué confundir esos mismos términos años después?— sugiero, y puesto que será un interrogante que quedará sin respuesta, lo cubro con otra ocurrencia. —¿O qué crees que podría haber pasado si una niña de doce años te arrastraba debajo de una escalera cuando tenías quince para un beso brusco?

Ladeo un poco mi cuello al sentir su respiración contra mi piel, aparto con mis dedos esos mechones por los que pasó su nariz para que pueda presionar su boca sin que se le queden pegados algunos cabellos en los labios. Esa mano queda detenida por un momento, entonces cae lentamente a un lado de mi cuerpo, porque no puedo precisar qué de todo lo que acaba de decirme me impacta más. —¿Estamos planeando una vida juntos?— repito, sí, puede ser que me prendí de lo que puedo modular en voz alta porque es una idea que se fue instalando entre nosotros, con la firmeza de las paredes de esta casa, lo otro viene a consecuencia y no sé si podría repetirlo en palabras por el peligro que representa. —¿Los ministros van a destituirlo?— musito, apenas me escucho, me giro bruscamente hacia él para tomarlo del rostro con mis manos. —Va a matarlos si sospecha que quieren hacer eso— pese a lo bajo de mi tono, las notas agudas de alarma son altas. No puede pedirme que no me preocupe. —¿Los aurores obedecerán a Riorden Weynart? ¿Los jueces te defenderán si Magnar decide que tendrás un castigo sin juicio? Hans, enfrentarlo será…— casi una petición de que lo maten. No respiro cuando pregunto: —¿Planean matarlo?—. Es un susurro inaudible que podemos fingir que no fue dicho en voz alta. Dejo caer mi frente contra su pecho, sigo hablando contra la tela de su camiseta y a pesar de la tensión que pone mis hombros rígidos. —Sé que actuar de fondo es la manera, pero es un juego peligroso de astucias. Y este tipo en unos pocos meses pasó de ser un don nadie a ser el presidente de Neopanem—. Paso mis brazos por encima de sus hombros para abrazarlo y recorrer su espalda con mis manos. —Eres un zorro escurridizo, pero tendrás que estar un paso por delante del mismo diablo. No me hagas tener que ir a rescatarte de alguno de los infiernos.
Anonymous
Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Sabía que querías acostarte conmigo en ese entonces, solo lo disimulabas muy bien — le resto importancia al debate filosófico que yo mismo he empezado con un tono que busca ser bromista, porque no tengo una respuesta seria a esa incógnita. Éramos personas diferentes, si nos hubiéramos acostado posiblemente al día siguiente hubiera fingido que nada había ocurrido y seguiría con el papeleo necesario para tenerla donde la necesitaba. La aparición de Phoebe justo a tiempo fue un factor decisivo, me hizo bajar la urgencia personal a un trato que seguí explotando a causa de mi propia deuda a dos personas que ya no existen. — Le hubiera dicho que no me besaba con niñas de doce años — lo cual me parece un poco irónico, porque parece que ahora tengo una manía por gravitar cerca de su boca.

Su duda me hace vacilar a mí, trato de pensarlo en voz alta para ponerle un orden — Compramos una casa, queremos criar una hija, conseguiste dos perros, asomó la idea de un compromiso... creo que es básicamente lo mismo — no quiero decir que explícitamente me pidió matrimonio, pero por ahí va la cosa. La pregunta sobre nuestras intenciones me hace menear la cabeza de un lado al otro hasta resoplar — Lara... — el tono de mi voz planea ser tranquilizador en cuanto tengo el rostro entre sus manos, seguro de que he disparado la preocupación dentro de ella — Matar a Magnar sería iniciar un caos, en especial si consideramos que tiene sus seguidores. No, necesitamos que el poder lo consuma hasta que sea un peligro y la gente pueda verlo por quien es. Queremos volverlo su peor enemigo y tengo suerte de que aun me considera dentro de su grupo de ministros y consejeros — lo cual es un riesgoso camino, más con una amenaza sobre mi cabeza. Pero eso no puedo decírselo, no cuando estamos aquí seguros. No sé si alguien me defendería, sospecho que mi muerte será un asesinato silencioso que los medios encontrarán el modo de maquillar. Porque he decidido elegir un camino que seguramente me salga tan caro como mi vida, pero que dejará la ruta limpia para aquellos que me importan.

Es ese pensamiento, el de que todo esto será efímero, lo que hace que me abrace a ella en cuanto se recarga en mí. Mi nariz se hunde en su cabello, seguro de que podría olfatear su perfume y reconocerlo en cualquier sitio, en lo que se encarga de poner en palabras las ideas que ya había creado en mi cabeza. Aún así, sus caricias son una invitación a que mis dedos se paseen por su rostro, como si buscase guardarme el recuerdo de sus facciones para cuando no las tenga conmigo — Sé la clase de persona que es Magnar. Sé que estoy corriendo una carrera que posiblemente pierda y estoy confiando ciegamente en que seré más listo que él. Ser delegado en la escuela debió servirme de algo — el tono apenas se siente como una broma. Me remuevo para poder verla de frente, ladeando la cabeza en mis intentos de hacerme con su mirada — No quiero que me rescates de ningún sitio. Decidí que lo mejor que puedo hacer es asegurarme de que esta guerra se gane y sé que Magnar es el único allí que no tendrá reparos en cruzar límites para conseguirlo, pero también sé que no lo quiero con nosotros en cuanto todo termine. Lo quitaremos del medio, solo necesitamos tiempo y mover las piezas adecuadas en el momento perfecto. Prometo ser cuidadoso — sé que es una promesa vacía, pero es lo mejor que tengo para ofrecerle. Me traiciono a mí mismo al pasar mis dedos por sus pómulos, gozando de la vista hasta sonreír con desgano, apenas torciendo la cabeza para apoyar un costado sobre la puerta — Sé que te lo he dicho mil veces, pero jamás voy a cansarme de pensar lo hermosa que eres y lo suertudo que fui — porque si llega el día en el cual me despertaré a su lado por última vez, sabré que al menos dejé algo atrás que ha valido la pena.
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Ya sabes, la táctica esa de hacerse la indiferente y responder de mala manera durante años hace que logres acostarte con el chico a la larga— bromeo, que nunca apelamos a tácticas como esas, no estábamos en ningún tipo de juego de vanidades, ni estábamos pendientes del otro más que para los intercambios. Podría explayarme en todas las posibilidades que barajamos entonces, como un mazo que se desparramó sobre una mesa de apuestas, y tomamos las que nos servían para esa partida. La vida misma pareciera funcionar así, como posibilidades girando en un torbellino, todo lo que podría ser y que nunca será, que imaginarlo lo hace parecer tan real, porque podría haber pasado. Pero no pasó. El chico de quince años que sacaba sobresalientes en sus exámenes y hacía prácticas por las tardes, habrá pasado de largo muchas veces a la niña que peleaba con otros niños por un balón. —Y yo te hubiera dicho que no siempre tendría doce años, que en unos años más estarías rogándome para que te bese— contesto, tan presumida que me giro para dejar un beso un poco por arriba de su comisura.

Su pasado no me pertenece, conozco lo que decidió compartir conmigo y fue más de lo que pedí desde esa primera noche en que me invitó a su casa. Pensar que hay un futuro para nosotros, es tratar de abarcar lo inabarcable y parece extenso en una línea de tiempo, pero puede ser tan breve en la realidad que nos golpea cada día con sus peligros y nos empuja a tomar decisiones que tienen consecuencias de vida y muerte. —¿Lo de los perros te pareció así de determinante?— pregunto, tal vez esté dándole largas a tocar el tema que está volviendo enrarecido el aire en este armario, mi respiración se va haciendo más lenta, pese a lo atropellado de mis pensamientos que los pongo en mis labios con ese mismo desorden. El murmullo de mi nombre me cosquillea en los oídos, llega a mí a través de esa inquietud que está avanzando por mi cuerpo en olas, para arribar allí donde reprimo todos mis miedos y paranoias que quise apartar para poder quedarme a su lado. —Estás planteándote algo complicado, ¿puedes confiar en la gente? ¿en qué el poder será su ruina? Muchas personas se han mantenido por décadas, enfermos de poder en un sillón que les dé autoridad…— boqueo, trato de hacer llegar aire a mi pecho que se cierra y coloco mis manos sobre las suyas que enmarcan mi rostro, para suspirar al cerrar los ojos. —No puedes confiarte en tu puesto, no creo que él confíe en ninguno de ustedes— me interrumpo para decirle todo lo que sabe, sería redundante. Lo que hago es fijar mis ojos en los suyos, con tal intensidad que nuestros rostros casi se rozan. —Sólo evita convertirte en un hombre como él. Hagas lo que tengas que hacer, no te conviertas en alguien como él. Me dijiste que harás cosas que no nos gustará a ninguno de los dos, pero… no te enfermes de lo mismo que ellos, Hans— le ruego, en el segundo íntimo que tengo en este sitio oscuro para acariciar sus labios.

Mis caricias en su espalda tratan de llegar por debajo de la tela, de su piel, para abrazarme al hombre que es, que nunca fue ministro para mí, ni tampoco la pieza que otros movieron a su conveniencia en una partida en que la victoria real era de unos pocos. No quiero que diga que perderá, que me recuerde que nos movemos en un tablero. Lo que quiero es tenerlo para mí, dentro de ese espacio en que somos nosotros aislados de la realidad, en el que nos encontramos necesitados de ese roce que nos haga sentir vivos, que nos haga redescubrir lo que creímos conocer y haber conquistado hace años. Sé que tenemos algo que pocos tienen, que no debería temblar por la manera en que me mira, no quiero que me prohíba que no vaya a buscarlo, ni tampoco sus promesas de que tendrá cuidado porque sé que miente. Ni que me mire como si no tuviéramos otro año para escondernos en este armario, no quiero que robe del tiempo que nos pertenece. No quiero oírle decir que soy hermosa como si fuera el principio de una despedida, ni que mencione a la suerte. Lo beso para callarlo, para tomar de su boca todo lo que creo que me pertenece, arrasando sobre sus labios y llegando lo profundo que puedo para recuperar ese tiempo que nos está quitando con sus palabras. Hago que su espalda choque contra la puerta en la que se apoya, con mis manos sobre sus hombros que en lo desesperado del beso, van trepando hasta su cabello del cual me prendo a mechones. Tomo un único segundo para apartarme de su boca: —Nunca, no importa qué. Nunca te despidas a mí. Miénteme y hazme promesas que se van a romper. Pero nunca te despidas de mí…
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No, no puedo confiar en nada ni nadie, es algo que me ha enseñado la política. A decir verdad, ser ministro no estaba en mis planes: apuntaba a tener un puesto respetable en el Wizengamot y siempre creí que asumir a algo más se daría solamente cuando fuese muy mayor. ¿Que me alegré cuando el puesto me fue ofrecido? Pues claro, estaba en las nubes. Sé que mis neuronas funcionan mejor que muchas otras, soy lógico y poseo habilidades de las que otros carecen, pero a veces me pregunto si estaba listo para esto. Jamie y Sean pensaron que sí, cada día que pasa acepto más que tengo demasiado sobre mis hombros, especialmente en los tiempos complicados que corren. Fue demasiado en poco tiempo, es normal que mi cerebro colapse — No creo que esta guerra dure poco. Sé que deberemos aguantar años y espero ganarme al menos una porción de su confianza en ese tiempo — los dos sabemos que esto no ha comenzado hace una semana. Los Black empujaron a los magos lejos y los castigaron en control de la sociedad muggle, este hilo se abrió hace mucho. Nosotros solo estamos parados en un capítulo en específico, uno que se siente cada vez más determinante. Mi boca respira la suya, apenas puedo verme en sus ojos y me pregunto cómo me verá cuando mis acciones empeoren. La línea de la moralidad es demasiado delgada y sé que tiendo a pisarla, si el fin justifica los medios. ¿No me senté a ver como torturaban a un chico de quince años hace unos meses, solo porque sabía lo que pasaría si no lo hacíamos? ¿No firmé un permiso de ejecución hacia ese mismo muchacho? ¿No insistí en que los esclavos que puedan levantar una pala, se pongan a trabajar para excusar que los mantenemos gastando recursos del estado? Y luego hay niños como Meerah, como la bebé que aún no ha nacido, a quienes planeo darles todo, llenarlas de comida y una cama caliente. — No seré como ellos, Lara. Tengo mis límites — y sé, sobre todas las cosas, que estoy mintiendo. Lo verá el día que alguien muera y sea yo quien haya levantado la varita.

Me siento atrapado entre sus brazos, el peso de su cuerpo y la presión de la puerta. Su beso es como un placebo, me aferro a ella con la misma desesperación que demuestra su agarre, como si mis manos no fuesen lo suficientemente grandes para tocar todo lo que deseo de ella y mantenerla conmigo. Sé que jamás será suficiente, que moriré pidiendo cinco minutos más. Creo que es ese pensamiento el que me hace ahogar un sonido similar a un gemido lastimero en su boca, apenas oigo lo que tiene para decir y lo siento demasiado lejano. No puedo responder al instante, mis dedos suben por su cuello y presiono sus mejillas al volver a besarla, aunque sea un toque más suave que el anterior — No podría. Decir adiós es asumir que no volverás y no creo ser tan fuerte como para eso — jamás he podido despedirme de nadie. Todas las muertes fueron abruptas y las separaciones inesperadas. Lo más similar fue la muerte de mi abuela, a quien le sostuve la mano hasta que fui a buscarle un vaso de agua; cuando regresé, ya había partido. No quiero que Scott esté cerca de mí si algo sale mal; a decir verdad, espero que se quede con una buena imagen. Con el calor, con algún comentario irritante, con algún café.

Mis manos se acomodan en los costados de su cuello cuando dejo que mis labios bailen por su mandíbula — Perdón por arruinar la mañana. No se me da bien esto de los cumpleaños — intento bromear, mi voz suena asfixiada al pellizcar la boca contra la piel de su cuello — Pero pensé que al menos necesitabas saber eso. Han pasado muchas cosas y no tengo idea de cómo acomodarlas todas, tal y como tú dejaste todas estas cajas aquí — sé que la mayoría de mis cosas quedaron en mi casa en la isla, así que casi todo aquí es suyo. Le doy un suave y cariñoso mordisco a su hombro y levanto la vista, fijándome en las pilas frente a nosotros — ¿Quieres enseñarme tus recuerdos felices? Sé que no serán tan geniales si no estoy en ellos, pero podemos intentar. Ya tendremos nuestras propias memorias — unas que alguna vez enterraremos en cajas y, si tenemos suerte, miraremos bajo las escaleras cuando tengamos el pelo blanco. Sino, siempre estarán las niñas para hacerlo por nosotros.
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Se lo dije en una ocasión, una noche a la que no he querido volver porque dije cosas de las que después me lamenté. Pero repito en mi mente las palabras de ese entonces. En guerra todos perderemos los escrúpulos. Podemos mentirnos para aferrarnos a lo bueno que tenemos, a esa inesperada paz que encontramos en el otro pese a que estamos hechos para una pelea interminable entre su carácter y el mío. Podré mentirme a mí misma también cuando esté a solas conmigo y mis pensamientos en los días que vendrán, en los años que nos esperan si es cierto su pronóstico de que esta resolución se demorará. Y aun así, todos los días estamos traicionando a lo que creímos en un pasado, porque las circunstancias cambian, se nos exige que tomemos decisiones y mi duda es si me mantendré en mis elecciones cuando él pise esos límites. Me asusta conocer la respuesta, que no quiero ponerla en palabras, no sea otra promesa más que se haga para al final no poder cumplirla. —Lo que tienes es algo que ellos no— susurro quedamente, es aire que sale de mis labios para quedar atrapado en su boca, —o que tuvieron, pero lo destruyeron—. No sé, supongo que habrá otros como nosotros, que todos los tiranos enfermos de poder alguna vez también fueron humanos que amaban algo lo suficiente como para justificar una guerra. —No lastimes lo que querías proteger, que ese sea tu límite— pido, espero lo recuerde si llega el día en que no esté para decírselo. —Porque tienes algo que pocas personas en la vida llegan a tener, se te dio a ti. Defiéndelo a costa de lo que sea, si lo crees así, pero no seas quien lo dañe…— musito, es sólo aire que se escapa entre nosotros, que se diluye en el tiempo que se nos va restando.

Mi arrebato sobre él es una revancha que me cobro por anticipado, seré rebelde a lo que podemos asumir que pasará, avasallante con su boca que se abre a la mía y de la que dependo para tomar las respiraciones que llenen mi pecho. Y tomo consciencia de que no podría besarlo en una despedida porque sería una agonía, me quedo con esta atropellada manera que tienen nuestras manos de buscar esa piel que se ha vuelto familiar, en un revuelo que quiebra un momento cualquiera. Quiero que la necesidad del otro nos siga sorprendiendo como para tratar alargar un minuto, postergar lo inevitable, que me contradiga cuando le diga que sólo será una vez más, como lo hizo en un principio diciéndome que habría otras veces. —Necesito que te quedes así para mí, deja siempre abierta la posibilidad de que te encuentre aquí o te vea llegar— musito, mi voz quebrándose en un jadeo que es de angustia. —No voy a aceptar ninguna despedida de tu parte, me niego a asumir que podrías no volver—. Será que todavía no podemos creer que sea real lo que tenemos en las manos, que con la ayuda de un chispazo de luz recorremos con los dedos esos rasgos que podríamos trazar a ojos cerrados, por ese miedo constante a que todo se desvanezca como si hubiera sido un engaño de nuestras mentes, que por una vez nos hizo creer que podíamos tenerlo todo.  

Somos unos principiantes también en esto de compartir cumpleaños, nos saldrá mal las primeras veces— procuro que una broma sea el consuelo para los dos, uso mis dedos para jugar con esas ondas de cabello que se forman sobre su frente al tirarlas hacia atrás en una caricia que va descendiendo a su nuca, donde mi palma se apropia de su calor y estrecho nuestro contacto al apretarme contra su pecho. —Hay un orden en este caos, aunque no te lo creas…— aclaro, echándole un vistazo de refilón a esas cajas que se imponen en el armario. Rompo nuestro abrazo con cierta resistencia, finalmente lo hago para ir hacia una de las pilas más bajas y abrir la tapa de la primera de la cajas para espiar su interior. —Tengo que controlar que no sea nada demasiado escandaloso— se asoma una sonrisa en mi boca al ir recuperando el humor de la situación, —Hay un par de fotografías de las salidas cuando era adolescente que no están en los álbumes de Mohini— advierto, que nunca hice de mi dormitorio una demostración de cursilerías de chica, pero tengo más de un recuerdo guardado en cajas. Saco una instantánea un poco oscura donde soy una figura pequeña en medio de la calle con los brazos en alto y una tira donde me abrazo a un par de chicas en medio de una fiesta, lo corrido del maquillaje y una botella de champagne dan a imaginar nuestro estado, y en la última foto de la tira se me ve besando a una sorprendida Rose. Se las paso ambas a Hans riéndome entre dientes y abro otra de las cajas, una que nunca hubiera dejado en casa de Mo, porque ver los diminutos automóviles de carrera y las escobas deportivas que eran mis juguetes de colección me llena de emoción. Por debajo de eso hay muchos juegos de ensamble, una caja cerrada con todo lo necesario para una carrera de mentes, ¡y un par de minis robots! Se los muestro a Hans, uno en cada mano, moviéndolos. —Mis padres me compraban las piezas y yo los tenía que armar, jugaba que viajaban por el espacio en naves y lograba ir al pasado o al futuro. ¡Pero iban con alguien más!—. Suelto los robots para rebuscar más profundo en la caja hasta dar con un muñeco que coloco frente a los ojos de Hans. —¡Mira! ¡También tengo uno de esos muñecos frikis que a ti te gustaban!— digo con emoción, y se lo quito de su alcance para guardármelo detrás de la espalda. —Me lo regalo una vez un niño que estaba enamorado de mí.
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Hans M. Powell
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Me gustaría decir que soy incapaz de dañarlos, pero sé que estaría pisando un terreno inestable y prefiero callar. No sé qué es lo que va a suceder, no pude detenerlo en el estadio el otro día y estoy seguro de que tendremos otros momentos difíciles que atravesar con todo lo que nos queda por delante. Y sí, podría no regresar, como también puede sucederle a ella en las idas y venidas del destino, que por casualidad nos ubicó a los dos en el desespero de nuestros brazos por mantenernos juntos cinco minutos más — No lo asumas, pero… tampoco entres en negación. Sabes lo que sucede en las guerras — nada es seguro, mucho menos para aquellos que estamos al frente del peligro, entre las locuras de los líderes que necesitan de nosotros para salir adelante. Sé que estoy decidiendo entre Magnar, los Black y mi propio padre y, a su vez, no me sorprende el saber qué es lo que estoy eligiendo al final del día.

Espero que tengamos una idea mejor cuando tengamos que festejar cumpleaños infantiles, porque eso sí que será un desastre — acabo por darme cuenta de que no había reparado en ese detalle y trato, por un breve segundo, el imaginarlo. La idea de tener la sala repleta de niños con bonetes no se me hace tentadora, pero creo que disimulo un poco mi cara de terror en la poca luz y en el hecho de que ella no me está mirando para ir a revolver las cajas. Mantengo mi postura cómoda contra la puerta, hasta que la seguridad provoca que me adelante un poco con el torso — A veces creo que haces un enorme esfuerzo por dejar mal parada a tu versión adolescente — bromeo con una ligera sonrisa, estiro el brazo y me hago con las fotografías que apenas puedo ver. Tengo que mover un poco el papel para que la luz le dé de lleno y me encuentro con un tirón involuntario de los labios, sonriendo con gracia por culpa de la juventud y tontería en actos tan simples como beber alcohol y besar amigas — Tienes que mostrarle esto a Jack — murmuro, sacudiendo la foto instantánea de Rose, justo a tiempo para ver lo que sostiene entre sus dedos — Nos habríamos llevado bien — decirlo me hace notar que, quizá, habría sido cierto. Mi yo de diez años adoraba esas tonterías, incluso tenía una pequeña obsesión con una serie televisiva sobre viajes en el tiempo y mis libros favoritos eran todos clásicos de la ciencia ficción. Esas cosas ahora se perdieron, reemplazadas por una cultura mágica de la cual no me quejo, pero que sí me hace extrañar un poco la infancia perdida.

Es la aparición de ese juguete lo que me lleva a esos años de una patada algo violenta. Dejo las fotos a un lado en el suelo y me apoyo para arrastrarme a su lado, quitándoselo para verlo mejor — Tenía uno igual a este. Es el capitán Kesibi, la versión oficial de la Odisea del Cosmos capítulo seis — se siente extraño pronunciar esas palabras en mi voz adulta, cuando creí haber olvidado cómo sonaban esos nombres — Lo perdí, creo que en el parque, no puedo recordarlo. Lo usaba tanto que también tenía la pintura descolorida y le había hecho una marca para que Phoebe no lo agarre, justo en… — giro la figura para señalarle la parte posterior de la bota y mi dedo, mucho más grande de lo que solía ser, presiona mis iniciales en rojo, grabadas con un marcador en manos de un niño posesivo y no muy prolijo para ese entonces. La sorpresa y la incredulidad me duran poco, porque intento hacer memoria y no puedo ver con claridad a la niña con quien peleé hace años en medio de una plaza, pero sí recuerdo el enfado — ¡Me robaste mi juguete! ¡! — y la señalo con el mismo con toda la indignación y sorpresa que me cargo.
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Es demasiado angustiante la realidad que me presenta, como para reírme con humor seco de que me pida que no niegue lo que puede pasar, si me ha reconocido como negadora en otra ocasión, tan testaruda en mi rechazo a lo que no quiero admitir que temo que su miedo sea real. Y sin embargo, una voz me dice que no caeré en un engaño a mí misma, no seré alguien que espera lo que no podrá ser, sino más bien alguien que se quedó con lo bueno, cotidiano y accidentado de estos momentos que compartimos. Seré más fuerte de lo que soy hoy para hacerle frente. Hay algo más que se parece a un presentimiento o será otro espejismo de mis miedos, que me dice en cambio que puede ser él quien acuda luego a los recuerdos y me alivia la certeza de que es más fuerte de lo que cree. Es imposible que las guerras tengan un final que pueda decirse feliz, como mucho es la paz a la que se aspira, que siempre es breve. No tiene sentido esperar al final de nada, conquistaremos victorias que nadie luego podrá robarnos. —Te amo, Hans. Puedo ser quien te ame en esta guerra— susurro es la oscuridad en la que no podemos vernos las cara, pero nos sentimos al estar aferrados al otro con nuestras manos donde sea. Será todo lo que pueda decir para hacerle frente a esta guerra que arrasará sobre una casa que estamos tratando de construir, sobre nosotros. Estos minutos, este refugio nos pertenecen. También el pequeño triunfo que se siente poder amarlo.

Y es un desafío a la suerte que tratemos de pensar qué pueden depararnos los años que vienen, vernos en el lío de un cumpleaños en que una niña se parará para llamarnos, hay una sombra oscura en esa escena que es un destello en mi imaginación, en el que nos veo uno al lado del otro con alguien que con celebrar cada año de vida, estará reafirmando nuestra victoria. Si es que llega a pasar, si esa niña no es quien revolverá estas mismas cajas para encontrar algo de nosotros, y sonrío porque me acusa de mi supuesta intención difamatoria hacia un yo adolescente que no está para defenderse y decir que estaba demasiado enojada y asustada en ese entonces, estaba tratando de ser una chica dura porque se va daba cuenta con terror de que las cosas le dolían demasiado, que necesitaba de alguna manera anular esas sensaciones. —Ella hizo su propio mérito— es todo lo que murmuro, quiero apartarme de esa melancolía a la que parece que tendemos, la reemplazo con una carcajada. —¿Quieres que tenga problemas con mi vecino? ¡No, gracias! ¡Mide tres metros! Y mi límite para meterme con los hombres es que no pasen los dos metros…

La sonrisa que me llena la cara no puede verse, es tan raro pensar que podríamos llevarnos bien alguna vez, que siendo niños hubiéramos compartido un juego en el que ninguno terminara llorando. ¿Por qué se me hace tan fácil imaginarnos peleando en el arenero en vez de estar armando apaciblemente un par de castillos? Muevo la cabeza, no tenemos manera de saberlo. Estamos demasiado lejos de esos niños. —No creo, no me gustaba prestar mis cosas— digo, para reírnos de nosotros, porque las coincidencias son extrañas. También en este momento en que amaga comparar el muñeco con el que tenía, no quiero soltarlo. Es mío, él habrá tenido los suyos. Si lo perdió, mala suerte la suya. Estamos a punto de forcejear por el muñeco porque lo hace girar para comprobar lo que no puede ser, ¡si habrá mil muñecos como este en todo Neopanem juntando polvo en los baúles de juguetes! —¡No! ¡No te lo robé!— me defiendo, mi mano cubriendo el muñeco para atraerlo a mi pecho y no soltarlo. — ¡Me lo regaló un niño en el parque!— insisto en versión de los hechos, porque esa es la historia oficial que le conté a Mohini para justificar que hubiera una novedad entre mis posesiones. —Lo defendí de unos niños que lo estaban molestando y me regaló su muñeco como agradecimiento. ¡Eso es lo que te digo que pasó!—. Me volteo para darle la espalda así puedo esconder el juguete de su alcance, me niego a soltarlo como si volviera a tener seis años y esta vez no puedo escapar corriendo porque se interpone en la puerta. —¡Bien! ¡Lo admito! Puede ser que yo decidí tomarlo como una muestra de agradecimiento, porque este niño fue un maleducado conmigo. ¡Porque era altanero y dijo que era una pulga!— así es como lo recuerdo.
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Hans M. Powell
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No sé si alguna vez les ha pasado. Les cuentan una historia que creían haber olvidado y, palabra por palabra, la misma va cobrando vida en su memoria hasta que pueden recordar los detalles que habían quedado en algún punto lejano de las neuronas. Fue hace mucho tiempo, no recuerdo con claridad sus facciones pero sí su cabello negro. Recuerdo un parque en verano donde la banda fastidiosa del colegio tuvo la desgracia de aparecer donde yo jugaba, como si quisieran recordarme que no podría escaparme de sus estupideces incluso cuando no estábamos en épocas de clase. Fue una pelea estúpida, claro, ni recuerdo cómo fue que inició. Sí tengo bien en claro que las burlas que recibí porque me estaba defendiendo una niña pequeña no dejaron de perseguirme por un buen tiempo — ¡Jamás lo hubiese regalado, era edición limitada! — y ahí se me va, el tono de voz indignado que ni recordaba que tenía, porque se asemeja al que utilizaba para acusar a otros niños o a mi hermana cuando hacían algo para fastidiarme.

Obvio que cuando se mueve yo hago lo mismo y trato de imponerme del mejor modo que sé con gente como ella: la altura. Lo malo es que me pongo de pie y mi coronilla se da contra el techo del armario, por lo que se me escapa un quejido y algo de polvo me cae en la nariz. Tras un estornudo y una frotadita en la cabeza con mi mano, abro mi boca con el mismo gesto indignado que buscaría enseñarle a alguien lo descarada que está siendo — ¡Porque eras una pulga y jamás, jamás, debes ayudar a un niño frente a sus compañeros de clase! ¿Sabes cuántas burlas recibí de su parte por el resto del año? ¡Arruinaste mi orgullo! — que para haber tenido un cuerpo tan flacucho, era bastante grande.

Cometo la tontería infantil de asomarme por encima de su hombro y, como tengo la contextura necesaria, la rodeo con los brazos en un intento de llegar al muñeco que está tratando de ocultar de mí — ¡No seas egoísta y dámelo, Scott! Si lo robaste hace veinte años, no quiere decir que ha dejado de ser mío. ¿Así planeas educar a tu hija? — vale, que quizá estoy apelando a un golpe algo bajo. Fastidioso como puedo ser, le pico las costillas para que el cosquilleo la deje más vulnerable y pueda hacerme con mi juguete — Dámelo o romperé nuestro acuerdo de cero ropa durante las noches. Y pasarás días sin que te toque ni un pelo. ¡Y sabes que hablo en serio!
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Mi rostro se gira hacia él para echarle una mirada furiosa por encima de mi hombro, por lo brusco del gesto algunos mechones se quedan prendidos de mi boca y al gritar los escupo. —¡Sólo traté de ayudar! ¡Se estaban metiendo contigo! ¡Eran varios y estabas solo!— elevo mi tono de voz para imponerme a su altura que abarca todo el armario, mientras mi postura se encorva sobre el muñeco para que no pueda quitármelo, haciéndome mucho más pequeña en contraste con él. —Ni siquiera sabías como dar una patada decente— apunto, recordando que no sólo lo superan en número, sino que también eran más diestros al esquivar golpes, como es típico en todos los bravucones de escuela. —¡Yo no le hice nada a tu orgullo! ¡Estaba tratando de que no te arruinen la cara!— boqueo por la falta de aire, que el pecho se me sacude por estar discutiendo alterada. —¡Habré sido una pulga, sí! ¡Pero esta pulga mordió una mano que trataba de golpearte y estuve toda la tarde cepillándome los dientes para que me saliera el gusto asqueroso!

Forcejeo cuando trata de atraparme con sus brazos, muy valiente de su parte cuando acabo de decirle que no tengo reparos en usar mis dientes para atacar. —¡Sí! ¡Así la voy a educar!— chillo, pataleando con fuerza y dándole a la pared para que me suelte. —¡Y le diré que a todos los niños que defienda y sean groseros, además les tire del pelo!— grito, tratando de esquivar sus dedos que se meten con mi cintura para sacarme una carcajada involuntaria y debilitarme en mi agarre al muñeco. — ¡No, Hans! ¡No me hagas cosquillas!— me quejo, retorciéndome para poder apartarme de él y girarme, así mi espalda choca con la pared. Estiro una de mis piernas con el pie en alto para mantenerlo a distancia, que dentro del armario se ve como una sombra alta. —¡ESO NO SE VALE! ¡¿Es así como quieres que te lo devuelva?!— pregunto, mi cara acompañando toda la indignación que se trasluce en mi voz. —¡No te voy a devolver nada! ¡Nunca!—. Me pongo de pie como puedo, que con la panza me cuesta y tengo que seguir usando a la pared de soporte. —¡Es mío por haberte defendido esa tarde! ¡Tú, idiota!— suelto, tan ofuscada que me cae pelo por la cara y la aparto de un manotazo así tengo la mirada limpia al embestir hacia adelante para sacarlo de mi camino a la puerta. Choco contra su cuerpo y es verdad que es lo suficientemente alto como para que no pueda tumbarlo.
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Hans M. Powell
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¿Una patada decente? ¿Por qué tiene tanta memoria? Hay algo que se pone rojo en mí, creo que es mi nuca, porque no puedo creer que tenga esa memoria del niño que fui y que ahora no es un completo extraño para ella. No, nunca fui el mejor luchador físico, además mis brazos y piernas eran palitos y eso no era de ayuda; lo único que tenía a favor era la altura, siempre básicamente decente. ¿Si he soportado golpes a montones? Pues claro, pero ahí andan. Muchos de ellos hoy en día no son nadie, Ronald Perkins está calvo en una tienda de repuestos y Bernard, que resultó ser un mago de sangre mestiza, ahora es vigilante de una de las plantas más aburridas del ministerio. Siempre es divertido pasar por delante de su enorme barriga manchada de grasa y decirle que se ate los cordones o se arregle la camisa, sólo para oírle pedir disculpas con un “señor” de por medio — ¿Ves que mi cara tenga algún problema? Pues no y eso que me han golpeado varias veces luego. Tú mordiste sin que nadie te llame — ¿Por qué no me sorprende en lo absoluto esa actitud viniendo de ella?

¡Mi hija no será una bárbara maleducada! — me cuesta hablar porque trato de sostenerla a pesar de que se retuerce para todos lados, hasta temo que se haya roto un dedo por la patada que da a la pared y siento que se parece a un pequinés rabioso e inflado. Obvio que hago caso omiso a sus peticiones/órdenes y sigo picoteando, a sabiendas de que se reirá en algún momento y podré dar un manotazo final que, para variar, no llega — ¡Vamos, Scott! ¡No seas caprichosa! — ahí va, la palabra clave que le he dicho hace meses y que sigue en una lista que nunca se borra de su cabeza. Mi instinto me obliga a dejarme quieto en mi sitio, pongo los pies más firmes para poder atajarla en cuanto intenta taclearme y acabo estrechándola entre mis brazos, aunque mi espalda choca contra la pared — ¿Vas a quitarme todo lo que creas que te pertenece por haber hecho algo por mí? Eso explica por qué siempre me quitas la ropa, la paciencia, el desayuno… — a pesar del tono enfurruñado de mi voz, se me asoma una sonrisa burlona cuando aprieto sus brazos, cruzándoselos con fuerza por delante del pecho para que no se mueva y, de paso, dejo el juguete a la vista — Hagamos una cosa, Scott. Primero, respira… — tomo aire y lo largo con exageración en su cara, sin pestañear — Segundo, pensemos un poquito. ¿Te das cuenta de que, por alguna razón, siempre nos cruzamos a lo largo de la vida en situaciones similares? Tú me cubriste cuando éramos niños y yo te cubrí cuando fuiste una adulta. Los dos tuvimos un pago, yo quemé el tuyo. Ahora es momento de que me devuelvas el favor en forma de muñeco, porque así funciona el honor — ese que no todo el mundo piensa que tengo.

Se me empieza a bajar el calor, aunque el corazón sigue latiendo con fuerza. Ver de soslayo las iniciales grabadas en ese juguete me hace pensar que esto es una cruel broma del destino, porque de todos los caminos que hemos recorrido, estamos aquí. Como dos fuerzas magnéticas que no hacen más que atraerse a pesar del caos que explota en todo el cosmos. Aprieto un poco más el agarre, más lo hago con cuidado para que mis dedos no se marquen en su piel — ¿Vas a calmarte o tendré que hacerlo yo? Los dos sabemos que se me da muy bien hacerlo — y, con mucho cuidado, empiezo a soltarla.
Hans M. Powell
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¡Si lo será! ¡La criaré para que vaya por la vida haciendo justicia y muerda a bravucones! No importa que el niño en apuros al que salve sea luego un desagradecido, ¡ella será maleducada y se parará en sus cincuenta centímetros de altura con toda autoridad! ¡Nadie podrá con ella!— le anticipo lo que le espera por habérsele ocurrido tener una hija con alguien como yo, ¡una pulga mordedora! —¡Y seré lo caprichosa que quiero!— suelto como grito de batalla al lanzarme hacia la puerta, con la intención de empujarlo con todas mis fuerzas y no queda más que en un intento, porque pronto me veo aprisionada por mis propios brazos que él dobla a su conveniencia para retenerme. —¡Suéltame, suéltame!— no ceso en mis chillidos, que quedan atrapados en el poco espacio del armario, me sacudo pese a que me tiene bien sujeta. Escucho lo que dice, creo que se está yendo un poco de tema, no puede traer a colación por segunda vez algo que alude a mi incapacidad de tener mis manos alejadas de su cuerpo, ahora adulto, cuando estamos peleando por un juguete. —No siento culpa de hacerlo, si quieres saber— es mi respuesta petulante, que tal vez es un abuso de mi parte tomar de más, reconocer que fue un robo lo que sucedió hace veinticinco años, pero lo enfrento con la barbilla en alto, así gano unos centímetros en el duelo de miradas que se buscan en la oscuridad.

La tensión en mis brazos se va diluyendo, en parte por las respiraciones que me obligo a imitar, que se escuchan más como bufidos que como exhalaciones. Y en parte porque trata de convencerme con su planteamiento de que estamos a mano por haber salvado el pellejo del otro. —¿Qué honor?— pregunto con una sonrisa burlona, en un nuevo intento por abalanzarme fuera del armario, que no prospera porque sus manos me tienen inmóvil como si estuviera bajo un fuerte encantamiento. Mi frustración se trasluce en una patada al suelo, tengo que empezar a hacer concesiones porque no me veo saliendo triunfal de esta. —¡De acuerdo! ¡Te devolveré tu muñeco!— cedo, aun con la esperanza de encontrar un hueco para escapar. Basta con poder definir parte de su rostro por la luz de mi varita que en el lío que causamos dentro, fue pateada entre nuestros pies y chocó con una de las cajas, para que la calma que invoque vaya bajando por mi cuerpo. Respiro por mi boca entreabierta para que se me pasen las ganas de retorcerme o de huir.

Te lo daré sólo porque es tu cumpleaños, no porque te lo merezcas. ¡No te costaba nada darme las gracias!— digo con mi frente fruncida y lo empujo hacia atrás, estrellando el muñeco en su pecho. —¿Por qué tenías que ser tan altanero? Si una niña te defiende delante de los malos de la escuela, todo lo que tienes que hacer es darle las gracias— se lo tengo que decir, aunque llegue casi treinta años tarde. Sé bien lo que pensé entonces, el recuerdo es tan preciso en todos sus detalles en mi mente, repitiéndose una y otra vez como una cinta de película, esa plaza, ese niño que empiezo a reconocerlo a él, esa niña que fue tan arrogante, pensé que era un niño idiota. Uno con el que nunca jugaría, al que menos que menos besaría. —Nunca saldría con un niño así de idiota— mascullo, echándome en el suelo para sentarme delante de las cajas de juguetes viejos, dándole la espalda para dejarle en claro mi enfado. —¿Y quieres saber algo? Tenía tu muñeco unos días después, cuando Mohini aceptó llevarme a esa plaza una vez más. Pero no sabía distinguir todavía los días de la semana y no tenía idea de que no ibas a estar, te lo iba a devolver y decir que eras un tonto, y no estabas— le entrego parte de su culpa por el hecho de que el juguete se demoró tanto en volver a él, y lo extraño de todo es eso, de que acabó volviendo a él.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
¿Cómo es que acabé así, en primer lugar? ¿Por qué estoy enamorado de una mujer que no hace otra cosa que gritar, patalear y sacarme de las casillas, mientras peleamos por un muñeco tan viejo que había olvidado hasta el día de hoy? No puedo evitar hacer otra cosa que rodar los ojos hasta ponerlos en blanco a causa de sus respuestas, una tras otra como una metralleta de caprichos y excusas que me recuerdan que no somos tan diferentes a los niños de hace tanto tiempo atrás. Las cosas cambian, pero las esencias siempre son las mismas — El honor de favor por favor. ¿Por qué yo tengo que hacer cosas por ti, si no voy a recibir lo mismo a cambio? — intento usar un tono sensato, uno muy similar al que puse la vez que di una charla especial en el Royal sobre leyes el año pasado, justo antes de haber sido nombrado ministro. Creo que debería haber una enorme diferencia entre explicar a alumnos o a ella, pero me encuentro con que se asemeja bastante. Al menos, los estudiantes parecían escucharme un poco más y no me gritaban en la cara.

¿Vas a seguir con los reclamos de hace décadas? ¿De verdad? — atajo el muñeco contra mi pecho, no puedo evitar preguntarme si alguna vez recibiré quejas cuando tenga cincuenta años sobre algo que ha pasado hace una semana — ¡Era un niño, Scott! Y obvio que me molestó que se burlaran de mí porque una enana ojona vino a salvarme, fue un poco humillante. ¿Quieres que te agradezca ahora, cuando ya ni tiene sentido? — por el modo de hablar, creo que el exagerado sarcasmo queda bastante en evidencia. La veo echarse en el suelo como la pequeña bolita morena que es últimamente y me recuerda a un corcho, lo que afloja un poco mi irritación — Lamento informarte que sales con ese niño idiota. Mucho peor: convives con ese niño idiota. Tienes al hijo de ese niño idiota — lo hago sonar como un tenebroso cuento de terror y, sin poder contenerme, me pongo de cuclillas a su lado para asomarme por el costado de su hombro con una sonrisa maliciosa — ¿Vas a decírmelo ahora? ¿Que soy un tonto? Porque estoy justo aquí. Y el capitán Kesibi volvió a ser mío, lástima que ya se perdió todas las batallas importantes en mi nave espacial — estiro el brazo para sacudirle el muñeco delante de la nariz. A la luz de la varita, puedo ver la figura como si estuviera una vez más escondido bajo las sábanas de mi casa, allí donde armaba las mejores aventuras galácticas.

El silencio me gana por un minuto. Al final, la risa brota con suavidad dentro de mi boca, incluso cuando trato el reprimirla con los labios apretados — No puedo creerlo — digo, más para mí que para ella — Tú eras la niña que mordió a Bernard Owens. ¿Sabías que es el vigilante del piso dos, sección H? El que no le alcanzan las piernas para correr — por la manera en la cual se me pierde la mirada, hasta parece que estoy recordando un momento maravilloso de mi vida hasta que aprieto el juguete entre mis manos — Es tan extraño. ¿No te parece? — porque de entre todas las locuras que nos han pasado, los hilos que hemos movido, este es el más incoherente e inesperado.
Hans M. Powell
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Si va a soltarme toda su indignación de adulto por mis reclamos de un agradecimiento que nunca llegó, para encubrir sus propias quejas de niño avergonzado porque una niña más pequeña se cargó a los niños que lo molestaban, que lo haga hablándole a mi espalda. Recojo con mis manos los dos mini robots que quedaron tirados en el suelo para devolverlos a la caja, y aprieto los labios para no poder a hacer ruidos de propulsores con la sola intención de molestarle con mi indiferencia. —No, no necesito que me agradezcas nada— contesto, tan rabiosa en respuesta a su sarcasmo que parece que estoy diciéndole exactamente lo contrario. —No quiero que te atragantes con un «gracias» y luego tenga que darte respiración boca a boca para que seas quien salga ganando en todo esto—. Y bien, puede que «ganar» no sea la palabra adecuada, porque insinúa que estamos metidos en otra competencia donde uno pierde y otro gana, que en este caso sería él porque tiene el muñeco de vuelta en su posesión. No se trata de eso, en serio sentía que ese juguete me pertenecía, me lo cobré por mi noble acto de defensa y por su mala educación. ¡Se lo merecía!

Mi niña de hace treinta años puede hacer un berrinche por culpa de ese niño, pero es con quien hablamos de los años que vendrán y de los nuevos recuerdos que formaremos si seguimos juntos. Y ahí están, en algún lugar del pasado, forcejeando por el mismo juguete y ella quitándoselo para echar a correr a toda prisa, robándose sin saber una mínima parte del niño que fue. —A ti te toca andar con una pulga enana ojona, así que la tienes peor— mascullo, girándome en mi posición de bola enfadada del rincón para estirar mi brazo y hacer chocar mi puño en su estómago, apenas si lo rozo porque cuando se acuclilla, lo enfrento con mi espalda de nuevo. —Eres un tonto, Hans Powell. Porque una niña fue valiente por ti y sólo te sentiste humillado. ¡Y el capitán Kesibi tuvo muchas expediciones fantásticas con mis minirobots!— le aclaro, hablándole por encima de mi hombro, entonces me rindo y me giro hacia él. —Te lo devuelvo como tu regalo de cumpleaños y para saldar todas las deudas. No digas que haces cosas por mí y en cambio no hago nada por ti. Porque con seis años expuse mi medio metro de altura y mis dientes de leche por ti, no volveré a mencionarlo si te avergüenza, pero es lo que pasó…— digo, mis brazos sobre las rodillas para tener donde apoyar mi cabeza.

Mi episodio con esos niños más grandes fue cosa de una vez, no sabía sus nombres, si los volví a ver de adultos no los habré reconocido. Si no pude hacerlo con Hans, el resto habrá pasado desapercibido. Sí sé quién es Bernard que trabaja como vigilante, mis cejas se disparan hacia arriba por la sorpresa de que fuera a quien marqué mis diminutos dientes de rata, como diría Mo. —¿Bernard? ¿Es en serio? ¡Pero si me cae bien!— suelto, es cierto que no corre más allá de la puerta, pero sabe muchas estadísticas de deportes y alguna vez fuimos a tomar algo con él, creo que hace un par de años, cuando su panza y la mía no existían. ¿Es extraño? ¡Sí! ¡Es el mismo niño al que mordí una vez! Tardo en caer que nos e refiere a eso, sino a algo más. ¿O no? ¿O soy yo que le doy un segundo sentido a todo? —¿Hablas de que nos cruzamos siendo niños una única vez?— o creemos que fue una única vez, —¿y nos tardamos casi treinta años en poder encontrarnos? ¿En qué fue un guiño del destino por todo lo que vendría o tal vez… quizá…?— lo pienso detenidamente, abrazada a mis rodillas. —¿Quizá fuimos tantas coincidencias que nos impusimos a lo que suponía que debía ser? ¿Somos eso? Tantas veces encontrándonos hasta que un día… ¿canjeamos destino por un poco de suerte? ¿Y nos aferramos a eso?
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Estoy seguro de que sus expediciones con los minirobots no tenían ni una pizca de la misma intensidad que las historias que me montaba con mis naves, pero tampoco me voy a poner a discutir algo así en esta altura del partido. Solo me sonrío y asiento como si le diera la razón a una demente, encuentro cierta comicidad en su enojo y alzo ambas manos en señal de paz, doblando algunos dedos para seguir sosteniendo el muñeco — A mí no me molesta, ya lo he superado. Fue vergonzoso en ese entonces, así que olvídalo — que si seguimos girando alrededor del asunto, acabaremos con una nueva ronda de gritos destinados a nunca acabar.

No me sorprende que Bernard le caiga bien, tengo entendido que ha bajado sus humos después de salir de la escuela. Aún así, el resentimiento de años hace que resople con un ruedo de ojos tan exagerado que parece que se me van a salir de las cuencas — Si te hubieras pasado toda tu vida escolar siendo acosada por su puño, no te agradaría. Ese tipo se debe saber toda mi fisonomía — como si pudiese recordar la sensación de sus nudillos, me froto algunos dedos por la mandíbula — Aunque dejó de meterse conmigo cuando tuve una varita y podía vencerlo fácil, nunca se le dio bien la magia. Una vez le lancé un maleficio de mocomuerciégalos tan potente que se pasó el día en la enfermería y, desde entonces, no volvió a fastidiar — creo que lo sigue recordando, porque en más de una ocasión vi cómo se frotaba la nariz en mi presencia.

Pone en palabras cosas que no había pensado con exactitud, pero que se asemejan demasiado. La peino con dedos cansados, quizá porque fue una mañana demasiado larga y el café ha quedado frío y olvidado, le quito los mechones de la cara hasta sentir que sus rasgos vuelven a quedar expuestos — Solo me hace pensar en las casualidades y como todo se da vuelta. No voy a decir que te conocí ese día, apenas e intercambiamos un par de gritos — lo que me hace sonreír con gracia a causa de las ironías — De todas las mujeres con las que pude terminar, fue la niña del parque. Tal vez es verdad lo que dicen y el mundo es un pañuelo — no veo por qué no, nuestro grupo de amigos lo demuestra.

Es una señal de paz, el modo en el cual mi boca busca la suya para robarle un beso pequeño, como si la discusión de los últimos minutos no hubiese sucedido. Acomodo el muñeco delante de nosotros y pego nuestras mejillas para que podamos verlo a contraluz, como si hubiese algo que analizar — ¿Crees que a Mathilda le guste para jugar? Deberíamos salvarlo de los perros, pero… — le pregunto — Victorie Mathilda Powell. O Scott. O ambos — es una mezcla extraña, pero fueron dos elecciones y me parece un trato justo. Como cada día que elegimos pasar por esto, incluso cuando han pasado siglos desde que fuimos dos niños que peleaban en el parque en minutos de incertidumbre, sin saber que, de alguna manera, seguiríamos haciendo un buen equipo.
Hans M. Powell
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