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  • The Mighty Fall
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    OTOÑO de 247421 de Septiembre — 20 de Diciembre


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    Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

    Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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    Cuando mis pies tocan las baldosas de la acera, el enojo se desborda por encima de mi contención y toda mi compostura se desmorona. Me enfrento a la mansión como si fuera una criatura pequeña ante un rival colosal, tengo que alzar mi barbilla un par de centímetros para poder abarcar sus tejados con mi mirada. No puedo creer que dijo que fuera una persona demasiado consumida por mi rabia que disfruta de hacer sentir inferiores a otros. ¿Enojado yo? ¡Ahora estoy enojado! Y salí de su casa sin dar un portazo, ¿me va a reconocer ese pobre mérito? Nunca quise proyectar hacia otros mis conflictos, me fui de casa para no pelear con mis padres por cosas que a ellos también les lastima, y no quise decirle nada a Ari como respuesta que también pudiera dañarla. Pero, si no me equivoco, lo hice de todas formas. Y me enoja, porque no puedo dar un paso sin que sea en falso en esta maldita isla, con sus mansiones impresionantes, el barrio más exclusivo de NeoPanem al que tengo un pase por ser amigo de la hija de una ministra, tal vez sea como ella dice y si tanto me molesta esto no tendría que volver. No, si tanto me molesta esto haría algo diferente.

    La vocecita de mi hermana revolotea en mi cabeza, me alienta a lanzar huevos y tomates a sus inmaculados cristales y rollos, muchos rollos de papel higiénico hasta cubrir los tejados, si puedo hacerlos levitar hasta ahí. Con suerte alcanzaré a lanzar tres tomates antes de que la seguridad de esta isla me saque de aquí con modos poco amables. Algún titular estúpido dirá que un viejo estudiante del Royal atentó contra la casa de la ministra y quizás sea por una mala nota en el segundo grado. —¿Por qué siquiera escucho la voz de Chip como si fuera mi conciencia?— me pregunto en voz alta. Me alejo por la vereda pisando tan fuerte por el malestar que todavía me persigue, me sorprende que los adoquines resistan mi andar. La rabia baja como un cosquilleo por mis brazos, tengo que abrir y cerrar las manos un par de veces para aflojar la tensión, y este mal humor puede que dure días por culpa de no desahogarme con quien debía. Así que en un impulso vuelvo sobre mis pasos y me paro al final del sendero de entrada a la mansión de Ariadna y su madre. Busco en el césped bien recortado algo que me sirva. La piedra que agarro cabe en mi palma, la peso, calculo la distancia para que al arrojarla no llegue a la ventana si no que se quede a mitad de camino dibujando arco triste en el aire, rebotando de vuelta al césped. Listo. Al girarme, la mirada testigo de una chica me sobresalta y el cómo mi cuerpo se echa hacia atrás instintivamente creo que deja saber lo asustado que me encuentro porque alguien me haya visto tirar una piedra de nada.
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    Hero N. Niniadis
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    Tengo demasiado tiempo libre y eso me juega una mala pasada, porque eso significa que no tengo en qué ocupar mi cabeza y eso hace que se me vaya por las ramas en pensamientos oscuros que prefiero no tener. Hoy es uno de esos días dónde al fin tengo una actividad y, aunque eso solo sea moverme al Capitolio para una clase específica de violín, es suficiente excusa para decir que puedo desconcentrarme de mi no rutina de verano. Siempre tengo la opción de tener las clases en mi propia casa, eso es obvio, pero el salir de la isla se siente como un refresco y eso no me viene nada mal. Lo que sea para no toparme con la molesta e incómoda presencia de mi hermano, para variar.

    Así es como regreso después de unas horas con un humor un poco más animado y el paso cansado como excusa para tardar en llegar a la enorme mansión principal de la isla. Hasta le ofrecí dulces a los guardias del muelle, como si eso fuese a darme algo más de cinco minutos de gracia. Mi andar es un poco más apagado que de costumbre y mis zapatos no parecen brillar a la luz del sol, obviando que ni me he molestado en decorar mi cabello y que llevo el estuche de mi instrumento colgado al hombro con muy poca elegancia. Bostezo. Quizá debería llamar a Maeve para hablar de cosas banales, una vez más. Siempre viene bien el centrarse en tonterías para calmar al alma.

    Estoy terminando de pasar por delante de la casa de mi supuesto ex cuñado (por favor, todavía no comprendo del todo ese chisme sin verlo con gracia) cuando me doy cuenta de que hay una figura desconocida y bastante peculiar haciendo un par de mímicas que no comprendo, a unos metros más allá, frente a la que conozco como la mansión de la ministra Leblanc. Mis pasos se vuelven más lentos, presa de la curiosidad, hasta que me detengo a una distancia considerable. ¿Está arrojando piedras al aire? ¿De verdad? Que se asuste al verme hace que arquee una de mis delgadas cejas, paseando mis ojos de sus pies a su cabeza — Me imagino que sabes que estás atentando contra una de las propiedades privadas más exclusivas del país, ¿no? — aventuro. Acomodo el violín en mi hombro y echo un vistazo al jardín de Leblanc, segura de no poder ver a nadie a la vista — Espero que tengas una buena explicación para que no te delate.
    Hero N. Niniadis
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    ¿Si lo sé? La isla no necesita un cartel en el muelle que indique a los que llegan que están pisando cesped más caro de lo que un empleado del ministerio ganará en la vida. ¿Qué acabo de decirle a Ari? ¿Que en el patio de su casa caben dos distritos? No, tal vez no lo dije. Pensé muchas cosas, pero las que dije puedo contarlas con los dedos de mi mano izquierda. No lo dije para no herir su susceptibilidad de chica educada dentro de una burbuja de confort, ¿qué caso tenía? Pero si creo he tenido bastante con Ari, siempre habrá algo peor y me tardo cinco segundos en reconocer a Hero Niniadis por sus cortos mechones rojizos. Si me tardo tanto es porque estoy sorprendido de cruzármela, simplemente hay personas que están hechas para ser vistas a través de una pantalla de televisión. Lo hace todo más fácil. Todas mis opiniones crueles sobre la exclusividad de esta isla están ahí, pero nunca me las planteé para echarselas en cara a alguien y con Ari me salió mal, sólo me fui.

    Con la vista hago un barrido desde sus zapatos hasta el estuche de su violín y arqueo mis cejas por su amenaza de delatarme. —¿Vas a acusarme de tirar una piedra al pasto?— la cuestiono y me cruzo de brazos en una postura con la que pretendo asumir mi defensa, ahora que me recuperé de la impresión de tener una testigo y tengo que ver el modo de que esto no me haga salir de la isla siendo arrojado al agua por los de Seguridad. ¿Qué cosas me habían enseñado en Leyes? Tendría que haber prestado más atención a esas clases, en vez de estudiar para aprobar y sólo memorizar las maneras en que la libertad de prensa esquiva las limitaciones impuestas por nuestros códigos. — Si el crimen no fue cometido, no hay qué acusar—. Sé que los manuales no lo decían así, pero suena bien a mis oídos.— Y tampoco hubo intención de daño...—. Esto sí lo recuerdo, la intención manifiesta basta para que una persona vaya a prisión, con una pena menor. Señaló al suelo con una mirada.— No erré el tiro, fue intencionalmente fallido.
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    Hero N. Niniadis
    Fugitivo
    Podría hacerlo — lo digo con toda la calma de la que es capaz una persona que sabe que puede abrir la boca y tendrá rápidamente a un montón de personas dispuestas a escucharla. Voy a ser sincera, sé que no ha hecho nada extremadamente grave, porque ese tiro fue en verdad patético, pero tampoco voy a permitir que haya un alborotador así como así en mi isla. Digo “mi” isla porque he crecido aquí y sé muy bien que nadie podría refutarme esa expresión porque, de todas las familias distinguidas que habitan aquí, la mía es la más importante. Todo lo que dice suena a excusa barata y vuelvo a analizarlo con los ojos. No lo he visto nunca aquí y no me gusta cómo se viste, pero tiene rasgos que me recuerdan a uno de los muñecos que tenía cuando era pequeña y al cual solía casar con mis muñecas. El pobre tuvo muchos cortes de pelo hasta terminar calvo y con su cabeza pintada con varias fibras de muchos colores — ¿Quieres decirme que solo tiraste una piedra al suelo por el simple hecho de hacerlo? — la idea se me hace tan ridícula que me brota una risa corta e incrédula, acompañada de la extensión de mis ojos y el alzamiento de mis cejas. Que ridiculez.

    Me paro un poquitito más derecha y acomodo el estuche con algo más de firmeza, tratando de recuperar un poco de mi altura a pesar de que hace mucho tiempo asumí que soy un chichón de piso — ¿Quién te dio el pase a la isla? — pregunto en tonito de sospecha y doy unos pocos pasos hacia él. Quizá sea mayor, pero eso no me asusta en lo absoluto — Si tienes alguna queja que presentarle a la ministra Leblanc, sugiero que lo hagas en el ministerio y no en su casa. Aquí no somos muy amantes de los que tiran piedras al suelo porque sí — ruedo los ojos como si estuviese tratando con un niño pequeño y bobo y luego prosigo — ¿Cómo te llamas? — se lo reclamo como si buscase la información necesaria para acusarlo con sus padres, cuando en realidad los dos sabemos que solo puedo señalarlo a los guardias para que tengan cuidado la próxima vez que pretenda pasar.
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    No dudo de que pueda hacerlo. Si para esta chica es un delito que alguien respire de su mismo aire, habrá una patrulla de aurores llevando al insolente a prisión. Esta isla es el lugar donde los unicornios pastan y un duende tiene el tupé de imponer autoridad, ¿qué más pruebas necesito de que acabé en un sitio donde todo está puesto de cabeza? Si creía que el mundo de por sí estaba un poco loco, aquí se confirman todos mis delirios. La Isla Ministerial es un atentado a mi cordura. Todo esto es… solo… demasiado… demasiado… No encuentro las palabras para describir cómo me siento, para que mi enojo encuentre su desahogo, y estoy metido en el principio de una conversación incoherente. —¿En alguna parte de nuestra constitución dice que no puedo tirar una piedra al pasto?— retruco. Por poco digo «este es un pueblo libre». ¡Vamos! Tampoco se vale exagerar. Sabemos que no hay libertad a lo largo de NeoPanem, que lo diga en el centro mismo donde residen los principales funcionarios del país es mucho más ilógico que cualquiera de las cosas descabelladas que se pueden ver aquí.

    No voy a dar el nombre de Ariadna para que sepa quién me invitó a la isla, encontró razones por sí sola para enojarse conmigo y no seguiré colaborando con estas. Y creo que dejo en claro que no diré palabra, por la manera en que se fruncen mis labios en una línea rotunda, negándome a colaborar. —Yo no…— estoy a punto de aclarar que mi arrebato no es contra Eloise Leblanc, pero me callo porque es mejor que crea que es así. Hay que dar a los vecinos un chisme en el que puedan creer, una anécdota corta sobre un estudiante resentido y un poco tonto como para estar haciendo tiros fallidos contra la puerta de la casa de la ministra. —¿Eres la secretaria de Leblanc que te encargas de lidiar con sus visitas indeseadas?— pregunto como si no supiera quién es. Sonrío con burla cuando exige saber mi nombre, podría no dárselo, gozo del anonimato que ella no. Pero los del muelle tienen en su registro hasta mi tipo de sangre. ¿Qué sentido tiene? —David— contesto, y señalo hacia ella con un movimiento petulante de barbilla. —Y tú eres…— lo hago a propósito.
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    Hero N. Niniadis
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    Lo que dice hace que lo mire con aires de superioridad, moviendo mis cejas de arriba a abajo, primero una y luego la otra — No. Pero estoy segura de que habla en alguna parte sobre atentar contra propiedades privadas y ajenas. ¿Acaso no fuiste a la escuela? — No parece viejo, así que de seguro ha crecido dentro de las normas de nuestra sociedad y que me las reproche si quiere, pero he estado predispuesta a aprenderlas desde que tengo memoria. Seguir la especialidad de leyes es algo que mi estatus me obliga, en especial si pretendo algún día ser la sucesora de mi madre. ¿O ahora que Seth ha vuelto también he perdido eso? ¿Cómo podría gobernarnos alguien que nos ha traicionado y no vive de acuerdo a nuestras costumbres?

    Su comentario bobo hace que ruede los ojos como si estuviera lidiando con un niño caprichoso y muy maleducado. Se presenta como David, pero por poco no lo escucho porque lo que dice a continuación me abre la boca de par en par con obvia indignación — No creo que no sepas quien soy — lo analizo como si estuviese tratando de descubrir dónde está la farsa, aunque me produce un malestar un poco diferente al de los últimos días. Uno que me hace sentir como yo misma, para variar — Hero Niniadis. Si no oíste de mí, es porque viviste en una burbuja durante demasiado tiempo. ¿No tienes televisión o solamente eres ignorante? — muevo mi nariz en un gesto desdeñoso parecido al de un conejo irritado y doy otros pasos en su dirección, hasta quedar frente a frente. Es, obviamente, mucho más alto que yo, pero eso no me intimida — Y si debo encargarme de las visitas indeseadas, lo haré. Dame una razón para que no grite y te meta en aprietos por ser un maleducado bárbaro. Contaré hasta tres — levanto mi mano con tres dedos en el aire y bajo el primero — uno… — bajo otro — dos...
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    Me paro en toda mi estatura para responder a su pregunta petulante. —Sí fui a la escuela, memoricé todas esas leyes que están rondando tu cabeza ahora mismo— digo, muevo un dedo en el aire formando círculos para ilustrar mis palabras. —Tal vez estás haciendo de esto algo más grande de lo que es— apunto.  —¿Quieres una reunión de tus abogados con los míos?— pregunto, claro, como si pudiera tuviera una oportunidad de defensa de mis actos en un juicio donde la contraparte es esta chica. A mi lado en una banca estaría únicamente mi tío Dorian, enfrentado a todo un coro de cuervos. En lo alto estaría esta chica que así como el meñique de una reina tirana, concentra mucho poder a pesar de su corta estatura. Por supuesto que sé quién es, si me hago el desentendido por dos minutos más es porque no me intimida su apellido, no es tan terrible como cabría esperar al encontrarla cara a cara, parece una chica más. Hasta que llame a los aurores y me saquen de aquí con los pies por delante, porque tiene la autoridad para hacerlo.

    Coloco mi dedo índice sobre su frente para ejercer una suave presión que la impulse hacia abajo, y así frenar su intento de querer amedrentarme con su expresión arrogante. Tengo bastante de niñas insurgentes con mi hermana menor, como para saber cómo tratarlas, a mí con su nariz respingona no me asusta. Y pondría a prueba si es capaz de gritar o no, sabiendo que me pone en un aprieto, si no estuviera tan convencido de que es alguien que no duda en hacer uso del poder que tiene. Nadie que lo tengo haría amenazas vacías como pasatiempo. Si tengo que pensar una razón, digo lo primero que me puede dejar salir de aquí sin que intervenga alguien con más fuerza… —Estoy en un trabajo de encubierto. Precisamente estoy aquí para verificar la seguridad de la isla y si arrojé una piedra fue para comprobar que todo funcione correctamente—. Por donde se mire, esto es insostenible como mentira, porque si llama a los aurores para checar la información estaríamos en las mismas. —Pero nadie sabe que estoy aquí. Verás,— me acerco un poco como si fuera a revelarle un secreto —se rumorea que no todos en esta isla son de fiar. Y si hago bien mi trabajo, quien sabe, quizá pase a ser el nuevo guardaespaldas la hija de la ministra— abro la palma de mi mano hacia ella y ladeo mi sonrisa burlona hacia un lado.
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    Hero N. Niniadis
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    ¿Quieres apostar? — no me gustan los tribunales y la idea de meter abogados en el medio no es tentadora, pero sí lo es el tener la razón, así que lo tomo como un desafío. Si él quiere jugar conmigo, que lo intente. Poco me falta para chillarle cuando pone un dedo sobre mi frente y lo respondo dando un manotazo, porque no permito que la gente me toque sin mi consentimiento, mucho menos un extraño — Claro, porque los rebeldes nos atacarían con piedras desde adentro… — intento encontrarle la lógica a lo que está diciendo, pero demuestro mi escepticismo con un tonito cargado de sarcasmo que me quita una risa incrédula, la cual ahogo mordiendo mi labio inferior. No sé mucho sobre táctica militar, pero hasta yo encuentro la idea bastante ridícula. Él se acerca y tengo el impulso de irme hacia atrás, pero no lo hago. Intento por todos los medios el sostenerle la mirada y mantener el mentón en alto, incluso cuando se inclina. Lo único que hago es pasar mis ojos a su mano brevemente, hasta volver a buscar su mirada — Oh, ya veo. Mi madre ha decidido el cambiar mi personal de seguridad sin darme un aviso. Claro, tiene toda la lógica. Le confiaría mi vida a quien puede analizar la seguridad de una casa con piedras… — elevo la ceja derecha apenas un poco y durante un instante, pero creo que es suficiente para demostrar mi punto con desdén.

    Verás… — suspiro como si me estuviera armando de paciencia y fuese a explicarle la clase más complicada al niño más estúpido de mi curso — La seguridad de la isla se encuentra mayormente puesta en todo el terreno, bajo encantamientos de los más complicados. En cuanto pasas las defensas por medio de los chequeos de seguridad, adentro te encuentras como en una pequeña burbuja. Y las casas mismas tienen sus métodos de evitar a los indeseables, así que déjame decirte que o los aurores de hoy en día son patéticos o tu excusa ha sido demasiado mala como para siquiera tomármela en serio — hasta yo sé mentir mejor y eso que no suelo tener motivos para hacerlo.
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    No me va a intimidar con su gesto desafiante. —Si crees poder perder sin llorar, apostemos— contesto, como si esa supuesta reunión fuera a darse. Si alguien llega a contactar con mi tío Dorian, tendré que medirle que mienta y diga que me fui a cultivar hongos en las ruinas de lo que fue Europa. No tengo cara para enfrentarme a una ridiculez como la que planteamos, una tontería que serviría al espectáculo televiso para subir los puntos de rating, más que nada porque a todos les gustaría ver como Hero Niniadis hace papilla a un don nadie. De ninguna manera cabe esperar que un enfrentamiento así se haga en sumo secreto. ¡Pero no va a suceder! Es lo que me repito a mí mismo, por más que insisto por el gusto de molestarla. Lo que tengo que lograr es salir de aquí por delante, sin nadie arrastrándome. —Si, claro, porque conoces tan bien a los rebeldes como para saber qué harán o cómo actuarán. Probar tácticas impensadas para checar la seguridad puede ser una manera de adelantarnos a los imprevistos—. No me voy a mover ni un paso de mi patética mentira. ¿Yo? ¿Un auror? Si me pusiera ese uniforme, me saldría urticaria.

    Me cruzo de brazos para que pueda explayarse a su antojo, me sigue dando unos minutos de ventaja. Mientras siga hablando, no habrá aurores que se unan a este encuentro. Busco de donde prenderme de su réplica para no aceptar tan fácil que he mentido como un imbécil. No me ha sucedido antes, no suelo actuar así. Reconocer lo idiota que puedo ser es nuevo para mí, y hasta lo último, trato de evitarlo. —Pues en tu paraíso de seguridad, te has acercado demasiado a un indeseable que arroja piedras y sé que estás a un grito de tener a un pelotón de aurores salvando tu cuello, pero si no fuera así… — digo, y toco su hombro con un dedo presionando un poco para hacerle notar la proximidad y su falta de estatura, —Todo esto se vuelve un desperdicio si no te puedes defender por ti misma—. Hago una mueca y como estoy en esto, sigo con las mentiras: —No quería decirlo para que no te sintieras subestimada, pero tal vez me contrataron para poner eso a prueba. No te preocupes, volveré al cuartel y diré que esperaste a que los aurores lo resolvieran todo por ti.
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    Hero N. Niniadis
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    Es obvio que no me conoce, porque hace falta mucho más de lo que me ofrece para poder hacerme llorar. Se lo demuestro sonriéndole con suficiencia y burla — No los conozco tanto, pero si solo fuesen capaces de lanzar piedras, dudo mucho que le preocupasen a los demás — ¿Qué clase de enemigo temerario serían? Uno bastante ridículo, a decir verdad. Jamás me han parecido más que unos bárbaros incivilizados, pero sé que son inteligentes, sino no significarían un problema. No hace más que agregar palabrerío sin sentido y me limpio el hombro con la mano para quitarme cualquier porquería que pueda tener en sus dedos, lo que ayuda a que pierda la paciencia. Jamás he tenido demasiada con este tipo de sandeces, pero juro que he puesto lo mejor de mí. Es hora de terminar el jueguito.

    Oh, no hace falta. ¿Ves esa casa de ahí? — señalo por encima de su hombro para indicar un terreno algo lejano, que se puede ver con mucho esfuerzo a la distancia — Es la mansión de tu supuesto jefe, el ministro Weynart. ¿Quieres que pasemos a charlar el té y que me explique estas ideas espectaculares que dices sobre mi propia seguridad? Siempre he tenido excelente relación con su familia. O, mejor… — llevo las manos detrás de mi espalda y las uno, balanceándome en mis pies con una sonrisa — ¿Quieres ir a mi casa? Mi mamá estará encantada de escuchar todos tus planes. A ver, si entre los dos, me aclaran un poco el panorama — sé que hablar de mi madre es tocar el punto sensible y cobarde de la mayoría de las personas, incluso de aquellos con altos cargos y poder en sus manos. No hay nadie que no respete a Jamie Niniadis, por las buenas o por las malas — Supongo que, si estás siendo sincero, esa es la mejor manera de descubrirlo — alzo mis hombros con inocencia y hago un pucherito. Que los dos sabemos que la imagen de mi niña buena es solo un modo de burlarme de que no puede salir de esta.
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    Tengo que enfocar mi mirada en el punto lejano que me señala, y sí, se trata de otra de las mansiones. Para ser más precisa me indica que pertenece a la del ministro de seguridad, la referencia me pone la piel de la nuca en alerta. ¿Qué otra cosa cabía esperar? Estoy en el maldito jardín privado de los ministros de este país. Esta chica sabe presionar, no dudo que la familia del ministro despliegue una alfombra roja para ella si vamos de visita y ella le dice quién soy. Prefiero volver a casa de Ariadna a que me esconda en el establo de su pony, a tener que ir a contarle mi mentira ridícula al ministro Weynart. Cualquiera sea la dirección que tome en esta isla, siempre será la equivocada. ¿Hora de irme? Sí, claro, hace tres horas tenía que irme. — Creo que comenzamos mal esta plática…— voy desandando mis pasos para volver al punto en que me enredé con cosas sin sentido que puse en mi boca.

    Asustado hasta la médula, pongo en alto mis manos para interrumpirla. —¡Alto ahí, chica!— grito. Sacudo mis brazos para aligerar ese temblor que me recorrió entero, recomponerme para poder hacerle frente, que su diminuta figura no va a intimidarme porque esté invocando a alguien mayor, más grande, para atemorizarme. ¿Y qué hay con que sea la mismísima ministra? Eso me pasa por venir a jugar a los terrenos de la elite. No. Debo. Poner. Un. Pie. Aquí. Nunca. Más. —Creo que estás yendo muy a prisa, y mira, presentarme a tu madre cuando acabamos de conocernos es como saltarse un par de etapas intermedias— hablo tonterías mientras pienso en un plan de escape. —Dejemos esto hasta aquí, ¿sí?— le propongo. —Solo me iré, no tocaré ni una piedra más y vaciaré mis bolsillos en el muelle para que te quedes tranquila de que no me llevo nada— le muestro mis palmas y pongo mi mejor expresión de franca inocencia. Ni siquiera planeaba acertar con mi tirada en la puerta, la piedra hubiera muerto en el pasto si no me veían, y Hero Niniadis está siendo un duende de jardín que me golpea en los tobillos, como un obstáculo inesperado que no logro superar.
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    Hero N. Niniadis
    Fugitivo
    No hay que ser demasiado brillante como para darse cuenta de que he ganado la partida y me paro toda digna, sonriéndole con la burla gritando de cada uno de mis poros y haciendo énfasis en mis cejas alzadas — Oh, pero yo ya estoy tan segura de que es el momento indicado para presentártela — le sigo el juego infantil y me llevo una mano al pecho como si de verdad se tratase de un sentimiento que poseo a flor de piel, arrugando el entrecejo con falsa preocupación. Sabía que esto pasaría. No conozco una persona que sepa mantener la compostura cuando juego la carta más injusta de todas, porque soy la única que puede esconderse bajo el ala de ser la hija de Jamie Niniadis — Eres un poco cobarde para ser un auror, ¿lo sabías? — aprieto mis labios en un intento de mantener una línea delgada, pero soy incapaz de contener la curva de mis comisuras.

    Levanto las manos en son de paz en intento de burla y reflejo a sus movimientos y me hago a un lado, dispuesta a dejarle el camino libre. Mi trabajo está hecho, ahora será un problema de los guardias del muelle, quienes deben estar al tanto de quién entra y sale de este lugar — Me ofrecería a ser tu escolta, pero no necesitamos cambiar de papeles… ¿No es así? — además, tampoco tengo ganas de ir sobre mis pasos y regresar al sitio de donde vengo, no cuando ya estaba tan cerca de mi casa y mi próximo baño de infusión. Obviemos que últimamente vivo ahí dentro con mucho más énfasis de lo habitual, porque se ha vuelto la coraza más segura para pasar mis días, pero no voy a desperdiciar mis horas de calma por un muchacho impertinente — Dejaré que te marches y espero que, cuando oiga el informe de los movimientos de la isla, no encuentre ningún inconveniente. O tendré que hablarle de tu rendimiento a tu jefe, al menos que seas solamente un mentiroso. Eso me rompería el corazón — mi boca se tuerce en un pucherito y hasta le pongo ojos de perro mojado, en un acting tan exagerado que solo delata lo mucho que sé que estoy por delante en esta carrera — Supongo que fue un gusto conocerte, niño-piedra — y con la sacudida elegante de mi mano, dejo en evidencia que le estoy invitando a que desaparezca de mi vista.
    Hero N. Niniadis
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    Esperaba librarme de las consecuencias de mi propio enredo de mentiras blancas, pero no con una muestra de misericordia por parte de Hero Niniadis. Me sorprende, tengo que reconocerlo. Mis ojos se abren con el asombro al saber que me deja el camino despejado para que emprenda mi retirada si así lo deseo, salvándome de un enfrentamiento con su madre, el monstruo en el armario al que todos tememos, por muy arrojados que seamos en nuestros intentos de actuar en la fina línea de lo permitido y lo prohibido por el gobierno. —No soy cobarde— no olvido responder a este comentario suyo. Tengo sentido de la supervivencia, que es diferente, y todavía me doy la vuelta cuando hay una esfinge en la mitad de mi camino. —Tengo cosas que hacer y tú también, podemos dejar las visitas para otro día— balbuceo, con una sonrisa un poco más débil que la suya, pero de todos modos extendiéndose para hacerle frente.

    Siento como que le debo una, aunque sigo con la idea de que no hice nada debidamente malo como para merecer un castigo. El saber que con un chasquido de sus dedos tendría a medio cuartel de aurores, al ministro de seguridad y a su madre rodeándome, me hace reconocer que si ella quisiera, podría ponérmelo mucho más difícil. En cambio me deja ir, levanto mis palmas limpias para reafirmar la inocencia de mis intenciones y se lo digo: —No habrá ni una sola queja al lado de mi nombre en el registro de visitas—. La promesa está hecha. Y de algún lado, me sale dirigirle una sonrisa para una despedida amistosa. —Supongo— le doy la razón, porque de todas las personas con las que podría haberme cruzado, es una inesperada suerte que mi caso de cuasicriminal lo resolviera ella con una sentencia a mi favor. Tal vez no haga falta llamar a ningún abogado. —Será hasta la próxima, duende— me despido de ella, caminando hacia atrás hasta que puedo girarme para alejarme y a una distancia en la que todavía puede oírme digo algo para compensar una deuda que no creo que tenga oportunidad de pagar algún día, de la única manera en la que conozco. —¡Gracias!
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