The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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The stakes are high, the water's rough • Hans
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Como una bala cruza en limpio la arena húmeda y se estrella contra la marea agitada que avanza sobre la orilla, se pierde en la profundidad del agua gris hasta que su hocico rompe la superficie, seguido de su cabeza con sus orejas en puntas. Con sus patas empapadas nada de vuelta a la costa, todo su pelo pegado a un cuerpo menudo. Tengo que llamarlo con palmas porque no es obediente al nombre que me dijeron que tiene, el que trataron de inculcarle por un año. Cada vez que se zambulle al agua se me sube el corazón a la boca, me da miedo que sea devorado por un mar que en estos días se ve más feroz, pero como todo perro criado en el distrito cuatro, se mueve tan bien en el agua como lo hace al caminar sobre sus patas. Consigo que venga a mí, lo tengo al alcance cuando de repente se sacude entero para mojarme con gotitas sueltas el abrigo que me puse encima del pijama, tan grande que la redondez de mi vientre pasa desapercibido. Si me quejo de un poco de agua, eso es nada cuando el resto del camino a la casa lo hace metiéndose un par de veces más al mar y después revolcándose en la arena. Para cuando lo hago entrar por la puerta trasera de la cocina, no es la bola blanca que fui a buscar, sino un monstruo mojado y sucio que recorre toda la cocina hurgando con su hocico cada rincón.

El sonido que proviene de arriba de las escaleras hace que levante las orejas y su emoción es visible en su cola que se agita de un lado al otro. Escucha los pasos que van bajando los peldaños, no necesita de otra señal para aventarse fuera de la cocina, tan veloz que su víctima no podría verlo venir. A quien si se lo hubiera dicho por anticipado, quizá tal asalto del animal no habría sido tan inesperado, pero se suponía que era una sorpresa, por eso fui a la casa de mi vecino antes de las siete de la mañana y estoy revolviendo la alacena para encontrar el frasco de café que se me hace tan necesario como el oxígeno a estas horas. No sigo al perro, ¿para qué? Puedo contar hasta diez en voz alta hasta que venga por sus propias patas, siguiendo a un Hans que se habrá sacado el sueño con el sobresalto. —Nueve... ocho...— cuento. Me tomo el trabajo de batir el café en mi taza por el gusto de oír la cuchara contra la porcelana, mientras mi boca se abre para soltar un bostezo. —Siete... seis...— sigo, —cinco...—, y como puedo oír a Hans a unos pasos, apuro el conteo. —Cuatro, tres, dos...—. No puedo llegar a uno, que lo veo en el marco de la puerta a la cocina. —¡Feliz cumpleaños!— le muestro mi mejor sonrisa, pese al sueño con el que cargo y lo despeinados que están mis mechones por el viento de la playa, que todavía no me saco el abrigo porque sigo tiritando del frío.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Mi cumpleaños número treinta y tres fue uno de esos desmadres que podrían manchar cualquier reputación si alguien lo comentase fuera del círculo reducido de invitados. Acababa de ser nombrado el ministro más joven de NeoPanem y Kirke, con su barriga y ansias de alcohol, había organizado una fiesta privada que, sorpresivamente, Reynald y Jack secundaron. No diré más que fue la clase de reunión que Rose reprobaría de enterarse de los detalles y que las lagunas de esa noche no ayudaron a completar la historia que me llevó a despertar en una bañera completamente desconocida en el distrito trece y con un sabor desagradable en la boca. Hoy, exactamente un año después, las cosas han cambiado tanto que despertarme en una cama tranquila con el sonido del mar a la distancia se siente como un extraño alivio. Al menos, sé que de aquí no tendré que escaparme sin pantalones por ninguna ventana.

Los domingos siempre han servido para dormir un poco más de lo normal, pero mi reloj biológico hace que los ojos se me abran a pesar de la pereza de la mañana sin siquiera desearlo. No voy a mentir, giro entre las sábanas más de lo necesario, por demás cómodo y caliente como para desear marcharme, hasta que las necesidades básicas me obligan a levantarme con paso cansino. Sigo dormido cuando abandono el baño y bajo las escaleras descalzo, arrastrando los pies que van pisando los bordes del pantalón que utilizo como pijama en los días de frío invierno. Estoy llegando al último peldaño con un bostezo que me deja ciego y, para cuando vuelvo a abrir los ojos, el sonido de unas patas contra el suelo me descoloca lo suficiente como para que en un segundo esté dando un salto hacia atrás. Choco la espalda contra la pared y tengo que sostenerme de la misma para no caerme de culo en lo que una bola de pelos me mancha la remera con sus patas mugrosas y creo que suelto algún insulto cargado de sorpresa, pero estoy más concentrado en empujarlo para quitármelo de encima. ¿De dónde demonios ha salido esta cosa?

¡Scott! mi voz demanda una explicación al alzarse como un bramido en lo que escucho el tintineo de la cuchara y doy amplias zancadas hasta meterme en la cocina. Tengo que sacudir la mano para espantar al perro que intenta chuparme los dedos y alcanzarme para cumplir su cometido de acosarme, deteniendome frente a su saludo que se me hace muy fuera de lugar considerando la situación — Como digas. ¿Vas a explicarme por qué hay un animal en la casa? ¿Se le perdió a alguien? — quizá le está haciendo un favor a un vecino y no estoy enterado. Intento limpiarme la ropa con la mano, pero entonces recuerdo que he dejado la varita arriba — Está dejando la casa hecha un asco. Quien sea su dueño, deberá enseñarle modales. ¿No podía quedarse afuera? ¡Mira! — y tiro del extremo inferior de la remera para que pueda ver la mugre que me dejó encima, tal y como si fuese un niño acusando a su hermano menor con su madre. No sé si es el mejor modo de comenzar mi cumpleaños.
Hans M. Powell
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The stakes are high, the water's rough • Hans  Oxzp2zI
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Invitado
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Hace mucho que no escuchaba mi apellido en un grito a toda voz, en esa nota justa que sabe alcanzar Hans, que si los vecinos escucharan creerían que acabo de liberar a una quimera y al cancerbero en la casa, que no está muy lejos de la realidad, pero no es para tanto. O tal vez sí. Porque, ¡oh, por Merlín! ¡NO! ¡ESTO ES UN DESASTRE! ¡Tiene manchitas en su camiseta! ¡Manchitas! Me tengo que tragar la carcajada que sigue a su saludo de cumpleaños, porque su cara de indignación me tienta a responderle con una expresión similar, por la cual dejo la taza en el borde de la mesada y me cubro la boca con las manos, en falso pánico. —¡¿Estás bien?!— pregunto, dando dos pasos hacia él para poder tomar del ruedo de la camiseta e inspeccionar las manchas de gravedad. —¡Por Merlín! ¡No! ¡Tenemos un 3312! ¡Tenemos un 3312!— grito en medio de la cocina, no tan alto como para despertar a Meerah, quien espero que tenga la puerta cerrada para que no la sorprendan gotitas de agua y babas cayendo sobre su cara. Interrumpo mi actuación de simulacro de emergencia para golpear suavemente su frente con mi palma. —Sólo es mugre, ¡no te vas a morir!—, y entonces sí suelto la carcajada para volver a mi café en proceso. —Nada que no se quite con un baño cuando terminen de conocerse.

Recargo mi cadera contra la mesada y uso mi cuchara manchada de la mezcla del café para apuntarlo. —Y en eso tienes razón, su dueño tendrá que enseñarle modales. Es muy impertinente, muy emocional, ¡ah! ¡pero nada de un modo excepcional! ¡Y mira! ¡Tiene una hermosa sonrisa!— lo señalo con un movimiento de mi barbilla, se ha quedado sentado sobre sus patas traseras a un lado de la cocina, jadeando y pasando sus ojitos como canicas del uno al otro. A mí me conoce por las veces que fui a la casa a que se familiarizara, y no creo exagerar al decir que al parecer, Hans le ha caído bien. Lo que tiene una explicación muy simple… —Se llama Snow, pero como no hace caso a ese nombre puedes rebautizarla—. Pese al esmero de que se vea la inocencia de mis intenciones en mi sonrisa, cuando llena mi rostro, tiene ese sesgo burlón que no puedo contener. —¿Te gusta tu regalo de cumpleaños?— pregunto, abrazándome a la taza con mis dos manos.

¡Ah! ¡Me olvidé el agua! Saco la varita del bolsillo de la campera para remover algunas cosas de la mesada y poner a hervir el agua que voy a necesitar para el café, mientras sigo hablándole. —Uno de nuestros vecinos se va a mudar, es demasiado mayor para estar solo y los perros lo cuidaban más de lo que él los cuidaba a ellos. Solía verlos jugando en la orilla cuando salía a caminar, ¿y dime si Snow no es dulce?— le echo una segunda mirada a todo su pelo en puntas como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, por culpa de que la suciedad se le está secando. Pero sigue sonriéndose, haciendo de sus ojitos más chiquitos de lo que en realidad son, y creo que está tratando de dar una buena impresión antes de convertirse en un torbellino otra vez. —Y ella quería entrar para conocer la casa, pero Hunter sí se quedó fuera, es un perro muy educado— digo, moviéndome hacia la puerta para tirar de la manija y escucho como empieza a burbujear el agua hervida hasta que el sonido se detiene por sí solo. —¿Quieres que lo llame?
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
El escándalo obviamente burlón que le sale por los poros hace que ruede los ojos hasta ponerlos en blanco con un suspiro pesado, de esos que me suben los hombros hasta que los dejo caer con fuerza — ¿Aceptaste cuidar una mascota sin consultarme? — no es como que me interese meterme en sus decisiones, pero estamos hablando de la casa donde vivimos juntos y creo tener el derecho a alguna opinión. Obvio que lo que digo no sirve de nada, me empuja la cabeza hacia atrás y ni siquiera me ayuda a limpiarme, así que estaré así hasta que vaya a cambiarme porque su risa descarta cualquier otra opción. Bueno, quizá estar recién despierto me pone un poco más vulnerable de lo normal, pero que tampoco es el mejor modo de empezar el día.

Tengo que mirar al animal en busca de algo que me indique que esté sonriendo, porque no puedo ver de lo que ella me está hablando. Mis ojos se fijan en su figura peluda con obvio recelo, incluso doy algunos pasos hacia atrás hasta que me apoyo en la mesada como si la distancia fuese sinónimo de seguridad — ¿Por qué le pensaría un nombre? — es lo primero que se me escapa con cierta nota de pánico, pero creo que lo que digo se pierde en las palabras que me funcionan como respuesta. Hago un sonido con la garganta que deja en claro que me he tragado cualquier respuesta posible gracias a la incredulidad, porque la culpa que me da su obvia alegría me prohíbe el decirle que se ha vuelto totalmente loca, al menos no con esas palabras. Se me escapan otras peores: — ¿De verdad pensaste que el mejor regalo sería un perro? — sé que lo hablamos, pero siempre lo consideré como algo en lo que ella se haría cargo para cumplir su capricho infantil y no que me enchufaría una bola mojada a mí.

Me quedo en silencio en sus explicaciones, casi parece que estoy tomando la misma actitud a la cual me aferro en el trabajo cuando debo escuchar excusas hasta dar mi veredicto final. Mis manos se mantienen detrás, aferrándome al borde de la mesada en lo que paso los ojos de uno al otro hasta terminar ladeando la cabeza en dirección a la morena como si me estuviese compadeciendo de su salud mental — Espera… ¿Dices que hay dos? — creo que se me ha ido la voz a un extraño agudo estrangulado, así que carraspeo para aclararme la garganta y me paro un poco más derecho, alzando las manos para pedirle dos segundos y que no abra la puerta — No, no, Scott, escúchame — ¿Podemos ser razonables? ¿Acaso ahora seré el único adulto responsable en este lugar? — No podemos tener dos perros, un bebé y una casi adolescente en la misma casa, es una locura. ¿De dónde planeas que saquemos el tiempo y la paciencia? — porque ya me lo veo venir. Los llantos, los ladridos, los pañales, las patas en cada rincón. Perdió la cabeza, es obvio — Tendríamos que haberlo hablado un poco, ¿no crees? No podemos… ¡Quédate ahí! — la bola que supongo que será blanca bajo la mugre se mueve, así que levanto un pie para alejarlo de mí sin necesidad de tocarlo demasiado — Lara, será un desastre. ¿No puedes siquiera controlarla un poco? — lo cual empeora cuando tengo que sacar mi pie de su cara porque me lo ha chupado, así que doy un brinco hacia atrás con expresión de asco en lo que tomo una servilleta y me limpio, haciendo equilibrio como puedo.
Hans M. Powell
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The stakes are high, the water's rough • Hans  Oxzp2zI
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Invitado
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Porque— digo, alzando mi dedo índice en una actitud de quien se apresta a dar una explicación trascendental a alguien que lo ignora por completo, —las sorpresas generalmente se hacen así, una persona lo sabe, la otra persona lo ignora— concluyo. Su negación a la situación es tal que no entiende nada de lo que le digo sino se lo hago tan claramente como que la perra es suya. Si Snow no hace más que sonreír desde que lo ha visto, no entiendo cómo puede mirarla por su parte con el pánico en sus ojos. Así lo único que va a conseguir es que la perra vuelva a acosarlo para recibir un poco de amor a cambio. —¿Por qué un perro no es un buen regalo?— le doy vuelta a su pregunta, porque eso me da tiempo a improvisar un argumento mejor. —No es como si hubiera muchas cosas que te pueda regalar, Hans. Tienes el dinero para comprarte lo que quieras. Tienes a Meerah para que te regale camisas y corbatas, que si yo te traigo una me arriesgo a causar un atentado en tu armario. Y ya te regalé un reloj— apunto, que si tengo que seguir las sugerencias que me dan en algunas tiendas creo que sería incómodo para ambos, que incluso quienes grabaron la dedicatoria tras el reloj me manifestaron lo descorazonados que se sentían por algo tan simple como «Para Hans, de Lara», con algo como lo es el tradicional reloj para el prometido. Y no, me dio gracia en ese momento, pero no es algo que le contaría a Hans salvo que se entere por su parte o mi madre abra la boca al darse la cuenta.

Estamos hablando de perros, no de bebés, que el susto de la posibilidad de gemelos lo pasamos. —Te dije que era un hombre con perros, está muy viejo como para seguir en este distrito con todas las cosas que están pasando. Sus hijos tienen miedo de que lo que paso con el mercado, no confían en que… esté seguro viviendo solo… — murmuro, escondiendo parte de mi rostro de su vista por estar tocando el tema, mi mirada puesta en la ventana que ocupa gran parte de la puerta, desde la que puedo ver el patio que es una extensión de pasto todavía marrón, en lo que parece ser un jardín descuidado que alguien tendrá que arreglar en algún momento y no sé cuándo podré hacerlo yo, que la cintura empieza a darme puntadas por estar mucho tiempo parada cuando trabajo. Me silencio antes de llamar al labrador negro que también está mojado, no tanto como Snow, y que se ha quedado tirado al sol tibio como si fuera imperturbable al frío.

Esta vez uso la puerta para recostarme, mis brazos cruzados por delante de mi pecho, escuchando su intento de persuadirme y es válido, así que le presto mis oídos y mi mirada atenta. —¿Por qué no podemos? Son perros adultos, no cachorros, no los traje para que entrenemos el arte de cambiar pañales o preparar leche a la madrugada. Son…— pienso en Hunter que está fuera, —perros para seguridad de la casa, Hans—. Y Snow se encarga de arruinar mi argumento. —¡No! ¡Snow! ¡Basta! ¡Déjalo!— pido, que no está ayudando a su propia causa con tanto entusiasmo. Hay baba en el pie de Hans y se me escapa la carcajada, que trato de que no suene tanto como podría para no ofenderlo. —¡Es tu perra! ¡Tienes que ser tú quien le ponga límites!—, y de esa manera pretendo limpiarme las manos, que mi perro está fuera, todo tranquilo y echándose una siesta. —No le estás dando la bienvenida que espera, es eso. Sólo dile hola como corresponde — se lo marco, no muy convencida de que eso calme a la feria, más bien temo que suceda todo lo contrario.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Babean, tienen pulgas, toman olor, manchan los muebles, requieren tiempo como un hijo más… — enumero las razones sin mucho esfuerzo y sí, puede que no estoy siendo demasiado amable con la idea de que ha sido un regalo, pero creí que me conocía un poquito mejor como para creer que una mascota sería un presente ideal; vamos, que me ha visto quejarme de los sonidos agudos del puff de Meerah y le he contado que mi única experiencia en el área fue una tortuga — Me conformaba con un desayuno en la cama, si quieres mi opinión — tal y como dice, puedo tener lo que quiera gracias a mi sueldo y tampoco soy una persona que guste de derrochar el dinero, ya suficiente tuve con un bote que apenas he usado. Un domingo tranquilo, sin una mínima preocupación, hubiese sido lo ideal. Sin ruidos, sin olor a animal empapado, solo nosotros y una larga siesta. Carajo, me estoy poniendo viejo.

La incomodidad me lleva a desviar la mirada hacia cualquier lado de la cocina, porque no quiero tocar el tema de lo que ha sucedido en el mercado ya que me lleva hacia otra zona, una de la cual no he hablado con ella porque soy incapaz de abrir la boca y preocuparla de más en su estado. Por mucho que intento dejar el pasado atrás, parece ser que éste se esfuerza en pisar con ganas mi presente, llenarlo de su presencia para recordarme que no puedo escapar. Estar bajo la mira de Magnar lo demuestra — Sé que tuviste buenas intenciones, pero deberíamos haberlo hablado antes — insisto, aunque el tono de mi voz es mucho más calmo, buscando cierta reconciliación entre sus ideas y las mías.

¿Perros para seguridad? — ¿Los vamos a entrenar para que puedan hacer un patronus? ¿O sabes cómo enseñarles a desconectar bombas? — ironizo, que no estamos lidiando con cualquier tipo de amenaza allá afuera. Lo positivo de ser atacado por la emoción de la nueva mascota del hogar es que me distrae de mis comentarios pesimistas, camuflados por las risotadas de Lara que retumban con bastante eco en la cocina — ¿Cómo se supone que le ponga límites? ¡Es un perro, no va a estrecharme la mano! — mi voz se tiñe de desesperación y me alejo del animal de costado como un cangrejo, aunque eso solo provoca que se mueva con el rabo en alto como si estuviese tomando mi andar como un juego — Cuando me quede sin zapatos por sus mordidas, tú vas a tener la culpa — le amenazo, echándole un vistazo rápido antes de inclinarme un poco en dirección al animal. Llevo un puño a mis labios y carraspeo para aclararme la garganta — Si vas a quedarte aquí, no vas a tener un nombre tan poco original. Y me niego a que huelas tan mal — es un saludo poco amistoso, lo sé, pero es lo mejor que tengo ahora mismo. Miro a Scott en reproche y le tiendo la mano — Dame tu varita, voy a sacarle la mugre. Y luego me dirás por qué eres tan amable con los ancianos… ¡No, no! — me enderezo con rapidez, pero mi rostro entero se frunce en reacción a una lamida que me hace apretar los labios con fuerza. Tengo que recordarme que nada de esto fue hecho con mala intención, cuento hasta cinco y me paso la mano por la cara — Tú eres la que querías un perro. ¿Qué se hace en estos casos? — porque creo que echarlos a la calle no parece una opción.
Hans M. Powell
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Me choco de cara con algo que no lo vi posible, y estoy haciendo cálculos mentales para entender por qué nunca termino de descifrar a este hombre. —¿Estás hablando en serio? ¿Y ni siquiera con una segunda intención?— pregunto, en el tono de mi voz está claro mi desconcierto. Si era esa su idea de regalo perfecto jamás la hubiera considerado, creo que porque todo lo relacionado a la cocina estaba descartado, que no se me ocurrió que algo tan simple como café y panqueques —el más grande y único de mis logros culinarios— hubiera bastado. —Si no te hice un pastel de lo que sea, es porque ambos sabemos que eso te llevaría al hospital por intoxicación y di por hecho que no querrías pasar ahí tu cumpleaños. Mo te traerá algo más comestible y rico en algún momento del día—, que no necesita invitación formal para caer a la hora que sea a saludar a su técnicamente no yerno, pero casi yerno. —Pero, ¿con un café eres feliz? ¡Perfecto! No es que te quiera impresionar, pero el café es uno de mis grandes talentos culinarios— digo con esa pomposidad que puedo dar a mi tono, que ya tengo dos logros anotados y estoy rompiendo marcas, —aunque no sé si cuenta como uno porque es bebida…— musito, mientras estiro mi brazo para bajar otra taza de la alacena.

Lo estamos hablando ahora— se lo señalo. —No tengo un giratiempo para volver una semana atrás y preguntarte si te gustaría tener un perro, tampoco lo haría porque sé lo que me hubieras dicho—, se lo tengo que decir sosteniéndole la mirada para que pueda ver como modulo lentamente con los labios un: —No—, tiro de mis labios en una sonrisa que lo invita a contradecirme. —Hans, si lo piensas, somos del tipo de personas que dicen a todo lo que rompe con su estilo de vida: «No, gracias, estoy bien así». Si estamos en nuestros cabales…—, se me hace oportuna esa aclaración. —Y los perdimos un par de veces, por eso estamos aquí—, lo resumo así, sin embargo no puedo evitar pensar en que somos de los que están metidos hasta el fondo y siguen poniendo reparos a veces de que tan lejos se puede llegar. —¿Si sabes que hay perros capaces de detectar bombas, verdad? ¿Y también que son mucho más susceptibles a presencias? Quizás podrían darse cuenta de las intenciones de una persona, sin que tú lo sospeches siquiera. Actúan con otros sentidos en alerta…— se lo comento, ensalzando las virtudes que creo que tiene Hunter y espero que los tenga Snow también, que por el momento se esmera en una sonrisa que no convence a Hans. —Si pusieron licántropos en la calle, ¿por qué no puedo tener mi propia jauría?— lo digo como al pasar, dándome cuenta de lo terriblemente infantil que suena eso. «Si el presidente lo hizo, yo también quiero hacerlo». Por suerte, el que cumple años es Hans.

No puedo creer que sepas como mantener una departamento entero caminando en puntillas si estás de mal humor y no te tengas confianza en poner unos pocos límites a una perra— digo con una ceja curvándose, que no quiero reírme de él y de todas maneras la sonrisa se hace ver. Considero que tengo un triunfo parcial cuando cede a la posibilidad de que la perra vaya a quedarse, que pongo mi varita a su alcance apenas me la pide, creo que el acto de que sea quien la limpie lo irá haciendo responsable de su mascota. —¿Por qué no le pones un nombre con M?— sugiero, que recuerdo lo que le gusta que todos en su familia tengan esa inicial. No me meto, porque también creo que es algo de ellos. —Pues tener un perro imaginario cuando era niña, me hizo saber un par de cosas. Necesitan un nombre, un lugar donde dormir y comida— al decirlo vuelvo sobre mis pasos para abrir una de las puertas de la bajo mesada y sacar una bolsa que le enseño, así como un par de platos de plástico que compré por anticipado, sabía que el domingo se mudarían con nosotros y no iba a darle uno de los picantes de la heladera. —Puedes darle de comer, mientras yo hago el café—. Espero a que tome la bolsa para que yo pueda volver a las tazas, que el agua se está evaporando. —Dale un día de un prueba—, propongo, no quiero que sea un regalo forzado al final de la jornada, —si crees que no puedes sobrevivir a un perro, le preguntaré a Rose o a Phoebe si quieren adoptarla. Y en compensación te llevaré a un sex shop para que compres lo que quieras— bromeo, el tintineo de la cuchara reemplaza mi risa. —Sólo te diré que Muffin parece feliz de tener perros, porque no ha dejado de moverse desde que desperté. Y creo que se parece un poco a mí porque no deja de chocarse contra las paredes.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Sé muy bien que estamos rompiendo nuestro estilo de vida hace tiempo, que toda esta casa es un ejemplo físico de que hemos cambiado demasiado, decidiendo caminar juntos una nueva aventura que jamás habríamos sospechado. Pero la mirada que le largo deja en claro que hay límites, un perro va más allá del hogar para nuestra hija y tener dos es volver a pisar el acelerador. Parece una broma; le digo que no a casarnos, pero sin embargo tenemos todo lo que eso implica sin los papeles legales — Claro, deberíamos haber adoptado un cachorro de hombre lobo. De seguro esos son incluso más rápidos al momento de detectar bombas y presencias peligrosas — busco burlarme de ella, incluso le dedico una suave sonrisa que parece un poco más tranquila que mi anterior actitud, a pesar de mantenerme alerta. Mis ojos, aunque sea de refilón, no se apartan de la perra.

La enorme diferencia está en que mis empleados comprenden cuales son sus recompensas y riesgos. Un perro lleva más tiempo — aprieto su varita entre mis dedos y la hago girar en lo que miro al animal, como si de esa manera pudiese medir qué tanta mugre tiene encima. Los primeros movimientos de varita son rápidos, poco a poco puedo ver como la mugre desaparece con un fregotego bastante útil. Uso ese tiempo para meditar, hasta que sacudo la cabeza con decisión — Le pondré un nombre si pasa la prueba del primer día. No quiero caer en la trampa de nombrar y encariñarse — que ya me la veo haciendo ese tipo de trampas. Coloco la varita en su bolsillo para hacerme con la bolsa de comida, lo que me detiene un momento a su lado con un poco más de diversión en el rostro — ¿Ves? Un sex shop hubiera sido una opción más acertada — la consuelo con un casto beso en su pómulo y acomodo el plato sobre la mesada, donde tengo la comodidad de llenarlo. ¿Por qué no me sorprende que haya tenido todo preparado?

Tengo que darle un par de órdenes al animal, que se pone como loca en cuanto se da cuenta de que voy a darle de comer y me encuentro usando mi cuerpo como barrera, hasta que empieza a comer con desesperación. Me alejo unos pasos, midiendo mi propia seguridad, hasta que suspiro y me froto las manos en la remera — Estaba pensando — suelto. Doy algunos pasos hacia atrás hasta que vuelvo a estar junto a ella, me inclino hasta estar a la altura de su barriga y pongo mis manos en ella. Si no me ha mentido y se ha estado moviendo toda la mañana, conmigo no funciona... de nuevo —¿Por qué sospecho que le caigo mal?— mi tono es ligeramente amargo y levanto la mirada para verla sobre la curva de su vientre — ¿Qué opinas del nombre Mathilda? Para la bebé, no la perra.
Hans M. Powell
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La mirada que le lanzo es una advertencia de que se vale exagerar, pero hay un límite. —¿En serio quieres criar a tu hija menor con un cachorro de hombre lobo?— pregunto, ambos sabemos la respuesta. El miedo es tangible en ocasiones, que procuro apostar en esta casa todas las medidas necesarias para que ese mismo miedo se quede por fuera de las paredes. El escuadrón de licántropos recibe de mi parte una desconfianza similar al pavor que me inspiran los dementores, que nunca le abriría la puerta voluntariamente a ninguno de ellos. Si Magnar Aminoff se parara en el pórtico, es probable que la abriera, sólo para cerrársela en la nariz. Estamos pisando en esa línea del humor negro otra vez, tomando de los males del presente para burlarnos del otro, todo por una perra que no deja de sonreír con su hocico abierto al jadear. — Son más instintivos, podrá llegar a entenderte sin que haga falta que digas palabra— le aseguro, —lo que podría ser una novedad también para ti. Tratar de persuadir a una criatura a que haga lo que le pides, sin que puedas usar tu parla—, la sonrisa traviesa que le muestro no me cabe en la cara. —Sin tu arma principal no te sientes tan confiado, ¿eh?—, le hago pulla, a ver si así se decide a enseñarle modales a Snow, quien seguirá siendo Snow por tiempo impreciso si no pasa la prueba del día y tengo que buscarle otra casa. ¿A Mohini le agradará tener una perra que le haga compañía? —Lo mismo te encariñas con las cosas que no tienen nombre, Hans  — afirmo, que no se atreva a negarlo, porque puedo improvisar una lista de cosas.

Recupero la varita que puso en mi campera para poder revolver la mezcla de café en las dos tazas al mismo tiempo, y al volcar el agua, se desborda la espuma que me indica que está en su punto justo. Muevo mi barbilla de un lado al otro, mordiéndome el labio que se curva en una nueva sonrisa. —No es posible tener intenciones inocentes contigo,— suspiro como si fuera una causa perdida o, en todo caso, como si lo fuéramos ambos. —Trato de darte un regalo simpático por tu cumpleaños para demostrarte que no sólo te veo como un cuerpo sensual, pero no me dejas ser noble…— le reclamo en chiste. Como no me tomé el tiempo para hacer nada y las tostadas seguro que me salen quemadas, bajo un frasco con galletas con chips de chocolate. Son mi reserva de las medianoches, pero se las puedo compartir por ser su día. —¡Oye! ¡Un momento! Tienes que llenar dos platos, no seas egoísta y pienses que tu perra es la única que debe comer. ¿Qué hay de mi perro?— golpeteo con un dedo el borde del plato lleno de Snow, quien está más que impaciente por oír el ruido de las bolitas de comida cayendo en el plato y se lo tiene que dar para que a la perra no le dé un ataque de ansiedad. El problema de darle de comer luego a Hunter, es que seguro Snow asalta su toca.

Pero es algo que me preocuparé luego, que tengo a un padre tratando de comunicarse con su hija a través de varias capas abrigadas de ropa, es como si tratara de hacer sentir su tacto a mil kilómetros de distancia. —¿Por qué crees que le caerías mal? Seguro se está haciendo de rogar, ya demostró que es quien marca sus propios tiempos, ¿por qué no tratas de persuadirla?— digo, tratando de consolarlo. No la retaré, porque en la ecografía en la que debíamos saber su sexo, quedó claro que se hace la sorda cuando quiere y mientras tenga la excusa de estar en el vientre para salirse con su capricho.  —Deja que al menos me quite la campera…— digo, sacándomela por los brazos al abrir la cremallera y la única tela que queda es la camiseta de mangas largas del pijama. Tomo de vuelta su mano para colocarla donde la siento moverse en el bajo vientre. —¿Mathilda? — repito, con una mueca que se va haciendo cada vez más pronunciada. —No, Hans. Es nombre de abuela…— me quejo, mi mano sobre la suya para guiarlo hacia donde siento la patada repentina. —Dime que la sentiste— pido, que para mí son golpecitos con fuerza, pero no sería la primera vez que pase desapercibido para la otra persona y esta vez, con mucha pena, su padre. —¿No me dirás que como regalo de cumpleaños quieres que se llame Mathilda? Porque te preparé café y si quieres, podemos volver arriba— propongo, mi mirada desconfiada posándose sobre la perra que sigue vaciando el plato con un vaivén feliz de su cola peluda. —Huyamos mientras está distraída si no queremos a una tercera entrometida en la cama.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
¿Esa es mi arma principal? Estoy seguro de haber conseguido muchas cosas de ti sin necesidad de abrir la boca — modulo con burla cada una de mis palabras hasta acentuar una sonrisa guasona, le cedo la duda porque no tengo idea de que tan rápido me encariño con las cosas, cuando toda mi vida me he visto como una persona que tiende a despegarse de las cosas con suma facilidad, incluyendo a los seres vivos. Ella conoció mis excepciones, no mis reglas y las mismas se han presentado solamente el último año, cuando las casualidades hicieron que las barreras empiecen a bajar poco a poco, aunque aún tienen sus reservas.

Me muestro como una persona inocente y carente de malas intenciones frente a una acusación que busco desestimar, hasta que me rasco el pecho con falso desinterés — No te hagas, que sé que me ves solo como una porción de carne para tus antojos lujuriosos — mis ojos se abren de par en par por su reproche y estiro el cuello para ver al otro animal por la ventana. No me es difícil divisarlo, pero se ve demasiado cómodo en su siesta como para siquiera molestarme en salir al frío de la mañana sin abrigo alguno. Él puede esperar, tengo unos asuntos un poquito más importantes que atender, como la mala comunicación con la pequeña de la familia — ¿Cómo puedo persuadirla? No debe siquiera escucharme — presiono un poco con mis dedos en lo que ella aparta su campera, pero sé que no servirá de nada porque es una experta en ignorarme cuando intento un mínimo de contacto. Al final, siento que me pasaré nueve meses mirando a la nada, apoyando la oreja sobre un vientre que no me considera para sus interacciones con el mundo exterior.

Por la cara que pone, adivino lo que va a decir antes de que salga de su boca, pero ya tengo una respuesta formada — Había un libro que leía cuando era niño, sobre una brujita llamada Mathilda. Parece que fue popular hace mucho tiempo y era muy lista. Te gustaría — me pondría a dar más explicaciones, pero su guía me deja quieto en un sitio en el cual, aparentemente, debería estar sintiendo algo. Mi cara es de pura concentración, pero no hay señal alguna de la niña que ella dice sentir y niego con la cabeza; espero no verme tan decepcionado cuando vuelvo a levantar los ojos — Recuérdame que no le cumpla caprichos hasta los cinco años — al menos, lo que dice hace que me sonría aunque sea un poco, curvando los labios hacia un costado — No, no quieras sobornarme con ir a la cama. ¿Tan feo te parece? — a mí me suena bien, incluso puede combinar con ambos apellidos. Resignado, dejo un beso en su ombligo y vuelvo a enderezarme, acomodando su ropa con manos casuales — Transporta el desayuno a la habitación, porque yo estaré muy ocupado haciendo esto…

Mi intento es tan patético que debo recordarme el comer un poco más de verdura la próxima semana y tal vez retomar algo de ejercicio, porque cuando pongo los brazos para alzarla, me veo obligado a hacer más fuerza de la normal y hasta me quejo un poco bajo su peso. Consigo acomodarla, pero por la mueca que le dedico cuando busco avanzar hacia la escalera, los postres que se ha zampado los últimos meses están pasando factura — Si no te gusta Mathilda, siempre puede ser Marlene. ¿O quizá Minerva? — no, esa no, una figura importante de los Black llevaba ese nombre. Tengo que detenerme a mitad de la escalera para que no caigamos de culo al suelo, porque Snow pasa tan rápido por nuestro lado que parece una bala blanca que podría hacernos rodar — Y ahí va nuestra mañana de intimidad… Se acabó. No estaremos solos nunca más — por el tono de mi voz, se percibe la desgracia.
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Me trago una carcajada al cruzar mis brazos, le echo una mirada que habla por sí misma al arquear mis cejas. —Yo diría que muchas de las cosas que conseguiste fue por usar tu boca— apunto, y es así como despido a todas mis castas intenciones para que se vayan por la puerta trasera de la cocina, con una sonrisa que desafía a la suya. Reafirmo el amarre de mis brazos para mantenerme a una distancia segura — para él—, con mis manos aferrándose a la tela de la cintura, así no caigo en sus provocaciones y acabo por darle la razón en sus acusaciones infames. —No es cierto, también te veo como fuente de calor donde puedo acurrucarme, en este invierno en el que se me enfrían los pies— digo con un tonito falso de pura inocencia, y libero una de mis manos para presionar la palma en un lado de su cuello cuando lo veo estirarse para mirar por la ventana. —Tan caliente, siempre— musito, no reprimo la carcajada ronca que sale de mis labios, que se lo merece por estar haciéndose el desentendido.

Sí puede escucharte—, ¿o no? Sé que me escucha a mí porque lo leí, pero no quiero tener a un Hans desconsolado por la indiferencia de una de sus hijas en el día de su cumpleaños. Paso mis dedos por algunos de sus mechones largos para peinarlos hacia atrás cuando se inclina lo suficiente como para estar a altura del vientre, y aguardo a que pueda detectar el movimiento del bebé con mi ayuda, estoy siendo lo más precisa que puedo con los puntos en los que siento las pataditas. —Si era un cuento de cuando eras niño, no me equivoco al decir que es nombre de abuela. Casi que tienes treinta y cinco, ¿sabes?— digo, dándole un año más para redondear, como si me llevara una década una diferencia y no unos pocos tres años. —Usa tu imaginación. Trata de sentirla, son pataditas muy suaves y tienes que concentrarte— lo animo a que siga intentándolo, así como no me rendí en saber si era niña o niña cuando decidí que no me iría del consultorio sin saberlo. Dejemos fuera el hecho de que salí del consultorio sin saberlo.

¡No, Hans! ¡Espera! ¡Qué estás un año más viejo y yo estoy diez kilos más pesada que el año anterior!— grito, lo suficiente como para que la perra nos preste atención, pero no para hacerlo desistir a pesar de mi alarma porque nos vayamos todos a la mierda, bebé y frasco de galletas incluidos. Las tazas nos pueden seguir levitando, las galletas las llevo seguras conmigo. —Vas a doblarte la espalda así y andarás como un viejo quejica— comento, sujetándome de su hombro con una mano que se aferra con miedo de que caigamos rodando por esos escalones que vamos subiendo. —Por cierto, ¿has visto que te salieron más arrugas?— bromeo a su costa, aprovechando la cercanía para marcarle algunas líneas en su rostro. —Marlene no me gusta, es muy simple. Minerva… ¿qué tienes con los nombres anticuados? Se sentirá de ochenta años cuando tenga ocho. Tengo que reconocer que Mathilda suena mejor, ¿estás usando la táctica de proponerme nombres más feos para que me quede con el menos feo?— pregunto con una sonrisa, que siempre le juzgo por anticipado ciertas mañas.

La cosa que pasa zumbando a nuestro lado para llegar primera a la cima de la escalera casi nos hace perder la estabilidad y muerdo entre dientes una maldición. —Calla, que la perra no sabe de quién es cada cuarto. Puede que se meta en el de Meerah…— digo y reconozco que eso es bajo. De todas formas, si la molesta a ella, entonces sí la casa se llenará de griterío y lamentaré no haber esperado un poco más para traer mi regalo. —Bien, bájame…— pido, que si vuelvo a tener mis pies en el suelo puedo planear otra salida de escape. Dejo el frasco de galletas en uno de los peldaños para tener mis manos libres y poder posarlas sobre sus hombros, donde limpio rastros invisibles de algo con mis dedos. —Como hoy es tu cumpleaños, vamos a jugar a algo, ¿sí? Algo así como… un viaje en el tiempo— le explico, que estamos muy desabrigados para salir y enfrentarnos al viento helado de la playa, así que tomo su mano para encaminarlo al único refugio de la casa en el que se puede estar a solas, precisamente debajo de la escalera. Sacudo mi varita para darnos un chispazo de luz en el armario donde cabemos apenas y un par de cajas apiladas con cosas que me traje del distrito seis, objetos más personales que las otras que tengo en el taller. Por supuesto que no me olvidé del frasco, que recuperé antes de bajar, y lo coloco en mi regazo cuando me siento en el suelo con toda comodidad. —¿Cuántos años tenías la última vez que te metiste al armario con una chica? ¿Catorce? ¿Dieciséis? — bromeo, llevándome la primera de las galletas a la boca. Supongo que las tazas se han quedado levitando en el pasillo.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Tengo más de un reproche muriendo en mi boca, pero creo que el que más me preocupa es el de la edad —  No me sumes un año, muchas cosas pueden pasar hasta que cumpla treinta y cinco — que no lo quiero pensar como la mitad de la carrera hacia los cuarenta pero… sí, ahí se asomó la idea, de seguro mañana me encuentro canas — ¿Cómo se supone que la sienta? Tú no tienes todo este espacio y piel que te separa de ella — es irónico, porque sé que estamos cerca y aún así la siento intocable e inalcanzable. Lo que me queda es suponer que debo esperar hasta que su barriga crezca, que su cuerpo se encuentre incómodo dentro del reducido espacio y los piecitos se asomen en su máxima expresión, antes de que tome la forma de una persona real que llora, babea y sigue llorando. Obviemos de que carezco de imaginación, si no hay patadas, no voy a sentirlas.

Omito sus gritos y advertencias, aunque mi cuerpo no lo hace y sé que me balanceo más de lo normal, cuando antes esta tarea era de lo más sencilla. Vamos, que alzarla era la mejor técnica para nuestros encuentros entre los archivos del ministerio, rodeados de espacios reducidos y estantes no tan cómodos — Es por el estrés — le gruño, tengo que aguantarme las ganas de llevarme las manos a la cara para chequear que lo que dice es verdad, así que opto por entornar la mirada en su dirección — ¿Tan mal me veo? — y es una pregunta seria, quizá deba escuchar los consejos de mis secretarias y volver a reservar las sesiones de masajes que he dejado olvidadas. Al menos, algo de lo que dice me saca una sonrisa — ¡Minerva era una diosa romana más que importante! Aunque si nos vamos por ese lado… ¿Qué opinas sobre Juno? — que se salta con la tradición, así que me deja pensando — Mathilda me sigue gustando más. Podemos buscarle un apodo bonito — quizá, así ceda un poco.

¿Es muy cruel desear que Meerah sea la víctima de esta mañana o todavía se me permiten esas cosas? Acepto el ponerla de nuevo en el suelo porque creo que mis brazos y piernas me lo están pidiendo, además de que he aceptado hace dos segundos que cualquier intento de romanticismo erótico acaba de morir hasta nuevo aviso. Mi cabeza se ladea en curiosidad a su sugerencia, frunzo los labios y golpeteo sus caderas con las yemas de los dedos — ¿Te robaste un giratiempo del trabajo? — me mofo, aunque el comentario se me pierde en el aire, porque ella pronto tira de mí hasta que puedo seguir un poco la línea de sus ideas — Lara… ¿De verdad crees que entremos bien aquí dentro? — que no se lo voy a decir, pero ella tiene algo que está un poco más grande que de costumbre y es una buena barrera entre ambos. Aún así, cierro la puerta detrás de mí y me quedo apoyado contra ella, no muy seguro de caber si me siento en el suelo — Quince. Fue la primera vez que una chica me dejó tocarle los pechos — me ahorro el remarcar que acabo de notar que han pasado casi veinte años, lo cual me amarga más que divertirme ante historias de un adolescente inexperto y algo perdedor.

Como tengo las piernas más largas, me siento de manera que me abrazo a las rodillas para darle espacio y apoyo el mentón en una de ellas — ¿Y qué estamos haciendo aquí, Scott? ¿Necesitabas del espacio para volver a saldar una deuda? ¿O vas a contarme sobre quién te parece atractivo en el ministerio? — me quito una pelusa inexistente del pantalón y noto que aquí hace un poco más de frío que en el resto de la casa con acceso directo a la calefacción, así que me aprieto un poco contra mí mismo — Oye, hablando en serio. Lamento haber reaccionado mal a lo de los perros. Solo que fue un poco inesperado, tú me entiendes — por no decir que jamás se me habría cruzado por la cabeza semejante visión, cuando aún no sabemos cómo se supone que vamos a cuidar de un ser vivo completamente nuevo.
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Sujeto su barbilla con mucho cuidado de no romper el frágil equilibrio que mantenemos, para así poder estudiar las arrugas que se van marcando en su piel, dando más expresividad a cada una de sus muecas. —No te ves mal, te ves más adulto— opino, con la autoridad que tengo por haberlo visto cambiar con los años y muy a prisa en este último, demasiado a prisa. Decir que es culpa del estrés es minimizar la manera en que el ministerio lo consumió con tantos atentados y reformas legislativas. —Ya no te ves como un muñeco de torta— digo a broma, tratando de atrapar su mejilla con mis dedos, pero el intento queda en nada porque es arriesgado a nuestra estabilidad y la discusión por el nombre nos tiene en otro tipo de pendiente. —Una diosa a la que adoraron hace muchísimos siglos, es un nombre viejo— reafirmo, pese a que lo estoy considerando y Juno me gusta, sin embargo pienso en Meerah que no quiere un nombre que evoque a alguien muerto, ¿no es lo mismo usar uno que evoque a una diosa? Se carga con cierta expectativa al bebé que va a nacer. —Mathilda Scott— pruebo el nombre, como siempre lo hago. —Tengo que reconocer que suena bien— murmuro, sorprendida de esto. —Mathilda Powell. No suena mal, tampoco…— admito, tiene cierta presencia, sin imponer una personalidad.

El nombre de la niña es una discusión que tendremos que postergar un día más, porque la perra temporalmente sin nombre con M se lleva nuestra atención con su carrera hacia las habitaciones. —No, todavía no me robé ningún giratiempos— contesto, dando la vuelta para que bajemos por la escalera hasta la puerta que se abre a un diminuto armario. —Si te agachas un poco, puedes entrar— le indico, haciendo presión con mi mano en su nuca para que lo haga así y su frente no se choque de lleno con el marco. Tengo la risa picándome en la garganta cuando trata de adecuar su tamaño al espacio reducido del interior, en cambio con mis privilegios de ser menudo puedo apropiarme de un rincón y que mi panza sea mi única preocupación por robar un poco más de espacio al aire entre nosotros. —¿Quince? Pues, bienvenido a tus quince otra vez— digo en un tono de celebración, moviéndome una vez que se recuesta contra sus rodillas como si lo cohibiera esto y no porque le falten centímetros para estar a sus anchas.

Coloco mis codos sobre sus rodillas, así ahorramos espacio. —¿Deuda de qué sería?— pregunto, y me acerco un poco más en un falso aire de confidencia. —¿Eso es lo que quieres saber? ¿Quién me parece el más atractivo? ¿Por qué creo que vas a aprovechar esta oportunidad para averiguar todos mis sucios secretos?— pregunto con un dejo burlón en mi tono y una sonrisa que se mantiene igual cuando menciona lo de los perros. —Sí, lo sé. Te asusta lo inesperado, en lo que tardas en acomodarlo a tu sistema… de alguna manera terminas encontrándole un orden a todo y te adaptas— digo. Doy unos golpecitos a sus rodillas con mis dedos. —Por mal que suene, ¿puedes abrir tus piernas?— pido, así puedo acomodarme en medio de estas y recostar mi espalda contra su pecho. —Y no te olvides de tu función como fuente de calor, por favor— agrego, encargándome de que sus brazos crucen por mi cintura hasta quedar sobre mi vientre. —Ahora, ¿qué hacías cuando tenías quince años?— pregunto, el frasco abierto lo suficientemente cerca, porque todo aquí está cerca también las cajas en pilas, que puedo sacar otra galleta para comerla.
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Hans M. Powell
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Ojalá fuese estar de nuevo en los quince, podría tomar decisiones diferentes que me salvarían de algunos errores del presente. No quiero ponerme en pesimista y amargar lo que nos queda del día, me aferro a los comentarios bromistas que se me hacen un poco más suaves que cualquier tontería que pueda largar al respecto del paso del tiempo — No lo sé, de seguro hiciste algo que deba solucionar, de nuevo. ¿Qué tal está el vaso que rompiste la semana pasada? — lo cual ella podría haber solucionado pero yo fui más rápido con la varita, obviemos que yo sí puedo agacharme con facilidad. Se me acentúa una sonrisa de labios apretados que no se borra y arqueo una de mis cejas — No lo sé. ¿Qué oscuro secreto tienes que confesar? Los sitios pequeños y poco iluminados son los mejores para ello, quizá deberías empezar a soltar la lengua. Según tú, puedo ser muy persuasivo.

Si no me hubiese adaptado, jamás habría sido quien soy ahora. Una de mis virtudes en la corte fue el saber siempre el mantener la calma incluso ante los imprevistos, pero me he dado cuenta con el tiempo de que las sorpresas personales me pesan mucho más, en especial si están ligadas a factores que me importan — La prueba del primer día sigue estando vigente — le aclaro, solo por si las dudas agudizo el oído a ver si puedo escuchar a la perra, pero desde nuestra burbuja no oigo nada. Estoy con la concentración puesta en ello, es por eso que ni respondo y dejo que acople nuestros cuerpos cómo le dé la gana, algo que se ha vuelto demasiado normal entre nosotros desde hace algunos meses.

El sonido de mi garganta que vibra dentro de mi boca da a entender que estoy meditando la respuesta. Aprovecho esos segundos en abrazarla un poco mejor y estirar las piernas lo máximo que puedo, lo que me da un aspecto de grillo gigante — Aún vivía en el uno. Los Black seguían al poder, así que... escuela muggle. Me iba bastante bien, era delegado del curso y pasaba el segundo turno haciendo deportes. No era una vida muy especial o única, ya sabes. Empiezas a beber y todas esas tonterías — dicho en otras palabras, fui un cliché de adolescente, tenía el peinado y todo. Mi vida era sana, los excesos llegaron en el Capitolio muchos años después — Me gustaba Ophelia Hamilton. Conseguí que sea mi cita para el baile una vez — comento con gracia, aunque me ahorro el detalle amargo de que no volvimos a salir porque su prima murió en los Juegos Mágicos y sus ánimos se fueron a la basura.

Estiro la mano para quitarle una galleta y mastico, percatándome de un detalle — ¿Dejaste los cafés en la escalera? Van a enfriarse — además, sé que los dos necesitaremos de esa dosis de cafeína más temprano que tarde — Cuando yo tenía quince, tú tenías doce. ¿Qué estabas haciendo mientras tanto? ¿Eras la niña que se imaginaba que terminaría en un armario con un sujeto mucho mayor? — me quito las migajas al meterme el resto de la galleta para ocuparme la mayor parte de la boca, así soy libre de meter la mano bajo su ropa para colocar ambas sobre la curva de su vientre y brindarle algo de calor.
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No le contesto a sus pretextos de deuda porque me ocupo en mordisquear mi galleta, que partida a la mitad uso para apuntarle, en un movimiento que me acerca a él todo lo insinuante que se puede ser dentro de un armario y con mi vientre de embarazada entre nosotros. La manera en que curvo mi boca en una sonrisa provocativa es el amago de otra broma. —¿Ah, sí? ¿Usarás tu persuasión para que te comparta mis secretos escabrosos?— es un susurro que choca con sus labios, no llego a rozarlos, pero tampoco me aparto. —Tendrá que ser una persuasión muy buena, porque a estas alturas conozco tus maneras y veo tus trampas desde lejos— musito en una mentira piadosa, que a los zorros hay que marearlos haciéndoles perseguir sus colas. Si juego a ser más astuta que él, puedo acomodarme con tranquilidad contra su cuerpo, sosteniendo sus brazos a mi alrededor y abrigándome así del frío que se cuela por lo frágil del material de las paredes.

Escucho por encima de mi cabello ese ruido que me hace saber que está pensando, sonrío a la nada mientras espero, el destello en la punta de mi varita que ha quedado en el suelo es la poca luz que tenemos y sirve para encontrar la boca del frasco. Por poco me atraganto con las migas al reírme por esa imagen que describe de sí mismo, que no está demasiado lejos de lo que imaginaba. —Eras tan chico del distrito uno— remarco, con mi mano subiendo por uno de sus brazos. —No me equivoqué al pensar que eras un niño bien cuando te conocí. Si hasta la chica que te gustaba tenía un nombre tan snob— me burlo, porque a veces se me olvida que tengo treinta años y soy la que cae en el engaño de creer que tenemos quince años. —Ophelia Hamilton— lo digo con un tonito socarrón, modulando cada sílaba con una falsa formalidad. —Eras el chico que los profesores siempre ponían de ejemplo, ¿no? Y conseguías lo que te proponías, incluso la chica para el baile. Ella es la chica del armario, ¿verdad?— asumo. No se me escapa ninguna carcajada, pero la risa está presente en mi voz al girarme para besar un lado de su mandíbula con una caricia breve, que vuelvo a pensar en las tazas de café. —Podemos recalentar el café luego…—, siento que la promesa de un desayuno en la cama fue un fracaso. Estamos encerrados en un armario con galletas.

¿Eso es lo que crees? ¿Qué andaba por ahí fantaseando con llevarme delegados de curso al armario de la escuela?— contesto con preguntas que lo ponen en la situación de confirmarme que eso es lo que pensó, lo que me hace reír contra su cuello al quedar casi de perfil a él, que sus manos sobre mi vientre no me dejan apartarme de su pecho. Pese a la sombra de oscuridad que cae sobre nosotros, puedo distinguir ese mechón que le cae por la frente y lo tiro hacia atrás con mis dedos. —No era tan así, aunque te cueste creerlo era una niña inocente. Trataba de llevar a los rincones bajo las escaleras o la mesa de la maestra al niño que me gustaba para poder dar mi primer beso, sólo un beso, nada más. ¡Y no sabes lo que me costó conseguirlo! Intimidaba un poco a los niños, sacaba buenas notas en matemáticas y competía con ellos en cualquier deporte. No me tomaba a bien perder, así que me iba a las manos. Y bueno, no es algo que guste mucho a los niños en general…— cuando lo cuento a esta edad me río por eso, en su momento me enojaba mucho y era mucho más menuda, un metro de pura furia con el cabello negro y largo. —Mientras tú ibas al baile con Ophelia Hamilton, yo chocaba mis dientes con un niño debajo de la mesa de la maestra y me daba un golpe en la coronilla al querer salir de ahí— trato de comparar, de vernos en ese entonces, en un tiempo imposible para ambos de imaginar que acabaríamos en este armario.
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No hay nada que pueda decir para negar lo que ella afirma, sé que estaría mintiendo y hasta me sumo a su risa sobre mí mismo. Sé que viví una adolescencia cliché, al menos de puertas para afuera, antes de regresar a casa y encerrarme en el dormitorio para no conversar con mi padre. Quizá esa era la razón principal por la cual estaba anotado en tantas actividades y pasaba horas excesivas con la cabeza en el estudio; cuanto menos tiempo me cruzara con Hermann, menos tendría que sufrir de él —  No llegas a ser ministro a los treinta y tres recién cumplidos si no eras el estudiante modelo de tu curso. Te imaginarás que no era demasiado popular entre los otros chicos —  tenía carisma, pero la utilizaba para los adultos y no para los pares que consideraba demasiado idiotas como para perder el tiempo con ellos. A veces creo que algunas cosas no han cambiado mucho —  Y no. Ophelia y yo nos besamos solo un par de veces, eso es todo. La chica del armario se llamaba Evie Lenoir y fue… bueno, una experiencia diferente e interesante —  nada de romanticismo para ese entonces, las hormonas eran un poco más fuertes.

El café quedará para después, eso es obvio. Mi risa se escucha sonora en un sitio tan reducido, logra camuflar incluso el sonido de mi remera rozándose contra su abrigo al estrecharme un poco mejor contra el calor de su cuerpo —  No me sorprendería, te gustan los ñoños —  al menos, eso es lo que llegué a asumir desde que empezamos a contarnos sobre nuestro pasado. Muevo mi cabeza en reacción a su caricia, echándola hacia atrás al recargarme mejor en la puerta —  No me digas… —  no me cuesta burlarme de esa anécdota, la sonrisa se me pinta cargada de ironía porque puedo imaginarme a una Lara Scott infantil intimidando a los niños, no importa la altura. Resoplo con un ruedo divertido de ojos y saco una mano de su ropa para echarle un mechón de cabello detrás de la oreja, así puedo verla mejor —  No estamos muy lejos de lo que éramos entonces. Todavía hay un armario, de seguro alguno se golpea tratando de salir de aquí… ¿Quieres que también choquemos los dientes? —   chasqueo los míos cerca de su boca y robo un beso furtivo de ella, reprimiendo así la risa.

 ¿Alguna vez piensas en eso? —  debe ser porque estamos en un sitio reducido con poca luz, sino no me explico. Apoyo nuevamente la cabeza y muevo la mirada hacia la única fuente de iluminación, guardo un silencio personal antes de explicarme —  En que fuimos niños, tuvimos toda una vida antes de terminar aquí. Y a pesar de las diferencias, acabamos siempre cruzándonos con personas hasta que terminamos compartiendo un cumpleaños, una casa y un bebé. Sé que suena como una crisis existencial, pero me he estado cuestionando muchas cosas desde que supe que estabas embarazada —  supongo que las cosas cambian, los puntos de vista también, en especial cuando te das cuenta de que tu vida se ha puesto de cabeza. Apoyo el mentón en su hombro y respiro entre su cabello, hasta que me acomodo para hundir la nariz en su cuello, donde rozo mis labios — Tengo algo que contarte — susurro, temo que estas palabras abandonen la seguridad de este sitio — No quiero que te preocupes, pero… Riorden y yo no planeamos ser gobernados por Magnar en cuanto la guerra termine. Si estamos planeando una vida juntos, no quiero guardarte secretos, así que... ¿Qué piensas de eso?
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Es una ironía que me saca un par de carcajadas que al final de todo acabé en un manoseo inocente dentro un armario con el estudiante estrella de la escuela, superándome a mí misma en mi gusto por los chicos nerds. Estamos a media vida de los recuerdos que evocamos, de esas primeras veces que serían parte de una colección de experiencias que vendrían después, que no me conformo a esta edad con el beso a hurtadillas que se dan dos niños de doce años y sigo su boca cuando se aparta después de un beso breve que borra el rastro de cualquier caricia torpe de hace años. —Puesto que tus manos ya las tenías debajo de mi ropa, creo que te estabas tomando en serio la representación de tus quince…— murmuro, en un tono que no es de queja, si tengo que hacerlo será porque las quitó, aunque eso me deja voltearme a medias para que una de mis manos se pose sobre su pecho y vaya bajando a lo largo de su camiseta. —Sí estamos lejos de ese entonces. Si a los treinta meto a un armario a un ministro que una vez fue delegado, no sería para un beso casto en los labios…— mi susurro se vuelve un ronroneo cuando mis dedos juegan con la cintura de su pantalón del pijama. —El problema es que los chicos se ponen altos con los años y si pido que te pares me preocupa que choques tu cabeza con el techo— aligero mi voz con una broma que lo deja en paz, porque retiro mis manos para volver a apoyar mi cabeza allí donde quedó la marca de calor de mi palma.

Uso los segundos de silencio que deja después de su pregunta para que mi contestación no sea inmediata, porque sí lo pienso. No es algo que haya pensado plantearlo en voz alta, porque mi mente por lo general es un torbellino de posibilidades que no tienen orden y que en su mayoría no llego nunca a verbalizar. También comparto esa incredulidad de que hayamos dado tantas vueltas para terminar en este punto, pero en mis cavilaciones llegué un poco más allá. —Solía pensar…— reconozco en un tono lento, —en qué hubiera pasado si cuando nos conocimos, con un par de tragos de por medio para poner las condiciones de mi deuda, hubieras acabado en mi cama diciendo algo así como que eso no altera los términos. ¿Entonces no estaríamos aquí porque no habría con qué confundir esos mismos términos años después?— sugiero, y puesto que será un interrogante que quedará sin respuesta, lo cubro con otra ocurrencia. —¿O qué crees que podría haber pasado si una niña de doce años te arrastraba debajo de una escalera cuando tenías quince para un beso brusco?

Ladeo un poco mi cuello al sentir su respiración contra mi piel, aparto con mis dedos esos mechones por los que pasó su nariz para que pueda presionar su boca sin que se le queden pegados algunos cabellos en los labios. Esa mano queda detenida por un momento, entonces cae lentamente a un lado de mi cuerpo, porque no puedo precisar qué de todo lo que acaba de decirme me impacta más. —¿Estamos planeando una vida juntos?— repito, sí, puede ser que me prendí de lo que puedo modular en voz alta porque es una idea que se fue instalando entre nosotros, con la firmeza de las paredes de esta casa, lo otro viene a consecuencia y no sé si podría repetirlo en palabras por el peligro que representa. —¿Los ministros van a destituirlo?— musito, apenas me escucho, me giro bruscamente hacia él para tomarlo del rostro con mis manos. —Va a matarlos si sospecha que quieren hacer eso— pese a lo bajo de mi tono, las notas agudas de alarma son altas. No puede pedirme que no me preocupe. —¿Los aurores obedecerán a Riorden Weynart? ¿Los jueces te defenderán si Magnar decide que tendrás un castigo sin juicio? Hans, enfrentarlo será…— casi una petición de que lo maten. No respiro cuando pregunto: —¿Planean matarlo?—. Es un susurro inaudible que podemos fingir que no fue dicho en voz alta. Dejo caer mi frente contra su pecho, sigo hablando contra la tela de su camiseta y a pesar de la tensión que pone mis hombros rígidos. —Sé que actuar de fondo es la manera, pero es un juego peligroso de astucias. Y este tipo en unos pocos meses pasó de ser un don nadie a ser el presidente de Neopanem—. Paso mis brazos por encima de sus hombros para abrazarlo y recorrer su espalda con mis manos. —Eres un zorro escurridizo, pero tendrás que estar un paso por delante del mismo diablo. No me hagas tener que ir a rescatarte de alguno de los infiernos.
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Hans M. Powell
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Sabía que querías acostarte conmigo en ese entonces, solo lo disimulabas muy bien — le resto importancia al debate filosófico que yo mismo he empezado con un tono que busca ser bromista, porque no tengo una respuesta seria a esa incógnita. Éramos personas diferentes, si nos hubiéramos acostado posiblemente al día siguiente hubiera fingido que nada había ocurrido y seguiría con el papeleo necesario para tenerla donde la necesitaba. La aparición de Phoebe justo a tiempo fue un factor decisivo, me hizo bajar la urgencia personal a un trato que seguí explotando a causa de mi propia deuda a dos personas que ya no existen. — Le hubiera dicho que no me besaba con niñas de doce años — lo cual me parece un poco irónico, porque parece que ahora tengo una manía por gravitar cerca de su boca.

Su duda me hace vacilar a mí, trato de pensarlo en voz alta para ponerle un orden — Compramos una casa, queremos criar una hija, conseguiste dos perros, asomó la idea de un compromiso... creo que es básicamente lo mismo — no quiero decir que explícitamente me pidió matrimonio, pero por ahí va la cosa. La pregunta sobre nuestras intenciones me hace menear la cabeza de un lado al otro hasta resoplar — Lara... — el tono de mi voz planea ser tranquilizador en cuanto tengo el rostro entre sus manos, seguro de que he disparado la preocupación dentro de ella — Matar a Magnar sería iniciar un caos, en especial si consideramos que tiene sus seguidores. No, necesitamos que el poder lo consuma hasta que sea un peligro y la gente pueda verlo por quien es. Queremos volverlo su peor enemigo y tengo suerte de que aun me considera dentro de su grupo de ministros y consejeros — lo cual es un riesgoso camino, más con una amenaza sobre mi cabeza. Pero eso no puedo decírselo, no cuando estamos aquí seguros. No sé si alguien me defendería, sospecho que mi muerte será un asesinato silencioso que los medios encontrarán el modo de maquillar. Porque he decidido elegir un camino que seguramente me salga tan caro como mi vida, pero que dejará la ruta limpia para aquellos que me importan.

Es ese pensamiento, el de que todo esto será efímero, lo que hace que me abrace a ella en cuanto se recarga en mí. Mi nariz se hunde en su cabello, seguro de que podría olfatear su perfume y reconocerlo en cualquier sitio, en lo que se encarga de poner en palabras las ideas que ya había creado en mi cabeza. Aún así, sus caricias son una invitación a que mis dedos se paseen por su rostro, como si buscase guardarme el recuerdo de sus facciones para cuando no las tenga conmigo — Sé la clase de persona que es Magnar. Sé que estoy corriendo una carrera que posiblemente pierda y estoy confiando ciegamente en que seré más listo que él. Ser delegado en la escuela debió servirme de algo — el tono apenas se siente como una broma. Me remuevo para poder verla de frente, ladeando la cabeza en mis intentos de hacerme con su mirada — No quiero que me rescates de ningún sitio. Decidí que lo mejor que puedo hacer es asegurarme de que esta guerra se gane y sé que Magnar es el único allí que no tendrá reparos en cruzar límites para conseguirlo, pero también sé que no lo quiero con nosotros en cuanto todo termine. Lo quitaremos del medio, solo necesitamos tiempo y mover las piezas adecuadas en el momento perfecto. Prometo ser cuidadoso — sé que es una promesa vacía, pero es lo mejor que tengo para ofrecerle. Me traiciono a mí mismo al pasar mis dedos por sus pómulos, gozando de la vista hasta sonreír con desgano, apenas torciendo la cabeza para apoyar un costado sobre la puerta — Sé que te lo he dicho mil veces, pero jamás voy a cansarme de pensar lo hermosa que eres y lo suertudo que fui — porque si llega el día en el cual me despertaré a su lado por última vez, sabré que al menos dejé algo atrás que ha valido la pena.
Hans M. Powell
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Ya sabes, la táctica esa de hacerse la indiferente y responder de mala manera durante años hace que logres acostarte con el chico a la larga— bromeo, que nunca apelamos a tácticas como esas, no estábamos en ningún tipo de juego de vanidades, ni estábamos pendientes del otro más que para los intercambios. Podría explayarme en todas las posibilidades que barajamos entonces, como un mazo que se desparramó sobre una mesa de apuestas, y tomamos las que nos servían para esa partida. La vida misma pareciera funcionar así, como posibilidades girando en un torbellino, todo lo que podría ser y que nunca será, que imaginarlo lo hace parecer tan real, porque podría haber pasado. Pero no pasó. El chico de quince años que sacaba sobresalientes en sus exámenes y hacía prácticas por las tardes, habrá pasado de largo muchas veces a la niña que peleaba con otros niños por un balón. —Y yo te hubiera dicho que no siempre tendría doce años, que en unos años más estarías rogándome para que te bese— contesto, tan presumida que me giro para dejar un beso un poco por arriba de su comisura.

Su pasado no me pertenece, conozco lo que decidió compartir conmigo y fue más de lo que pedí desde esa primera noche en que me invitó a su casa. Pensar que hay un futuro para nosotros, es tratar de abarcar lo inabarcable y parece extenso en una línea de tiempo, pero puede ser tan breve en la realidad que nos golpea cada día con sus peligros y nos empuja a tomar decisiones que tienen consecuencias de vida y muerte. —¿Lo de los perros te pareció así de determinante?— pregunto, tal vez esté dándole largas a tocar el tema que está volviendo enrarecido el aire en este armario, mi respiración se va haciendo más lenta, pese a lo atropellado de mis pensamientos que los pongo en mis labios con ese mismo desorden. El murmullo de mi nombre me cosquillea en los oídos, llega a mí a través de esa inquietud que está avanzando por mi cuerpo en olas, para arribar allí donde reprimo todos mis miedos y paranoias que quise apartar para poder quedarme a su lado. —Estás planteándote algo complicado, ¿puedes confiar en la gente? ¿en qué el poder será su ruina? Muchas personas se han mantenido por décadas, enfermos de poder en un sillón que les dé autoridad…— boqueo, trato de hacer llegar aire a mi pecho que se cierra y coloco mis manos sobre las suyas que enmarcan mi rostro, para suspirar al cerrar los ojos. —No puedes confiarte en tu puesto, no creo que él confíe en ninguno de ustedes— me interrumpo para decirle todo lo que sabe, sería redundante. Lo que hago es fijar mis ojos en los suyos, con tal intensidad que nuestros rostros casi se rozan. —Sólo evita convertirte en un hombre como él. Hagas lo que tengas que hacer, no te conviertas en alguien como él. Me dijiste que harás cosas que no nos gustará a ninguno de los dos, pero… no te enfermes de lo mismo que ellos, Hans— le ruego, en el segundo íntimo que tengo en este sitio oscuro para acariciar sus labios.

Mis caricias en su espalda tratan de llegar por debajo de la tela, de su piel, para abrazarme al hombre que es, que nunca fue ministro para mí, ni tampoco la pieza que otros movieron a su conveniencia en una partida en que la victoria real era de unos pocos. No quiero que diga que perderá, que me recuerde que nos movemos en un tablero. Lo que quiero es tenerlo para mí, dentro de ese espacio en que somos nosotros aislados de la realidad, en el que nos encontramos necesitados de ese roce que nos haga sentir vivos, que nos haga redescubrir lo que creímos conocer y haber conquistado hace años. Sé que tenemos algo que pocos tienen, que no debería temblar por la manera en que me mira, no quiero que me prohíba que no vaya a buscarlo, ni tampoco sus promesas de que tendrá cuidado porque sé que miente. Ni que me mire como si no tuviéramos otro año para escondernos en este armario, no quiero que robe del tiempo que nos pertenece. No quiero oírle decir que soy hermosa como si fuera el principio de una despedida, ni que mencione a la suerte. Lo beso para callarlo, para tomar de su boca todo lo que creo que me pertenece, arrasando sobre sus labios y llegando lo profundo que puedo para recuperar ese tiempo que nos está quitando con sus palabras. Hago que su espalda choque contra la puerta en la que se apoya, con mis manos sobre sus hombros que en lo desesperado del beso, van trepando hasta su cabello del cual me prendo a mechones. Tomo un único segundo para apartarme de su boca: —Nunca, no importa qué. Nunca te despidas a mí. Miénteme y hazme promesas que se van a romper. Pero nunca te despidas de mí…
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
No, no puedo confiar en nada ni nadie, es algo que me ha enseñado la política. A decir verdad, ser ministro no estaba en mis planes: apuntaba a tener un puesto respetable en el Wizengamot y siempre creí que asumir a algo más se daría solamente cuando fuese muy mayor. ¿Que me alegré cuando el puesto me fue ofrecido? Pues claro, estaba en las nubes. Sé que mis neuronas funcionan mejor que muchas otras, soy lógico y poseo habilidades de las que otros carecen, pero a veces me pregunto si estaba listo para esto. Jamie y Sean pensaron que sí, cada día que pasa acepto más que tengo demasiado sobre mis hombros, especialmente en los tiempos complicados que corren. Fue demasiado en poco tiempo, es normal que mi cerebro colapse — No creo que esta guerra dure poco. Sé que deberemos aguantar años y espero ganarme al menos una porción de su confianza en ese tiempo — los dos sabemos que esto no ha comenzado hace una semana. Los Black empujaron a los magos lejos y los castigaron en control de la sociedad muggle, este hilo se abrió hace mucho. Nosotros solo estamos parados en un capítulo en específico, uno que se siente cada vez más determinante. Mi boca respira la suya, apenas puedo verme en sus ojos y me pregunto cómo me verá cuando mis acciones empeoren. La línea de la moralidad es demasiado delgada y sé que tiendo a pisarla, si el fin justifica los medios. ¿No me senté a ver como torturaban a un chico de quince años hace unos meses, solo porque sabía lo que pasaría si no lo hacíamos? ¿No firmé un permiso de ejecución hacia ese mismo muchacho? ¿No insistí en que los esclavos que puedan levantar una pala, se pongan a trabajar para excusar que los mantenemos gastando recursos del estado? Y luego hay niños como Meerah, como la bebé que aún no ha nacido, a quienes planeo darles todo, llenarlas de comida y una cama caliente. — No seré como ellos, Lara. Tengo mis límites — y sé, sobre todas las cosas, que estoy mintiendo. Lo verá el día que alguien muera y sea yo quien haya levantado la varita.

Me siento atrapado entre sus brazos, el peso de su cuerpo y la presión de la puerta. Su beso es como un placebo, me aferro a ella con la misma desesperación que demuestra su agarre, como si mis manos no fuesen lo suficientemente grandes para tocar todo lo que deseo de ella y mantenerla conmigo. Sé que jamás será suficiente, que moriré pidiendo cinco minutos más. Creo que es ese pensamiento el que me hace ahogar un sonido similar a un gemido lastimero en su boca, apenas oigo lo que tiene para decir y lo siento demasiado lejano. No puedo responder al instante, mis dedos suben por su cuello y presiono sus mejillas al volver a besarla, aunque sea un toque más suave que el anterior — No podría. Decir adiós es asumir que no volverás y no creo ser tan fuerte como para eso — jamás he podido despedirme de nadie. Todas las muertes fueron abruptas y las separaciones inesperadas. Lo más similar fue la muerte de mi abuela, a quien le sostuve la mano hasta que fui a buscarle un vaso de agua; cuando regresé, ya había partido. No quiero que Scott esté cerca de mí si algo sale mal; a decir verdad, espero que se quede con una buena imagen. Con el calor, con algún comentario irritante, con algún café.

Mis manos se acomodan en los costados de su cuello cuando dejo que mis labios bailen por su mandíbula — Perdón por arruinar la mañana. No se me da bien esto de los cumpleaños — intento bromear, mi voz suena asfixiada al pellizcar la boca contra la piel de su cuello — Pero pensé que al menos necesitabas saber eso. Han pasado muchas cosas y no tengo idea de cómo acomodarlas todas, tal y como tú dejaste todas estas cajas aquí — sé que la mayoría de mis cosas quedaron en mi casa en la isla, así que casi todo aquí es suyo. Le doy un suave y cariñoso mordisco a su hombro y levanto la vista, fijándome en las pilas frente a nosotros — ¿Quieres enseñarme tus recuerdos felices? Sé que no serán tan geniales si no estoy en ellos, pero podemos intentar. Ya tendremos nuestras propias memorias — unas que alguna vez enterraremos en cajas y, si tenemos suerte, miraremos bajo las escaleras cuando tengamos el pelo blanco. Sino, siempre estarán las niñas para hacerlo por nosotros.
Hans M. Powell
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