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  • The Mighty Fall
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    OTOÑO de 247421 de Septiembre — 20 de Diciembre


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    Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

    Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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    Should Have Known Better ✘ Lara ⁺¹⁸
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    Recuerdo del primer mensaje :

    Hoy fue una de esas jornadas donde necesito intercalar entre tazas de café y vasos de alcohol para poder soportarlas. He empezado la mañana en el Wizengamot, presente en uno de los juicios más densos de las últimas semanas y he terminado con una pila de papeleo que me hace preguntarme cuándo se supone que puedo tomarme al menos una semana de vacaciones. Recibí al menos veinte llamadas del departamento del control de criaturas mágicas en quejas sobre un animal que debería ser considerado peligroso, unas treinta del departamento de seguridad nacional porque hay familiares aún ansiosos por todo el asunto de los aurores y ni hablemos de cuando apareció un hombre a pedir sobre sus derechos laborales en medio del pasillo; para mi desgracia, era de los que escupe mientras habla a los gritos con voz de fumador, así que fue desagradable.

    Dicho de otro modo, ahí están los motivos por los cuales son las nueve de la noche y sigo dentro del Ministerio de Magia, con ojeras decorando mi rostro, una pila de carpetas debajo de un brazo y la mano temblorosa sosteniendo un vaso térmico por décima vez en el día. No hablemos del pelo desarreglado o la corbata ya mal atada, de todas las veces que me la acomodé y estiré con el correr de las pesadas horas. Muchos de mis empleados ya se han marchado a casa y la gran mayoría de los cubículos y oficinas se encuentran con las luces apagadas, así que no me choco con nadie cuando el ascensor se abre y puedo avanzar a grandes zancadas hacia mi oficina. Hoy será una de esas noches en las cuales tendré que quedarme hasta la madrugada entre un montón de informes, tratando de no perder la vista por culpa de las lámparas, las pantallas y las letras liliputienses. Amo mi trabajo, pero creo que estoy a una llamada telefónica de perder los estribos.

    Mi secretaria, Josephine, ya se encuentra acomodándose el tapado y la cartera cuando me ve aparecer en la pequeña sala donde se encuentra su escritorio, justo frente a la enorme puerta de mi despacho. Da un sobresalto que no sé de dónde viene y balbucea algo, pero mi cerebro apagado solo me incita a levantar un dedo en su dirección para que guarde silencio — Tu horario de trabajo se terminó hace una hora — le recuerdo, empleando un tono amable que sé que ella entenderá muy bien como lo que en verdad quiero decir: que no pienso pagar horas extras solo porque no agarró sus cosas cuando debía hacerlo. Ella me discute, pero como no quiero escucharla solo arrugo la nariz con desgano y un bufido, abro la puerta de mi oficina y me detengo en seco, comprendiendo de inmediato qué es lo que Josephine quería decirme.

    No he estado en mi piso hace horas, así que no sé cuánto es que lleva esperando. Tampoco he programado una cita, así que todo esto me descoloca por completo porque se trata de mi zona de confort, mi territorio. Y lo peor, es que mi invitada es alguien a quien no esperaba ver en un lugar como este. Carraspeo en un intento de recobrar la compostura y apenas le echo un vistazo a mi asistente sobre el hombro — No hay problema, Josephine. Yo me encargo desde aquí. Que tengas una buena noche — sé que ella abre la boca para decir algo, pero no tengo idea de qué porque le cierro la puerta de inmediato en la cara. Siento la boca algo seca y por inercia miro el reloj digital de la pared, porque si Lara Scott ha venido al ministerio a estas horas, es porque lo que tenemos que hablar es algo que nadie debe escuchar. Bueno, como casi todo lo que charlamos cuando estamos a solas.

    No suelo recibir visitas sin una cita programada, pero puedo hacer una excepción — mi voz suena entre bromista y formal mientras me acerco al escritorio y lanzo las carpetas sobre el mismo, haciéndolas sonar con un estruendo sordo. Sin siquiera tomar asiento, meto la mano ahora libre en el bolsillo de mi pantalón y le doy un sorbo a mi café — ¿Tienes algo para mí o a qué le debo el honor de tu hornada y real presencia en este lugar que tanto te gusta? — le otorgo una sonrisa irónica, pasando mi peso de una pierna a la otra. Espero que tenga algo bueno, o no tiene sentido que me quede aquí perdiendo el tiempo.
    Hans M. Powell
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    No puedo seguir pensando como me lo pide, no cuando la oigo jadear y siento el peso de la corbata abandonar mi cuello de una vez por todas. No tengo una respuesta verbal porque me conformo con comunicarme en el tacto, gustoso de cómo sus dedos exploran mi torso y terminan en esa fricción que me tensa en una excitación contenida. Sé que es un roce intencional, pero aún así el estremecimiento delata mi reacción corporal como si fuese un secreto a voces. Su pecho choca una y otra vez contra mi boca, obligándome a mantenerle la mirada a pesar de que deseo fundirme en su piel.

    Respondo esa negativa con un gruñido placentero, ladeando la cabeza para dejarle la vía libre a los besos y las mordidas que recorren mi cuello. Mis dedos reaccionan rasgando su piel, bajando lentamente hasta presionar sus glúteos con intención de que su cadera se impulse hacia delante — ¿Parar? — lo veo como un imposible. Sé por qué lo dice, tanto como sé por qué no debería hacerlo. Pero ella se acomoda, levantando la tela que la cubre de mí hasta que el tacto se siente más real a pesar de la existencia de mi pantalón, murmurando las palabras que provocan que entorne mi mirada en su dirección. Mi nuca parece estar en llamas y estoy seguro de que mi rostro ha tomado un tinte vagamente acalorado por culpa de la temperatura que me embriaga, tratando de ser capaz de al menos decir una o dos palabras. Tengo que obligarme a respirar, cosa que ella me complica con un beso que respondo con ansias, a pesar de que desearía una mayor duración.

    Mis labios se prensan con un "mmm" sigiloso, el cual parece retumbar cerca de su boca en mi intento de inclinarme hacia ella para evitar la extinción de nuestro contacto. Muevo mis manos casi que con gentileza, enroscando los dedos en los bordes de su ropa interior con total impunidad — No estoy seguro de que alguno salga perdiendo de aquí — a pesar de que mi mano izquierda se mantiene debajo de su falda, la otra sube lo suficiente como para tirar de la manga sobrante y así ser libre de bajar la tela de su escote, rebelando gran parte de su sostén. Siento los latidos haciéndome eco con violencia dentro de mi cerebro, obligándome a tratar de contener el aliento para ser capaz de abrir la boca — Pero siempre podemos alegar a las lagunas legales — técnicamente, ninguno de nosotros está fallando nuestra palabra. Si este fuese un caso en medio del Wizengamot, la solución sería extremadamente sencilla. Y sin embargo, no la doy porque estoy más centrado en descubrir con mis labios el contorno de sus pechos, presionando por encima de la única tela que me separa de su piel. Mis hombros se mueven impacientes, deseando todo de ella y, sin embargo, negándome a tomarlo tan rápidamente. Es una danza casi que elegante, pero no deja de ser una agonía.

    Lo pondré simple para ti, Scott — mi voz se presiona contra su pecho, pero sé que lo más invasivo es como mis dedos se mueven hasta invadir el espacio entre sus piernas — Yo estoy aquí. Si quieres, siempre puedes tomarme. Si no... — parece una demanda, la presión que mis yemas ejercen sobre su ropa interior al friccionar lo suficiente como para obligarme a morder mis labios — ... ahí está la puerta. Estoy dejándote la decisión final, ya sabes. Siempre he sido generoso — solo que espero que se decida de una buena vez, porque la expectativa terminará por ahogarme.
    Hans M. Powell
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    Invitado
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    Pienso en lo que dice, los abogados deben ser zorros en su forma animal por su sugerencia de usar las lagunas legales para salvar la situación si hace falta. ¿Todo con tal de eludir el dar un resultado a este desafío? Me busco en su mirada para poder saber si sus pensamientos van acordes a los míos o si adivinó por sí solo lo que está cruzando por mi mente, y es que no habrá ganadores ni perdedores porque el desafío era un juego que usamos para estar donde nos encontramos ahora. El mismísimo orgullo culpable de todo nos hacía mantener nuestras manos fuera y cuando logramos engañarlo, nos adentramos con avidez en la piel del otro. Me está quemando en todos los lugares que marca con sus yemas, la ropa pese a ser una molestia es parte de la coreografía y todavía una parte de mí cree que nos levantaremos de la silla, alisaremos las arrugas y saldremos ilesos del incendio.

    Sí, me sorprendo pensando que eso es posible, cuando una de mis manos se cierra en su hombro, hincando las uñas en la tela, para tener algo a lo que sujetarme mientras dure el asalto de su boca a mis senos que responden a pesar de que siguen cubiertos por la fina protección del sostén. Relamo mis labios al percibir lo seca que está mi garganta, mis jadeos son agónicos. Es en momentos así que el diablo elige para hacer sus ofertas. Y nunca juega limpio. Usa su don del habla para un «puedes quedarte o puedes irte», paralelo a la fricción de sus dedos que me incita a moverme para lograr ese contacto y ponerme de pie para encaminarme a su puerta deja de ser una opción, si estoy retenida en ese punto donde mi excitación reclama su atención. —Demuéstrame una generosidad auténtica— es a medias una invitación y a medias una exigencia, no consigo calibrar bien mi tono. Busco la presión de sus dedos otra vez, descendiendo sobre él, instándole a hundirse, y uso mis palmas para sostener su rostro cerca del mío.

    ¿Por qué eres tan…?— no sé lo que pretendo decir. Si tan solo fuéramos fríos… Suspiro sobre su boca. Indago en la razón por la cual no puedo solo levantarme, cuando desde hace diez minutos estoy pensando en esa puerta, en atravesarla, y es que eso haría que esto se convierta en un perverso juego mental. Pero no soy así, no finjo excitación. Mis ojos son honestos al mostrar mi deseo, me pesa la respiración y una franja de piel ardiente se extiende por casi todo mi cuerpo. Si vamos a quemarnos, que así sea. Desprendo sus botones para echar a cada lado los faldones de la camisa y recién entonces uso mis dedos para desprenderme del sostén. Quiero sentir lo caliente que puede ser su piel contra la mía que también arde, me entrego en el punto en su garganta donde su sangre late con fuerza e incursiono con mis manos por todo su pecho rozándolo con el mío. Inevitablemente deslizo los dedos hasta abajo y me voy abriendo camino. — Pensé que deberte algo sería una agonía sin fin, y no, había una agonía peor…— murmuro. Necesitaré recubrirme de mi coraza cuando esto acabe, no olvido que tendré que verlo una segunda, una tercera vez, un par de veces más y no puedo dejar que alcance más allá de mi piel.
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    Generosidad auténtica, por supuesto. Se la estoy enseñando, solo que ella lo ve como un desafío. No la culpo, en lo absoluto. Todo esto no es más que una situación que se nos salió de las manos y ahora solamente tenemos que lidiar con ella como los adultos responsables que se supone que somos. Pero mi respuesta no es más que una fugaz sonrisa, demasiado centrado en su modo de moverse contra mí, de aferrarse como si en verdad lo necesitara, como para siquiera considerar el abrir la boca por un breve segundo. No sé cómo es que llegamos a este punto sin retorno, pero ahora que lo vivo me doy cuenta de lo incapaz que he sido de evadirlo.

    ¿Tan...? — la reto a decir lo que tenga en mente, a pesar de que no estoy seguro de poder escucharla. Estoy mucho más enfocado en cómo mi camisa es impulsada hacia atrás y me obligo a sacar mis manos de ella para ser de ayuda, dejando que la tela se arrugue en el espacio entre mi espalda y el asiento. Creo que estoy completamente agradecido de que ella misma se deshaga de su sostén y me permita el sentir su piel contra la mía, ahogandonos en un roce que no sabía que había ansiado tanto. Y por muy extraño que parezca, por muy irreal e incorrecta que sea esta situación, no puedo evitar sentirlo como una fuerza natural. Un poco confusa, algo caótica, pero que siempre ha estado ahí. Mis manos toman gustosas la tarea de explorar la piel expuesta, tanteando su suavidad, textura y curvatura, sintiéndome expuesto al cerrar los ojos por culpa del ataque a mi cuello. Mis labios se presionan para contener el aliento, ese que choca dentro de ellos hasta que lo dejo salir con pesadez, ladeando mi boca con cierta diversión al oírla — Siempre podría ser peor, si quieres — aún no sé si estoy bromeando o no. Posiblemente sea una duda que quede perdida en el fondo de mi mente, porque pronto pierde relevancia. Me importa mucho más el encontrarme una vez más con su boca, esa a la cual creí que jamás me iba a acostumbrar, y me embriago de sólo explorarla, presa del cosquilleo producido por el reconocimiento de nuestros cuerpos, demasiado ocupados en presionarse entre sí como para tener alguna neurona racional diciéndome qué hacer. Es un juego donde acabamos de perder o ganar, pero curiosamente esa idea también se evapora. Como si el tablero de ajedrez hubiese preferido el consumirse.

    El espacio limitado de la silla se convierte en nuestro pequeño oasis, tal vez demasiado cómplice en aquella treta de hacer uso y abuso del tacto. No sé cuándo es que su vestido me empieza a resultar molesto; quizá es cuando aún estamos enroscados en el asiento o cuando consigo alzarla en vilo para acomodarnos sobre el escritorio. Oigo las carpetas caer, pero estoy demasiado ocupado en eliminar las capas de tela que se cuelan entre nosotros como un incordio. Besar su vientre es todo un éxtasis, pero lo es más el besar sus piernas. Y aunque siempre exista esta barrera entre nosotros, aparentemente de inamovible hierro, parece que se vuelve inexistente cuando demandamos nuestra cercanía. Nuestros cuerpos ignoran quienes somos, cual es nuestra historia o qué es lo que va a suceder cuando todo esto se termine. Sólo se buscan entre sí como imanes, en una necesidad que mi yo habitual calificaría como ridícula si pudiese verme desde afuera. Pero lo dejo ser. Ahora mismo no es momento de ser yo.

    La soledad del departamento de Justicia es nuestra testigo y cómplice, tal y como las cuatro paredes de la oficina que cubren los suspiros, los murmullos y hasta la risa ligera que se me escapa cuando creo ver que, sin desearlo, he tirado el paquete al suelo. Es un estremecimiento constante, envuelto en el calor de sus brazos y piernas, cargado de adrenalina al sentirme en ella, encontrarla en cada forma que veo posible, en cada investigación de su anatomía en la cual me zambullo con total confianza e impunidad. El whisky queda olvidado, igual que nuestros nombres y nuestra cordura. Lo que termina importando y siendo envolvente, son nuestras pieles, tan diferentes pero, por un momento escandaloso, incluso armónicas...

    No sé cómo llegamos aquí y no es una pregunta metafórica. Creo que es culpa de ese instante entre el escritorio y el mueble detrás de éste. Solo sé que mis ojos se entornan al admirar la pulcritud que hay incluso debajo del escritorio, donde me encuentro tendido con la respiración ligeramente entrecortada y los dedos jugueteando sobre el hombro de la última persona con la cual me hubiese imaginado en esta situación. Debo decirlo, el suelo es increíblemente cómodo a pesar de la falta de ropa que aplaque el contacto. Siento la garganta seca y los labios pesados, pero todo mi cuerpo es presa de una extraña paz — ¿Scott...? — incluso la mención de su nombre suena como una anomalía, a pesar de ser un rasposo susurro. Ladeo la cabeza para mirarla, encontrando sus ojos más cerca de lo que hubiera esperado, y por alguna razón se me escapa una risita — ¿Qué había en el paquete? — es un tono jovial que secunda la repentina sonrisa, esa que intento opacar al presionar rápidamente mis labios contra los suyos antes de simplemente estirarme, tomando el envión para sentarme sin darme la cabeza ridículamente contra el escritorio. No salgo de debajo de este, sin embargo; me conformo con tantear hasta encontrar la botella de whisky, beber un poco y volver a recostarme para pasársela — Creo que esto te vendrá bien — porque creo que, luego de lo que acaba de pasar, vamos a necesitar más de un trago.
    Hans M. Powell
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    «Tan…»

    Todos los nervios de mi cuerpo reaccionan a él. Tira de mí como una energía que me sacude, que me hace sentir viva y consciente del placer escondido en regiones que su tacto va liberando. Él es tan… difícil de dejar. Puedo decirme que tengo la voluntad requerida para negarme al sexo y esta certeza pierde su fuerza con cada acto de persuasión de sus palabras o su cuerpo. Estoy sujeta por una energía invisible, intensa y feroz, que me impide detener esto. Es como estar atrapada en una jaula de relámpagos, todo se cierra a mí alrededor, y el espectáculo es maravilloso. Aterrador, pero maravilloso. Un roce fue una vibración que nos bastó para hacernos perder el control. Un beso fue pura desesperación para la que no hay un punto de suficiencia. Su boca encaja con la mía en cada choque demandante, y puedo llenar mis pulmones con su aire, paladear lo profundo de su caricia. Tocarlo se hace una necesidad imperante, besarlo hasta perder la cuenta es la manera de abarcar el desenfreno y el gozo en el tiempo limitado que tenemos hasta que la realidad nos golpee.

    Tan caliente— murmuro con mis labios en su cuello y mi mano alcanzando su nuca, su temperatura corporal es fuego. La atracción entre dos personas se puede dar por los  motivos mínimos y no creía que fuéramos a ceder ante ella, me esperaba desprecio de su parte. Porque puedes desear lo que desprecias y eso también quema las entrañas, aflora la actitud más canalla de una persona, la intencionalidad de hacer daño. No confiaba en él, y es extraño pensar en términos de confianza, hasta que me convenzo de que está entregado a esta locura, que su sangre late frenética al ritmo de la mía, que también siente y se consume conmigo, así que somos dos. No hay posibilidad alguna de que esto se dilate más tiempo, quedan unos pocos estorbos de ropa entre los dos y mi piel al reconocer su piel no acepta que haya nada en medio porque se siente como un intruso. Me abrazo a su cuello al elevarnos, presiono mi pecho desnudo contra su cuerpo y la cabeza me da vueltas cuando me encuentro sentada sobre la madera de su escritorio nuevamente.

    El mareo se acentúa por lo rápido que el resto de la ropa desaparece y nuestras manos que se tropiezan en medio del caos, apremiamos nuestros instintos quitándole el último raciocinio al encuentro. Mis párpados caen con renuncia y enredo mis dedos en los mechones de su pelo para aferrarme con violencia, dejando que las sensaciones de su boca suban por mi vientre. Y creo suspirar cuando quedamos a oscuras con nuestro lado más primitivo, todas las voces de mi mente silenciosas por un encantamiento que desconozco, solo escucho su respiración y no hallo mi propia voz para explicarme lo que está sucediendo, a pesar de que puedo oírla saliendo de mis labios en murmullos que no recordaré más tarde. Esa sensación de silencio inapropiada con el alboroto que causamos al movernos por la oficina, podría romperse la botella de whisky en mil pedazos y la escucharía como si fuera un sonido de miles de millas. Mi furia en el ansía hace que magulle mis propios labios con los dientes y marque sus brazos con mi agarre. La habitación se estabiliza cuando todo termina, cada sentimiento se va dilatando hasta perder su fuerza arrasadora y puedo descansar tendida en el suelo, agradeciendo el contraste del frío en mi espalda que calma mi piel.  

    Sigo con los ojos cerrados y contando mis respiraciones al oír su voz que rompe la recién estrenada calma entre los dos. Giro hacia él y escucho su pregunta a la primera, si me tardo en dar una contestación es porque tenía la oportunidad de fijarme de cerca en lo azules que son sus ojos, que algunas veces me dieron la impresión de ser oscuros. —El guante masajeador de pies, por supuesto— digo, dando a entender que era la adivinanza más fácil del mundo. Estoy sonriendo contra su boca, que no hago el intento de retener. Mis ojos están puestos en él cuando recobra la botella de licor, necesito mucho más que alcohol en este momento. No creo que el ministro de justicia tenga drogas y otras pociones de esa índole en el cajón de su escritorio, así que tendré que aceptar la amarga sobriedad. —No, gracias. Puede que estés tratando de emborracharme y quién sabe qué intenciones te traes conmigo— dramatizo, por lo gracioso que resulta decirlo en mi estado de desnudez y la falta de comodidades de nuestra situación. Me recuesto de lado para poder mirar su perfil. —Tienes que acostarte con tu secretaria, Hans— le aconsejo. —Tenías una cara de pena cuando llegue y ahora te ves mucho mejor. En tus noches de mierda en esta oficina tendrías que pedirle a tu secretaria que se quede. Y por cada informe terminado, tienes un poco de sexo. Piensa en tu salud— frunzo mi boca para disimular mi sonrisa.
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    El guante masajeador de pies… ¿Es en serio? Sé que tendría que haberlo sospechado, pero pensé que había quedado en el olvido al haber sido más que nada un comentario al pasar. Y ahí se me escapa, la risa más genuina que alguna vez solté en su presencia, haciendo eco gracias al encierro del escritorio que nos cubre las cabezas como si esto tuviese que morir en secreto — eres increíble — respondo simplemente, con tal honestidad que sospecho que jamás podría creerme. No es un insulto, ni mucho menos. No podría burlarme de ella, al menos no en mala fe, si consideramos que ahora mismo mi corazón aún sigue tratando de encontrar su ritmo normal. Sigo sin encontrar un sentido alguno a lo que acaba de pasar, pero increíblemente, me doy cuenta de que no me arrepiento.

    Ruedo un poco los ojos en cierto toque de ironía y me apoyo en uno de mis codos para ganar la altura suficiente que me permita beber sin echarme todo encima — Creo que cualquier intención podría haber sido consumada hace no menos de cinco minutos — sé que está bromeando, sé que yo también y en mi cerebro nada de esto tiene lógica alguna. No obstante, aquí estamos. En el suelo de una oficina repentinamente silenciosa, sintiendo vagamente el roce de la piel que llega a tocar la mía por culpa del espacio que estamos ocupando, como si fuese algo que hacemos todos los días. Estoy bebiendo otro trago cuando una nueva risa hace que tenga que frenar para no atragantarme, echándole una mirada significativa; aparentemente, alguien no ha captado el comentario que he hecho hace lo que parece ser una eternidad — Ese es un consejo algo tardío — murmuro con gracia. Me estiro para dejar la botella en el suelo, a una distancia considerable para no tirarla sin querer y la imito, apoyándome en uno de mis brazos para poder verla de frente — Josephine es una excelente secretaria, pero es aún una mejor amante. Hay que matar el tiempo en un lugar como este, ya sabes, y ni hablemos de las fiestas de gala — ruedo mis ojos como si fuese mi mayor pesadilla, pero sé que la expresión divertida no acaba de irse. No suelo contarle a la gente sobre con quién elijo pasar la noche, pero sospecho que ahora mismo estamos en un extraño punto de renovada confianza, al menos hasta que nos vistamos y cada uno siga su camino. Cinco minutos de tregua, hasta que la realidad llame a la puerta.

    Pero tengo que admitirlo — el modo que tengo de inclinarme hacia ella es tan tranquilo que hasta parece que estoy pidiendo permiso. Mis labios se mueven hasta rozar su cuello y dejo allí un beso casual, sintiendo aún el calor desprendiendo de su piel — Esta ha sido una de las mejores cosas que hice por mi salud en algo de tiempo — y creo que queda implícito que no tiene nada que ver con falta de sexo en sí, sino más bien porque la tortura fue suficiente como para hacer que el resultado acabe por relajar cada célula como si fuese un sedante. No comprendo cómo es que puedo sentirme cómodo contra su cuerpo desnudo, o como es que podemos encontrarnos en un nivel mucho más íntimo que otros en los cuales simplemente nos repudiamos. He visto muchas emociones negativas en los ojos de Lara desde que nos conocemos y puedo asegurar que lo encuentro, en cierto punto, fascinante.

    Así que… — el tono pícaro se oculta en la forma que tengo de besar su mentón antes de alejarme, apoyando mejor el codo que me permite sostener mi cabeza con una mano y así poder mover más libremente mis cejas en su dirección — ¿” Tan caliente”? Eso es nuevo — me han dicho muchas cosas a lo largo de los años, pero no recuerdo esa expresión en particular — Jamás creí escuchar eso de ti, Scott — su apellido sale de mi boca con un retintín y hasta le sonrío, pasando un brazo por su cintura antes de recostarme por completo, apoyando mi mentón en el dorso de mi brazo. Dos segundos de silencio, en los cuales me permito el observarla como si intentase descifrarla, hasta que creo que esta noche debería darme por vencido. Sé que vamos a tener que vernos de nuevo, posiblemente fingir que nada de esto ha pasado y permitir que el juego se termine, por muy tentadora que sea una revancha — Eres un caso difícil — acabo confesando, consciente del modo en el cual bajo el tono de mi voz — Pero voy a resolverte, se me da bien esto de los imposibles. Por otro lado… — aclaro un poco mi garganta, entornando un poco los ojos que la miran entre el flequillo que se ha tomado el atrevimiento de caer sobre ellos — … gracias por distraerme del trabajo. Has sido una buena visita nocturna — mucho mejor que esa pila de carpetas. Más jodida de resolver, de eso no cabe duda, pero para eso puedo esperar a la mañana.
    Hans M. Powell
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    Lo sé—. Paso de ignorar su comentario, tengo que hacerlo un poco más grande, adornarlo con arrogancia para que no me cale como un halago. —Soy tan jodidamente increíble— exagero. Recibí mi buena cuota de cumplidos de niña como para que mi ego no los necesitara siendo grande, me importa más mi propia opinión que aquello que puedan decir los demás, y la regla por la cual no acepto halagos en general, es que provocan mi recelo. Haré una excepción con este hombre, creo que su cumplido fue espontáneo, nada planeado. Estoy bajando la guardia con él y pronto tendré que volver a alzar mis muros, si bien la ropa puede quedarse donde está unos minutos más. Y ese pensamiento me lleva a tratar de recordar en qué parte de la oficina la arrojamos. Hago un mapeo mental para recoger mis prendas cuando toque hacer mi retirada. —Podrías tener intenciones más morbosas, y quiero estar consciente para poder negarme o, quien sabe, aceptarlas… —. Me estoy metiendo con él por lo entretenido que me resulta.

    Aparto con los dedos unos mechones oscuros que caen para cubrir mi visión, y quiero verlo cuando se ríe, mi rostro es un reflejo de su regodeo. Chasqueo mi lengua y me muestro en desacuerdo con él. —Josephine puede ser todo lo buena que quiera en lo que hace, el hecho objetivo aquí es que no te veías bien cuando llegué. Y bien, no echemos la culpa a la falta de méritos de Josephine. Ella hace lo que puede y al parecer cumple las expectativas. Tal vez el problema seas tú. ¿Has considerado tener dos secretarias?—. Hago un esfuerzo descomunal para no echarme a reír, y las carcajadas se escapan de a poco, lentas, tan bajas que tiemblan entre nosotros. —Ya lo has hecho— me contesto a mí misma. Estoy farfullando demasiadas tonterías. Me siento mucho más ligera que un rato antes, con una sonrisa tirando mis labios, y no es la saciedad después del sexo. El humor se aparece para mí en cualquier momento, haciendo que todo sea más llevadero, incluso el hecho de que estoy aquí, ahora. Y solo hay una mesa escudándonos de todo el peso del ministerio, de lo que hemos hecho, de quienes somos.

    No puede ver la sombra que pasa rápidamente por mi mirada, porque su cabeza se inclina para marcar mi piel una vez más con su boca. Paso una caricia fugaz por su cabello, mis dedos apenas lo peinan. Sonrío a pesar de todo al responderle con una entonación vaga: —Terapia de electrochoque le dicen—. Dejo de bromear por un segundo para pensar seriamente en lo que me dice, y mi mano cae hasta su brazo para continuar bajando sin que haya una intención sexual en mi toque. Aún puedo salvar la distancia entre nuestros cuerpos con la familiaridad de un rato antes, su piel sigue siendo alcanzable para mis dedos. Una vez que me aparte dejará de serlo y no quiero pensar en lo confusa que será esa transición. Espero que una vez que el contacto se rompa funcione como un finite incantatem, mi piel me pertenezca otra vez y se quiebre esa proyección extraña hacia la piel de otra persona.

    Niego con mi mentón cuando pretende volver sobre mi único comentario halagüeño. —No te sientas especial— lo atajo y me estoy riendo. —No es una gran frase—. Toco su cuello con mi nariz y puedo comprobar que todavía hay una sensación de calor emanando de nosotros, lo capturo por un segundo de más, un segundo robado para mí. —Eres un peligroso fiendfyre atrapado en este calabozo del ministerio— murmuro en confidencia, dicho en un susurro para que nadie más que Hans pueda escucharlo, y eso que estamos solos en toda el ala, en todo el maldito edificio si juzgo por lo inmenso que siente el silencio por fuera de la puerta.

    Y aquí llega esa parte de la charla que estábamos retrasando. —Imposible— repito, encuentro la delicia en esa palabra, la modulo una segunda vez. Es con la que me siento más a gusto en toda la noche. —Lo que tienes que hacer… lo que tenemos que hacer— me incluyo en su propósito y tengo mis ojos puestos en él —es relajarnos porque ya no hay tensión, lo sacamos del juego. Se hubiera vuelto una catástrofe si lo conteníamos más tiempo—. Pese a que mi conclusión trata de restarle trascendencia a lo que pasó, no me lo creo del todo. Claro que lo resolvimos de la única manera en que se podía hacer y gozamos del secretismo de su oficina. Nadie sale lastimado de esto. Nada cambiará mañana. Pero marcar distancia requiere que la cumpla y lo hago al terminar de trazar lentamente su labio inferior con mi pulgar. Doy la vuelta para salir de debajo del escritorio, lo primero que encuentro es mi vestido que me lo coloco sobre mi desnudez y la ropa interior al encontrarla guardo en los bolsillos de mi abrigo. En ningún momento vuelvo a mirar a Hans. —Dile a Josephine que le deje saludos.
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    Jamás podrías negarte, ni aunque lo fingieras — la pico, porque parece ser que es el mejor idioma en el cual podemos hablar. Todo esto es un constante testeo, el tantear qué es lo que el otro dice o hace en caso de que tomemos determinada decisión. Es extraño reírme con ella, como si todo este tiempo no nos hubiésemos conocido en lo absoluto y la desnudez fuese lo necesario para presentarnos en propiedad. No puedo decir que sea tan irreal, de todos modos; todo el mundo tiene una personalidad debajo del uniforme — ¿Y cómo sería la cláusula de contrato? “Buena presencia, capacidad de tipeo rápido, disponibilidad horaria para caprichos sexuales…— mi lengua pasa por mis dientes delanteros como si en verdad lo estuviese considerando hasta que la hago chasquear — Es un poco pretencioso, incluso para mí — y si no está firmado en ningún papel, nadie puede juzgarme. Por eso me gustan los secretos.

    Sus caricias son suficiente como para que apenas se oiga mi risa ante la mención del electrochoque, lo cual podría ser una perfecta descripción de esta noche. Se ha sentido como una corriente eléctrica, aunque me ha dejado fuera de juego. El toque en mi cuello hace que alce el mentón para apoyarlo momentáneamente en su cabello, soltando un ligero suspiro que se siente más intrínseco que cualquier otro gesto. Pienso en su frase, permitiéndome una caricia por su cintura que dibuja pequeños círculos hasta bordear su ombligo — Fiendfyre — repito, más para mí que para ella — No soy lo único peligroso en esta habitación, créeme — porque si algo como aquello puede ser alterado por alguien más, esa alteración debería ser igual de peligrosa. Y sé que tengo más poder que ella, pero ahora mismo no lo siento.

    Sé que los momentos de gracia se acabaron en cuanto percibo el tono de su voz, secundado por una mirada que me obligo a mantener. Intento no tomarlo tan en serio, mostrándole una sonrisa algo retadora, a pesar de la pereza de un cuerpo que ha pasado por un sinfín de explosiones y que necesita de descanso — ¿Lo sacamos del juego? — es una pregunta retórica, porque no sé que tanto tenga de verdad. Creo que ella lo sabe tanto como yo. Hay dos opciones a seguir cuando enciendes una mecha: la pisas o dejas que explote. Lo más probable es que tenga que ser sensato y me atenga a la primera opción. Mañana será otro día, en el cual piense con un poco más de claridad, sin tenerla cerca de mis manos o de mi boca. No sé si es bueno o malo que se aleje, dejándome por un instante tendido en el suelo, hasta que imito sus movimientos. No me cuesta el encontrar mi bóxer y mi pantalón, colocándolos con una velocidad tan natural que parece que deseo fingir que aquí no ha pasado nada. Ni aunque los papeles desordenados o aquellas cosas que cayeron al suelo me delaten.

    Siento como mi pie descalzo roza el paquete que ha traído cuando me acerco a la silla, haciéndome con una camisa en extremo arrugada. Es ahí cuando oigo su voz, alzando los ojos en dirección a una nuca que parece haber cerrado la puerta a todo lo que ha pasado esta noche. Yo solo lo tomo, sonriendo vagamente ante ese saludo cuando paso mis brazos por las mangas. A pesar de que no llego a abotonarla, sí me subo el cuello de la camisa en un intento de acomodarla — Se lo diré — contesto sin más. Tomo la varita que ha quedado en uno de los rincones del escritorio, la sacudo y el orden empieza a volver a su sitio. Como yo, que me siento al empezar a abotonar la camisa, retomando una postura mucho más familiar — Te llamaré cuando necesite de nuestro acuerdo, Scott — el tono implica una despedida, al igual que mi modo de volver a agarrar mi pluma. Por cinco segundos, al menos puedo fingir que todavía no siento el sabor de sus labios y que el tacto ha quedado demasiado reciente en mis yemas. Da igual, porque escondo mi rostro detrás de un informe y espero a que el mundo siga su curso, tal y como debería ser. Otro secreto.
    Hans M. Powell
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    Sí podría negarme— mi réplica llega de inmediato, es fuerte el impulso de contradecirlo. No puede dar cosas por sentado, así como así. ¿En qué situación me deja eso? ¿En qué soy predecible? ¿En que soy sumisa? No me gusta ninguna de esas perspectivas, si empieza a hacer certezas sobre mí implicaría que cree conocerme, y no podemos llegar a ese punto, ninguno de los dos, que la única desnudez admitida es la del cuerpo. Puedo lidiar con eso. Y con más fuerza me resisto a la idea de que crea que tiene poder sobre mí, de que voy a consentir todo y darle la razón como si mi carácter se amansara con sexo. Estoy a la defensiva otra vez, lo noto. —Y por eso, sí acepto, que sepas que lo haré por mi propia voluntad, eso vale más. Así sabrás que estoy involucrada en ello, ¿no? — negocio para suavizar mi negativa anterior y no perder el humor. No creo que vuelva a repetirse, así que esta puede ser una charla ridícula sobre cosas que nunca pasarán. A la mañana siguiente, su secretaria puede volver a tomar posesión de esta oficina, en más de un sentido. —No puedes incluir algo así en su contrato— digo, siguiendo con el tema de las secretarias. —Lo haces parte de sus tareas y su salario también sería por eso. Parecerá que necesitas pagar por sexo, y por favor, no queremos eso— es lo mínimo que podría dañar su reputación. Cosas peores existen, como perdonar a alguien que se pasó de la línea segura de lo que es correcto en esta sociedad.

    Puedo reírme con él, creer que podemos aligerar el aire que se respiraba hasta hace poco entre todos los dos, tan denso y cargado de electricidad que nos derrumbó en el suelo. Hasta que mis palmas encuentran por sí mismas el camino de regreso hasta sus hombros, las suyas siguen explorando la mía y cada centímetro que toca vuelve a obedecerle. El humor no es algo en lo que pueda confiar para sujetarme, si su respiración cercana marca el ritmo de mis latidos y me provoca a demostrar el desastre que podríamos causar juntos en esta habitación, en todo el maldito edificio. «Deja que el fuego se consuma entre estas paredes, que esté bajo control» pienso, pero no encuentro mi voz para decir estas palabras. Son otras las que impongo en medio de los dos, para que la realidad recupere su forma a nuestro alrededor. Busco que coincida conmigo y obtengo lo contrario, evidencia lo fácil que es trastornar mi convencimiento con una pregunta. —Lo sacamos del juego—repito, porque necesitamos memorizar esa línea. Me tienta asaltar sus labios una última vez mientras memoriza su forma con mi pulgar, y es el nuevo deseo naciendo después de la satisfacción, lo que uso para apartarme, ponerme en pie y recogerlo todo.

    Estoy en modo de evasión, si es tan sencillo persuadir a mis sentidos, evito que estos entren en contacto con él. Necesito un segundo, por mínimo que sea, de ser solo yo libre de su tacto, para recomponerme y que no parezca que estoy huyendo. Porque no lo estoy haciendo. Estoy reorganizando mi mente, como él lo está haciendo con su despacho, las cosas ocupan sus sitios habituales como debe ser y hay una tranquilidad posible en ello. Lo confirmo cuando escucho su despedida por encima del sonido de mis pasos al encaminarme a la salida. Sonrío antes de dar la vuelta. No es una mueca burlona, no. Son solo las cosas siendo lo que deben ser en el mundo que conocemos y, felicidades, hemos sobrevivido al caos. Me giro y me apoyo en la puerta, mis manos detrás de mi espalda. Se van cerrando los botones de su camisa y sigo el recorrido de sus dedos, que al terminar de acomodar la ropa recogen una pluma. Es una estampa de lunes por la mañana y mi piel apenas está tibia. —Que tengas una buena madrugada, Hans— me despido con una suavidad un tanto burlona y prefiero irme con esa imagen de él, más similar a todas las otras que colecciono en mi memoria, para que se haga más fácil mi camino a casa.
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