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  • The Mighty Fall
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    OTOÑO de 247421 de Septiembre — 20 de Diciembre


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    Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

    Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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    If walls could talk · Hans ⁺¹⁸
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    Invitado
    Compruebo el reloj por enésima vez en la última media hora y todavía no ha traspasado las ocho, falta una hora para que así sea. Paso mis dedos por los párpados cerrados, las cejas y sigo el recorrido por las sienes hasta tomar mechones de mi cabello, suspiro contra la piel interna de mis antebrazos y hago presión en mi agarre. Puede parecer para quien me vea que estoy atascada con un problema que no puedo solucionar y que eso es lo que me retiene a estas horas un viernes en el taller del ministerio, donde aún quedan haciendo ruido unos pocos mecánicos que no puedo irse a casa durante el fin de semana sin el trabajo terminado. Tengo hasta las ocho para postergar esto y quedarme en el taller hace que sienta cada hora con una punzada en la nuca. Si solo me hubiera marchado a casa, todo se habría resuelto por su cuenta con los días. Contengo mis ganas de gritar por la frustración que me provoca no hallar una manera de hacer esto fácil, porque en mi terquedad me niego a verlo hasta que me busque cuando necesite algo, y eso también sería fingir que nada de lo que pasó hoy sucedió realmente. Y no me gusta cuando eso que dejamos relegado vuelve a nosotros de modos en que no podemos controlar, con la guardia baja o de boca de una niña.

    Tiro mi última vacilación sobre la mesada con herramientas que llevaba merodeando y salgo del taller dejando todo como si pensara volver en unos minutos. Cruzo por delante del escritorio de la secretaria del ministro de Justicia con la misma prisa y no quiero rivalizar con Josephine, pero no voy a esperar que me anuncie para mover la manija de la puerta y entrar presentándome a mí misma, para que vea que si he venido a buscarlo antes de las ocho. Tengo presente que puede que esté en compañía y recién cuando confirmo que está solo, me giro hacia la mujer para darle las gracias por nada, esperando que lo interprete correctamente como una despedida. Cierro la puerta con un golpe fuerte y seco para quede claro. Me recargo contra ella, porque necesito un apoyo cuando me invade el cansancio por la tensión que llevo acumulando toda la tarde, que fue infinitamente más tortuosa que el almuerzo en sí. Froto la unión fruncida entre mis cejas para calmarme y demoro mi vista en el suelo. —Sinceramente, no sé por dónde empezar—. Si tengo que hacer un recuento de cada cosa inapropiada que dijo delante de Meerah que pudo habernos expuesto, me pierdo y me obligo a admitir parte de mis contribuciones. —¿Así que una falda y un vestido son la misma cosa? — me burlo.

    Entonces miro mi entorno, es la misma oficina de hace unos días y volver a la escena del crimen servirá para expiar a los fantasmas. Es una oficina como cualquier otra de este ministerio, mis pies saben llegar hasta la silla reservada para las visitas con el escritorio entre nosotros y me recuesto contra el respaldo para cruzarme cómodamente de brazos mientras centro mi mirada en él. Pese a que no sé habilidades mentales mágicas, tengo toda mi confianza puesta en que mi mente será capaz de responder al diálogo sin que los recuerdos de cada cosa en esta habitación hagan mella en su hermetismo. — ¿El norte? Creí que querías que fuera al norte por el paisaje— remarco, esa charla la evoco tan lejana porque con el interrogatorio de Meerah se me fueron como quince años. Mencionarla es casi obligatorio: —No sabía que Meerah era tu hija. Audrey nunca me lo dijo, tampoco pregunté — aclaro, porque no lo hice y no quiero que persista la impresión de que mi relación con Audrey es tan cercana que tenía la ventaja de ese secreto. —Claro que después de tenerlos juntos en la misma mesa un rato no me quedan dudas de que lo es. Meerah puede ser…— pretendo halagarla y que no sea un halago para él —Sabe cómo hacer que todas las personas orbitemos a su alrededor.
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    Mi cerebro puede estar agotado, pero mi cuerpo no. Ha sido un día extremadamente largo y no dejo de chequear el reloj para saber cuando llega mi hora de oficial salida, pero ni siquiera lo hago desde mi asiento. La oficina se ha vuelto un lugar de paseo desde que volví a entrar tras mi última reunión del día. Llamadas que resultaron eternas, un montón de papeleo que tendré que seguir revisando el fin de semana y una extraña incomodidad son las razones por las cuales apenas me he apoyado en la silla. Tengo que decirlo, esta ha sido la jornada más inusual que he tenido en mucho tiempo. Aún hay cosas que ocurrieron esta tarde que andan dando golpecitos en el fondo de mi mente y trato de empujarlas una y otra vez, a pesar de que en más de una ocasión no puedo evitar preguntarme si ella vendrá a verme. Si no lo hace, mejor para mí, pero aún así queda esa enorme incógnita.

    Estoy apoyado contra la mesa leyendo unos papeles cuando oigo la puerta abrirse de sopetón y alzo la vista, momentáneamente confundido hasta que lanzo un vistazo sobre mi hombro para chequear la hora — Que puntual. ¿Sabes que debes anunciarte o, al menos, llamar a la puerta? — bromeo, volteando una vez más el rostro en su dirección, a pesar de que mis ojos se fijan más que nada en el modo que tiene de cerrar la puerta. Alzo mis hombros, tratando de mantenerme casual, a pesar de que los dos sabemos que la última vez que estuvimos juntos aquí, sucedió de todo menos lo que llamamos “normal” — Ya sabes, el vestido incluye la falda — sé que es un comentario inocente, entre todas las cosas que podríamos decirnos el uno al otro. Hoy mismo lo hemos demostrado. Que ella se siente hace que me recargue un poco más en el escritorio, cerrando con calma la carpeta y dejándola a un lado. Parece que no será cosa de cinco minutos.

    — Ah, eso. Creí que se te pasaría — aparto la mirada, fijándola en el suelo con una sonrisa más para mí que para ella. Por suerte, sigue con los comentarios. Que ella hable me da el tiempo para acomodarme las ideas. La mención de Meerah es lo que hace que mis ojos se alcen para verla de soslayo, mientras apoyo las manos en el borde del escritorio y le doy un golpeteo con la yema de mis dedos. Aún no sé cómo sentirme al respecto, pero entiendo lo que quiere decir — ¿Debo tomar eso como un nuevo halago, señorita Scott? — la formalidad hace que tironee una de las comisuras hacia arriba. Un nuevo golpecito en el escritorio con el índice — No necesitas excusarte conmigo. Nadie lo sabía, hasta donde tengo entendido… — me suelto para poder cruzarme de brazos, entornando la mirada al clavarla en ella — ¿Audrey te dijo lo que pasó entre nosotros? — algo me dice que no. Que Scott no solo no sabía que Meerah es mía, sino que tampoco conoce la historia detrás de la única hija que tiene. No voy a culparla, porque es su decisión, pero si fueron pareja me sorprende que jamás haya habido esa confianza. No soy un experto en el tema, así que tampoco puedo decir que yo lo hubiera manejado diferente.

    Por inercia, chequeo la puerta a pesar de que sé que nadie va a interrumpirnos y hundo las manos en los bolsillos del pantalón, tironeando un poco así la tela que está bien sujeta gracias al cinturón — En cuanto al norte… — carraspeo, ladeando el rostro en su dirección y bajando un poco el tono de voz — ¿Quieres hacer esto aquí o prefieres ir por una copa? No es una cita, lo prometo. No habrá karaoke — a pesar del tono de mi voz, el cual intenta mostrarse en un grácil sarcasmo, es obvio que estoy hablando en serio. Si vamos a hacer esto, es mejor elegir las palabras con cuidado. Y también el lugar.
    Hans M. Powell
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    Sí, lo sé— mi respuesta llega rápido. No lo hice porque no quise, si su secretaria me tenía siquiera cinco minutos esperando fuera, el golpe de la puerta al cerrarse hubiera sido cinco veces más fuerte. Si puedo creer en lo que Hans me dijo de su secretaria, podemos contar con su reserva y este episodio de falta de formalidades no existirá para los registros oficiales. El lunes todavía la gente pedirá una cita, llamará a la puerta y será anunciado por Josephine, como debe ser. No impondré ninguna moda peligrosa por haber irrumpido una única vez… o dos. Si es que puedo pensarlo como que en esta ocasión las circunstancias son distintas, comenzando por el hecho de que…— Que mal, hoy no ha tocado ninguno de los dos— contesto alzando mis labios pero no llega a ser una sonrisa. Muestro con mis manos que traigo la misma ropa del almuerzo y cuando me siento, puedo estirar mis piernas cuan largas son para acompañar mi postura a la defensiva con los brazos cruzados.

    Pensé que era por esta cosa con el norte que me pediste que viniera— digo, esforzándome en recordar si en verdad fue así porque sometí a mi cerebro a un estrés innecesario toda la tarde con mi vacilación y no puedo esperar que además del esfuerzo que me requiere estar aquí con toda indiferencia, también haga un repaso rápido de cada cosa que dijimos en el almuerzo. —La segunda vez que pediste que viniera— acoto, cuando caigo en la cuenta de esto. —Sonabas insistente, tengo que decirlo. ¿Cómo no iba a venir? — ruedo los ojos y me fijo en cualquier mueble de la oficina menos en él. Con Meerah en el almuerzo la mayoría de las ideas quedaron suspendidas en el aire e inconclusas, muchas que no se si quiero poner sobre la mesa para darles un término. La niña fue un regulador para una honestidad que no sé si somos capaces de asumir a solas. Hablar de ella es el tema seguro que nos da una nueva tregua. Lo miro de costado y levanto una ceja cuando me pregunta si puede tomar mi cumplido a Meerah como propio, lo que me temía. —Depende de para qué lo usen puede ser un halago o no.

    Y Audrey es un tema que dejaría último en todas nuestras listas, porque nuestra amistad nunca fue algo para discutir con otros. No tenía que serlo. —No era ese tipo de relación, Hans— cargo cada palabra con gravedad para que le quede claro. —No le hacía preguntas sobre cosas de las que no quería hablar, no buscaba saber todo de ella. Tenía su historia, su pasado y sus secretos. No me involucro hasta ese punto con nadie, querer saber todo es acercarse demasiado y termina atando a dos personas— voy explicándome con pausas para que pueda entender que hay un punto en esto. Hay muchas ideas preconcebidas sobre lo que implica estar en una relación con una persona, como me lo demostró Annie hace poco, y muchas no se ajustan a un molde, no siguen un patrón. Se van dando sobre la marcha y una le sigue el paso hasta donde puede, si no se puede, se acaba y no hay finales ni principios claros. Nunca nada se puede delimitar en un concepto. Y también se lo digo para que sepa también dónde colocarnos a cada uno en este tablero, aunque nos movemos todo el tiempo de maneras confusas.

    No sé cómo termino torciendo una sonrisa y tengo que rogar por mi paz mental. —Suena como una cita, tiene la forma de una cita y funciona como una cita, pero no es una cita. ¿Estás tratando de llevarme a una trampa? — bromeo y le echo una ojeada como si desconfiara de sus intenciones. —Pensé que tenías una gran reserva de whisky en este lugar, ¿por qué iríamos a otro?—. Separo mi espalda de la silla y me recargo hacia delante con los codos sobre las rodillas. —Y no tengo puesto ni un vestido, ni una falda. Olvídalo, no iré así— pese a lo cansada que me siento, puedo hacer mi acto de drama. La verdad es que me muero de ganas de salir de este lugar, del ministerio en sí, de tomar algo tan fuerte que me deje sin poder pensar hasta mañana y si es con él, mejor, así puedo catarsis. Si no quiero salir de aquí es porque estas cuatro paredes se sienten como un lugar seguro, el mundo queda al otro lado de la puerta y aquí estamos nosotros. —¿Es algo de lo que no podemos hablar en el ministerio? — consulto, abandonando mi pose. En primer lugar, ¿desde cuándo tratamos nuestros asuntos en el ministerio? Dos veces visitando su oficina, una tercera vez será material de chisme para los corredores. —Entonces bien, iremos a otro lugar.
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    Con el mejor gesto de alguien que tiene que hacer memoria, levanto la mirada con los ojos entornados, tratando de recordar los detalles de un almuerzo que en primera instancia he decidido que debo tratar de omitir — No recuerdo habértelo pedido dos veces, pero como digas — ¿Lo hice? No le doy importancia, de todos modos. No es como si hubiese esperado que termine apareciendo, casi confiado en que su orgullo sería suficiente como para que no cruce la puerta. En términos personales, no nos debemos nada el uno al otro. Lo legal y profesional queda en otro ambiente. Lo siguiente, no obstante, me arrebata una rápida sonrisa — Lo tomaré entonces como un cumplido, si me lo permites — mascullo nomas. Sé los dos significados que podría tener esa frase y ninguno me parece ofensivo, incluso el que cualquiera tomaría como una resolución negativa.

    Como sospechaba, no lo sabe y tampoco estoy seguro de querer contárselo. Solo asiento una vez para dar a entender que comprendo lo que dice, aunque me es un poco imposible no analizarla con la vista, recorriendo sus facciones con calmo interés — ¿Siempre eres tan intocable para todo el mundo? — no pienso en mi pregunta, pero tampoco me molesta el haberla hecho. No es que yo tenga un interés por entrar en su mundo, pero tiene un modo de hablar que me hace pensar que no soy el único al que acusan de solitario fuera de aquí. La diferencia, creo yo, es que las personas entran en mi vida, pero no consiguen quedarse. Por como ella habla, parece ser que nadie puede entrar a la suya.

    No puedo conmigo mismo y suelto una risa sonora, despegándome del escritorio al enderezarme y echando por un momento la cabeza hacia atrás, fijándome en lo blanco del techo en el proceso de poner los ojos en blanco — De veras. ¿Nunca has tomado siquiera una copa con un colega? Si me baso en tu concepto, he tenido cientos de citas con Reynald Coarleone — nombro a mi buen amigo, el jefe de Aurores, porque creo que es el mejor ejemplo que tengo para dar a entender mi punto, pero aún así la idea se me hace ridícula. Saco las manos de mis bolsillos y las apoyo en el respaldar de mi asiento, decidido a posar mi mirada en ella con una sonrisa jocosa y amplia — La que se ve un poco insistente con el tema eres tú. ¿Acaso quieres que sea una cita, Scott? Porque debo decirte que estoy oxidado en el tema— muevo mis cejas en un aire pícaro, echando un rápido chequeo visual a su vestuario cuando lo menciona, pero la verdad, poco me importa lo que tenga puesto. No es como si su etiqueta me preocupase en este momento. Ahora… ¿Es algo que no podemos hablar en el ministerio? Mi cabeza se balancea de un lado al otro en un gesto que no se decide por un sí o un no, hasta que suspiro con fuerza — Depende que tan lejos lleguemos en el asunto — explico simplemente. Entonces, decide por llevar esto lejos de mi territorio laboral y lo tomo como un pie para moverme — Me parece bien.

    La varita está en mi bolsillo, así que en segundos puedo hacer que los cajones se cierren y no quede ningún documento a la vista, desprotegido de nuestros hechizos para que nadie le ponga los dedos encima. Sin más, bordeo el escritorio, tomo el saco que dejé en el perchero y lo pongo debajo de mi brazo, invitándola a caminar conmigo con un gesto de la cabeza — ¿Alguna preferencia? — es una pregunta totalmente casual, optando por un tono amable cuando abro la puerta de mi oficina y siento la amenaza de la vulnerabilidad. Detrás de esta puerta, podemos hacer lo que queramos, pero ahora nos encontramos en un nuevo territorio, lejos de nuestro acuerdo. Tras cerrar la puerta, paso por delante de Josephine, a quien saludo con rápida amabilidad para guiarnos por el pasillo, andando como si no me importasen los pocos rostros que aún quedan en las oficinas. Es la segunda vez que me ven salir el día de hoy con alguien inusual, así que ya sé qué es lo que debo esperar mañana.

    Por suerte para mí, estamos solos cuando se cierran las puertas del ascensor. Me coloco el saco con extrema parsimonia y me acomodo el cuello, fijándome en el reflejo distorsionado de la puerta plateada que tengo delante — Para empezar… — mi voz suena mucho más baja y pausada de lo normal y, por todos los medios, evito el contacto visual. Sé lo que voy a decir, así que prefiero soltarlo como si tirase de una curita — … al contrario de la creencia popular, soy mestizo — en el Capitolio, tener una sangre completamente limpia es sinónimo de éxito. Ser puro, algo que todos los políticos pueden alardear. Y luego estoy yo — No es un secreto para mis superiores, pero sabrás entender por qué no es algo que diga en público. Mi padre... — trago saliva, sin ser capaz de disimular la mueca de disgusto — ...era el muggle más muggle que conocí alguna vez — es extraño, el decirlo en voz alta después de todo este tiempo. Me doy cuenta de que ya no duele, no como solía hacerlo. No sé si es indiferencia o resignación — Tenlo en cuenta para después — las puertas se abren y un vestíbulo casi desierto se eleva frente a nosotros. Ni siquiera le lanzo un vistazo cuando meto las manos en mi saco y empiezo a caminar a grandes zancadas, avanzando hacia la salida — ¿Ya decidiste a dónde quieres ir? — Y ahí se va, el tono simple, el que omite todo lo que he dicho en los últimos cinco minutos. Como dos colegas.
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    Lo hiciste— insisto. Hago memoria, forzó a mis neuronas a trabajar en reversa sobre ese episodio del mediodía. —Dijiste que podríamos hablar aquí para que pudieras explicarme algo que Meerah no podía escuchar y fue cuando ella dijo que la excluías de la conversación—. Volver sobre nuestros guiones me genera algunos vacíos entre frases, no logro recordar a que había venido ese comentario de Hans cuando todavía estábamos de pie en la entrada, lo que si evoco es el sentimiento de querer asesinarlo que me provocó en ese momento y es que debo ser una persona de memoria más que nada emocional. Con el ánimo que estoy cargando, no me parece una buena idea reconstruir nuestros diálogos. Necesito de poco para pasar del desgano al mal humor y si nos ponemos a pelear, Josephine que se encuentra tan cerca para escuchar podría querer ser el árbitro que reemplace a Meerah. ¿Qué tan ridículo sería eso? Le concedo con mi silencio el permiso de robarse el cumplido que legítimamente es de su hija, de todas maneras lo ha tomado.

    Me siento un poco más erguida al oír su pregunta y trato que no se note el escalofrío que recorre mis brazos de súbito. —No siempre— contesto. No es una respuesta por impulso, ni para contradecirlo. Es bien pensada.—Y lo sabes— dejo caer entre los dos. Calmo el estremecimiento en mi piel con un roce de mi palma sobre la tela de mi camisa que espero se vea casual, como si fuera culpa de una corriente de aire filtrada en la habitación y busco devolverle el calor. De pronto me encuentro justificándome:—Este no es un mundo amable, no se me puede culpar por poner distancia con ciertas cosas que irremediablemente harán daño y personas, muchas personas, que matarían para no morir—. Tengo una frase en latín para esto. Homo homini lupus. Pero me la guardo, no quiero compartirla. Por eso de que compartir es permitir que una persona se acerque.

    En cada reunión anterior estuve a la defensiva, no sé por qué eso se hace más evidente esta vez. ¿En serio confundí su inocente invitación de colega con una cita? ¿Meerah mareó lo suficiente nuestros sentidos alertas? —Sí dices “Esto no es una cita”, estás colocando un gran cartel de advertencia que dice “Esto es una maldita cita” — defiendo mi punto, por más que sea pura terquedad. —¿O a Reynald Coarleone también se lo aclaras cada vez que le invitas a un trago? —. Llega a decir que lo hace y no podré contener las carcajadas que tengo subiendo por mi garganta. Casi se me escapan cuando me contraataca con lo mismo. —No, aunque te agradezco la buena intención. Las citas son una formalidad para luego poder tener sexo con una persona. Y ya lo tuvimos, no las necesitamos—. Y en serio, quiero reírme pero no puedo de lo ambiguas que suenan sus palabras a estas alturas cuando las proceso en mi mente. Me pongo de pie cuando la decisión de marcharnos está tomada y le dedico un último pensamiento al whisky que no nos acompañará, con la esperanza de que haya algo que cumpla la misma función donde sea que vayamos. Me muestro escéptica por su interés en mi preferencia. Si lo dice en serio, solo un lugar se me viene a la mente.

    Suerte que no diga cuál porque la charla en el ascensor hace que el espacio se sienta aún más reducido. Tomo una inspiración de aire para llenar mi pecho al escuchar la admisión de su sangre mestiza, aunque soy la última persona en sorprenderme por tal cosa. Y él debe saberlo si leyó mi ficha, tampoco tengo la sangre inmaculada de la que les gusta jactarse a los magos en este ministerio. Miro la pared que tengo enfrente para que dejar que hable sin tener el peso de mirada encima y la referencia a su padre me recuerda tan nítidamente al mío, aunque la misma cosa nos inspire sentimientos opuestos. Respeto y admiro cada rasgo muggle de mi ascendencia. —Lo tendré en cuenta— hago eco de lo que dice, con convencimiento y aun así sonando como un eco obediente. Cuando estamos en el atrio ese espacio que recorrí mil veces en las mañanas, por su vacío y silencio se vuelve una bóveda inmensa. Había pensado en mi taller, pero ya no quiero ir ahí. Todos los lugares se sienten inadecuados. —Lo estoy pensando…— miento. —Que no sea un cine, nada de videojuegos. Tampoco un lugar donde haya karaoke. Sí donde podamos encontrar alcohol. Pero que no sea un bar… hay mucha gente— especifico. Me giro hacia él y coloco mis brazos contra mi pecho como una armadura una vez más, a pesar de que estoy sonriendo un poco. —Bien, te haré una pregunta y cuidado con tus comentarios de chico listo. ¿Tu casa o la mía?
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    Hans M. Powell
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    Lo había olvidado y, creo, queda muy obvio con mi expresión de breve desconcierto — No me refería a mi oficina en sí, pero como quieras — si ella desea tomarlo como una insistencia, es cosa suya. Nunca he comprendido cómo es que funciona la mente femenina al momento de procesar lo que digo, así que hace tiempo he dejado de intentarlo. Pero la sorpresa de que en verdad le dé una respuesta a mi pregunta es más grande, dejándome con la vista en ella como si se tratase de un nuevo cuadro de colección al cual admirar por horas, tratando de descifrar con exactitud lo que el artista quiso plasmar — Sabes que no me refiero a eso — sí, pude tocar su piel, pero estoy seguro de que no permite que nadie toque su mente. No puedo culparla, he estado escapando de la idea por mucho tiempo, pero tampoco creo que sea algo que se dé fácil en mí. Ella, por otro lado, tiene una idea mucho más armada al respecto y hasta hace que me muerda los labios en un intento de contener una vaga risa, esa que busco apagar con rapidez a pesar de que no pueda borrar la expresión divertida de mi cara — Eres un cliché de niña herida. ¿Lo sabías? — suavizo, alzando una mano en señal de paz antes de que lo tome como un ataque — Sí, lo dice el político que se acuesta con su secretaria. No crees que todo el mundo sea una mierda, ¿o sí? — ¿El noventa por ciento de las personas? Eso se lo aseguro, pero he aprendido que con algunas cosas no hay que ser tan fatalista. Puede que yo haga mi vida solo, pero tengo un puñado de personas en las cuales sé que puedo confiar.

    O solo puedo estar diciendo que no es una cita. ¿Por qué las mujeres siempre tergiversan lo que uno dice? — respondo con la simpleza de la lógica, tratando de no mostrarme tan divertido con todo esto — No se lo aclaro porque él lo sabe. ¿No compartes copas con nadie? Por eso tienes siempre tan mala cara — le quito importancia a que seguro es porque posiblemente no me soporta, pero que se joda por acabar debiéndome la vida por sus propios errores. La mención tan libre de que tuvimos sexo en este mismo lugar me toma por sorpresa, así que mi boca se abre en una mueca sorprendida hasta soltar una nueva risa — Sabes que, si quisiera acostarme contigo, no le daría tantas vueltas. Nunca lo hago — no necesito de citas para eso. Podría simplemente trabar la puerta e insinuarle la propuesta y, sin embargo, no deseo hacerlo. Hoy, quiero creer, estoy completamente bajo mi autocontrol. Ya cometimos el error de divertirnos, no puedo tomarme el gusto de repetirlo.

    El vestíbulo se siente inmenso, quizá mucho más de lo normal gracias a que el ascensor parecía volverse asfixiante. Tengo que detenerme cuando siento como se gira hacia mí, usando palabras que poco a poco me devuelven la sonrisa burlesca y sí, estoy tentado a preguntarle “¿Ahora quién es la que figura esto como una cita?” cuando su sugerencia me toma por sorpresa, esa que me hace abrir mis ojos de par en par junto a las cejas que se alzan. Me tardo en contestar porque el señor Gabor, de seguridad, pasa cerca de nosotros y hace un cordial saludo con la cabeza, ese que tengo que devolver antes de chequear que se ha alejado lo suficiente como para no prestarnos atención — Había pensado más en un sitio privado de un bar… — confieso, demostrando en mi modo de mirarla que me estoy burlando por su sugerencia, mucho más íntima de lo que tenía en mente — Pero sí, una casa está bien. La mía — prefiero jugar en terreno conocido, pero eso no es lo que le digo cuando me giro para empujar la puerta — Tengo barra y minibar — si puede considerarse “mini”.

    La noche está fresca, mucho más fresca de lo que fue el día, así que levanto la vista para chequear si va a llover, que sería lo último que me falta. Opto por no prolongar esto y, antes de que pueda arrepentirme, tomo su mano sin pedir permiso para desaparecernos del Capitolio. La suelto de inmediato con el simple olor a playa, dejando que mis pies se acomoden al pulcro muelle de la isla ministerial cuando me acerco a la entrada de seguridad, esa que nos impide aparecernos directamente en mi casa. A pesar de que me reconocen, la existencia de la poción multijugos y la metamorfomagia son el motivo por el cual me demoro en enseñar mi identificación, pero pronto podemos pasar las puertas e ingresar con toda la calma que un sitio como este puede dar. No somos tantas personas las que viven aquí, así que la noche es lo suficientemente silenciosa como para que podamos seguir escuchando el mar mientras avanzamos — Entenderás que no tengo ganas de caminar — le anuncio, tirando de ella para una nueva aparición que nos deja de pie en el umbral de mi mansión. Las luces están encendidas y el olor de las flores me deja bien en claro que hoy fue día de jardinería. Jugueteo con las llaves en mi saco y las tomo echándole un rápido vistazo a mi acompañante, con quien jamás pensé que iba a estar de pie en este lugar. Ya he dejado que se meta demasiado en mi vida, como para meterla dentro de mi casa. Pero ya estamos aquí, así que…

    Abro la puerta y la dejo pasar primero, teniendo así la excusa de cerrar detrás de mí. El vestíbulo se encuentra brillante, repleto del aroma que me indica que la cena está lista para mi horario de llegada. Me lo confirman los pasitos de Poppy, cuyas enormes orejas de elfo hacen su aparición tan rápido que parece un perro amaestrado. Da las buenas noches con su voz nasal, pero estoy más preocupado en quitarme el saco y ponerlo en el perchero que en prestarle atención a sus palabras — Deja la cena para más tarde. Tanto tú como los otros pueden retirarse — digo simplemente, a pesar de que le lanzo un vistazo a la mujer que viene conmigo — Supongo que todavía no tienes hambre. ¿O sí? — uso mis dedos para indicarle que me siga y avanzo por uno de los arcos, cruzando un pequeño pasillo hasta empujar una amplia puerta corrediza. Siempre lo he dicho, la sala de estar es mi habitación favorita de toda la casa. No por sus enormes ventanas que dan a los jardines, o la televisión, o la mesa de pool. Es por la comodidad de los sillones, la gigante chimenea (a pesar de que apenas la he usado durante el invierno pasado) y la barra que decora uno de los extremos. Paseo por el cuarto hasta ocultarme detrás de ésta última, inclinándome en busca de algunas botellas hasta que mis dedos se topan con el tequila. Para cuando me incorporo, ya estoy colocando dos pequeños vasos y destapando al susodicho — ¿Te parece bien para empezar? — mejor más fuerte que blando y mejor más ebrio que sobrio.
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    Desde que nos pusimos graves con la conversación, la risa fácil no viene a mí y en vez de enfrentarlo con una respuesta rápida y violenta por acusarme de ser un cliché, sucede lo que no quería y es que sus palabras se meten por debajo de mi piel, escociéndome. Una niña herida. Mi mirada se oscurece tanto que lo mejor que puede hacer es apartar la suya, porque si las varitas no hicieran falta y bastaran las miradas para ciertas maldiciones, tocó una fibra sensible que no saca lo mejor de mí. —Perdón por no poder pertenecer a tu círculo de todopoderosos— respondo con mordacidad. Ninguno de los que está por encima de los simples ciudadanos, en los mejores despachos de este ministerio, llegó allí sin derramar un poco de sangre, pero la grandeza que los envuelve los hace parecer invulnerables. Debe ser un encantamiento que va con el traje, porque días atrás Hans me daba la misma impresión, y supongo que esa es la imagen que vende mejor a los políticos de nuestro gobierno. —No todo el mundo— coincido con él. La mayor parte sí, todo lo que protege este ministerio para el que trabaja –esto no se lo digo-. —Conozco personas que me han demostrado que merecen mi confianza— no necesariamente se ajustan a un criterio de “buenas” o “malas”, eso siempre es relativo. —Pero hay otras que basta con mirarlas para saber que tienen el poder de causar daño y que lo usarán, solo tengo cuidado. ¿Por qué caminaría voluntariamente hacia ellas? — es una pregunta retórica, no espero una contestación de su parte y con una mirada severa le hago saber que prefiero que no diga nada.

    Está bien— claudico, le cedo la razón con todos esos argumentos que los hombres usan de que la mente femenina es la culpa de los dramas de la humanidad, como una manera de desligarse de la responsabilidad de las cosas que dicen sin pensar y medir consecuencias, y trata de hacerme ver como la amargada aquí. —No es una cita— accedo, alzando un poco la barbilla. —Sigo sin querer ir contigo a tomar una copa en un bar—. Es libre de hacer sus propias interpretaciones al rechazar con tanto ahínco la invitación, a mí lo que único me importa es que la cantidad de personas que me vean en su compañía sea la menor posible así quedamos por fuera de la opinión pública, porque cualquiera que raspe por encima para saber qué tipo de relación tenemos, expondrá cosas más complicadas que un supuesto amorío de los que alimentan las páginas de las revistas sensacionalistas. —Ese es un punto discutible, debe ser una cuestión de percepciones porque a mí me pareció que sí diste un par de vueltas—. De las citas pudimos prescindir, a Morgana gracias, que es la parte más tediosa y yo no tengo tanta paciencia para esas cuestiones. Si elegir un lugar entre dos es difícil de por sí, lo compruebo una vez más.

    Aguardo a que el hombre de seguridad se aleje y sumo un par de ojos más al número que me han visto con Hans. Por muy íntimo que sea un apartado en un bar, no me arriesgaré al encuentro casual con cualquiera de nuestros colegas o un periodista o a un mozo que por unos galeones hablará hasta de qué color era la corbata del ministro. Estoy meneando mi cabeza a su sugerencia y tiene el buen tino de no persistir en ese plan. Noto la presión en mi pecho cuando ésta se desvanece al escuchar que se decide por ir a su casa, me siento inexplicablemente aliviada. Si me tomo unos minutos puedo hallarle la explicación, tendré que dejarlo como tarea pendiente. Así como todo lo que dejé pendiente en el taller, al que regresaré mañana. Ahora solo quiero irme del ministerio y así sucede cuando apenas si siento el agarre de su mano. El cambio de aire se puede percibir. No soy una persona de olores, pero el aire de cada sitio o distrito suele estar cargado de sensaciones y cada ambiente exige adecuar la respiración. Mientras espero a que termine con los trámites de identificación, me coloco de espaldas y lleno mis pulmones con una profunda bocanada. Atino a pensar que las tormentas en este muelle deben ser hermosas, la electricidad reflejándose en el agua.

    Siento un nuevo escalofrío y me doy cuenta que estoy con lo puesto, la varita en el bolsillo de mi pantalón al menos. Me contengo para no frotar mis brazos y agradezco que no quiera caminar, porque eso apresura los tiempos y podemos entrar a su casa. Sigo llamándolo “casa” en mis pensamientos porque me digo que no me dejaré impresionar por las mansiones, los jardines de paisajista, elfos domésticos esperando a sus amos y salas de estar con vistas impresionantes. —La hamburguesa del almuerzo y la charla con Meerah cerraron mi estómago hasta mañana— contesto. Y tiene su propio bar, que merece una fracción de mis pensamientos aparte. Muevo mi mentón en silencio en reprobación por cosas que no puedo explicarle y en lugar de acercarme a la ventana más cercana como me gustaría, otra vez la precaución me conduce hasta el sillón más próximo a la gran chimenea. —Lo que sea— murmuro, y soy consciente de que con el estómago vacío soy vulnerable a los tragos de más. En todo caso, ese es el plan. —¿Hay alguna norma de que no se puede pisar el tapizado de los sillones? — pregunto, en tanto me desahogo de los zapatos para doblar mis piernas por debajo de mi cuerpo. Desde donde estoy, me giro un poco para mirar qué hay encima de la repisa de la chimenea. Eso suele decir mucho sobre las casas. —¿Siempre te preguntan si te gusta vivir solo en una casa tan grande?—. Doy por hecho de que lo hacen. La casa obliga ese tipo de pregunta. —Entonces… no viste a tu hermana por unos años, tu padre era un muggle… y tu madre, que era una buena mujer, murió— resumo los datos que recogí en las últimas horas para retomar el punto por el que supongo que nos encontramos aquí. — Puede que el orden de los hechos no sea ese, claro.
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    Las personas lastiman y son fáciles de ser lastimadas, eso sí se lo concedo, pero si nos manejáramos con esa lógica no deberíamos hablar con nadie. Me ahorro el decírselo, en gran parte porque sus ojos me dicen que me mantenga callado y, por una vez, decido hacerle caso. No quiero meterme en el mundo de sus problemas, porque eso es peor que meterse dentro de su ropa interior. No soy bueno con las charlas sentimentalistas y tampoco deseamos compartir una — Es respetable — contesto nomas. Sé lo que es moverse en el ojo público y sé bien la clase de relación que nos une, una que cualquiera podría transformar en el centro del chismorreo. No necesitamos de eso, tanto como yo no necesito que me recuerde cómo es que se dieron las cosas. De todas maneras, no puedo hacer otra cosa que reírme — Me refiero a que no necesito una cita para conseguirlo — digo simplemente. Tema aparte.

    Es bueno que no se niegue, no discuta y todo esto se haga mucho más fácil de llevar. Tenerla en mi casa es aún más extraño que el verla sin ropa. Al menos, no tendré que preocuparme por alimentarla con la cena que estaba predispuesta para una sola persona, a no ser que repentinamente nos ataque el hambre; por mí, prefiero mantenernos en el bar. Tomo su “lo que sea” como una aprobación y agarro los dos vasos con los dedos, aferrándome a la botella — Aunque no lo creas, no soy de poner normas en mi casa, a excepción de a los empleados — me explico, dándole el permiso de sentarse como se le antoje mientras me acerco a ella. Los vasos no tardan en estar sobre la mesa ratona, pronto también yo me siento a su lado y los lleno sin necesidad de ahorrar. Incluso me chupo uno de mis nudillos, donde cayó algo de alcohol y cierro la botella — Algunas personas lo hacen. Siempre respondo que me gusta vivir solo, sea aquí, en mi departamento en el Capitolio o en medio de la nada — soy ministro hace meses, así que no he vivido aquí ni un año. El loft que solía ser mi vivienda sigue en su lugar, dispuesto para cuando se me antoje, pero no es lo mismo ahora que mis comodidades del día a día se encuentran en este sitio. Sin darle mucha vuelta al tema, le tiendo uno de los vasos y me llevo el otro a los labios; no tardo en nada en beberme su contenido. Me relamo y escucho, atento al resumen que ha hecho de los pocos datos que conoce y solo asiento, sirviéndome un poco más — Creo que no te olvidaste de nada.

    Esta vez, me demoro un poco más en beber. Apoyo la espalda en el sofá y uso mis pies para presionar los talones opuestos, consiguiendo así el quedar descalzo. Al contrario de ella, los apoyo en la mesa y quedo estirado, vagamente hundido entre la comodidad de los esponjosos cojines — Una vez, hace algunos años, condené a una mujer que me acusó de odiar a los muggles. Se puso a gritar en medio del juzgado para preguntarme por qué los odio — todavía lo recuerdo, porque fue uno de los primeros casos que ejercí como un juez de renombre, habiéndome ganado la confianza suficiente como para manejar un tribunal con muy pocos miembros presentes. Irene Fournier se llamaba. He tenido miles de casos, pero por alguna razón puedo recordar bien el suyo — El tema es que le dije que se equivocaba: no lo hago. No es “odio” lo que me producen — sé que parece que estoy divagando, pero todo tiene un punto. Con una mueca, me bebo el vaso de un tirón y me separo de los almohadones para apoyarlo en la mesa — Él era abogado. Mi padre — sé lo irónico que suena, así que me sonrío, aunque sin una pizca de verdadera gracia. Me froto uno de los párpados con los nudillos y tomo la botella, pero en lugar de servirme, chequeo los datos de la etiqueta como si de verdad fuesen interesantes — el buen y trabajador Hermann Powell — creo que no he dicho su nombre en una eternidad y hasta me sorprende el recordarlo — La ironía es que él estaba entre las filas de los abogados que trabajaban dentro del gobierno de los Black. Veneraba su política de estado. Decía que los magos debían estar controlados para no ser una amenaza y que se merecían el lugar que la sociedad les había dado con el tiempo. “La historia habla por sí sola, hijo— ruedo un poco los ojos al imitar un tono más grueso y ronco que mi propia voz. Dejo la botella tras volver a llenar el cristal — No sabía que mi madre era bruja, ni que Phoebe y yo heredamos su magia. Yo pude ocultarlo, pero ellas… — recién ahora me doy cuenta de la excelente idea que Scott tuvo al evitar un bar. Jamás podría decir esto en voz alta en un sitio concurrido — No fue la mejor de las infancias y, mucho menos, una agradable adolescencia. No con un fóbico abusivo como progenitor — vuelvo a recargarme en el respaldo y, por primera vez, me atrevo a lanzarle un vistazo a quien me acompaña, entornando una mirada para ver si me va siguiendo — La versión oficial es que mi madre murió en un accidente doméstico, pero ni mi hermana ni yo nos lo tragamos. Y en cuanto a Phoebe… — me encojo de hombros y vuelvo a beber — Dejé de verla cuando yo tenía doce. He querido encontrarla desde entonces — ahora que lo pienso, tenía la misma edad que Meerah y no puedo evitar ver las diferencias. Carraspeo, pasándome una mano por el cuello y acomodando el primer botón de la camisa para no sentir que me ahorco a pesar de estar en la comodidad de mi sala — No es un prólogo muy entretenido, lo sé — bromeo, a pesar de la sensación de oxido — ¿Ves? Yo he leído tu expediente, así que casi y podemos decir que estamos a mano.
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    Tengo que decir que es irónico que el ministro de Justicia no tenga normas en su casa— señalo, uso mi índice para marcar ese punto en el aire. Claro que en una casa de una sola persona, ¿cuántas reglas de convivencia pueden haber? Sigo considerando como que vive solo porque elfos y esclavos -seguro que tiene esclavos- no son familia, no son compañía. Son mucho menos que empleados, por más que utilice ese término para referirse a ellos. Yo le llamo servidumbre y esclavitud, no trabajo. Pero es su casa, no la mía, la falta de normas serán de conducta, de pensamiento todos las tenemos. Bebo uno de los vasos cargados de tequila y lo vacío porque lo necesito para que toda esta casa no se me venga encima, así puedo llevar adelante la charla sobre el motivo real de nuestra reunión antes de comenzar a hacer apreciaciones que propiciaran una confrontación diferente a las que solemos tener. «Solo», comprendo ese sentimiento. Si me centro en lo que dice, puedo dejar que la bebida surta sus efectos y de a poco ir olvidando nuestro entorno, ciertas circunstancias. —Dejé afuera a tu relación de hace diez años con Audrey y a Meerah— apunto. Me arrellano en mi sitio, con mi cabeza contra el respaldo porque necesita de un apoyo, y tengo que admitir que el sillón es tan malditamente cómodo. —Puesto que es reciente para ti y también para mí, no creo que tengan relación con lo que sea en lo que estás metido. ¿Me equivoco? — busco su confirmación.

    Recuesto mi mejilla contra la tela del sillón para mirarlo de perfil mientras inicia un relato que por esa primera anécdota no entiendo a dónde quiere llegar, pero que me pone alerta porque es como si pudiera leerme la mente y supiera de mis pensamientos a la defensiva de los muggles. Teniendo en cuenta que fue quien pidió por mí en la casi condena por simpatizar con rebeldes, adjudicarle poseedor del don de la legeremancia es exagerado, él simplemente no lo olvida y cada tanto lo trae a colación. Esta vez, no obstante, no se trata de mí, sino de él. ¿Por qué necesito saber todo esto? No lo sé. ¿No escuchó todo lo que le dije en su oficina? Cierto, se reía de mis palabras. De todos los lugares posibles donde escuchar esta historia, agradezco que sea en una casa tan silenciosa que el único sonido es su voz y entre almohadones tan mullidos que si fuera un cuento para niños, ya estaría adormecida. Continúo con mis ojos puestos en él, en el movimiento de sus labios y reconstruyendo cada escena en mi mente de aquel hombre que era abogado de los Black, que detestaba a la magia y toda su familia la tenía como don. Presiento lo que se viene, porque como bien se lo he contado, tengo una perspectiva pesimista de las personas. Cuando tengo la confirmación del carácter violento del señor Powell, el asesinato de su esposa suena casi como consecuencia natural y eso es horrible, asqueroso, nunca debería ser el pensamiento más inmediato y acertado. —Así que esa es la historia del pequeño Hans— susurro. —Tienes un espíritu muy fuerte—. Los magos que sufren abusos en la infancia y deben esconder su magia generalmente no llegan a ministros, tienen un destino muy diferente. Muevo mi brazo por costumbre para que mis dedos alcancen el mechón castaño sobre su frente, tomo consciencia de la ejecución de este gesto que reservo para consolar a las personas y se convierte en una caricia fugaz por encima de su cabello. Mi mano cae por detrás sobre el respaldo del sillón. —Te lo dice el cliché de niña herida— tuerzo una sonrisa y me incorporo para servirme otro vaso, que bajo de un sorbo.

    Es demasiada información para un día, primero el almuerzo y ahora esta conversación, mi cerebro necesita procesar todo esto y llevo apenas unos minutos en esta casa lo que me da la pauta de que todavía queda mucho sobre lo que enterarme. Termino un segundo trago seguido al anterior antes de preguntarle. —¿Y qué dice mi expediente? —. Estuve a punto de formularla de otra manera: «¿Quieres que te pregunte qué dice mi expediente?» Otra vez, esto no se trata de mí, sino de él. Pero si cree que estamos a mano, lamentablemente para él no creo que sea así. Yo podría escribir más hojas sobre Hans Powell de las que tiene mi ficha. —No nos vayamos del tema— soy quien propuso el desvío y quiero recuperar el cauce, porque estamos en el prólogo y la noche no es tan larga como nos gusta creer. —Por muy metafórico que suene, tratemos de recuperar el norte de esto. ¿Por qué el norte? ¿Qué tiene que ver esto con tu familia o con tu infancia? No creo que solo estés divagando porque tienes intenciones de emborracharme— digo en broma y otra vez un chispazo en mi mente, el rostro de una niña, su charla en una mesa con papas fritas, la manera que tenía de cuestionar nuestras acciones. —Por Morgana, no dejo de pensar en Meerah— suspiro. —Pagaría por vernos ahora mismo.
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    Casi trece — la corrijo por inercia — Y no, no te equivocas — ella no está aquí para hablar de cosas banales y estoy seguro de que no quiere escuchar cómo es que Audrey y yo llegamos a tener una hija, a pesar de ser las personas tan diferentes que somos ahora. Por un segundo, hasta me olvido de por qué estamos aquí, de por qué decidí ser sincero con ella. Fue accidental, supongo, el querer explicarme en medio de una situación incómoda como lo fue el almuerzo y, como ya había dado el primer paso, no podía ir para atrás. Yo nunca he ido para atrás, es algo que considero de cobardes y me gusta creer que no soy uno de ellos. Su comentario me arrebata una suave risa que no denota ni una pizca de alegría, paseando momentáneamente la vista por la habitación — En resumen y sin detalles escabrosos, sí — Todavía me cuesta imaginar al “pequeño Hans”, en especial porque hay veces que apenas lo reconozco. Se siente como una persona distante y desconocida, que lloraba más de lo que actuaba y que se callaba porque sabía que abrir la boca era sinónimo de problemas. Puede ser que por eso ahora nadie me calla — Si hubiese sido fuerte, las cosas habrían sido diferentes — sí, siempre me voy a culpar de cómo se dieron los hechos. Porque tenía la solución a la mano y no hice nada. Lo que me quita esos pensamientos es el movimiento de su mano, tengo el impulso de decirle que no necesito ni de su compasión ni su consuelo, pero por esta vez se lo permito. No puedo, sin embargo, ahorrarme la pequeña sonrisa, la cual no sé si puede ver por cómo tengo el rostro apoyado en el sillón — Los dos somos clichés, Scott. No vale la pena negarlo — mascullo en un modo que pretende volver a los chistes naturales, pero creo que se queda en una vaga imitación.

    La pregunta sobre su expediente no me toma por sorpresa; creo que todos tenemos curiosidad si nos dicen que han leído un archivo con todos nuestros datos — Sé sobre tu padre — me limito a contestar, echándole una rápida mirada. No voy a juzgarla por eso, porque sé que los errores de los progenitores no tienen nada que ver con los de sus hijos. Si la juzgo o la retengo, es porque sé como funciona su cabeza de manera independiente. Pero, obvio, ella regresa al quid de la cuestión y no sé si es por la tonta metáfora o su acusación de embriagarla, pero me nace una risa algo más honesta — ¿Por qué siempre desconfías de mí cuando te doy alcohol? ¿Tan terrible te parezco? — me mofo, recordando la pequeña anécdota de nuestro paseo por debajo del escritorio de mi oficina y el whisky. Acabo lo que queda en el vasito y me enderezo para poder alcanzar a beber otro, pero la repentina mención de Meerah me interrumpe para hacerme reír, esta vez con más ganas. Quizá no es una carcajada, pero tuerzo la cara de solo imaginarlo y puedo sentir mis hombros sacudirse vagamente a causa de la diversión — Seguro me acusaría de querer casarme contigo y diría algo sobre diseñarte el vestido de bodas — ruedo los ojos con la clásica expresión de “¡niños!” y me sirvo, girándome luego para enseñarle la botella en ofrecimiento de llenar su vaso — El señor Powell abandonó a su hija de ocho años en medio de la nada — continúo el relato como si se tratase de un simple cuento, aunque creo que ambos sabemos que no es tan sencillo — Así que el idiota de mí tuvo que encontrar el modo de dar con ella. Sí, he aceptado trabajos de incógnito en el norte, he aprovechado las necesidades de los Niniadis para mi propio bien y, sí, abusé de tu deuda conmigo para que me construyeras y encontraras artefactos que podía vender a cambio de información. Así que, sí, te estuve explotando en mi propio beneficio — no siento vergüenza ni culpa. Sé que las cosas han tenido que ser así porque la necesidad ha sido más fuerte y la vida de mi hermana me importaba más que las personas que tuviese que pisar en el camino.

    Apoyo la botella en la mesa y levanto el vaso lleno delante de mí, observando el líquido que refleja la luz de la habitación — Nos encontramos hace poco, pero porque fue contratada en el Royal. Y yo me quedé atrapado en un trabajo extra con los Niniadis, así que no te librarás de mí tanto como yo no me libraré de ellos — Eso me recuerda al apriete de esta mañana, el cual no puedo contarle pero que hace que beba de mi tequila con mayor urgencia — No me malinterpretes, respeto a Jamie y Sean. Sé que hay gente como tú que piensa que soy una clase de monstruo, pero hago mi trabajo porque creo en él y los ideales que representa — no es un debate político ni una acusación. Es solo mi verdad — Cuando entregué a mi padre a los aurores, supe que no quería vivir en un país en el cual existiesen más niños como Phoebe o como yo. Creo que los muggles han cavado su propio pozo y allí deben quedarse. Ya fueron una amenaza por suficiente tiempo y, bueno… yo tengo una familia que cuidar — antes era solo una hermana, pero ahora la apuesta ha subido a una hija. No puedo no mirar a la botella y preguntarme cuántos vasos he bebido ya, pero eso no me detiene a volver a acercarla — Perdoné tu vida porque creí que serías más útil viva que ejecutada. Necesitaba a alguien como tú para lo que tenía que hacer, así que… — me acomodo en mi sitio, subiendo ambos pies al sofá y sentándome en posición de indio. Con un trago, busco mirarla entre los mechones de pelo y la luz del velador, tratando de recordar cómo fue cuando nos conocimos. Había sido una oportunidad muy buena como para desperdiciarla — No me arrepiento de haberlo hecho. Eres una buena compañía de tragos.
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    La corrección de los años que han pasado desde que se separaron con Audrey y la ocasión de estar sentada en su sala casi me llevan a plantearle la pregunta que me tiene rondando desde el almuerzo, y dejo pasar el impulso, me lo pienso mejor. Por ahora, tal vez en toda la noche, este segundo capítulo de su vida no pueda ser abordado hasta que no acabe de narrarme el primero, dándole sentido a un par de cuestiones que explican mucho sobre él y no llego a imaginar que también tendrá que ver conmigo, al verme involucrada por el acuerdo que hicimos. Los detalles escabrosos no hacen falta porque con lo que me ha dicho, puedo hacerme una idea de todo por mi propia cuenta, que soy buena en eso. —No cargues de culpas que no le corresponden a ese niño— digo, porque no se lo dejaré pasar. Eso sí, me cuido de no extenderme mucho como tiendo a hacer. —No tenías que ser fuerte, tenían que protegerte— lo dejo allí. Levanto mis ojos al techo poniéndolos en blanco porque seamos los dos un par de clichés a su manera de ver, y es que no me lo creo, no puedo verlo con esa distancia y quitarle importancia a lo que aun con treinta años me sigue marcando el paso.

    Asiento cuando menciona lo de mi padre, tan ambiguo. —Y muchos en Neopanem también— me sonrío aunque con un poco de pena, por ese dato que no tiene carácter de secreto y que sigue siendo algo que trato con mucho respeto. —La muerte de mi padre es parte de mi carta de presentación. Como trabajamos en el mismo rubro, tengo una suerte de ser “hija de” mis padres y hay una continuidad entre lo que ellos hicieron y yo hago. Así que la muerte de mi padre va por delante de mí, siempre— cuento, es palabrería innecesaria porque no se me pidió explicación de nada. Lo que sí es que noto que también comparte oficio con su propio padre, aunque no creo que viva esas repetidas situaciones -o al menos espero que no- en las que se le pregunte por él. Frunzo mis labios en una línea firme, fuerte, para no interrogarlo. Y para evadir ese borde afilado, tomo lo siguiente con una sonrisa llena de picardía. Es un escape breve de la gravedad de la charla con sus picos de profundidad. —Es que sé que soy irresistible, por favor. ¿Cómo no vas a querer emborracharme y persuadirme con tus malas intenciones? Sé que me la paso poniendo barreras cuando estoy sobria, es cuando estoy borracha que debes aprovechar— lo instruyo a broma. La mención a Meerah por más que el tema no sea de mis favoritos y hace que se me erice la piel, me mantiene en el estado temporal de buen ánimo. —¿Ves? Me estás empujando a beber más al hablar de casamiento y vestidos de bodas. Con ese tema de conversación necesitaré de una segunda botella—. Golpeo el pico de esta con el vaso para que vuelva a llenarlo y me lo bebo lentamente.

    Escucho la parte del relato que tiene relación con su hermana, es como ir echando luz sobre cada cosa que hasta ahora nunca me había planteado sobre la vida de Hans. El por qué de nuestro acuerdo, el uso que le daba a los artefactos que le entregaba, me bastaba con mis prejuicios y suposiciones. Pensé que solo estaba trabajando para un político que hacía su carrera de ascenso con el mismo clientelismo que usan otros. Un trago más para mi garganta, porque tengo mi protagonismo fugaz en la historia y eso de “explotarme en su beneficio” suena duro, hacía el mismo. Lo miro porque creo que podré vislumbrar algo en él, ¿algo de arrepentimiento? ¿Cierta reprobación? Se me escapa lo que pueda sentir al respecto por la referencia a otras personas, otros sentimientos se expresan en su tono. El tequila es una bola de fuego en mi estómago cuando reafirma su lealtad a los Niniadis que me incita a responderle. Y solo por discutir de nuestros principios, entre todos los detalles que me confió y me retienen aquí, tendría un pie fuera de su casa al cabo de cinco minutos. No lo hago porque tengo bien en claro que no está diciendo nada de esto porque quiere conseguir un entendimiento conmigo, no tengo el mismo derecho para decir cuáles son mis principios y mis creencias, que en realidad ya conoce. Se está desahogando y haciendo un repaso de un montón de cosas, lo que sí quiere es que yo lo entienda, pero no guardo la esperanza de que él pueda entenderme a mí. Por un momento incluso llego a pensar que podría estar tratando de convencerme. Todo sería más fácil así, ¿no? Si estuviéramos de un mismo lado.

    Y nada de arrepentimientos. Esto me hace sonreír, estoy sonriendo y con una carcajada raspando mi garganta. Recuesto mi nuca contra el borde del respaldo y la dejo salir. Con la mano que me queda libre peino mi cabello hacia atrás, miro al techo y hago una recapitulación de todo. Sobrepasé el punto más crítico de la charla en cuanto a nuestros ideales, y puedo dejarlo como un tema que seguirá siendo evadido al menos por mi parte, para poder unir todos y cada uno de los cabos que fui descubriendo esta noche. Tenga una función dentro de todo esto. Y no, no es ser la compañera de tragos, por muy bien que lo pinte. —Me mantuviste con vida para poder emborracharte conmigo— me giro hacia él. —Sí que sabes qué decirle a una chica para endulzarle los oídos— me rio y cierro los ojos hasta que mi pecho y mis hombros se relajan. Robo unos segundos más para calmarme, para que todo vaya ocupando su lugar en mi mente. —Esa fue una larga historia— suspiro. Alzo una de mis rodillas hasta mi pecho y la rodeo con mis brazos. Tengo la mirada puesta al frente, en la nada misma. —Creo que estoy cansada, nublada por el alcohol, abrumada, atónita y no tengo nada de sueño. Podría estar hasta el amanecer dándole vueltas a todo esto— digo. Recargo el mentón sobre mi rodilla en alto. Me lo pienso bien al continuar:—¿Te puedo decir algo? Tampoco me arrepiento de haber hecho ese acuerdo contigo. No odio armar cacharros para ti, es mi trabajo después de todo. El ministerio también me explota para su propio beneficio, así que no eres el único que me usa. ¿Si me molesta?— apoyo mi mejilla contra la tela que cubre mi rodilla y puedo buscar sus ojos con los míos.—Cuando nos decimos que no tenemos otra opción somos capaces de hacer cualquier cosa y no sentir culpa por ello, aunque sea una mentira. Siempre es una elección— me quedo en silencio. —Soy una maldita caja de frases hechas— digo de pronto.
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    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    No tenía intenciones de que me explique sobre su familia porque ya lo he leído, pero tampoco la detengo porque creo que debe tener su momento de soltura. Después de todo, somos dos los que estamos bebiendo — Deberíamos hablar de nuestros problemas parentales cada vez que nos presentamos a las personas — sé que es el alcohol hablando, pero me es imposible no hacer la mímica de una situación hipotética —Me llamo Hans y no pienso tener hijos porque sería un padre de mierda, como el mío. Así que solo mantengámoslo casual”. Vaya, eso me habría ahorrado mucho. Voy a empezar a implementarlo — soy puro sarcasmo y perorata, pero una parte de mí se pregunta si Meerah existiría de haber sido mucho más franco hace todos esos años atrás. Sé que fue un accidente, pero Audrey jamás comprendió por qué hice lo que hice cuando decidí dejarla con un hijo dentro de su vientre. Ahora, conociendo a Meerah, posiblemente pienso que tuvo la mejor idea al decidir conservarla — No te recuerdo muy ebria cuando decidiste acostarte conmigo la otra noche — apunto con un movimiento divertido y falsamente seductor de mis cejas. Me llevo una mano al pecho, tratando de mostrarme horrorizado — Ahora descubriste mis intenciones de casarme contigo en situación de ebriedad. No tienes idea de lo mucho que deseo el hacer un juramento inquebrantable que nos mataría en cinco horas — momento — Quizá sean dos…

    Espero alguna reacción, pero en ella solo encuentro silencio y al final tengo que entenderla. No, no sé si esperaba que me dijese algo y tampoco sé qué se dice en estos casos. No tiendo a hablar de mi vida privada, mi pasado es algo que tengo enterrado y las personas que pasan por esta casa se dejan guiar por mi yo de todos los días, el que la mayoría conoció en traje, con una billetera llena de galeones y un apellido que ha sabido ganarse el respeto de un gobierno que anteriormente lo habría repudiado. Pero me encuentro relajado, posiblemente por la cantidad de tequila ingerido en los últimos minutos sin un mínimo de arrepentimiento, porque sé que Scott no dirá nada. No se lo dije jamás y dudo hacerlo, pero siempre he pensado que tiene un extraño sentido de la entereza, al menos dentro de sus propios ideales. No confío en ella como un rival político, pero puedo hacerlo si la veo como un simple ser vivo.

    Por suerte, sabe qué decir para que esto no quede en un melodrama de la tarde y me hace reír, por lo que me encojo de hombros como si me hubiera atrapado en medio de una travesura infantil — ¿Qué puedo decir? Soy una mierda en el romance, pero sé una cosa o dos sobre mujeres — cosa que creo que no está tan errada, pero también tengo que admitir que mi lista de compañeras se ha elevado en cuanto cobré peso en el Wizengamot, no soy tan iluso. Creo que mi interés queda visible en como acomodo la cabeza para poder seguir sus movimientos, mucho más lentos y pesados de lo habitual. Lo encuentro entretenido, no sé bien por qué. Quizá es porque mi cerebro también se ha abombado — Podría estar hasta el amanecer haciéndola más larga, pero ninguno de los dos quiere eso — nuevo trago, nuevo ardor. Me obligo a dejar la botella y el vaso sobre la mesa, mirándolos como si los juzgase a ellos por como me siento y no a mí mismo por haber bebido con el estómago vacío. Es su pregunta lo que me causa la curiosidad necesaria para que vuelva a mirarla a ella, golpeteando los dedos sobre mis rodillas. ¿Me sorprende lo que dice? Increíblemente sí. Siempre pensé que era un incordio, uno con el cual ella debería estar agradecida, pero un incordio al fin. No es lindo deberle cuentas a nadie no tenías otra elección — le recuerdo. Era esto o ser sentenciada a una ejecución, no podemos ponernos tan metafóricos. E igual así, consigue que me ría con su último comentario — Deberías dejar la mecánica y dedicarte a la poesía — bromeo y, por fin, siento que se ha evaporado un peso — Pero… ¿sabes qué, Scott? — me acomodo para apoyar el codo sobre el respaldo y así sostener mi cabeza, recargado contra los almohadones para tener todo el peso ligero y aún así seguir mirando a sus ojos, mucho más oscuros y enormes que los míos, que para colmo se sienten pesados y achinados por culpa del alcohol — No te arrepientes porque estás loca por mí — lo digo con tanta seguridad que sé que no quiero dejar lugar a dudas de que no lo estoy preguntando, sino simplemente afirmando una realidad que no puede negar ni aunque lo intente. Aún así, me río entre dientes y cierro los ojos, esos que presiono con mis dedos al frotarlos en un intento de aclararme las ideas — Aún no puedo creer que salieras con Audrey. Al final, voy a darle la razón a Meerah y decir que al menos tenemos una cosa en común — dejo caer la mano y me tomo el mayor atrevimiento que me he tomado desde que se me ocurrió meter la mano debajo de su falda: me echo hacia atrás hasta recostarme y pongo mis pies deliberadamente encima de ella, estirándome a lo largo del sofá como si tuviese todo el derecho a hacerlo. Bueno, al fin y al cabo, es mi sala de estar — Si no fuera por varios puntos en contra, hasta podría decir que podríamos ser amigos. Ya sabes, que todo lo que dijimos hoy en el almuerzo fuese verdad — una realidad paralela, donde éste fuese nuestro trato constante y no una rivalidad natural.
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    Coincido con eso— me escucho decir, nunca tan a favor de una sugerencia hecha por este hombre. —En vez de toda esa mierda de preguntar el signo zodíaco, se debería preguntar por los padres. Sabríamos a qué traumas y complejos atenernos—. Escucho su ensayo de presentación, pensando en cómo eso tiene relación con Meerah. Lo he visto en el almuerzo hoy y puedo decir que está haciendo un esfuerzo, el hecho de que tampoco le dé el gusto con cada cosa habla bien de él como padre. Le demuestra su afecto y su arrepentimiento, al mismo tiempo que impone autoridad, lo que necesitará para los años de adolescencia que se vienen. Está comenzando con un buen pie, es lo que puedo vaticinar. Qué después no pierda los papeles, no sé. —¿Sueles ver el rostro de tu padre en el espejo algunas mañanas? — lo interrogo, esta duda sí halla su salida a través de mis labios a diferencia de muchas otras que quedarán calladas porque perdí la oportunidad de hacerlas. —Suena como si no pudieras disociarte de él—. Entrometo mi seriedad en su afán de broma. —Son personas diferentes— concluyo.

    Muevo la cabeza de un lado al otro, quitándome con los dedos los mechones que chocan contra mis mejillas. —Tienes la idea fija en tu mente— me quejo. —¿En qué momento se invirtieron los papeles que por siglos nos han dado? Con un poco de alcohol de por medio, yo hablo de sexo y tú hablas de matrimonio— es tan irrisorio. Ese juramento nos mataría a los dos minutos, de la impresión de hacerlo, porque somos reacios a tal acto. Reafirmo que no es algo que funcionaría para mí, faltaría a esas promesas porque hay cosas que no puedes asegurar que serán así por los próximos treinta años. Nunca conoces del todo a otra persona como para tener la certeza de que seguirán siendo los mismos con el paso del tiempo. Mucho menos lo haría en un episodio de ebriedad, por una ocurrencia del alcohol, si critico a los que se casan en un arrebato de amor, los borrachos solo tienen el infierno que se merecen. Y personalmente, a ese infierno no quiero ir habiendo otros.  

    Cuando las últimas repercusiones de su historia se van desvaneciendo en mi mente, el alcohol ayudando a que una pesadez distinta caiga sobre mis pensamientos, nos vuelvo a encontrar con nuestro humor un poco raído, creo advertir que cargamos con una honestidad más cruda hacia nosotros mismos y de lo que nos reímos es de las faltas. Este no es un humor chispeante, sino uno que sabe a veneno cuando lo digerimos, no podemos escapar de volver al tono amargo cada tanto. —Tal vez no lo tuve ese día, sí los días siguientes—. Antes de que me ahogue en toda este discurso melancólico, su burla me rescata. —Ya existen muchas novelas de mierda que se llaman La Mecánica del Amor— digo. Por Merlín, el cansancio combinado con el alcohol me hacen una borracha insoportable, con una gran nube negra pesándole encima, y Hans es igual de lamentable. ¿Qué otra cosa puedo hacer más que mirarlo cuando me lanza eso de que estoy loca por él? Lo de Audrey vuelve a erguirse entre nosotros, esta chance no puedo dejarla pasar. Se recuesta en el sillón usándome como cojín para sus pies y le pregunto: —¿Y si esta fuera una segunda oportunidad, Hans? Yo creo en ellas, me la diste, ¿no? Ahora que sabes qué cosas hiciste mal y conociste a Meerah, ¿tomarías esta segunda oportunidad?—. Lo estoy incitando a algo que ni siquiera he consultado con Audrey para conocer su opinión, pero quiero que se lo plantee.

    Las resoluciones que tome serán tarea de mañana, de los días que vienen, él a lo que busca dar una nueva etiqueta es a lo que tenemos, eso que no parecía ser otra cosa que un acuerdo. —Yo no quiero ser tu amiga, Hans— lo digo lentamente, para que mi determinación caiga con un peso sobre el poco raciocinio que le dejó el alcohol. Mi vaso vacío de tequila queda en algún resquicio del sillón y al voltearme en su dirección coloco mis manos a los lados de su cadera para avanzar a gatas sobre su cuerpo. Me detengo cuando rozo su nariz con la mía y mi cabello vuelve a caer, acariciando con las puntas sus mejillas. —No seré tu amiga— suspiro cerca de sus labios. —Porque estás loco por mí y no es cierto que quieras ser mi amigo—. Me acomodo en el hueco que queda entre su cuerpo y el respaldo del sillón, y coloco una mano encima de su pecho para apoyar sobre esta mi mejilla, mi pierna queda cruzando por encima de las suyas y creo que después de toda esta conversación que me tuvo con los picos más bajo de la semana, lo único que quiero es tener donde recostarme.
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    La pregunta es sorpresiva y, sin embargo, me quedo meditando su respuesta — Creo que soy más parecido a mi madre que a mi padre. Él tenía el pelo más oscuro, pero esta parte… — hago un gesto con las manos para remarcar desde mis ojos hasta mi nariz — Es lo único en lo que nos veo parecidos — intento no prestarle atención, sé que somos personas diferentes: justamente, porque he trabajado duro para no ser como él. Esa acusación de quebrar el molde de los estereotipos me hace resoplar, masticándome momentáneamente el interior de mi mejilla — Quizá porque no puedo decir la palabra “matrimonio” sin alcohol de por medio — aventuro. Casarme nunca estuvo en mis planes, sé que no soy material de marido y lanzarme de lleno a una mujer sería un acto suicida. Jamás podría aferrarme a unos votos porque conozco muy bien la fragilidad de las palabras y las acciones. Sí, puede ser que trabajar en la ley me haya vuelto más cínico con cada año que pasa.

    Lo dudo, dudo mucho de sus posibilidades con el correr del tiempo, pero me conformo con echarle un vistazo que deja bien en claro mi opinión y dejo que eso sea todo lo que tengo para decir. Con respecto a lo otro, arrugo la nariz con desagrado — ¿Es el mejor título que se te ocurre? — intento imaginar alguno que suene mejor, pero no hay caso, la creatividad jamás ha sido lo mío. Además, esto ya es demasiado “material de borrachos” como para agregarle una lista de títulos melosos que olvidaré en la mañana. Al menos, cuando me recuesto tengo esos cinco segundos para cerrar los ojos, demasiado cómodo como para reaccionar rápidamente a lo que dice. Entonces, sus palabras toman forma en mi cabeza y abro uno de mis párpados para poder verla, torciéndome un poco en mi intento — Bromeas. ¿Verdad? — no puedo no reírme y esta vez sí que es una carcajada que me echa la cabeza hacia atrás, obligándome a poner una mano en mi pecho — ¿Qué? ¿Me ves en pareja y con una hija? Por Merlín, Scott — tengo que recomponerme, así que tomo algo de aire antes de seguir hablando, a pesar de que las risitas siguen brotando de mí — Audrey y yo somos muy diferentes a lo que éramos cuando estábamos juntos. Pasaron muchas cosas, años… y no soy una de sus personas favoritas. No veo cómo podríamos funcionar — no veo como yo podría funcionar con cualquiera, pero eso es un tema aparte.

    No quiere ser mi amiga. Lo sé, no hace falta que lo diga. Nada entre nosotros ha sido en verdad amistoso, ni siquiera cuando podemos hablar sin matarnos el uno al otro. No se lo reprocho, pero tampoco me da tiempo a hacerlo. Siento como su cuerpo recarga su peso en el mío y no me contengo a echarle un vistazo, viendo su figura acomodarse sobre la mía y hundiéndome en un sillón que repentinamente parece mucho más pequeño. Su cabello me produce cosquillas y mis labios se entreabren en inercia, saboreando su suspiro. Aún así, mis ojos se mantienen fijos en ella y no me muevo ni un centímetro, sonriendo por culpa de ese juego, solo oyendo como regresa mis palabras para ponerlas en mi contra — No puedo ser tu amigo — murmuro como una verdad absoluta. Y ella se acomoda, se acuesta contra mí con una naturalidad que nadie ha usado en mucho tiempo y me es inevitable clavar los ojos en el techo, preguntándome cómo es que llegamos a este punto. Mi brazo lo duda, pero se enrosca en su cintura y siento como mis dedos caminan en una caricia en el juego de su curva, robándome un suspiro pesado de resignación que mueve consigo la cabeza que tengo sobre mi pecho. Siento mi mano libre moverse, amagando a colocarse contra su torso para empujarla lejos, pero al final termino dejándola caer al suelo — A veces me vuelves loco — es una confesión susurrante, ligeramente ronca — Y a veces, creo que es porque no puedo tenerte. Ya sabes, lo tentativo de lo prohibido y todas esas estupideces. Es tu culpa por discutirme todo el tiempo — dejo caer los párpados cuando aprieto mis labios en una sonrisa, riendo con un sonido profundo que se queda en mi garganta. No es hasta que vuelve el silencio que chasqueo la lengua y me relamo los labios, manteniéndome en calma — Sabes que, si te quedas dormida así, empeorarás las cosas. Jamás me acurruco con ropa — y sin ropa tampoco, pero creo que entiende el punto, el cual me hace reír por lo bajo conmigo mismo —  Esto es patético. Recuérdame jamás volver a beber contigo.
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    Tienes mucho de tu madre, entonces— digo, ocultando mi asombro de que se vea más parecido a ella que al hombre que abusó como padre, porque la imagen de éste parecía estar carcomiendo su mente y no se me ocurrió otra cosa que un perturbador parecido físico entre los dos que justificara su creencia de que podía ser una réplica exacta de su carácter. —Puedes tener la esperanza de heredar de ella otras cosas necesarias para ser padre— agregó, y tengo que explicarme por qué insisto en este tema. —Me preocupo por Meerah. Si tanto insistes en que serás mal padre, podrías creértelo y actuar en consecuencia— expongo. Lo miro de soslayo. —Si te niegas a tener una pareja no uses el argumento de que serás mal padre, solo di que te gusta demasiado estar solo y que serías un esposo de mierda, por ti mismo y sin culpa de nadie más—. Me anotaré este consejo para decírmelo a mí misma mañana, a ver cómo lo adecúo a mi caso particular. Tengo que cerrar también este tema del matrimonio que Meerah instaló entre nosotros y vuelve como si estuviera encantado para ser un boomerang. —No va a pasar, ¿de acuerdo? No armes pesadillas de eso esta noche, porque no va a pasar— aseguro con total convencimiento de que así será.

    Y minutos después, soy quien se lo está planteando, la oportunidad de tener una familia. No conmigo, faltaba más. Sino con Audrey y Meerah como tendría que haber sido hace trece años. No me sonrío, endurezco mi semblante para que su pregunta se responda sola. Espero a que acabe con sus carcajadas y recobre la calma para darme su perspectiva de las cosas, como sé que lo hará. —Ya te vi con tu hija— le recuerdo. Lo de la pareja sería incluir una persona más a una fotografía que conforman, ¿y no sería naturalmente Audrey? No me bastan sus razones, es una negativa desde la incomprensión de la otra persona. No conoce a la nueva Audrey, ¿es eso? Está bien, no son las mismas personas de ese entonces que se amaron. —¿Y si se enamoran otra vez siendo las personas que son ahora?— sugiero. ¿Por qué hago esto? Recuerdo que en el almuerzo dijo que ella fue la única mujer que amó y luego el romance se acabó en su vida, así que podría ser la esperanza guardada, la única a la que puedo acudir e invocar entre nosotros. Si no lo hago caeré en este juego de locos, en que tiramos del otro con un hilo invisible para acercarlo y después alejarnos.

    Podría tan fácilmente ir por sus labios tras el suspiro y en cambio digo: —Tienes prohibido ser mi amigo—. Sería un calvario actuar como amigos, usar esa presentación para referirnos al otro, decir que por eso peleamos tanto, que es una broma entre amigos, y hacer todas esas cosas que hacen los amigos con mi instinto pidiendo algo que sería saltarse esos márgenes. Tengo los ojos abiertos cuando me recargo contra su pecho y lo noto acomodar su brazo alrededor de mi cuerpo, de una manera que no da indicio de querer tomar más ventaja. Es algo bueno que no pueda ver mi rostro para medir la reacción que tienen sus palabras, nos da a los dos la libertad de bajar la guardia. —Ya me tuviste— digo en un murmullo. Y fui quien dijo que con esa vez bastaba para estar en calma, ¿entonces por qué estoy esperando escuchar contra mi oído que su corazón vuelva a correr precipitado al sentirme cerca?  —¿Dónde quedó eso de que era una buena compañera de tragos? — le reprocho por cambiar tan pronto su discurso. —Y no voy a dormirme— aclaro, no tenía la intención de hacerlo, por eso tengo mi mirada puesta en cualquier punto de la sala con los párpados pesándome por el sueño. —Solo me recostaría con alguien por una razón y nada tiene que ver con hacernos casta compañía durante una borrachera. Yo te lo dije, ahora has perdido la oportunidad— me burlo. Me incorporo de a poco, por el esfuerzo que me requiere y no es esfuerzo físico sino de otro tipo. Coloco una mano de apoyo en el primer espacio que encuentro entre nuestros cuerpos para pasar una pierna por encima de su cuerpo, seguida de la otra, y me paro sobre mis pies en el suelo. —Si acabamos de hablar, me toca emprender el camino a casa—. Doblo mis rodillas para quedar a la altura del sillón y muevo mis dedos sobre su frente, retirando su pelo y siguiendo sus cejas. —No me puedo quedar acurrucada contigo en tu sillón toda la noche, porque sería demasiado para tu frágil cordura. ¿Lo entiendes?— le sonrío.
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    Nunca haría lo mismo que el otro Powell, creo que siempre ha sido mi meta, mi problema es el no saber cómo se supone que un padre debería actuar. Me descoloca encontrarme con sus consejos, esos que me hacen mirarla como si se le hubiese zafado un tornillo, por lo que solo puedo decir: — Gracias — y es un agradecimiento sincero. Ahora, el otro asunto... — Tú eres quien no deja pasar el tema. Ya olvídalo. Puedo trabajar en leyes, pero no tengo un acta de matrimonio lista para firmar en algún lado de mi casa — ¿O la tengo? Ya ni recuerdo los papeles que conservo en esta casa, pero dudo mucho que alguna de esas en blanco se haya colado entre mis carpetas. Mejor prevenir que curar.

    Aún tengo que acostumbrarme yo a verme con una hija — declaro. Tiene que admitir que es un muy buen punto. He pasado años sin incluir un hijo a la ecuación y meterla dentro de mi vida diaria es un desafío completamente diferente al de todos los días. Si a eso se le suma una mujer, puedo dar por finalizada mi rutina. Intento imaginarlo, al menos por un breve instante en el cual mi creatividad está algo muerta por culpa del alcohol. La pintura de la familia feliz, con almuerzos de domingo y vacaciones en conjunto. No puedo verme en ello y, posiblemente, tenga que ver con que no me he planteado nunca el volver a intentarlo con Audrey porque tengo asumido que esa historia se terminó hace años — ¿Crees en eso? En enamorarse — es una pregunta un poco al aire e incluso murmuro la última palabra de manera que es más un modular las letras que decirlas — Podría invitarla a cenar algún día, pero no se puede reconstruir una relación que murió por las malas. Éramos niños, Scott. No sé si fue amor, ilusión, hormonas o necesidad, pero creo que todo eso se apagó hace mucho — Nunca voy a entender cómo es que me da la vena filosófica cuando bebo de más, pero aquí estoy. De todos modos, sé que no funcionaría; me he acostumbrado demasiado a estar solo como para pasar a estar en pareja. No puedo simplemente buscarlo.

    Obvio que me prohíbe ser su amigo y, por alguna razón, me hace algo de gracia. Debe ser que tiene el punto de que los amigos no tienden a llevarse como nosotros, desliz incluido. Y sí, la tuve, no hace falta que lo diga, pero a veces pruebas una cosa y te relames porque aún deseas más — Tú sabes lo que quiero decir — es mi mera respuesta, porque estoy casi seguro de que le pasa lo mismo. El reproche me roba una risa muda, molestándome en como mis comisuras se sienten tirantes — En que me robas la dignidad bah, ni sé por qué lo digo, cuando creo que es algo tangible. ¿Qué oportunidad? A eso no tengo una respuesta, solo hago un movimiento calmo de cejas y ahí queda todo. Mi brazo cae pesado cuando ella se mueve y me acomodo, torciendo un poco la cabeza en un intento de seguirla con la mirada y con el reclamo de dejarme sin su calor corporal muriendo en la punta de mi lengua. Es la burla la que me hace sonreír, pero son sus caricias lo que me dejan quieto. Sé lo que hace, consciente o inconscientemente. Conozco el uso de las caricias y el contacto corporal, porque generan una necesidad en el otro y se haya un acercamiento que quizá uno no sabía que estaba deseando.

    Me aferro a eso cuando me apoyo en uno de los codos para elevarme un poco, tratando de no romper el contacto visual — Lo entiendo — afirmo — Pero siempre nos queda la cama — el modo que tengo de apretar los ojos cerrados por un momento y mover mi boca deja en evidencia que no he pensado antes de hablar, pero tampoco voy a lamentarme por ello — De acuerdo, cartas sobre la mesa — me impulso hasta sentarme y bajo los pies al suelo, acomodándome de manera que mi torso se inclina hacia delante y puedo hablar cerca de sus labios, buscando verme reflejado en sus ojos — Quiero que pases la noche conmigo, Scott. Y estoy seguro de que tú también quieres — tengo los codos apoyados en mis rodillas cuando empujo su frente con la mía, buscando el roce de su boca a pesar de seguir sonriendo ladinamente contra ella — Ya somos adultos, podemos echarle la culpa al tequila en la mañana. Es solo una oferta, ya sabes… — el modo que mi boca tiene de besar la suya es momentáneo, casi como si fuese un accidente natural. Solo un toque — Si no, mañana nos cruzaremos en el ministerio y nada de esto ha pasado. Pero al menos no podrás decir que soy un orgulloso — que lo soy, claro está, pero jamás me ha gustado alargar los deseos cuando sé que puedo tomarlos. Además, ella dijo una vez que yo se lo pediría. Aquí lo tiene, no puede quejarse.
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    ¡Gracias a Merlín!— exclamo, como si estuviéramos hablando de una cría de esfinge o una bomba que podría explotar al menor roce con un objeto cualquiera. La magnitud del daño que podría causar es similar, acabaría con la vida del dueño de esta mansión y de los desafortunados que lo acompañaran en el hecho. El matrimonio y las actas para el caso de las formalidades, pueden quedarse por fuera de esta sala. De nuestras vidas por unos años más, y si tenemos suerte y convencimiento en nuestras decisiones, para toda la vida. Es como una prueba de resistencia a medida de que pasan los años, porque casarse y formar una familia era la regla hasta hace poco. Pese a que cada vez conozco a más personas que me entienden cuando le digo que no quiero estar en pareja y buscan lo mismo que yo sobre no comprometernos en algo que es pura necesidad, al final del día siempre habrá alguien que se ofrezca a dar cátedra sobre por qué necesitamos de otra persona.

    Sobre si creo en que las personas se enamoran es lo que me pregunta Hans, a lo que contesto con un encogimiento de hombros en un principio. Puedo decir que no, para terminar de cerrar todas las ideas que promulgo, pero no puedo hacerlo porque la imagen de mis padres viene a mí. —Algunas personas se enamoran— lo menciono como si fuera algo que le ocurre a otros, reservado a ellos. —Mis padres se amaron— cuando lo digo me doy cuenta que lo hago casi contra mi voluntad y no porque tuviera algo que ver con él, sino porque no quiero admitir este tipo de cosas. Como si me avergonzara mi conducta cuando pienso en ellos. —Estuvieron quince años juntos y quince años lleva mi madre sola. Y, te aclaro, no es una mujer infeliz—. Aquí hay mucho material para una consulta con un psicomago y no sé si quiero oír lo que un Hans borracho me pueda decir queriendo oficiar como uno. —No hablo de reconstruir— me explico, terca en mi punto porque se bien lo que quiero expresarle. —Sino de que surja algo nuevo. Bien, supongo que si insisten con el pasado hecho trizas que tienen detrás, no es como si pudieran jugar a ser extraños en un bar y comenzar de nuevo. Pero sí creo que son personas diferentes ahora, mejores que en el pasado, y a veces solo se trata del momento… de que sea el momento adecuado para coincidir. Puede ser que muchas relaciones no funcionen porque se precipitan, porque las personas se encuentran en un tiempo en que lo tienen todo en contra y que no funcione es lo predecible—. Es el tequila hablando por mí, me miento descaradamente. ¿Por qué estoy haciendo del papel de romántica y consejera entre dos personas que conozco, una que me agrada sinceramente y el otro que me exaspera, y con los cuáles me he acostado? Me cuesta encontrar aire para calmar la presión en mi pecho, me da pánico que esto se tuerza todavía más y mi sitio confuso en sus relaciones pase a ser un mal chiste del destino si mis reservas y distancias con Hans se siguen agotando.

    Si tiene intención de que seamos amigos tengo que detenerlo antes de que siga avanzando hacia mí, de una manera mucho más peligrosa que el de un cuerpo buscando alcanzar a otro cuerpo. Puedo tener amigos y que el sexo sea parte de las comodidades de nuestra relación, pero no puedo tener a un amigo con quien esto tenga el poder de hacer tambalear nuestras bases. Pretendo demostrárselo para que entienda mi rechazo rotundo, si su piel se eriza es que todavía tenemos toda esta energía cargada entre los dos y resignarnos a que sucedió una vez, a que teníamos esa única vez para darlo por acabado, era una tarea a resolver que dejamos por cuenta de cada uno después de esa noche en su oficina. No se lo pregunto directamente, obtengo mi respuesta de todas maneras. Ninguno de los dos lo hizo aun. Lo miro con suspicacia cuando me dice que robo su dignidad. —Puedes dormir tranquilo, que no haré nada con ella. No soy de las que llevan chismes—. Nunca pensé hacerlo, ni siquiera cuando la deuda era lo que único confidencial que había entre nosotros e implicaba consecuencias para ambos si alguien más se enteraba. Dudo recurrir al chantaje para mejorar esa vieja situación, si soy franca. No usaría nada de lo que me dijo porque… no soy así. Porque no me ha hecho nada que lo merezca, y en esto concuerdo con lo que alguna vez me dijo. Este sujeto tiene una decencia extraña que no puedo refutar.  

    Escapo del sillón para que la circunstancia de encontrarnos dormidos y abrazados no nos pille al amanecer, el peor de todos los clichés que podríamos ser. Es su casa así que me tocan los honores de ser quien se marcha, como también sucedió en su oficina. Seré el soldado que huye y me creo con la entereza suficiente como para hacerlo, porque tengo práctica de años en esto. Hasta lo último, cuando tengo sus ojos mirándome mientras trazo la piel por encima del arco de sus cejas, sé que puedo irme. No estoy atada por ninguna magia ni un hechizo para tontos. El tequila puede jugar con el equilibrio de mi cuerpo, pero no va a desestabilizar mi determinación sobre algunas cosas. Fuerza de la costumbre, supongo. Hábitos que se vuelven parte del carácter como rasgos naturales. Se requiere de una fuerza mucho más intensa para tirar de la mía y la franqueza sobre su deseo y el mío de paso, lo logra. —También quiero— reconozco. Mis labios se vuelven ávidos a sus roces tentativos en lo que dura su exposición de las condiciones que tenemos para tomar o dejar esto. —Primero, echarle la culpa al tequila o al whisky si vamos al caso, no es de adultos—me río de él.—Segundo, sería malicia de mi parte irme si dejaste tu orgullo sobre la mesa con todas tus cartas—. Puedo hacer burla eterna sobre él por mi victoria, con mi orgullo todavía a resguardo, lo haría si fuera manipuladora y no quisiera esto tanto como él. —Ganaste— le concedo. —Pasaré la noche contigo—. Enredo entre mis dedos los mechones de su nuca para acercarnos y buscar que su boca se abra por la insistencia de la mía.  Este agarre me sirve para erguirme y sentarme en su regazo con las piernas juntas, esta vez con ambos pies del mismo lado. Uso mi peso para hacer que se eche hacia atrás y con su cabeza apoyada en el respaldo poder besar su labio inferior y bajar por toda la piel de su garganta que queda a la vista. Pero me conformo con eso, son los besos inocentes que le daría a un chico en la sala de mi casa si mi madre estuviera en la otra habitación. —¿Cuánto tiempo crees que podríamos pasar solo besándonos sin quitarle la ropa al otro?— pregunto. Y si es por antecedentes, no tenemos buena marca en pelear sin terminar provocando al otro con el roce.
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    Su confesión me hace preguntarme, bobamente, si mis padres se amaron como los suyos. Me imagino que en su momento lo hicieron, antes de todo lo malo. Y habla de momentos, de ideas que jamás se me habían cruzado por la mente y me hace mirarla con escepticismo, desconfiado de que las cosas pudieran salir tan bien para alguien en la vida real. Parece que está hablando de una situación ideal, no de una solución tangible. Abro la boca para decir algo, pero la cierro cuando me doy cuenta de que no tengo idea de qué es lo que va a salir de ella. De todos modos, vuelvo a hablar en algún momento — Jamás pensé que serías del tipo romántico — confieso con sencillez. No creo en lo que dice, pero no descarto la idea de hablar con Audrey a solas y no precisamente del trabajo. Quizá no podamos reconstruir una relación, pero sí podríamos tratar de llevarnos bien. Al fin y al cabo, se supone que estamos criando una hija en conjunto a partir de ahora.

    Sé que no eres de esas — es una convicción, a pesar de que momentáneamente no parezco serio. Ninguno de los dos gana nada si hablamos sobre el otro, pero siendo nuestro secreto podemos hacer uso de mucho. Así lo prefiero, algo entre ella y yo, como la cantidad de cosas que le conté y confirmé hace tan solo un rato. No somos amigos, pero tenemos nuestra complicidad y nuestro entendimiento y eso es bueno saberlo. Como ahora, que admito que he pedido por su compañía y me doy cuenta de que no salgo perdiendo, sino todo lo contrario. Específicamente cuando ella acepta que tengo razón y también lo desea, haciéndome sonreír a modo de triunfo. Suelto un chistido cuando me acusa de infantil por haber usado al alcohol de excusa, pero no se lo contradigo — No he perdido la partida. Si lo digo, es porque quiero tenerlo — explico en un ronroneo perspicaz. Y sí, consigo su compañía por esta noche. No lo sé por cómo lo dice, sino porque pronto sus labios atrapan los míos y puedo tener el placer de besarla en propiedad; no es la primera vez que lo hago, pero creo que sí es la primera vez que lo registro en su totalidad. Es un beso pertinaz, diferente a los que recuerdo en la oficina, demasiado consumidos en la urgencia. Lo correspondo, lo remarco y lo disfruto, dejando que mi espalda se acomode contra el respaldar por culpa de su posición sobre mi regazo. Como no podía ser de otra manera, una de mis manos se enrosca en su espalda baja, mientras la otra presiona sus piernas en una caricia calma. Echo la cabeza hacia atrás para permitir el paso de sus besos por mi piel, suspirando sin vergüenza a que me oiga y cerrando los ojos no solo por el disfrute, sino también por el leve mareo del alcohol — No lo sé. ¿Cuánto tiempo nos tomará llegar a la habitación? — sé que podría quitarle la ropa ahora mismo si así lo deseara, pero es un buen desafío. Levanto la mano que sostiene su rodilla y le pico el mentón, buscando unos labios sobre los cuales me sonrío antes de besarlos pausadamente, tratando de disfrutar su forma y sabor. Es diferente para variar, pero aún así me inquieta y relaja a la vez. Con un breve mordisco a su labio inferior, le regalo una sonrisa pícara y coloco el brazo por debajo de sus piernas — Voy a necesitar de tu ayuda para hacer esto — sí, es una advertencia.

    Podríamos quedarnos en el sofá, pero sé muy bien que mi cerebro aturdido no me lo perdonará luego, cuando no pueda mover las piernas. Así que tomo el impulso para levantarme y hacer abuso de su postura, alzándola en brazos con la facilidad regalada por su delgadez y menor estatura. Lo malo es que mis piernas se tambalean, robándome una risa mucho más aguda de lo normal, pero aún así consigo avanzar por la sala; los vasos y la botella ya serán ordenados mañana — ¿Podrías ser tan amable de apagar la lámpara? — utilizo un tono pomposo, frunciendo el ceño como si le estuviese pidiendo una pieza de vals en medio de un baile. Y sí, la acerco, saliendo en dirección a un vestíbulo que Poppy ha dejado a oscuras y cuya escalera subo con la torpeza del alcohol y de su peso, haciéndome reír en el proceso. No tengo idea de con cuántas paredes he tropezado y cuántos “lo siento” suelto, pero cuando por fin entramos a mi dormitorio, siento que me abro paso como una tromba. Aún me estoy riendo, posiblemente culpa de mi estupidez y el tequila, cuando la apoyo con cuidado en el suelo y paso las manos por su cintura, tanteando en la oscuridad hasta poder robar un beso a presión y fugaz de su boca — Un segundo… — mis pasos se oyen hasta que enciendo la lámpara en la mesa de luz, dejando al descubierto mi dormitorio. Mi lugar, donde la dejo entrar por esta noche. No puedo no observarla por un momento, hasta que me obligo a desviar la mirada cuando cruzo el cuarto y cierro la puerta con intenciones de que a nadie se le ocurra fastidiar por la mañana — Ese es el baño — señalo otra de las puertas — y ese es el vestidor — apunto al otro extremo del cuarto —Lo aclaro por si las dudas. No sea cosa de que te confundas en la noche y me arruines un par de zapatos.

    Me mordisqueo los labios, quedándome de pie y mirándola con cientos de incógnitas en el cerebro, preguntándome cual de todas puedo solucionar primero. Doy unos pasos hacia ella, lentos como si testeara el campo de juego, hasta poder estar de pie frente a su rostro, cuyos rasgos puedo ver perfectamente a pesar de la luz tenue — Meerah sí tiene razón en algo — mascullo — Sí creo que eres una mujer hermosa, talentosa e inteligente. Lo malo es que tienes una manía increíble para jugar con mi paciencia. Y por alguna razón… — acomodo pacíficamente uno de los mechones de su cabello, ese que me fastidia la visión de su cara — Me tienta el tenerte. Debería conseguirme un terapeuta — y sí, es obvio que bromeo; no me quita el sueño. Ella lo preguntó abajo. ¿Cuánto podemos soportar besándonos sin quitarnos la ropa? No tengo una buena experiencia en ese tipo de competencia con ella, así que me conformo con tomar su rostro entre mis manos, donde estarán seguras, para buscar sus labios con paciente fervor. Para las dudas psicológicas, tendré mañana.
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    No soy yo, es el alcohol— lo contradigo con mi mentira débil, porque admitiría muchas otras faltas de mi carácter antes que reconocerme como una romántica que juzga a partir de idealizaciones y cree que al final de todo se trata de coincidir con alguien que logra hacer que cada cosa en el mundo se acomode dónde debe estar. En la boca del estómago siento un malestar que también culpo al tequila, es pura vergüenza de estar compartiéndole estas ideas precisamente a él de todas las personas, porque creo que puedo convencerlo de algo de lo que no hago ejemplo. Estos pensamientos que no sabía que tenía callados me exponen, enseñan una faceta que durante la adolescencia fui silenciando hasta creer que no existía, y traer todo esto a colación ahora hace que mis acciones sean cuestionadas y mis palabras de los días corrientes pierdan parte de su convicción. Maldición, soy una romántica dentro del closet. El tequila dejó de circular sin que nos diéramos cuenta y no estoy tan mareada como me gustaría para pregonar que todos mis actos han dejado de ser juiciosos y me libro de la responsabilidad de sus consecuencias.

    Definitivamente no lo estoy cuando doy mi consentimiento para buscar una repetición que nos tiene a uno encima del otro en un pestañeo. Lo presiento, antes de confirmarlo por los modos más contenidos y el disfrute lento de cada caricia, que esto no se parece a lo que experimentamos en su oficina. Si bien considero que cualquier acto que se vuelva rutinario, por excitante que sea, deja de serlo cuando se abusa de la emoción, agradecería de buena gana que nuestros movimientos no fueran controlados, porque ponen en evidencia que nuestras voluntades juegan a conciencia. La calma entre los dos es un estado que me asusta más que nuestra anterior situación de guerra, no sabía que éramos capaces de tocarnos sin que se volviera un asalto, y creo que podría demorarme toda la madrugada incluido el amanecer en besos que dan y no quitan, ahondando en ellos, hasta tocar fondo que es lo que quiero, comprobar que hay debajo de todas las capas que retiramos esta noche y solo espero –ruego que así sea- que con eso por fin saciemos el anhelo de tener al otro. Su suspiro es mi falta de aire, las pausas en mi respiración se están tornando cada vez más espaciadas y el camino hasta su dormitorio parece una buena distancia para medir en tiempo cuanto duraremos con este sosiego aparente. Tengo muchas dudas de que esto no acabe en accidente cuando su impensado ademán de caballero me tiene en vilo. —La mejor manera en la que puedo ayudarte es andando sobre mis propios pies— y sueno tan alarmada como me siento, en tanto reacomoda sus pasos y puede encaminarse invicto a la salida. Obedezco a su petición en vez de cuestionarla porque no pienso retrasarnos ni un segundo por cosas vanas durante el trecho que nos queda por recorrer.

    En las sombras de la escalera, puedo oír el latido bajo su camisa y contra mi oído, y no logro apartar de mi mente que esta misma situación podría darse de mil maneras diferentes, nuestra ropa siendo arrojada en estos peldaños o demorándonos en un beso abrasivo que no nos deje llegar a la habitación. Es cuando tengo mis pies en el suelo de su dormitorio que tomo real dimensión de todo lo que me rodea, él incluido, y escuchando a medias las indicaciones que me da, logro dar con la definición de a qué se parece esta acontecimiento y es que tuve que buscar en viejos recuerdos. Estoy de acuerdo con él en que Meerah tenía razón en muchas cosas, aunque no tengo idea de a qué se refiere puntualmente. Entonces lo dice y con toda mi ropa puesta, el estremecimiento al reconocer algo que dejó de estar presente en el sexo hace mucho tiempo, me recorre por toda la piel y me abrasa. —Es un ritual, como una primera vez— susurro. No se trata de desprenderse de la ropa, sino de desnudarse, por trillado que suene. Tengo mi segundo de querer salir huyendo de aquí que se me pasa cuando logro acompasar mi respiración. El toque de sus dedos en mi rostro me sostienen para que pueda distinguir su mirada en la penumbra y el beso llega para acabar conmigo.

    Me sostengo de su camisa con mis manos tensas en la sujeción, que se aflojan al poco para poder ascender por su cuello y apurar el trabajo de quitar lo que sobra entre nosotros. —Debe ser la cama— vuelvo a intentarlo, retorno a mi yo que mejor conocemos. —La cama siempre le da una seriedad diferente al hecho— es una vaga tentativa de bromear sobre mis palabras anteriores. Desprendo su camisa con una rapidez que me admiro a mí misma y es que necesito sentirlo, mis manos hundiéndose en todos los senderos desde su pecho hasta su espalda, marcando líneas rojas que detallan todo mi recorrido. Algo, entre inquietud y urgencia, me llevan a dar un paso hacia atrás y encargarme de los botones de mi propia camisa y de los vaqueros que quedan tirados cuando deslizo mis piernas fuera de la tela que se acumula en un montón sobre el piso. —¿Recuerdas que antes se desvestían debajo de las sábanas, no se veían desnudos mientras lo hacían y las mujeres debían imaginarse cómo era aquello que las penetraba?— lleno de palabrerías el espacio que queda entre los dos. —El matrimonio jodiendo lo mejor que tenemos desde tiempos inmemoriales—. Una palabrería distinta a la suya, doy gracias a la poca luz para que no pueda ver que las emociones confusas en mi semblante, entre las cuales solo habrá una única victoriosa al final de la noche y podemos echar apuestas seguras. Camino hacia él con poca intención de que sea un andar seductor, y mucha de mostrarme decidida sobre lo que espero. —Me dijiste que en tu casa no hay normas. Tampoco en tu cama... ¿o sí?— pregunto con suficiencia.
    Anonymous
    Hans M. Powell
    Ministro de Justicia
    ¿Una primera vez? — es una pregunta al aire, tratando de atrapar su idea, tanto como lo hago momentáneamente con sus labios. Pero entonces ella nombra la cama, haciendo que le lance un vistazo al enorme lecho que nos aguarda a pocos pasos de distancia y no puedo no reír al menos un poco, creyendo que entiendo un poco a lo que se refiere — Si quieres podemos quedarnos de pie… — suelto una sugerencia que se va apagando cuando me toma por sorpresa al desprender mi camisa, haciendo que alce los brazos un momento para tener la libertad de que caiga al suelo; bueno, no me esperaba esa urgencia. Es su agarre el que me hace querer besarla, sintiendo su marca con un ligero ardor, acabando en desconcierto cuando es ella quien se encarga de desvestirse. Mis manos amagan a ayudarla, pero pronto me encuentro observando como sus ropas caen al suelo y encuentro entretenimiento en desabrocharme el cinturón con dedos ágiles. Mi boca está prensada en silencio, oyendo su discurso mientras mi pantalón cae al suelo con el sonido de la hebilla haciendo eco, antes de que le dé una ligera patada para apartarlo de mi camino — ¿Vas a dejar de hablar de matrimonio por esta noche o esperas que me proponga? — me burlo, moviendo momentáneamente las cejas — Si querías hacerlo más romántico, podrías haber dejado que te desvista — mi sonrisa delata la diversión de mi chiste, pero no puedo evitar analizar su figura con la mirada hasta toparme con la suya. Al menos, queda en claro que los besos simples no son algo nuestro.

    Siento la lengua pesada por la lentitud de mis sentidos cuando me relamo apenas los labios, fijo en como ella se acerca a mí y me permite el poner una mano en su cadera. La pregunta me coloca en un terreno mucho más conocido, obligándome a una sonrisa desfachatada al dar un paso hacia ella que provoca que nuestros pies descalzos se rocen — ¿Me veo como alguien que ponga normas en la cama? — pregunto mansamente — Creí que me conocías un poco mejor — quizá no hablamos de nuestros gustos o deseos, pero hay cosas que se aprenden con solo tocar a una persona y bien que nosotros lo hicimos. He aprendido más de su personalidad esa noche en mi oficina que en todas nuestras reuniones de supuesto trabajo. Sé dónde la besé para hacerla suspirar con mayor fuerza y también aprendí cómo tocarla para que me abrace con creciente urgencia. Es un poco más íntimo que saber su color favorito o a qué hora llega a la oficina, creo yo.

    Sé que basta con un movimiento para quitarle la ropa interior, pero decido no hacerlo de momento. Prefiero disfrutar de cómo empujo su espalda baja para sentir su torso chocar con el mío, respirando con fuerza sobre una boca que no me tardo en explorar. Hay un reconocimiento en su lengua, en como los dedos que tengo libres se colocan entre su cuello y su cabello, enroscándose porque no es la primera vez, pero sí es cuando se graban con mayor nitidez. Debe ser el tequila, siempre es culpa de la bebida. Y me gusta tocar su piel, porque se siente suave y natural, apenas presionada por unas yemas que la van empujando poco a poco hasta que caemos sobre una cama que nos hace rebotar. Mi peso se presiona contra ella, provocándome la risa que muere en medio del beso y apoyo una mano junto a su cabeza para poder elevarme un poco, evitando aplastarla a la vez que puedo verla a los ojos — ¿Puedo hacerte una pregunta? — da igual, la hago de todas formas — Toda esa perorata sin sentido… ¿Estás nerviosa, Scott? — puede que suene a que me estoy burlando, pero también quiero que sea honesta. Me inclino cuidadosamente sobre ella, acomodando mi cuerpo para que exista un roce invasivo pero lento, tratando de obviar como mis latidos parecen aturdirme en las orejas — ¿Te pongo nerviosa? — muevo con lentitud la cabeza y dejo un beso calmo en el costado de su mandíbula. Poco me toma el besar su cuello en el otro extremo, haciendo uso de mi boca y mi lengua para marcar su piel — Deberías relajarte o vas a complicar mi trabajo aquí — alzo mis ojos en su dirección con una sonrisa divertida, cargada de deseo por su culpa. Sé que hay algo diferente esta noche, no sé si en ella, en mí, en nosotros o el ambiente. Pero si yo fui honesto, espero lo mismo de su parte.
    Hans M. Powell
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