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  • The Mighty Fall
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    OTOÑO de 247421 de Septiembre — 20 de Diciembre


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    Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

    Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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    Crawling back to you ✘ Lara
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    Recuerdo del primer mensaje :

    Lo que me despierta es un sonido insoportable que proviene de un lugar demasiado lejano y tardo un momento en darme cuenta de que lo oigo distante porque tengo una almohada sobre la cabeza. Tanteo con la mano hasta pellizcar la tela de la misma y tiro, reconociendo mi postura panza abajo y adivinando sin necesidad de mirarme que tengo el cabello disparado en todas direcciones y el rostro fruncido por el cansancio. La luz es tenue, apenas ingresando por la ventana e indicando que es bien temprano en la mañana, no ayudando a mi pereza general, producida mayormente por haberme dormido a vaya a saber qué hora de la madrugada. Soy plenamente consciente de que no estoy en mi dormitorio, en vista de que no ha habido alcohol en esta ocasión y todos los detalles de anoche se encuentran frescos en mi cabeza. Incluso giro el rostro, encontrándome con la figura que me comparte algo de calor corporal en la poca distancia. En esta ocasión, no me sobresalto; me basta con moverme con cuidado, decidido a apagar ese pitido infernal. Bajar los pies al suelo me planta una nueva incógnita: ¿Dónde quedaron mis pantalones?

    A pesar de que barro el cuarto con mis ojos, recuerdo casi de inmediato que no están aquí. Me detengo un momento en los detalles que decoran una de sus paredes, papeles que no comprendo del todo pero que me obligan a sonreírme un instante para mí mismo. Me obligo a levantarme y mis pasos tratan de ser silenciosos mientras camino hasta llegar a la sala, agradeciendo las pocas distancias y buscando en la poca iluminación por el bulto que tendrían que ser mis pantalones. Al final, reconozco mi camiseta sobre la barra de la cocina y los jeans en medio de la sala, así que intento llegar a ellos, tropezando en el proceso con lo que identifico como mi ropa interior. Bien, eso significa que sigo vagamente dormido, lo que explicaría mi andar en leve zig zag y mi poca capacidad para sacudirme los calzoncillos del pie. Al final, puedo inclinarme sobre el pantalón, levantarlo y hurgar en uno de los bolsillos hasta que doy con el comunicador, cuya alarma me está asesinando los tímpanos con más intensidad. La apago y noto los números que me indican que son casi las siete de la mañana, lo que me provoca un resoplido de agotamiento. Reconozco el deseo de seguir durmiendo y me paso una mano por la cara, estirándome las facciones en un intento de convencerme de que es martes, que debo ir a trabajar, que podría simplemente vestirme y desaparecer. No sería la primera vez que lo hago y dudo mucho que fuese la última. Aún así, tiro la ropa sobre el desacomodado sofá y arrastro los pies hasta el baño, donde me encierro los minutos necesarios como para sentir que soy una persona sin la boca apestando a mañana y con la cara un poco más despejada.

    El instinto es lo que me regresa a la cama, donde creo que caigo con el sueño suficiente como para que me arrastre por el colchón hasta pasar el brazo por encima del cuerpo de Scott con una comodidad que no sé bien de dónde sale, pero que no considero incorrecta. Veamos, una vez es simplemente casual. Dos, posiblemente la búsqueda de una revancha pendiente. Pero tres… bueno, digamos que se nos agotaron las excusas. Me acomodo cerca de su cuello, donde rozo mis labios en una actitud perezosa, pero buscando su atención en el capricho del abuso de las pocas horas que nos quedan antes de tener la obligación de estar en el ministerio — No sé qué inyección te dieron anoche, pero no tienes ni la más mínima roncha — murmuro con voz ronca, mostrándome vagamente divertido ante el recuerdo de un incidente que parece muy lejano y que, a decir verdad, se me fue de la mente en las últimas horas. Me silencio con un beso en el corte de su mandíbula y estrecho con suavidad el agarre de mi brazo, a sabiendas de que estoy siendo un fastidio y delatándolo con la pequeña sonrisa divertida que se me asoma cerca de su boca — Odio decírtelo así, pero es martes, hay trabajo que hacer y pareces un oso perezoso en época de hibernación. Y si consideramos que anoche vacié todo mi estómago, corres el riesgo de levantarte y encontrarte con la nevera vacía — soy consciente del tono nada formal de mis palabras y eso me obliga a aclararme un poco la garganta, aunque tampoco puedo esperar otra cosa si consideramos el escenario. Como ya dije, se nos acabaron las excusas y, para ser honesto, nunca fui fanático de ellas.
    Hans M. Powell
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    — Debe ser porque estoy de extraño buen humor esta mañana… — se lo concedo, porque creo que mi cuerpo entero está rendido a la comodidad y la calma de una madrugada extrañamente movida, la cual desemboca en un desayuno fuera de lo común. Esto rompe mi rutina, alejado de los escapes matutinos a los cuales estoy sumamente acostumbrado. Mi expresión burlesca del “ajá, cuéntame más” que pretende señalar que ella ha sido quien ha hablado con mi hija y no yo muere casi de inmediato, en especial porque tengo la extraña sensación de que estamos cerrando un nuevo trato, uno mucho más tentador y peligroso que esa lejana apuesta entre las paredes de su taller. Ella lo clama divertido, como un juego. Yo no puedo estar más de acuerdo — ¿Y no me crees capaz de distraerte a ti? Ofendes a mi autoestima, Lara — tuerzo un poco la boca en un intento de mostrar una mueca que pretende mostrarse dolida, pero sé que es efímera, como la capacidad que tenemos de mantener las manos lejos el uno del otro en un espacio reducido como lo es su desayunador.

    El tonito que emplea es la que me hace encoger los hombros con un mohín y subo las manos por su cintura, estrechándola contra mí en un intento de que tanto sus piernas como mis brazos nos regalen un calor corporal que debería molestarnos en estas épocas del año, pero que está lejos de hacerlo — Posiblemente no, pero no perdemos nada con intentar — ¿Qué puede pasar? ¿Correrá un rumor más, sacaremos lo peor de nosotros mismos? No hay nada que nos ate, podemos simplemente evitarlo cuando sea el momento de hacerlo. Separar nuestra intimidad de nuestro trato legal debería ser sencillo, tengo entendido que los dos tenemos experiencia en ello. Sabemos que estamos en el baile, así que es mejor disfrutarlo mientras dure. El beso es seguido de mi automática reacción de soltarla para pasar unos dedos por mi comisura en busca de la migaja que asegura haber visto, pero no siento nada y presumo que la ha quitado sin mi ayuda — Te preocupas demasiado… — no estoy seguro de que me pueda escuchar, porque es apenas un susurro, demasiado enfocado en cómo me acerca a ella y arrugo la tela de su remera entre mis dedos, invadiendo el espacio de su espalda baja, incitado por el susurro en mi oreja que me estremece la piel. Me remuevo para alcanzarla y ladeo el rostro en su dirección, tomo una bocanada de su aire en una mueca sugerente, suspirando sobre la boca que amago a volver a besar pero que solo me limito a acariciar en un ligero movimiento — ¿Te preocupa? ¿O solo no te decides si esto vale el riesgo aún? — mi diestra hace uso de su fuerza para sostenerla, porque la contraria se interpone entre nosotros para rozar el contorno de sus labios con las yemas, dibujando en la pequeña abertura que queda entre ambos — Una vez me comparaste con fiendfyre — le recuerdo — Aún no me decido si debo tomar eso como algo negativo o positivo en tu modo de ver las cosas.

    Aprovecho el toque para tirar suavemente su labio inferior hacia abajo y busco aprovechar la ausencia de mis dedos para acercarme a ella, pero la vibración en el bolsillo me frena en seco y me obliga a observar sus ojos en la poca distancia — Hay algo fastidiando en mis pantalones y no es por tu culpa esta vez — broma idiota, si las hay, pero que regalan una extraña comodidad. Una confianza otorgada, por cinco minutos. Apenas me aparto cuando dejo caer los brazos y rebusco en el jean hasta dar con el comunicador, chequeando el número que busca dar conmigo. Me basta con ver de quién se trata para apagarlo y volver a guardarlo, seguro de que no debe ser ninguna urgencia que valga la pena romper la burbuja que acabamos de crear para nosotros — A veces me pregunto si Josephine recuerda el horario en el cual empieza su jornada laboral — apenas se me nota el tono irritado, posiblemente porque ya estoy escondiendo el rostro en la curva de su cuello, cuando la vibración regresa. Resoplo contra su piel al meter la mano en el bolsillo y apagar la comunicación sin siquiera sacarlo — ¿Dónde estaba? Ah, sí… — apenas raspo su cuello, siguiendo un pequeño camino por su clavícula. Son toques suaves, casi que hasta tímidos, que piden permiso en lo casual de su andar — Me preguntaba si, en realidad, tu negativa siempre vino de la mano con el miedo al caos. Creo que no lo admitirías, pero incluso con nuestras diferencias, tú y yo somos más parecidos de lo que puede verse a simple vista — me atrevo a alzar los ojos hacia ella desde la postura cercana a su cuello, preguntándome si es capaz de ver mis labios curvados — En mi casa, admitiste tener nervios. Ahora, sospecho que a veces me tienes miedo — que debería, pero por cuestiones un poco diferentes a las cuales nos llevan a la cama.
    Hans M. Powell
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    Invitado
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    Es una mañana extraña— digo, casi repitiendo sus palabras. Abarco en esa afirmación mucho más que nuestro humor, también hago parte a la comodidad de tenerlo en mi cocina compartiendo un desayuno, a la ausencia de ansiedad para imponer distancias y recuperar mi espacio personal, su presencia llenando toda mi casa y su cuerpo en contacto con el mío, en un limbo que nos tiene suspendidos entre lo bueno y el fuego. Me contengo de besarlo y humedezco mis labios cuando pronuncia mi nombre con un timbre diferente al de mi apellido, deslizo mi pulgar lentamente por su boca, definiendo el contorno de su labio inferior. —¿Lo tomarás como un desafío?— bromeo sobre la pregunta que nos fue llevando hasta este momento, la culpa la tenemos nosotros por creer que el otro desistiría, de que ninguno se jugaría por lo incierto y lo problemático, habiendo tantos asuntos para mantenernos ocupados, en vez de ese disfrute de ver cuál de los dos se adjudicaba el triunfo sobre la voluntad del otro.

    Me saca una sonrisa que en vez de decirme, para la tranquilidad de nuestros espíritus, que este nuevo acuerdo va a funcionar, reconozco que posiblemente no sea así y que el intento no nos quita nada. No es como si esto fuera a parar de todas maneras, las reglas que estamos escribiendo tienen que ver con la total entrega de la voluntad a esto que nos tiene buscándonos por encima de los pocos obstáculos de ropa, encontrándonos en un abrazo anhelante en el que su boca no llega a tomar la mía y tengo que respirar sus palabras para tener con qué llenar mi pecho. Separo los labios por el roce de sus dedos y centro mi mirada en él, que a cada segundo se hace más oscura por el deseo. Mis manos al liberar su cabello descienden para explorar su piel por debajo de la camiseta. Trazo el camino inverso subiendo por sus costillas a su espalda, atrayéndolo hacia mí. —No es algo bueno, ni malo— susurro, recordando lo que dije en una primera ocasión y creo que dijimos muchas cosas esas noches que vamos descubriendo si eran ciertas o no. Llegué a dudar de mis afirmaciones de entonces. —Pero no siempre lo eres…— digo, a esa conclusión llegué después. —Es lo peligroso. Estás bajo control casi todo el tiempo, entonces te desatas y te vuelves avasallante. Me consumes. ¿Y vale el riesgo?— creo que está a punto de besarme, creo que estoy a punto de contestar con un «vales todo el riesgo», pero un sonido nos interrumpe. —Estoy a un paso de ofenderme de que haya algo más fastidiando tus pantalones— contesto con el mismo dejo bromista y una mueca, lo suelto para que pueda atender porque considero que eso es prioridad.

    Es una sorpresa, de la que no me quejo, la rapidez con la que regresa a mi piel al ignorar lo que sea que demanda su atención y mis manos vuelven a tirar de su ropa para meterse por debajo, mucho más impacientes que la calma con la que baja por mi garganta. ¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Qué tan tarde podemos llegar? Suspiro al aguardar su avance, lo que dice a continuación lo escucho con mi consciente imponiéndose. —¿En qué somos parecidos? Yo no lo veo, no podemos ser más diferentes— me opongo con mis pensamientos aun lúcidos, y sin caer en la vergüenza de aceptar lo que salga de su boca como si fuera palabra irrefutable, solo porque me importe más que continúe besándome a estar en lo cierto. No le puedo ceder la razón en todo, y en especial, en algo que no le veo que tenga sentido, no importa de dónde lo miremos. —Orgullosos, sí. ¿También eres caprichoso? ¿Terco? — me burlo de él, doblando mi sonrisa hacia un lado y disfrutando de usar mis defectos para devolvérselos. —¿Un negador?—. Y es en lo último que dice, que mis caricias se interrumpen, pero no llego a soltarlo. Me tiene un segundo en un estado de quietud, con mis sentidos en alerta, y tengo que inclinarme sobre su boca para un beso tentativo, recuperando el tono de broma. —¿A qué se debería ese miedo? Estaba nerviosa en tu casa porque ir lento contigo me hace pensar demasiado en cada paso que doy— digo y mis manos retoman su andar, bajando por su ropa. —No te tengo miedo, eres tan humano como yo. En esto nadie está por encima de nadie— hago clara referencia a nuestro pacto ajeno a estas circunstancias que se fueron dando sin planearlo. —¿Te doy miedo?— pregunto, entre un poco de curiosidad y otro tanto de provocación.
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    Hans M. Powell
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    Puede que tenga un momento de vacile por el modo en el cual toca mi boca, pero mis ojos están firmes en los suyos cuando la abro para hablar — ¿Cuándo me he negado a un desafío? — es una declaración que creo justa. Ella en sí misma es un reto, creo que eso quedó claro hace mucho y cada vez me siento más a gusto en nuestro tablero de ajedrez. Ganar dar satisfacción, pero perder también me produce una sensación de alivio. Me doy cuenta de que la tortura está en tentarnos, pero sea quien sea el que cede, eso siempre termina saciando el hambre al menos un rato, hasta que lo digerimos y necesitamos de una nueva dosis. ¿Qué le dije en su momento? Ah, sí, que era adictiva. Debí saber en un principio que ella sería un problema. La manera que tiene de tocarme por debajo de la ropa no ayuda a que pueda pensar con claridad, especialmente gracias a unas manos que reconozco como cálidas a pesar de mi propia temperatura corporal. Me encuentro respirando con pesadez, controlando el modo que tengo de inhalar y exhalar en medio de la euforia que me produce su confesión, moviendo un poco mi cuerpo en la inquietud que tan bien se le da provocarme — Consumirte. Sí, conozco esa sensación a la inversa — declaro sin pudor, seguro de que mis pupilas se han dilatado. Me encantaría saber la respuesta que viene ligada a la pregunta que ambos hacemos, pero la interrupción solo sirve para desviar la atención y provoca un revoleo de mis ojos divertido ante su comentario de falsa ofensa.

    Me toma como un asalto sorpresivo el modo que tiene de volver a buscar mi piel con una demanda segura, lo que hace que sea un poco complicado seguir el hilo de la conversación — ¿Tanto te he ofendido con mi pequeña lista observadora? — inquiero en un tono que pretende llamarse inocente — Puedo ser caprichoso, a veces. ¿Terco? Preguntále a cualquiera de mis colegas, que te darán la razón. Negador… — me sonrío, arqueando fugazmente las cejas en su dirección — No tanto como tú — porque, sea lo que sea esto, puedo ver el patrón de mis momentos de honestidad y sus instantes de redención. Suerte que me besa, mi mente toma eso como un incentivo a imitarla y cuelo las manos por debajo de la remera que la separa de mí. Aprieto su cintura y su espalda, rozando el contorno de su torso en una caricia lenta en cuanto la conversación sigue su curso — Si nos vamos a lo literal, sí hemos estado encima el uno del otro — intento ocultar la risa en busca de un nuevo beso, pero me interrumpo a mitad del camino por lo que sale de ella. Mis caricias se detienen sobre su vientre, a la par que mis ojos se entornan al clavarse en los suyos, tan oscuros que puedo ver la silueta de mi reflejo — Lo que me da miedo es que no dejas de manosearme y pretendes que mantengamos la discreción. Por mucho que me guste que me toques, espero no recordarlo la próxima vez que nos veamos en el trabajo, porque fallaré a nuestra palabra — a pesar de lo que sale de mi boca, mi cuerpo toma el camino opuesto. La presiono y empujo su vientre, buscando la lentitud en la gravedad para inclinarme sobre ella y obligarla a retroceder. Es mi anatomía contra la suya, en busca de alzarse en la altura hasta que consigo que el desayunador sirva de apoyo para parte de su espalda, valiéndome de lo largo de mi cuerpo para estar sobre ella con una mueca burlona — Me preocupa que me explotes en la cara, eso es todo. Por lo demás, estoy seguro de que me encuentro a salvo de ti y de cualquier mal que podrías ocasionarme — tal vez estoy bajando la guardia y es mi error, pero confío en mi criterio. Si quisiera jugar en mi contra, ya lo habría hecho. Me ha tenido durmiendo a su lado y sin defensa en dos ocasiones, para variar.

    Como si fuese una simple exploración, mis manos levantan un poco la tela de su remera, la cual cubre parte de su torso y me aparto de su rostro — Conozco a las personas cuando mienten y también cuando pretenden — mantener mi cadera entre el agarre de sus piernas facilita mi trabajo de encorvar un poco mis hombros para besar el contorno de su ombligo — Y tú jamás me has mentido con todo esto. Incluso aunque no hablases, tu cuerpo lo hacía por ti. Tienes un modo de estremecerte muy particular — es un desfile de besos, el que recorre con gentileza el centro de su vientre y sube entre sus pechos, acompañado por las caricias en la curva de su cintura con dedos lentos — Sigo creyendo en lo que te dije en mi sofá, que estás loca por mí. Que el otro día querías que me quede contigo para la cena y todo acabó en griterío — intento no sonar tan burlón cuando me asomo por la remera arrugada cerca de su cuello pero la sonrisa es inevitable. Tomo la tela y la tironeo cuidadosamente hacia abajo, como si aquí no hubiese pasado nada — Pero no, no te temo. Solo siento respeto por lo que consigues causarme, tal vez un poco de inquietud, pero eso es todo. Por eso yo sí creo que vales el riesgo. — el beso que presiono contra su boca es un rápido sello de silencio. Como un nuevo trato, silencioso, que se suma a la lista de cosas que debería archivar.
    Hans M. Powell
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    Mi buena memoria impedirá que olvide esa desafortunada lista en los días siguientes, volviendo una y otra vez, en un espasmo de indignación que acabará en una carcajada de gracia como sucede en este momento, en el que no puedo sentirme ofendida porque alguien tenga bien marcados mis defectos reales, en vez de quedarse en mi casa por inventarme virtudes que no tengo. Cuando mis defectos se reflectan en él, me río entre dientes por las coincidencias que sigue apuntando. —¿Puede salir algo bueno de tener los mismos defectos?— me burlo de nosotros. No sé si será algo bueno, no sé tampoco de qué manera nos encontraremos el día que tengamos que recapitular, volver a este instante en que mi piel arde cuando entra en contacto con sus manos y estamos de regreso a ese estado ansioso en que nos entregamos a la exploración del cuerpo del otro. Entonces me preguntaré si era en verdad una fuerza incontrolable, cuando no me llene de un deseo irracional por un cuerpo que ya conozco, que es tan humano como el mío y por eso es débil, que si estamos en una posición encima del otro es por placer y no por poder. —No tengo por qué ser discreta en mi casa— replico, como si fuera quien todavía marca los tiempos y las formas en este lugar, y me deshago en una carcajada al oír su explicación. —Se trata justamente de saber que no podrás tocarme ni yo podré tocarte si está otra persona, pero tener recuerdos que entretengan nuestros pensamientos, algo en lo que podamos ocupar la mente— me explayo, tan segura de que podré cumplir con mi parte del trato de mantener mis manos guardadas, y es una confianza con poco fundamento, porque estoy recorriendo febril su espalda. —¿Te parece una preocupación menor?— cuestiono con un sesgo burlón, el que diga tan fácilmente que puedo explotarle en la cara, pero que no es algo que en realidad le de miedo. Estamos a salvo, yo también cuando me dice que esto no le afectará, que no le causaré ningún mal aunque me cuesta pensar en uno posible.

    Se escapa el aire de mi pecho al recostarme para que su boca pueda deslizarse por mi cuerpo, en este espacio de mi casa podremos tomar todo aquello que será prohibido cuando estemos en el trabajo o cualquier otro lugar donde vuelva a ser importante quienes somos. Se mucho sobre mentiras, también sobre aparentar, no porque lo quiera hacer de manera intencional sino porque se vuelve tan natural como respuesta en algunas ocasiones. No dudo de que sea capaz de fingir que no me interesa Hans Powell o negarlo hasta la última instancia, a menos que su dedo roce un centímetro de mi piel y ese estremecimiento del que habla me descubra, que se cumpla su maldita predicción de que el deseo puede tener un nombre. Mis manos erran por sus hombros y se hunden en su pelo cuando respirar se complica, la sujeción de mis piernas lo retienen, me tiene en vilo con un gemido y no voy a soltarlo. Recupero una bocanada de aire y me río, porque en su charla trate de colocarme en un entredicho otra vez, celebro lo frescos que también puede mantener algunos recuerdos y que no se diga que soy yo quien no deja pasar sus palabras. Las carcajadas hacen que tiemble mi pecho que vuelve a cubrir con la tela y cuando me besa, su boca choca con mi sonrisa asombrada. Tengo que ir tras ellos para ahondar en esa caricia, demasiado ambiciosa para el tiempo que nos queda. —¿Quieres que te diga que estoy loca por ti?— murmuro contra sus labios y fuerzo mi memoria a recordar si nunca se lo he dicho, al parecer no fue así. Eso me da una pequeña chance con la que jugar, y es tan increíblemente infantil que lo piense así. De todos los retos estúpidos posibles… —Empuja mi cordura todo lo que puedas, todo lo que quieras, sin reglas. Y logra que te lo diga— beso su comisura y sonrío mirándome en sus ojos, como si esto fuera una gran broma.
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    Hans M. Powell
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    No pienso ser tan suicida de pensar en cómo nos tocamos cuando la situación no lo amerite, pero tampoco puedo poner las manos en el fuego por mí mismo porque estoy aceptando, cada vez con mayor fervor, que soy incapaz de controlar esto, al menos no cuando la tengo delante. Puedo serenar mi mente, pero no las emociones que me obsequia con cada uno de sus besos, con la manera en la que recorre mi cuerpo con total libertad y desfachatez — Una preocupación controlable — murmuro solamente. Porque me he decidido a que ella puede entrar en mi mundo, pero siempre habrá un mural que no pueda saltar. Y su veneno, ese que siempre tuve entre ceja y ceja porque sé muy bien lo que nos ha llevado a esta situación, es algo que busco olvidar hasta que sea necesario volver a jugar esa carta. No sé cómo lo hacemos, la verdad. No sé cómo puedo dormir con quien normalmente debo considerar el enemigo. Pero lo he hecho, sin ropa, enroscando nuestros brazos. Fue hace siete años. Una segunda oportunidad que salió bien, por una buena vez. Quizá sí deba bajar esa guardia.

    La vibración en mi pantalón regresa, pero me es mucho más fácil ignorarla completamente, porque son sus suspiros los que ocupan el aire. Me siento débil y fácil, como cualquier hombre posiblemente cegado de manera mortal, cuando sus palabras me hacen reír en voz ahogada con su boca en la mía. Sé que si pudiera verme desde afuera, me calificaría como patético — No hace falta que lo digas. Lo sé. Te fascino — endulzo las palabras con una modulación clara y estiro mis cejas en un rápido gesto tentativo. Obvio que ella alza la apuesta y mis labios se aprietan, pero también se curvan en una suave sonrisa de medio lado. Creo que se me ha oscurecido la mirada, porque soy consciente del calor que emanan mis poros — ¿Volvemos a jugar juegos de poder, señorita Scott? ¿O es más bien uno de ganar el orgullo del otro? — aún mis manos sujetan la tela arrugada de su remera y se extienden, acariciando con lentitud su pecho, hasta sostener su cintura. El comunicador ha dejado de vibrar, una vez más, al fin — Si hubiera sabido lo mucho que te gusta apostar, me habría acostado contigo hace mucho tiempo — creo que no puede ver cómo le sonrío, porque he escondido el rostro en la piel de su vientre, más no para volver a besarlo. Me encuentro respirando sobre su ombligo al tirar de sus piernas hacia arriba, colocándolas sobre mis hombros y dándome el lujo de acariciar, centímetro a centímetro, la marca de su cadera, por debajo de la línea de su ropa interior. Es un toque casi que hasta inocente.

    Veo cierta injusticia en nuestras partidas, de todos modos — pellizco su vientre bajo con los labios, apenas sintiendo el roce de mis dientes contra ella — Te rindes, pero jamás lo aceptas en voz alta. Yo soy quien tiende a perder el orgullo — los besos son pequeños, cortos y hasta pícaros. Bajan por uno de sus muslos, disfrutando del calor de su lado interior, mientras mis dedos la aferran con demanda al clavarse en su carne — Lo cual no tiene sentido, porque sé que me deseas, lo demuestras incluso cuando no quieres hacerlo. Somos débiles y te encanta — tengo que ladear la cabeza para que mis labios recorran la pierna que he dejado en paz hasta el momento, pero en sentido contrario, volviendo a subir — Y aún así… — me detengo, con la respiración cálida y acelerada sobre su entrepierna, obligándome a relamer mis labios resecos — Quieres que te robe las palabras de la boca — aunque mi cuerpo se impulsa hacia delante, mi boca apenas genera un roce antes de que levante el rostro con una sonrisa acalorada, pero maliciosa. Suelto el agarre poco a poco y me incorporo con suma lentitud, como si de esa manera pudiese clamar mi propia victoria y, de paso, poder mirarla mejor. Mis manos se apoyan en el desayunador, a cada lado de su cuerpo — No eres una contrincante muy justa — bromeo y, como si nada, estiro la mano para agarrar una tostada, la cual me llevo a los dientes para darle un mordisco como si nada hubiera pasado. Y, sin más, me separo del desayunador.
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    No hace falta que diga nada, si su arrogancia casi acierta. Pasaría toda mi mañana regodeándome en ésta, contradiciendo y poniendo a prueba que tan acertadas son sus palabras para poder recrearme con sus ademanes altivos, convenciéndome al final de cuentas de que su perspicacia es aguda y puede leer en mí de maneras en que todavía son incomprensibles para mi entendimiento. Aun en el estado de confusión al que nos somete el deseo, su mirada obscurecida que hace más pesada mi respiración lenta, puede ver que mi cuerpo es más honesto de lo que nunca serán mis dichos o mis actos.   —¿Vuelvo a ser la señorita Scott cuando el poder o el orgullo están en juego?— pregunto con una sonrisa que sigue el tono de broma infantil de mi propuesta, y pienso para mí qué clase de juego espero comenzar con estas apuestas en las que me ofrezco a perder, en que lo incito a que quiera ganar ¿y tan poco me importa a mí… ganar? El tiempo que pasamos viéndonos, devolviéndole un favor con la indiferencia que reservo a mis clientes, posicionándonos en veredas contrarias que nunca se encuentran por una cuestión política, y podríamos haber seguido así, de no caer en un juego atractivo para nuestros orgullos que provocó un primer roce. —De haber sabido…— susurro.

    Sé con convencimiento lo poco que me importa ganar, cuando su boca desciende acompañada de sus manos para un asalto a un centro que palpita de necesidad por su cercanía. Mis párpados se cierran con entrega cuando la visión de los muebles de la cocina por detrás de su espalda y la insistencia de una llamada que no contesta, se van desvaneciendo para mí porque mi concentración está puesta en cómo sus caricias exploran tan cerca de lo que pone en jaque mi cordura, cada centímetro de riesgo que avanzan sus labios agita mis nervios. Respondo a la fiereza de su agarre a mis muslos apresando mechones de su pelo que no uso para guiarlo o detenerlo, porque le dije que no habría reglas. Puede intentar lo que quiera para compensar esta injusticia de que mis rendiciones nunca sean dichas en voz alta, cuando un gemido puede ser seguido de otro a la espera de que su respiración que me estremece por debajo de la fina tela se interrumpa y sus labios bajen, mi cadera lo busca para que concluya con el juego. Soy tan débil a su tacto y tiemblo a su roce superficial. Me siento derrotada, mi piel aún lo siente y tengo los nervios crispados por el latido que no cesa en mi entrepierna, que me parece una burla que pueda comerse una tostada con impunidad y retirarse.

    Necesito de una respiración profunda para calmar a mi pecho que exige más aire y puedo descender del desayunador a pesar de la poca confianza que tengo en mis piernas para que me sostengan. Mis pies se asientan sobre el piso de la cocina y como puedo pararme en toda mi estatura, lo enfrento con una sonrisa que tiene el atrevimiento de mofarse. No sé si de él, de mí misma. —Hay un tipo diferente de justicia para nosotros— repito lo que le dije en otras ocasiones, porque sus referencias sobre lo justo y lo injusto me recuerdan a su autoridad en esta materia, y a mí me queda improvisar en los mínimos espacios que quedan entre una ley y otra. Tomo del bajo de mi remera para pasarla por encima de mi cabeza y la dejo caer al suelo, seguida de mi sostén que desprendo de frente a él. Sostengo su mirada cuando deslizo por mis piernas la única prenda que queda, la poca distancia entre los dos la hago con un paso y busco su mano para alzarla con la palma hacia arriba, donde puedo dejar la tela humedecida por la excitación. —Es tuya, te la ganaste—. Sonrío al devorar sus labios en un beso que lo empuja contra la mesada a su espalda, y mis manos están otra vez recorriendo su cuerpo con arrebato hasta sostenerse de su nuca. Descanso con un suspiro al romper el beso. —Me iré a bañar— anuncio. —Puedes terminar de desayunar sin mí.
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    Debería hacerme gracia que secunde lo que digo con cada reacción involuntaria, llenándome de una satisfacción personal que sé que sería incapaz de explicar con palabras. Hay cosas que hablan por sí solas, como la manera en la cual se expone, se rinde a cada uno de mis juegos y me permiten gobernar sobre ella al menos dos minutos, porque sé que este es territorio rebelde y volverá luego con una revancha. Mastico, quizá demasiado lento y exagerado, apretando los labios entre sí en una mueca socarrona que no se aparta de su rostro mientras ella se acomoda, de pie frente a mí con toda la entereza que es capaz. Nunca una tostada me supo tan amarga, a sabiendas de que podría estar saboreando algo mucho mejor, pero que he decidido poner el pie en un juego infantil que me da otra clase de satisfacción — ¿Sí? ¿Cuál es esa? — me tomo hasta el descaro de mirar lo que queda de la tostada al hablar con la boca semi llena y me meto lo que queda, inflando uno de mis cachetes al terminar de comer en lo que ella procede a desnudarse. Estoy tragando con algo de fuerza cuando mis ojos se deslizan por su cuerpo, hasta que acomoda mi mano y coloca una prenda tibia entre mis dedos. La miro con la expresión de la halagada diversión, pero cuando abro la boca para mofarme sobre su debilidad, ya tengo sus labios sobre los míos en un beso que tomo como un reto, como una demanda de que ella devolverá la jugada. Me oigo jadear en su boca y cierro la mano que sujeta su ropa en un puño, buscando apoyar la otra en algún punto de su cadera. El empujón solo es una motivación, el paso de su agarre, una demanda.

    No puedo no bajar la vista con una risa suave al escucharla, sacudiendo un poco la cabeza — ¿Cuál es la gracia de desayunar solo, si me estoy perdiendo el espectáculo? — me hundo un poco entre los hombros al echar la cabeza como si así pudiera verla mejor, pasando los brazos a su alrededor y acabando por unir mis dedos en su espalda baja — Siempre puedo ir a la ducha contigo, pero creo que eso sería otro nivel y no quiero alterar tu frágil sistema nervioso — ruedo los ojos como si estuviese escandalizado de dar un paso demasiado personal, pero no me dura demasiado. Sin debatirlo, meto la prenda que me ha dado en el bolsillo trasero de mi pantalón — Si sigues así, acabarás por dejarme todo tu armario — le recuerdo, repentinamente teniendo la memoria del sostén que quedó en algún lado de mi casa. ¿Dónde habrá terminado, ahora que lo pienso? De seguro Poppy lo metió en algún sitio, pero no voy a llegar a casa preguntando eso, obviando de que posiblemente lo olvide otra vez.

    La otra opción… — mis dedos tambolirean, no muy seguros de dónde posarse, hasta bajar por la curva de su cintura. La analizo con la mirada, midiendo mis futuras palabras, hasta encontrarme de nuevo con sus ojos — Puedo irme. Llegar a un horario diferente que tú al trabajo. Dejar que tomes las riendas de tu departamento una vez más. Aunque… — me muerdo el interior de la mejilla de manera que, cuando chasqueo la lengua, suena mucho más fuerte de lo normal — Me da mucha curiosidad que tal se maneja la acústica de tu baño — creo que lo último apenas se me escucha, porque me he abalanzado sobre su boca al apegarla contra mí, tanteando su cuerpo hasta presionar sus glúteos y empujar de ella para levantarla del suelo, buscando así el poder avanzar por el pasillo. Se me complica, claro está, al chocar constantemente contra las paredes, porque así son las cosas. Estamos cerca de su baño, cuando hundo la mano entre su cabello y detengo el beso, aunque continúo con la respiración acelerada en su boca — Lara, yo... — irónicamente, no sé qué es lo que quiero decir. Debe ser culpa de los mil remolinos que tengo en la cabeza y que busco eliminar cuando busco una vez más su contacto. En lógica, ella es mi enemigo. Y aquí estoy, reconociendo que necesito tenerla entre los brazos, porque es lo más humano que me brota cada vez que jugamos con nuestros nervios. Quizá, sí es un pequeño problema.
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    No sé cuál es— contesto. —Estamos haciéndola nosotros—. Una en que la razón no puede aplicar las normas de alguna vieja constitución, porque el instinto escapa de lo que pueda saberse como correcto e incorrecto. Las líneas que separan a los amigos de los traidores se desdibujan, no hay posiciones lógicas que se puedan mantener cuando perdemos el control. Por debajo de la ropa somos piel que responde al tacto de quien puede ser la persona equivocada, pero no se siente así. Porque mi cuerpo reacciona a su mirada, en la libertad más absoluta que tenemos en este reducido espacio podemos desearnos sin que importe todo aquello en lo que fuimos educados y nos hace quienes somos. Y es el deseo lo que me arrastra a sus labios para un último beso, para tomar todo lo que puedo como compensación por el calor avivado al que no dio conclusión y espero apaciguar con un baño antes de ir a trabajar. Está provocándome cuando me sujeta contra su cuerpo, siento la molestia de su ropa entre nosotros al estar desnuda y él enteramente vestido. Es un juego a mis nervios cuando sugiere acompañarme a la ducha, si es por mí no hace falta que nos movamos un paso de donde estamos para acabar con esto. —Es el botín que te llevas de mi territorio— bromeo, cuando se guarda la prenda. Recuerdo que el sostén era la bandera para marcar mi paso por el suyo, por esa cama ingobernable.

    No sé si lo hace con la intención de que le pida que se quede, para ver si es que puedo finalmente reconocer que este juego me enloquece, pero mis dedos sueltan su nuca y descienden a sus hombros cuando insinúa que puede irse. Sé que no lo retendré si decide hacerlo, no importa qué. Reconozco la verdad de que esto le quita todo el buen juicio y le hace quedarse algunas veces, así como también lo veo capaz de poner una distancia cuando recupera la razón y se marcha. Nunca doy por seguro que vaya a quedarse, ni sé cuándo se irá. Me agarro a sus hombros con mis uñas al verme arrasada por su beso, rodeo su cintura con las piernas al perder el contacto de mis pies con el suelo y lo abrazo para hacerlo parte del calor que tiene a mi piel ardiendo dolorosamente.

    Mi mundo está girando al dejarme llevar por un pasillo que no vemos, el vértigo se lleva mi poca y bien resguardada cordura, y el triunfo es suyo. Si no lo digo es porque las palabras no son lo mío y es él quien murmura entre nosotros, respiro quedamente contra su boca con los ojos cerrados. —Estás loco por mí— susurro, cambio lo que sea que estuviera a punto de decir por las palabras que están en mis labios.—No quieres irte porque no sabes cuándo volverás a tocarme, porque aun sabiendo que podrías hacerlo en algún momento del día, verme o sentirme cerca sin poder tocarme hará de cada minuto una agonía— al decirlo cerca de su oído, mi voz se rompe en un gemido. —Por eso estás robando cada minuto de esta mañana para poder quedarte—. Es lo más cercano que tendremos nunca a una tregua entre los dos, para nada pacífica por el frenesí en el que estamos inmersos, mis manos que siguen buscando el contacto a pesar de la ropa y haciendo de su pelo un desastre. Tomo un minuto de calma que se abre en medio del beso para suspirar. —Me enloqueces— reconozco, vencida. —Me enloqueces tanto que salto hacia la chispa que enciendes y logras… que mi piel entera se queme. Me estás marcando a fuego y podré sentirte donde sea.
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    Es un extraño momento en el cual decido no discutir. Puedo sentir como el orgullo va cayendo por mi espalda hasta desplomarse en el suelo, junto a otra clase de pensamientos a los cuales no les he dado forma. Puede que yo sea el que lleva ropa, pero me siento desnudo, atrapado entre sus brazos y piernas como si no pudiese salir de allí. Porque la escucho hablar y no interrumpo, demasiado sumido en cómo respira, se mueve y me busca, haciendo énfasis en su aroma, su calor y su tacto. Su confesión, si se le puede decir de ese modo, hace que mueva el rostro para hundirlo en el hueco de su cuello, respirando allí dónde puedo sentir los latidos de su alocado corazón. Es una suerte que la he recargado contra la pared, porque siento que mis piernas, por largas que sean, ahora no serían capaces de sostenernos a los dos — Lo sé — declaro repentinamente, en lo que ha parecido una eternidad de silencio pero que posiblemente solo fueron segundos — Es una marca que se nos está yendo de las manos… — solo lo asumo, no lo reprocho. Deslizo mis labios por su cuello de forma ascendente, hasta que puedo verla a los ojos en un pasillo que se encuentra muy mal iluminado por la combinación de su posición y la hora de la mañana — Y esta vez, solo esta vez… — acentúo las últimas tres palabras, sonriendo ligero y con gracia ante esa aclaración — Te daré la razón, porque no puedo discutir contra eso. Si digo algo, haré otra cosa que lo contradiga a continuación y no quiero ser esa clase de sujeto — no puedo negar la locura y después entregarme a ella, porque sé que nuestra relación se ha desmoronado y vuelve a construirse sobre materiales reciclados que poco tienen que ver entre sí. Es un desastre y no tengo idea de cómo permitimos que sucediera.

    Pero lo hicimos. Con gusto y conciencia, nos divertimos en el juego y ahora pagamos las consecuencias. Podría ser peor, lo sé, pero puedo ver el peligro del que tanto nos escapamos y sé, muy en el fondo, que no quiero averiguar si valdrá la pena. Porque ninguna de estas cosas lo hace, al fin y al cabo. La gente se va, las pasiones se terminan, la ropa vuelve a su lugar y no queda nada. Y, aún así, cuando sé que puedo bajarla y simplemente marcharme, estiro la mano para tantear a un costado y abrir la puerta del baño, la cual produce un chirrido. No digo nada cuando apenas la beso con lentitud y nos entro, cerrando la puerta con una torpe patada que me arrebata una risa demasiado cómplice contra su boca, colocándola en el suelo. La luz ingresa por una pequeña ventanita y le otorga un aire matutino a la situación que me permite ver mejor el color de su piel, demasiado natural en comparación a las pieles del Capitolio a las cuales estoy tan acostumbrado. No sé de dónde saco el impulso que pellizca su labio inferior con mi pulgar y lo tira ligeramente hacia abajo — Eres hermosa, Scott. Veo otra enorme injusticia en eso — mis labios se tuercen como si estuviese quejándome en un mohín, acompañando un falso gesto de seriedad que me arrugan el entrecejo — ¿Cómo pretendes que uno no se vuelva loco por ti, cuando tienes un envase así de atractivo que envuelve una personalidad irritante y, a la vez, atrapante? Eres peligrosa — la actuación se desmorona cuando rompo la expresión en una sonrisa, inclinando mi cabeza hacia ella — Vas a causarme cientos de problemas, lo sé — dejo bien en claro que descarto la preocupación con el beso rápido que le robo, tratando de obviar que esta situación ya debería ser un dilema por sí misma.

    Incluso así, paso por su lado y corro la cortina de la ducha, chequeando los grifos en un intento de adivinar cuál es el agua caliente y cuál la fría. Pronto se oye el chillido metálico y la cortina de agua cae con la fuerza suficiente como para que me eche hacia atrás al sentir como me salpica la nariz. Aún estoy mirando las nubes de vapor que se arman sobre nuestras cabezas cuando vuelvo a abrir la boca — Nos conocemos hace como siete años, ¿no es así? — no estoy muy seguro de las fechas ahora, pero creo que no me equivoco. Me volteo hacia ella, agradecido de no haberme calzado para evitar perder más tiempo, y tironeo de mi remera hasta pasarla por mi cabeza y lanzarla a un lado — ¿Alguna vez creíste que esto terminaría así? Hablo de verdad. No me interesa si tenías fantasías extrañas conmigo — bromeo. Para cuando dejo caer mis pantalones, los levanto y se los lanzo en la cara en un gesto sumamente infantil — Creo que tus amigos se sentirían muy decepcionados. Te estás acostando y enloqueciendo por un ministro. Suena a que estás quebrando tus ideales — porque, aunque no hablemos de ello, no es secreto entre nosotros lo que opina sobre las personas como yo. Y yo, sobre personas como ella; he armado una carrera en base a eso. Me masajeo brevemente la nuca antes de dejar caer la mano, la cual busca la suya entre el vapor, para apretar sus dedos — Debería ser justo, si consideramos que he roto las normas por ti en primer lugar. Con otras intenciones, claro, pero tú me entiendes — como si fuese un acuerdo tácito de, irónicamente, terminar de hundirnos en nuestra miseria, señalo la ducha con la cabeza. Tal vez debería simplemente quitarme la última prenda y dar esta mañana por perdida, o ganada, de una vez por todas. Porque ya lo he admitido, estoy loco por ella y eso va a cobrarme mi parte del juego.
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    Es una marca hecha con nuestras manos, que perdieron el camino un par de veces y lo reencontraron en cada ocasión. Podremos trazar mapas de nuestros cuerpos cuando esto se acabe, cada ruta conquistada a fuego, estoy consumiendo en el fuego que predije que sería. No creo que sea la primera o la última víctima de esta intensidad, de la que pierde el control cuando se trata de nosotros, y que se disfraza de carisma cuando está con otras personas. Es una maldita chispa que se transforma en fuego voraz cuando así quiere, aunque dure un segundo, ese segundo basta. No tiene caso que me otorgue la razón a estar alturas, si terminé claudicando a todo lo que dijo. Suspiro contra sus labios, tampoco creo que pueda decir nada al consenso que llegamos, a esta definición que no esclarece nada. Si sigue siendo algo impreciso podemos seguir moviéndonos en él, excluimos los arrepentimientos que puedan surgir de la culpa de pensar que esto no está bien y deja de hacer de este deseo un tormento, lo libera para que haga su estrago en nosotros.

    Me sujeto a su beso para mantener la estabilidad al entrar en el baño, y con renuencia aflojo el agarre de mis piernas a su cintura cuando me baja. Aún lo beso cuando tanteo el suelo, porque necesito de ese apoyo hasta que recupere la confianza en que mis pies podrán sostenerme. Cuando mi cuerpo queda a la distancia de una mirada, uso ese espacio para llenar mi pecho de aire y calmar a mis respiraciones, una sonrisa curvándose en mi rostro al oírle. —Tú y tu don de la palabra, ¿cómo podría resistirme a tu manera única de halagarme?— me burlo, devolviendo el beso rápido y apartándome para subir por su comisura hasta su mejilla. —Esta personalidad mía tan irritante no te dará ni un día de paz— suena a que me lamento por él, pero estoy escondiendo una sonrisa al bajar mis labios por su garganta. Giro sobre mis pies descalzos para seguirlo con la mirada cuando se hace cargo de abrir la ducha y me muevo para recargarme de espalda al lavado, así puedo tener una buena visión de sus movimientos que van desnudando su cuerpo. Me encuentro un poco distraía como para entender su pregunta a la primera, y no es hasta que se aclara que tiene toda mi atención. Agarro por reflejo su pantalón y me sonrío: —Si me los das como trofeo, tengo que recordarte que los necesitas para ir a trabajar—. Estoy demorando una respuesta, pese a que la tengo.

    Doy unos pasos seguros hasta él, porque no me hará echarme hacia atrás cuando acepté que deseo esto pese a que me ponía en un dilema muchas de las cosas en las que sostenía mis acciones. Dejo su ropa en alguna parte del suelo del baño, no me importa cómo irá a la oficina o si es que volverá a su casa. Sigo su indicación hacia el interior de la ducha. —¿Ministro de qué? Recuérdame de qué eres ministro— le pido frunciendo un poco mi ceño. —Porque en mi casa, en mi baño, no eres ministro de nada, Hans—. Coloco una mano en su pecho con suavidad y le doy un ligero empujón hacia atrás, acompañándolo con mi cuerpo que presiono contra él. —No me impresionarás con tus títulos en mi territorio— sigo dando unos pasos tentativos entre la bruma provocada por el calor del agua y no me detengo hasta que su espalda se encuentra con la pared, entonces puedo atraparlo colocando mis manos a los lados de su cintura y recargándome contra él. —Y no vas a cuestionar mis ideales, porque los dos nos meteríamos en esa tarea. ¿Tus jefes estarán contentos de saber que no puedes dejar de meterte entre las piernas de una mujer que casi los traicionó?— le devuelvo, sabiendo que no deberíamos estar hablando de esto, sino que tendríamos que esquivarlo a toda costa. —Si quieres, todo eso podríamos dejarlo afuera. Aquí no eres más que un hombre que puede tener lo que desea, tu cordura y todo lo demás déjalo al otro lado de la puerta—. Mis dedos recorren su torso en un toque inofensivo y van trazando una línea en descenso.

    »Voy a responder a tu primera pregunta— anuncio, y detengo mi mano sobre su vientre, encima de la línea de la última prenda que queda entre nosotros. El agua se va deslizando por nuestra piel, el vapor nos hace ver más acalorados. —Nunca en siete años imaginé que esto acabaría así— respondo con honestidad. —Eres tan jodidamente atractivo, pero he conocido a otros hombres atractivos y también a mujeres muy seductoras, me acosté con ellos en estos siete años. Creí que lo conocía todo como para que algo pudiera impresionarme. ¿Crees que cada vez que cruzabas la puerta me mojaba por ti? Tengo un buen control de mis bragas—. Respiro con pausas al acércame a su boca. —Pero cuando te lo propones, te las ganas. Nunca pensé que encontraría en ti alguien que pudiera jugar tan bien con ese control que me llevo años tener y lo destrozas…
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     Y yo que pensaba tomarme unas vacaciones… —  satirizo, resoplando como si estuviese en verdad apenado a pesar de estar ladeando la cabeza para hacerle mucho más sencilla la tarea de que juegue en mi garganta. Tonto, pero no me molesta no tener ni ese día de paz. No cuando viene de la mano de toda esta locura, la misma que me hace sonreír ampliamente cuando pregunta por mis pantalones —  Si tú quieres explicar en la oficina la razón por la cual llego sin pantalones, te invito a hacerlo. Aunque posiblemente tenga que mandar a alguien a buscarme un traje. Creo que sería un poco sospechoso que llegase tan… bueno, no tan de oficina —  tampoco voy a ponerme a explicarle a mis empleados las razones de un atuendo fuera de lo común, pero mejor ahorrarnos conversaciones que nos quiten el tiempo a lo importante.

    El avance que da hacia mí me clava en el suelo como si tuviese que demostrar que no va a moverme, pero pronto esa postura se rinde con facilidad y permito que me empuje, guiando unos pies que siguen su curso dando pasos torpes hacia atrás. Mis ojos se fijan en los suyos, decidido a mantener la mirada que siento como un reto, en especial cuando me despoja de cualquier título con una facilidad que debería resultar alarmante, pero que en este momento solo me causa gracia — Jamás pensé que fueses la clase de persona que se deja impresionar por cosas tan banales como un título — declaro, regalándole el sentido de la cordura. No puedo pensar claramente, menos si me apresa dentro de la ducha, contra una pared helada y húmeda que contrasta demasiado con el calor de mi piel. Obvio que escupe las palabras mágicas y, a pesar del cinismo en mi sonrisa, estoy seguro de que hay alguna clase de brillo en mis ojos que delata que no me enfada. Al contrario, puedo sentir una extraña adrenalina en ese detalle tan minúsculo que nos puede joder la vida a los dos — ¿Me ha importado hasta ahora? ¿Me lo ha impedido? — jefes o no, ideales contrarios o iguales, aquí estamos. Lo discuto conmigo mismo, lo hemos negado en base a esto, pero siempre nos rendimos porque no admitimos que nos importa más cumplir nuestro capricho que el ideal que predicamos. Es un poco irónico ponerme a pensar que toda mi vida adulta se ha basado en leyes y en pregonarlas, para que una mujer como ella venga y sacuda los cajones de mi ordenada y fiel estantería. El capricho de lo erróneo.

    El pase de sus dedos por mi torso me impacienta y me encuentro suspirando, tentado a preguntarle sobre todo lo que puedo obtener de este lado de la puerta, pero me acabo concentrando más en mi manera de respirar con forzada calma al levantar las manos, esas que acarician con parsimonia el contorno de sus brazos. Puedo sentir como el agua me aplasta el pelo contra el cráneo y la cara, tapándome los ojos de manera que tengo que apartarlo a un lado en mi intento de regalarle toda mi atención. Juro, de verdad, que la estoy escuchando, pero es cómo lo dice lo que causa que mi boca se sienta atraída hacia la suya, deseando ese contacto que estuve disfrutando toda la mañana y que parece no saciar nunca el hambre que me provoca. No sé dónde poner las manos, porque cada parte de su cuerpo es una invitación y sé que estoy dudando más de lo normal, a pesar de que la acabo empujando por sus muslos en un intento de que la distancia entre los dos se mantenga inexistente, como si no pudiera respirar otro aire que no sea el compartido — En primer lugar, no pensé jamás que te mojaras con solo verme, te concedo eso — jamás me he creído esa clase de persona, pero aún así le sonrío con picardía entre las gotas que van decorando mis facciones — En segundo lugar… — mis labios besan la punta de su nariz en un gesto nada propio de mí, pero que busca eliminar la gotita que se había colocado en esa zona de manera tan tentadora — destrozar tu control es todo un placer. Te lo mereces por volverme un tipo patético que no puede dejar de tocarte y que, para colmo, lo admite en voz alta. Y en tercer lugar… — mi frente choca contra la suya en un recargo demasiado sereno para tratarse de nosotros. He dejado de tener frío contra la pared, porque el calor de la ducha nos invade de manera tal que estoy seguro de que he enrojecido. La caía del agua provoca un suave eco, el cual apenas tapa el sonido de mi voz cuando agrego en un murmullo: — ya quítame eso, que sino también tendrás que explicar por qué iré al trabajo sin calzoncillos si no logramos secarlos a tiempo. Y créeme, que ya se me está agotando la paciencia y la mañana no es eterna.

    Sé que hay un hechizo para eso, pero la broma nace y la cubro en su boca. Hay cosas inexplicables, cómo el intentar encontrar la lógica a la manera en la cual nos buscamos, haciendo que pueda escuchar mi respiración a la perfección en la acústica cerrada de un baño cada vez más lleno de vapor. He tocado su cuerpo cientos de veces en las oportunidades en las cuales nos desligamos de la ropa, pero creo que es la primera vez que me doy el lujo de explorarlo a la luz del día, rebozando del decorado que le otorga el agua. Esto me permite reconocer nuevas texturas, percatarme de lunares que antes no había visto y gritarme a mí mismo que me detenga, cuando sé que no puedo hacerlo. Es caer, una vez más, en el juego de que puedo besarla más de lo que ella puede besarme a mí, fundidos en el caos que instalamos hace unas semanas y que tan bien nos sienta. Creo que estoy por resbalar en algún momento, lo que me lleva a sostenerme de la pared y soltar una risa que retumba en la habitación. Ella lo dijo, aquí no hay rastros de títulos y ministros, este es su mundo, tal y como fue el mío en oportunidades anteriores. Aquí, me encuentro en un mareo que me abraza fervientemente a ella cuando creo que todo acaba, reconociéndome bajo el chorro de la ducha en una postura tan rendida como posesiva que presiona su espalda contra la pared, uniéndonos con la urgencia de la necesidad. No me atrevo a soltar las piernas que sujeto en mi cadera ni a apartar los labios con los que he pellizcado su hombro, hasta que la tensión en mis músculos empieza a aflorar en un relajante cosquilleo. El jadeo que suelto es largo y profundo, tal y como si me desprendiese del estrés y las preocupaciones, cuando muevo el rostro para besarla por debajo de la oreja — Scott… — la llamo en un susurro que pretende captar su atención y no estoy seguro de que pueda oírme — … creo que nos hemos olvidado del shampoo — a pesar de que es una broma, sé que también nos hemos olvidado de otras cosas. Como de nuestro orgullo, por ejemplo. Una especie de milagro.
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    Si comienzas dejando tus pantalones por ahí, quiero ver cuánto nos dura la discreción— lo digo como si fuera una broma al aire, la risa subiendo por mi garganta. Pero no estaríamos pensando en cómo arreglará el inconveniente de presentarse en la oficina con la ropa equivocada, si no fuera porque el tiempo se consumió con nosotros y estamos a contrarreloj. Y la verdad es que no me importa lo que hará, no me interesa la etiqueta que deben cumplir los ministros, ese mundo convencional queda afuera de la intimidad que se crea como un espacio de libertades entre nosotros. —Nunca me han impresionado— coincido, creo que es algo que ha quedado claro por mis gestos de rebeldía pasiva en general y la manera en que mi mirada se sostiene a la suya, a pesar de la diferencia de estaturas y de los escalones que me lleva en esta jerarquía de cargos. Me aprovecho de este espacio libre en el que se encuentran nuestros cuerpos bajo una cascada de agua, y despojarlo de ese título también es parte del proceso de desnudarlo, así como arrojar mis convencimientos al lado de su ropa en el suelo. El calor debajo de mi piel responde al instinto y a éste le importa poco quien sea qué. Incluso en su oficina, no era al ministro a quien estaba pidiéndole que diga que quería acostarse conmigo. No es a éste a quien toco cuando acaricio la piel mojada de su pecho y a quien veo con gotas colgando en las puntas de su cabello húmedo que se ha vuelto más oscuro, su rostro que refleja el deseo del mío no es el que veo en ninguna revista. Reconocer que me enloquece es lo que me hace falta para poder arrojarme a esto sin culpas, para dejar que solo fluya aquello que de todas maneras y a pesar de todo, nos hace buscarnos.

    No tenemos suficiente con la cercanía de nuestra piel al descubierto, mi mano va tanteando por debajo de la tela mientras escucho los puntos que quiere dejar en claro a partir de mi respuesta. Sus roces me tienen moviéndome lento, separo los labios esperando el beso que supongo que llegará, pero no sucede. Sigue hablando, mi sonrisa se va ensanchando, me tienta a responder cada cosa que dice. Pero me está dejando sin palabras, respirando pesadamente. No digo que no tenga la capacidad de hacer que alguien se pregunte que tan bien se sentiría acabar con él sobre un escritorio con todas las carpetas al piso, si entra en una habitación con su mejor expresión de que las cosas se hacen como él dice y lo remata con una sonrisa socarrona, esa que me empuja a demostrarle siempre que nada se hará como él plantea. Salvo cuando me pide que me deshaga de su ropa y es la única orden que cumplo con un gusto obediente. —Que destroces mi control es un placer para los dos— murmuro y debería alarmarme que así sea. No había creído posible que hubiera alguien que lograra descolocarme en lo que creía conocido y que esa persona sea él, que el sexo fuera un placer redescubierto al romper mis estructuras por él, que no pudiera tener suficiente de ese placer.  

    Sabemos que el tiempo se está agotando en algún reloj, y es así desde la primera vez que mis manos entraron en contacto con su cuerpo, fui dejando esos minutos en cada andar lento por su espalda, sus brazos, su garganta que recorro con besos y que beben del agua que sigue cayendo sobre nuestras cabezas. No sé cómo logramos hacer de cada uno de esos minutos un mundo entero para poder explorarnos a gusto, tomar una y otra vez del otro todo lo que tiene, a riesgo de quedarnos sin nada y, sin embargo, encontramos algo o lo inventamos. Nunca tenemos suficiente. El espacio de la ducha abarca nuestros movimientos desordenados por la impaciencia, un desastre que causamos en cada ocasión, y entre nuestros gemidos se cuela su risa que llena estas paredes, que me cosquillea en la piel como otra caricia. Por la falta de aire cada respiración es un jadeo, y muerdo con fuerza mi labio para no tener que escuchar que tan bien suena su nombre en repetición infinita en mi boca. Sé con mi cuerpo exhausto que se sostiene entre la pared y su pecho, que aún tengo para dar y que todavía quiero más de él en los días que vienen. Recargo mi cabeza hacia atrás, el agua golpeteando mi rostro, y pruebo cómo suena decir su nombre en voz alta con el placer aun estremeciéndome, se escucha tan bien como me temía. Y creo que está respondiendo cuando me llama, lo busco con mis sentidos adormecidos, mi nariz entrometiéndose en el hueco de garganta, mis labios resbalando. Mi cuerpo se sacude por la carcajada que me provoca nuestro olvido y me río contra su piel, descargando mi frente contra su hombro. —Ahora tendremos que comenzar de nuevo y hacerlo bien— respondo, y mis piernas se resisten a liberarlo, hay una invitación allí que supera nuestras posibilidades. Me cuesta tanto devolver mis pies a donde corresponden y que mis manos abandonen el sitio donde han dejado sus marcas que se lavan con la ducha. Limpio su rostro de los mechones mojados que le caen sobre los ojos y lo beso con el deseo descarnado del que somos prisioneros y nos hicimos cómplices, y es mi voluntad con su poca fuerza la que me hace suavizar el roce para hacerlo menos exigente y más parecido a una despedida.
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